La migraña: tormento de los pacientes ¿y de los médicos?
No es un dolor como cualquiera que con una medicina se pasa. La migraña no es así, se instala en nuestra cabeza y cuesta tanto que las personas, hasta las más allegadas, logren entender lo crítico del dolor que se padece.
Se puede dar en cualquier persona, mayormente en mujeres, y puede aparecer desde los doce años de edad. Por supuesto que cuando la persona acude al médico, este recetará un analgésico y asegurará que con este todo pasará.
¿Pero si no pasa? ¿Si esa persona acude al galeno y le dice que el dolor persiste, que el analgésico maravilloso que le indicó no hizo ningún efecto? Y aquí la sonrisa del médico cambia a un rostro de molestia.
¿Por qué pasa esto? Se preguntarán los que no tienen idea de qué es la migraña, entre ellos el propio médico que atendió a la persona en cuestión. La respuesta es que el médico no sabe, carece de elementos para ayudar a esta persona.
Y todo esto pasa porque es una enfermedad, aunque no se crea en ciertas áreas médicas y en la propia familia del que la sufre, porque es una desconocida de la medicina. Los médicos no pueden ayudar al paciente porque no saben cómo hacerlo y sucede lo siguiente: comienza a tratar al paciente como a un ratoncito de laboratorio. Probemos con esto, y con esto, y con esto, y el cuerpo del sufrido paciente se infecta de tantos químicos que en lugar de quitar el dolor, genera reacciones adversas por los efectos secundarios que contienen.
Finalmente el médico ya no quiere saber más nada con ese paciente y lo deriva a un neurólogo y se desentiende (¡Por fin!) de una persona molesta que sólo habla del dolor y nunca de una mejoría.
El neurólogo, ese especialista en la cabeza, lo recibe y tras leer su historia ya arquea una ceja: le mandaron un caso difícil, migraña, y ya su sonrisa inicial se transforma en una mirada seria para preguntar con mucha inocencia: ¿En qué lo puedo ayudar?
El paciente cuenta su historia, el médico pregunta mucho, pero no sabe nada, sólo que últimamente hay dos o tres medicaciones que se dice que tratan la migraña. De inmediato ya no escucha las penurias de su paciente y se dedica a escribir recetas. Mientras el paciente cuenta que el dolor es permanente y cada vez más fuerte, las faltas al trabajo, el miedo a perderlo y la incapacidad que le genera cada vez que está en crisis, porque no puede siquiera levantarse de la cama por el dolor. El doctor, vuelve a sonreír y le entrega como si se tratara de una poción maravillosa para todo mal, una receta y la forma de tomarla y le dice suavemente: “Vuelva en un mes”.
El paciente se va con su milagroso medicamento, porque aún tiene confianza en la medicina, llega a su casa y comienza a tomarlo y pasados los treinta días en que tiene que volver a su neurólogo, no tuvo un día de paz, el dolor lo abrumó de tal forma que faltó más de una semana al trabajo, no pudo dormir por horas en la madrugada y se arrastraba de la cama hasta para poder ir al baño.
El neurólogo lo recibe con una sonrisa que desaparece al ver las grandes ojeras de su paciente, antes de que hable, se da cuenta de que el medicamento tampoco funcionó con él. No importa, se dice, tengo dos más. Cuando el paciente comienza con sus penurias, el galeno le dice como un robot: “A veces ese medicamento no tiene el componente que la persona pueda metabolizar, vamos a probar con otro que seguro hará bajar el dolor y seguramente desaparezca”. Y, otra vez, sin escuchar las desdichas del paciente, comienza a escribir la receta y la forma de tomarlo.
El paciente ya no es el mismo, tiene serias dudas acerca del medicamento que compró y se va a su casa. Pasado el mes para volver a ver al médico, en el que vivió una verdadera pesadilla de dolor e incapacidad. Se sienta frente a su neurólogo y este ya no pregunta, en esa tercera consulta decide, saber exactamente adónde le duele, repito en la tercera consulta y con el paciente a borde del llanto. Toca su cabeza, su nuca y su espalda y el paciente gime de dolor. “Esto es genial” piensa el galeno, “lo derivaré a un traumatólogo”. Encantado se lo dice y le asegura que es un problema de la espalda y que seguramente el traumatólogo encontrará la causa del dolor y le dará la medicación para tal afección. Cuando el paciente cierra la puerta, el doctor suspira, se reclina en su silla, un problema menos.
En la sala de espera del traumatólogo, el paciente está inquieto, ya es el tercer médico al que acude por el dolor. ¿Qué le dirá este? ¿Lo ayudará? Ya no es el suave ratoncito del laboratorio, se ha convertido en esos tres meses en una rata con muchas dudas acerca de su afección tan grave.
Lo recibe el médico con una sonrisa y el paciente observa los mismos gestos del neurólogo en el rostro del traumatólogo después de leer su historia clínica. “¿Así que está con mucho dolor de cabeza?” pregunta con resolución, a lo que el paciente comienza con su historia, la que se ve interrumpida inmediatamente por el profesional: “¿Ha tomado, esto, esto y esto?” Al ver la negativa del paciente, comienza a recetar, mientras le dice: “Vamos a hacer fisioterapia, creo que tiene los músculos muy tensos, por lo que dice mi colega”, a todo esto debemos decir que no se incorporó de su silla para confirmar exactamente el lugar de los dolores del paciente.
Fisioterapia, masajes, lámpara roja, electrolitos, piscina caliente, etc, etc, etc. Pero nada de esto hace siquiera minimizar el dolor del paciente. Terminados todos los ejercicios que le mandó para hacer en su casa, vuelve al médico, exactamente igual que como fue la primera vez al primer médico que lo atendió.
Tras la pregunta del médico, “¿Cómo le fue?” el paciente comienza a quejarse de que nada bueno pasó, que sigue igual y lo peor, la empresa prescindió de sus servicios por su faltas y por sus errores contables. El paciente se encuentra destrozado. Pero eso es muy bueno, piensa para sí mismo el galeno, lo mando a un psiquiatra por la depresión y voy haciendo tiempo.
Así nuestro paciente, consulta al psiquiatra, le cuenta que lo mandó el traumatólogo porque perdió el trabajo por tener dolor de cabeza que nadie puede remediarle. El psiquiatra, impávido, comienza a recetar: antidepresivo, ansiolítico e hipnótico para dormir. Vuelva en un mes.
Entre el dolor tremendo que tiene el paciente y los mareos que le producen la medicación psiquiátrica, apenas puede abandonar la cama. Aunque no puede dejar de hacer otro detalle que le indicó el traumatólogo: debe caminar hora y media por día. Esa caminata diaria lo deja más destrozado aún, llega de ellas a meterse a la cama por las pulsaciones que le dan en las sienes, además del dolor de base que nunca se ha ido desde que se inició. Una noche debieron llamar a la urgencia para que le pasaran algún analgésico intravenoso y le contó al médico que caminaba todo ese tiempo, a lo que el galeno le dijo que una persona con dolor de cabeza no podía caminar más de quince minutos por día.
Volver al traumatólogo, es un infierno, lo detesta, por mandarlo al psiquiatra, cuando su dolor es físico y necesita remediarlo, porque hasta su familia se está alejando de su vida. El galeno lo recibe con miedo, el rostro de dolor es tremendo, el mareo es clarísimo. “¿Qué hago?” Se pregunta el médico, y se acuerda que le queda una tercera medicación que el paciente no tomó, es algo fuerte, pero seguro que le saca algo de dolor. El paciente toma con desconfianza la receta, la compra y decide hacer en una libreta de notas con todos los costos que ha tenido desde que empezó a ir a ver médicos. Queda petrificado, podría haberse ido de viaje a Estados Unidos a ver a sus sobrinos y lo gastó todo en vano, no sólo no fue a ver a sus sobrinos, ya no sabe si podrá ir porque está tan mal que apenas sale de la cama.
Al siguiente mes, el traumatólogo, lo recibe seriamente, se da cuenta que no hubo solución alguna, ni siquiera el psiquiatra le levantó el ánimo a esta persona. El remedio no hizo nada y la cara del paciente ya no es de buenos amigos. Decide terminar con este tema, lo derivará a un neurocirujano, quizás operando se arregle algo, no tiene idea de qué cosa se podrá hacer, pero él ya no puede más con esta responsabilidad.
Enfrente al neurocirujano, el paciente sufre de un gran estrés, que, en conjunto con su dolor permanente y cada vez más potente, lo hacen querer irse cuanto antes de ese consultorio sin que le digan: hay que operar. El médico se levanta y toca los mismos lugares que el traumatólogo, y que ahora duelen más al paciente. Nota que hay un lugar en la nuca que ante la presión de la mano del galeno, el paciente gime (casi llora) del dolor. El doctor, con un rostro muy serio, le dice que: “El nervio de Arnold está inflamado, si lo seccionamos quitamos todo el dolor”. Al paciente le tiemblan las piernas y sigue muy mareado por toda la medicación que toma y que ha tomado en estos meses. “¿Es seguro que el dolor se irá, doctor”? pregunta el pobre paciente destrozado por dentro y por fuera. “Sí, claro, estoy seguro, pero antes, me gustaría que le infiltraran con anestesia, a ver si bajamos un poco el dolor”, el paciente se acomoda en su asiento y pregunta con terror: “¿Qué es una infiltración?” “Nada del otro mundo, no se preocupe, es una agujita que le insertan en el nervio y le pasan medicación, nada doloroso”.
Todavía temblando el paciente llega a su casa y cuenta las novedades, su familia lo escucha y siguen con sus cosas.
Llegado el día de la infiltración, la aguja mide casi diez centímetros, lo acuestan en la camilla y se la aplican en la nuca unas cinco veces, el dolor es verdaderamente insoportable, a tal punto que se marea y casi desmaya por el dolor, el familiar que lo acompañó tuvo que llevarlo a rastras hasta el auto. No sólo le dolía la cabeza desesperadamente, sino que ahora le dolía ese nervio por las pinchaduras de la aguja. El paciente llegó a su casa se tiró en la cama y lloró, lloró mucho…
El día de la operación, se encontraba nervioso, sabía que iba a perder la sensibilidad de todo el lado izquierdo de la cabeza, al cortar un nervio, se insensibilizaba la zona, pero era mejor a tener ese dolor de locos que lo estaba martirizando. El cirujano vino unas horas antes de la operación y sonriendo le dijo, dentro de un rato el dolor va a desaparecer. El paciente le creyó y abrazó a su familia que lo acompañaba.
Pasados cuatro meses de ese día sin dolor alguno, una mañana se despertó gritando de dolor, llamaron a la urgencia y le aplicaron un analgésico intravenoso, y le dieron una orden para que viera a un médico…
Hoy, a catorce años después de esa cirugía, el paciente vive a base de analgésicos, sin poder trabajar, cuando entra en crisis se acuesta y duerme todo el día, su pareja lo dejó, por lo que ya no tiene a nadie a quien decirle: “Me duele mucho”, ni siquiera a un médico, porque ya sabe que ellos no tienen idea de lo que tiene, sólo saben que el nombre es migraña, pero nada más… y el paciente lloró y continúa haciéndolo… en tanto los médicos duermen plácidamente...