El Ojo Avizor
Los loqueros la apodaban la princesa de Éboli por su costumbre extravagante de llevar casi siempre un ojo tapado con un parche. Los lunes, miércoles y viernes se tapaba el ojo derecho; los martes, jueves y sábados, el izquierdo; mientras que los domingos, se ponía el parche en el ojo derecho por la mañana y en el izquierdo por la tarde.
Se llamaba Soledad Silvestre y era una de las pacientes más veteranas del centro siquiátrico. Antes de que comenzara con la manía de los parches, había sido una mujer reflexiva, equilibrada, voluntariosa y de una lógica aplastante. Nada presagiaba, pues, esa repentina pérdida de cordura a la que ni siquiera a toro pasado era fácil encontrarle explicación.
Desde pequeña había tenido una tendencia innata a observar todo lo que ocurría a su alrededor; y de modo muy especial, lo que estuviera relacionado con la Naturaleza. Tras pasar por la Facultad de Biología, había logrado convertir ese hobby en su profesión. De hecho, hasta que el Ojo Avizor —era así como ella lo denominaba— hizo acto de presencia en la pantalla de su ordenador y la desquició, su carrera investigadora se había desarrollado de forma muy satisfactoria y tenía ante sí un futuro prometedor.
En el historial médico de Soledad Silvestre no figuraba la verdadera causa-efecto entre ese ojo escrutador, que tanto le obsesionaba, y la manía de taparse un ojo con el parche. Lo que sí figuraba, en cambio, era la teoría —un tanto simplista— elaborada por el siquiatra que había llevado inicialmente su caso: un joven aún bastante inexperto, pero que tenía la habilidad de suplir sus lagunas de conocimiento con una suerte de imaginación ilustrada.
En el caso concreto de Soledad, el galeno había concluido que padecía un tipo de esquizofrenia ocular muy raro —tan raro que ni siquiera había sido aún descrito— que le hacía percibir una realidad distinta con cada ojo. Una duplicidad disonante que la enferma astutamente solventaba tapándose un ojo con un parche a fin de ver una única realidad en cada momento.
El diagnóstico era muy imaginativo y también vistoso, al menos sobre el papel, con la acuñación de nuevos términos, como «ojo de guardia» para referirse al ojo que la paciente se dejaba destapado y «realidad diestra» o «realidad siniestra» en alusión al mundo supuestamente percibido por el ojo derecho o por el ojo izquierdo, respectivamente. Tenía, sin embargo, la pega nada baladí de que no respondía en absoluto a la verdad.
Aparte de la propia paciente, Prudencio Almenara era la única persona que conocía el verdadero origen de aquel extravagante desvarío. Y si estaba al tanto, no solo lo era por ser ambos buenos amigos y existir entre ellos mucha confianza, sino también por hallarse él mismo implicado en el asunto. Soledad se había sincerado desde el primer momento, confesándole lo mucho que le incomodaba ver aparecer su ojo en la pantalla del ordenador, como si pretendiera invadir la intimidad de su hogar o de su despacho. A lo que había añadido que, hasta la amistad más estrecha —la de ellos era paradigmática—, debía de tener sus límites.
Además de hombre cabal donde los haya, Prudencio era también muy discreto y enemigo de cualquier tipo de notoriedad pública. Ser tachado de voyerista no es plato de gusto para nadie, pero mucho menos para alguien tan comedido y, para colmo, no siendo ni siquiera cierto. La prudencia y el miedo al escándalo le habían llevado al mutismo y a situarse en un cómodo segundo plano de visitante asiduo de la interna. Esa conducta no respondía, sin embargo, solo al egoísmo, sino también al profundo desconcierto que le causaba no comprender cómo semejante nimiedad había podido desequilibrar de tal forma a su amiga.
La primera vez que Soledad le llamó por teléfono tenía la voz algo alterada. Le dijo que, cada vez que abría el correo electrónico —algo imprescindible en su trabajo—, en la pantalla aparecía su ojo derecho en actitud vigilante. De natural impasible y dotado de un gran sentido del humor, Prudencio se tomó las palabras de su amiga a broma y no dudó en aconsejarle que, cuando lo sorprendiera fisgoneando, no tuviera el menor reparo en ponerle un parche pirata sobre el ojo cotilla.
Aunque la respuesta le pareció un tanto absurda, Soledad tenía en alta estima el buen criterio de su amigo y decidió no complicarse la vida y hacerle caso. En la papelería le ofrecieron una caterva de posibilidades diferentes de pegatinas. Ella no tenía ni idea de que fuera tan diverso el mundo de los autoadhesivos y, como tampoco andaba manca de sentido del humor, se decantó por unos con motivos florales. Y de forma todavía poco consciente, acometió su particular cruzada contra quien acabaría teniendo la suficiente entidad como para tener nombre propio y pasar a llamarse el Ojo Avizor.
Esa misma noche, antes de entrar a chequear si tenía algún correo urgente, Soledad se puso a mano las tijeras y el paquete de autoadhesivos. En cuanto vio aparecer en la pantalla el ojo indiscreto de Prudencio, calibró su tamaño y recortó en forma de parche pirata una pegatina cuyo motivo floral era una margarita. No pudo evitar sonreír al ver aquella especie de moderno tatuaje cubriendo esa parte del rostro de su atildado amigo. La argucia era sin duda pueril, pero tuvo la virtud de permitirle revisar la correspondencia sin sentir ningún incomodo.
A partir de entonces, hubo nuevas aperturas de buzón —lo revisaba varias veces al día, sobre todo en el trabajo— y los consiguientes parcheos de la pantalla con pegatinas florales. Porque el ojo de Prudencio, aparte de entrometido, se mostraba también travieso y pretendía asomarse cada vez por un punto diferente de esa suerte de ventana indiscreta en que se había convertido la pantalla del ordenador. El fenómeno continuaba sin tener ninguna lógica, pero aquel quita y pon de flores le resultaba distraído y, lo que era aún más importante, le solucionaba el problema.
En realidad, fue un método sencillo y eficaz; al menos hasta la vez en la que, cuando iba a tapar el ojo de Prudencio con una bella camelia, del lacrimal le brotó una lágrima. Y ella, que siempre se había jactado ante sí misma de ser buena amiga de sus amigos, se vio en el acuciante dilema de tener que elegir entre preservar su intimidad o hacer llorar a un apreciado amigo. Titubeó durante unos segundos —tiempo suficiente para que a la primera lágrima le siguiera una segunda—, pero pronto concluyó que era injusto ponerla en aquel aprieto y, situándose de espaldas al ordenador —ojos que no ven, corazón que no siente—, llamó al causante del conflicto.
Prudencio la escuchó con su habitual impasibilidad y, aunque esa vez le pareció que Soledad estaba bastante más alterada, ni se le pasó por la cabeza que su amiga, siempre tan sensata y reflexiva, le pudiera estar hablando en serio. Así pues, se volvió a tomar a broma la alusión a la foto de su perfil de correo electrónico. En esta ocasión su consejo fue más disparatado, pues le dijo que, si su ojo se hallaba en fase tan sensiblera, por qué no probaba a ponerse el parche ella y leer la correspondencia haciendo caso omiso del ojo fisgón.
Que siguiera esa recomendación sin pies ni cabeza constituye el verdadero nudo gordiano de la indescifrable dolencia de Soledad. Mas la cuestión es que le hizo caso a Prudencio y, a partir de ese momento, todo se precipitó de tal forma que a cada nuevo equívoco le seguía otro más absurdo que el anterior. Hasta entonces, sus compañeros de trabajo habían considerado lo de pegar flores en la pantalla del ordenador como una ocurrencia naif más de las suyas. Pero, cuando se dieron cuenta de que había veces que para mirar esta se colocaba un parche sobre un ojo, y que este ni siquiera era siempre el mismo, empezaron a preocuparse.
Dio además la casualidad de que, justo en eso días, los telediarios se hicieron eco de la carnicería que la doctora Noelia de Mingo había hecho en su lugar de trabajo. Según el testimonio de algunos de sus colegas, antes del desencadenamiento de ese brote sicótico criminal, la homicida ya se había comportado de forma extraña. En concreto, la habían visto en su despacho a oscuras y escribiendo o hablando irritada ante la pantalla del ordenador cuando este se hallaba apagado.
Aunque el paralelismo entre ambas conductas fuese vago, los compañeros de Soledad se alarmaron y lo pusieron en conocimiento del responsable de salud laboral. Es muy probable que saberse vigilada también por su colegas fuera la gota que colmó el vaso, puesto que fue entonces cuando por primera vez Soledad hizo alusión al Ojo Avizor. Y a esa primera vez le siguieron otras muchas y, viendo el cariz que tomaba el asunto —su obsesión era un continuo crescendo—, el médico de la empresa la derivó al siquiatra.
En ninguna de las entrevistas que mantuvo con el especialista, se mostró Soledad agresiva o dio muestras de que hubiera peligro de que pudiera autolesionarse. Pero daba la impresión de que el supuesto Ojo Avizor la tenía cada vez más desquiciada y el galeno decidió que lo mejor era internarla para poder vigilar mejor su evolución. Resultaba incomprensible que una mujer tan enamorada de su trabajo pudiera sentirse a gusto apartada de su mundo laboral y, sin embargo, después de un tiempo, la simple mención de reincorporarse a su antigua vida la desequilibraba de tal manera que, aun siendo su dolencia inofensiva —al menos en apariencia—, su estancia en el centro siquiátrico se había prolongado sine diem.
Soledad no veía la televisión, ni tampoco usaba los ordenadores que había a disposición de los internos para navegar por internet. Vivía ajena por completo a lo que pasaba en el mundo exterior y su única conexión con este eran las visitas de Prudencio. Por expreso deseo de la interna, su amigo la visitaba siempre sin previo aviso. La mayoría de las veces la encontraba en el jardín absorta en la observación de las entrañas de alguna flor o de la conducta de algún animal; o bien contemplando desde una hamaca el movimiento trémulo de las hojas de algún árbol o el desplazamiento de las nubes en el cielo.
Todos ellos eran esparcimientos enraizados en Soledad desde muy niña y, por ende, practicados con asiduidad antes de su internamiento. Lo único que sí le chocaba a su amigo era que, pese a haberla conocido siendo ya una lectora empedernida, en sus visitas sorpresa, jamás la encontraba con un libro en las manos. Prudencio se le acercaba por la espalda y, a modo de saludo, le colocaba la mano sobre el hombro. Ella era así consciente de la presencia de su amigo y se podía colocar el parche —en uno u otro ojo, según el día de la semana— antes de darse media vuelta.
Con el ojo ya tapado, paseaban por la amplia zona ajardinada que había alrededor del centro siquiátrico: si el día era bueno, con la cabeza al descubierto; si hacía mal tiempo, guarecidos bajo un paraguas; y si el sol apretaba, con sendos sombreros de paja. Mientras caminaban, se contaban las naderías que le habían ocurrido a cada uno desde el último encuentro o bien conversaban sobre las pequeñas cosas que veían al paso. Después de cada visita, Prudencio concluía que su amiga era feliz allí y regresaba a casa con la conciencia más tranquila.
Que los temas de conversación fueran siempre triviales no era, sin embargo, un hecho del todo fortuito. Desde que estaba en el centro, Soledad no había vuelto a mencionar nada que le hubiera ocurrido antes de su internamiento —ni siquiera el Ojo Avizor causante de su delirio—. Era como si se hubiera sumergido de nuevo en esa etapa libre de cualquier responsabilidad que es la infancia, y hubiera borrado por completo de su memoria el resto de su existencia. Y fuese por discreción, por sentimiento de culpa o por una mezcla de ambas cosas, Prudencio, que sí se acordaba perfectamente del pasado de su amiga, se comportaba como si también él lo hubiera olvidado.
Solo en una ocasión, a la hora de despedirse, Prudencio la miró como siempre a los ojos, tanto al de guardia como al tapado; y quizá porque ese día había visto en su rostro la primera flor de panteón o bien porque llevaba puesto justo el parche de la camelia, el deseo de comprenderla se impuso a la discreción y le preguntó el motivo de todo aquello. En lugar de inquietarse, Soledad le sonrió y, tras permanecer pensativa unos segundos, le dijo que, al igual que Peter el Rojo —en alusión al simio protagonista de Informe para una academia de Franz Kafka—, también ella había encontrado una salida gracias al Ojo Avizor.
Y Prudencio, a la sazón ya bastante confuso —no sabía si interpretar esa respuesta como una muestra de agradecimiento o como una simple tomadura de pelo—, se quedó totalmente perplejo cuando vio que su amiga se levantaba el parche de la camelia y le hacía un guiño con el ojo que, según la jerga del siquiatra, ese día no estaba de guardia.