Si me ves en Tropicali (Ciemcia Ficción Pulp)

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Artifacs
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Si me ves en Tropicali (Ciemcia Ficción Pulp)

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Titulo: Si me ves en Tropicali
Colección Pulp Cosmos No. 4.
Copyright ©2022 Nuck Chorris.
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Algunos derechos reservados (CC-BY-NC-SA)

Dedicatoria
Para Joe Mogar.

Capítulo 1

—¿Otro cóctel, Sr. Murphy?

John Murphy aceptó con agrado la oferta. Se incorporó en la tumbona y tomó la ancha copa con forma de gallo llena de un líquido verde lima. Apartó la sombrilla de papel apoyada en el borde y dio un narcótico sorbo.

El cóctel tenía un tacto delicioso en la lengua; un toque cítrico combinado con la amarga fuerza de la ginebra, culminado con una chispa de afrutado dulzor y un embotamiento alcohólico perfectamente deseable.

—Hmm —exclamó mirando al camarero—. Gracias, Belvedere. Trae otro dentro de cinco minutos.

El camarero asintió y se retiró como un soldado de esmoquin con una misión. Giró sobre los talones con la bandeja bajo el brazo. Marchó sumergiéndose en la piscina hasta la cintura rumbo a la isleta central. Allí se hallaba la zona de bar, una rústica caseta con techo de secas ramas de palmera y una larga ventana donde servir bebidas. Un diseño que alguien habría copiado del arte conceptual sobre náufragos en islas desiertas.

A Murphy le importaban muy poco esos detalles técnicos. Estaba en el paraíso. Todo era tan virtualmente perfecto que solo había necesitado catorce minutos allí para acostumbrarse a su nueva identidad y olvidar quién era. Todos los turistas eran perfectos en Tropicali. La prueba estaba a la vista.

Mientras apuraba su Daikirikí a pequeños sorbos, decidió una vez más deleitarse con la idílica escena ante él.

Bajo un cielo azul limpio y puro que infundía la dicha de la utopía, una multitud de cuerpos imposiblemente bellos se bronceaba la piel con los rayos vitales de un sol circular, intenso y amarillo como el oro líquido del mediodía. Los verdes de las hojas de las palmeras, que las había por todos lados formando bellas hileras, se combinaban con los tonos más claros de las amplias zonas de césped que rodeaban las piscinas. En la hierba donde se tostaban los veraneantes en sus tumbonas, crecían aquí y allá, en grupos de círculos o en óvalos, flores aromáticas blancas, celestes, naranjas y carmines que cabeceaban como por respeto a las asiduas rachas de brisa marina. De vez en cuando pasaban gaviotas por encima de las palmeras. Planeaban a diferentes alturas, con las alas extendidas, rumbo a una lejana arboleda oculta tras el edificio de las saunas y las salas de masaje. Desde esa zona, que Murphy no había explorado aún, llegaban los exóticos cantos de loros, cacatúas y otras aves, sonidos maravillosos en su timbre y cadencia. A estos se sumaba el confuso murmullo de las risas y charlas del centenar de personas en la zona de piscinas.

Si existía en verdad el Edén, debía de ser una versión del complejo turístico Tropicali. El lugar tenía todo lo que cualquiera podía desear. Salvo una cosa: acceso libre a ese cualquiera.

Quince minutos atrás, él había realizado una hazaña impensable: entrar en ese grupo con acceso virtual al club social más exclusivo del mundo. Dentro del club era John Murphy y nada ni nadie iba a mover un dedo para sacarlo de allí. Ese había sido el plan desde su concepción dos meses atrás: pasar el resto de sus días en Tropicali. Porque, si había que morir algún día, ¿por qué no hacerlo viviendo en el paraíso?

Tampoco es que eso fuese a suceder pronto. Si el plan seguía su curso más probable, su cuerpo aún viviría muchos muchos años. Quizá más años que la media, dado los placenteros estímulos a los que estaría expuesto durante décadas.

Y si el plan no funcionaba, ¿qué importaba? Al menos habría conocido el paraíso. La liberación de hormonas del bienestar no había hecho más que empezar.

Vio llegar al camarero con otro Daikirikí. Al bajar este la bandeja hasta su altura, Murphy advirtió una nota que acompañaba a la copa. Un pequeño sobre blanco del tamaño de una tarjeta de visita.

—¿Y esto también es para mí? —dijo señalando la nota a Belvedere.

—Me temo que sí, Sr. Murphy —dijo Belvedere guiñándole un ojo—. Parece que alguien desea ofrecerle una invitación.

Murphy tomó el sobre y lo abrió mientras Belvedere seguía inclinado para mantener la bandeja de plata en perfecto equilibrio ante el cliente. Cliente que sacó una hojita blanca doblada por la mitad, y dejó el sobre junto a la copa.

—¡Cuánto misterio! —dijo mirando a Belvedere mientras desplegaba el papel.

Una vez desplegado, procedió a leerlo. Lo cual le resultó imposible. Impresos en el papel había extraños caracteres totalmente desconocidos para él. Y así se lo dijo a su primer y único amigo en Tropicali, mostrándole el mensaje.

—Esto es chino para mí.

Belvedere asintió mirando la hoja. —Así es, está escrito en chino.

—¿En serio? —rio por la coincidencia— ¿Y tú sabes chino? Porque yo no tengo ni idea.

Su amigo parpadeó levemente, con educada confusión en el rostro. —¿No sabe el idioma?

—Ni una palabra.

—Debe de haber una confusión en su cuenta. ¿Quiere que Tropicali le traduzca el idioma chino a partir de ahora?

—Si no es mucha molestia.

—Ninguna en absoluto. Ya lo tiene, Sr. Murphy. Tropicali ha actualizado su entorno.

Murphy volvió a mirar la hoja. Los caracteres chinos siguieron allí durante un rato, pero pronto cambiaron para adoptar formas más reconocibles. El mensaje quedó más claro ahora.

Bueno, no mucho más claro.

Murphy leyó en voz alta. —Saludos, M. ¿Te ha susurrado Argenta sus perlas en el hueco de un secreto? Cañón del Caribe. Mesa 17. Esta noche. WP.

Murphy miró a Belvedere. —¿Es esto lo que hay escrito en chino?

—Palabra por palabra.

—¿Qué es WP?

—Es la firma. Wang Po.

—¿El Sr. Po es amigo mío?

—En realidad es el Sr. Wang. Los nombres chinos van después del apellido de familia.

—Oh, vale. ¿Conozco a ese tipo?

—No hay constancia de que usted y el Sr. Wang se hayan encontrado antes en Tropicali.

—Ya veo. ¿Qué es eso del Cañón del Caribe?

—Es el nombre de uno de nuestros mejores casinos.

—¿Y qué es Argenta y todo eso de las perlas?

—Temo estar tan confundido como usted, esa parte no la entiendo.

—¿Dirías tú que esto es una invitación?

—Así es, parece que el Sr. Wang desea que se reúna usted con él esta noche en el casino. ¿Quiere añadir este evento a su agenda?

—Sí, ¿por qué no? No tengo otros planes de momento —dejó la nota sobre la bandeja y tomó la copa. Al dar un sorbo vio a lo lejos un risueño grupo de cuatro mujeres en bikini que subían a dos cochecitos de golf

—Belvedere, trae un coche de esos y un juego de palos. Quiero probar eso del golf antes de comer.

El asistente lo dispuso todo con eficiente rapidez. Consiguió un silencioso cochecito eléctrico de dos plazas y condujo hasta la zona de los campos de golf. También se ocupó de todos los detalles sobre el registro de Murphy en una competición de jugadores primerizos, después de asegurarle que no haría el ridículo y que sería divertido.

Después lo acompañó a los probadores para que eligiera ropa deportiva de su gusto. Murphy se examinó en el espejo. Su aspecto era impecable. Su forma física era joven, de unos veinticinco a treinta años, como sacada del catálogo de una agencia de modelos. Pero es que toda la ropa le quedaba bien. Le resultó difícil decidirse. Cualquier postura que adoptara ante el espejo le recordaba a la portada de una de esas revistas importantes sobre gente guapa importante.

—Su conjunto es muy adecuado para el torneo —dijo Belvedere—. Le queda muy bien.

—Y eso que solo llevo un pantalón claro y una camisa —le dijo a Belvedere posando ante su reflejo—. Estoy deseando verme con traje y chaqueta.

—Después de comer podemos resolver eso si quiere —dijo Belvedere.

Murphy lo miró complacido —Buena idea. Supongo que a un casino habrá que ir elegante.

Por el sistema de altavoces se oyó una sonriente voz femenina. Pidió cortésmente que los participantes al torneo de nivel uno se presentaran en el punto de salida. Después les recordó que lo importante era participar y les deseó a todos muy buena suerte.

—Nuestra llamada —dijo Belvedere—. Será mejor prepararse.

—Cierto, vamos.

Cuando llegaron a la zona de salida, había cinco personas, tres hombres y dos mujeres, todos elegantes. Charlaban con buen humor y talante. Los cinco caddies que los acompañaban eran, como Belvedere, personal del club, pues llevaban camisas y gorras con el emblema de las dos palmeras de Tropicali.

Ambos se unieron al grupo y se pasó a las presentaciones. Tras pronunciar los nombres y estrechar las manos, todos fueron informados de la modalidad y las reglas del torneo. Se jugaría por parejas elegidas al azar un total de seis hoyos. La modalidad de juego sería Match: la puntuación se contaría por cada hoyo ganado y el número de golpes para decidir cada hoyo sería el menor de cada pareja. El sorteo quiso que Murphy formara la tercera pareja con Cindy, una chica encantadora que llevaba dos semanas allí de vacaciones y conocía gran parte del complejo. Murphy olvidó muy pronto el nombre de las otras cuatro personas. La asistente que llevaba los palos de Cindy empezó a charlar aparte con Belvedere. La primera pareja comenzó el primer hoyo siguiendo las instrucciones de ambos asistentes.

Cindy y Murphy estaban separados varios metros por detrás del grupo, junto a sus dos bolsas de palos. Ella sacó y mostró uno de los más largos. —Mira, este es el palo que se usa para salir. Se llama driver.

La chica se alejó un paso, blandió el palo por el mango con ambas manos e hizo una demostración de su tremendo swing. Pero tropezó hacia un lado al final del golpe y Murphy tuvo que apartarse deprisa para que el extremo de madera del palo no le golpeara en la cabeza.

—¡Oh! —dijo Cindy mirando a la hierba a sus pies—. ¡Este campo tiene baches!

A Murphy aún le palpitaba el corazón. El palo había pasado muy cerca. Quedó en silencio mirando a Cindy dar pisotones por la hierba. La chica también le estaba explicando algo, pero él no prestaba atención. El alcohol de los tres cócteles le había dejado un poco atontado y él estaba ocupado haciéndose una pregunta.

¿Que habría pasado si no se hubiese apartado?

Era obvio que el palo le habría golpeado en la cabeza. En el mundo real el impacto habría sido fatal, pero ¿cómo procesaba Tropicali esa clase de accidentes?

Se suponía que aquello era el paraíso y, siguiendo esa lógica, que nada malo podía pasar. Por otro lado, los turistas de ese mundo virtual eran gente que podía pagar el enorme precio de la membresía y, siguiendo esa lógica, exigirían a cambio un mundo virtual único y perfecto en cada detalle.

Incluso en los accidentes.

Murphy dedujo que lo ocurrido hacía un minuto era una prueba a favor de la segunda opción. Si Tropicali admitía accidentes fatales era por una buena razón. Pero él se negaba a ceder. Le estaba fascinando ese mundo desde que había llegado y su ánimo rehusaba tener un mal concepto del mismo. Pensó que quizá Tropicali había hecho algo entre bambalinas, como avisarle del golpe de algún modo subconsciente para que él lo evitara a tiempo. Esa explicación conciliaba ambas opciones y daba descanso a sus inquietudes.

—Su turno, Sr. Murphy —Belvedere le estaba mirando con una sonrisa y le indicaba con un brazo extendido que avanzara hacia el lugar de salida.

Él miró a su amigo y luego a Cindy.

—Está bien, empezaré yo —dijo ella avanzando con pasos decididos—. Fíjate bien, John.

Capítulo 2

Pasaron la tarde jugando hasta que llegó la pausa de la comida. Murphy jugó muy mal, pero al final del segundo hoyo había olvidado el accidente y se había divertido bastante. Cindy parecía una persona extrovertida y natural, bromeaba con todo el mundo. Sus oponentes también habían resultado ser gente simpática y bienhumorada. Tras el torneo, cuyo ganador Murphy solo recordaba que no había sido él, el grupo había decidido comer todos juntos en el restaurante El Mapa del Tesoro.

Y allí se encontraron poco después con nuevas ropas, sentados a una mesa redonda para seis con vistas a la marina del puerto. Conversaban mientras probaban el primer plato: Suprema di Fardachi con guarnición crocanti de Cuore d'Oseille du Roi.

—¿Qué te parece Tropicali, John? —dijo el hombre de la segunda pareja de golf, llamado Flint—. Cindy ha dicho que es tu primer día.

—Mis primeras tres horas, para ser exactos —respondió Murphy mirando con una sonrisa a todo el grupo a su alrededor—. Es fabuloso.

Mboka, la pareja de torneo de Flint, se tapó la sonrisa con la esquina de la servilleta. —Eso es cierto. Yo vengo todos los años desde hace ya ni me acuerdo —explicó—. Aquí conocí a mi actual director de ventas.

Marcus, de la otra pareja, miró a Mboka a su lado. —Yo también soy miembro senior —señaló a Murphy con el tenedor— y diría que John se está riendo de nosotros.

—¡Marcus! —reprendió Carlota— No seas impertinente.

—¿Por qué dices eso? —Cindy miró a Marcus sonriendo, esperando el remate del chiste.

Flint sonrió y volvió la atención a su plato. El resto miró a Murphy para analizar su reacción, que era de divertida indiferencia.

—John estuvo en la regata Mare Nostrum de hace dos años —insistió Marcus al grupo—. Estoy seguro de eso porque...

—¡Marcus! —reprendió Carlota.

—Está bien, tranquilos todos —Murphy alzó las palmas a modo de disculpa—. Es posible que tanto Marcus como yo estemos diciendo la verdad, ¿no creéis?

Examinó al grupo sonriendo y alzando las cejas, confiando en que ellos sacaran la obvia conclusión por sí mismos. Los rostros que veía eran pensativos, más cerca de la confusión que de la solución. Quizá aquella gente no había sospechado nunca esa posibilidad, que era posible que otra persona pudiera usar sus cuentas y disfrutar de una estancia en Tropicali asumiendo sus identidades.

Y ahora que pensaba en ello, no parecía buena idea confesar que estaba allí a expensas del verdadero John Murphy. Al fin y al cabo, quería pasar mucho tiempo como parte de esa sociedad desconocida para él. No estaba allí para alardear de su hazaña, como haría en sus borracheras con los amigotes del barrio en la barra de un sucio garito. Estas personas eran cultas, sofistificadas y nadaban en riqueza.

—No veo cómo puede... —comenzó a decir Marcus, pero fue interrumpido por el cacareo que Cindy emitió de pronto a modo de carcajada.

El resto comenzó a reir también y Murphy los imitó un rato. Marcus miraba a todos sin entender.

—Eres muy divertido, Marcus —le dijo un bienhumorado Murphy—. Tienes razón. Estuve aquí hace dos años. No te ofendas, por favor.

Marcus rio a carcajadas entonces. Volvió la atención a su plato negando con la cabeza. —Si os digo lo que me ha pasado por la cabeza, no lo íbais a creer.

—¿Qué es? —preguntó Cindy divertida.

—Que tenemos ante nosotros a un tramposo fingiendo ser John Murphy.

Todos rieron de nuevo, incluso Murphy. Aunque él había notado algo en el tono de Marcus que no lograba identificar.

Después de la comida, Marcus y Carlota preguntaron si querían todos dar un paseo en yate y ver el atardecer, pero Cindy declinó la oferta tomando a Murphy del brazo. Ella prefería pasear con él por la dársena del puerto.

Murphy no tuvo objeción a eso. Aprovechó el paseo para preguntar indirectamente y averiguar más sobre Tropicali. Supo que Belvedere y el resto de personal del club eran personas como ellos. En cierto modo, Tropicali era una especie de inmenso transatlántico con miles de empleados, aunque el club no se movía de un lugar a otro, obviamente. También aprendió que en las habitaciones había un modo de personalizar ciertas aplicaciones de su cuenta, como la agenda de eventos, el gestor de mensajes y otras opciones que Cindy no había necesitado usar. El entorno virtual era ilimitado, al menos que ella supiera. Hacia el norte se extendía al menos unos quinientos kilómetros. Por todo ese camino al norte había decenas de pueblos y ciudades pintorescos, con curiosos museos y exposiciones interactivas, estadios de deportes y recintos para conciertos. Cindy no había explorado más allá, donde empezaba la zona de los parques de atracciones, inmensos y de todas las temáticas imaginables. Ella había venido desde el noroeste hacia la parte sur que daba al mar, donde estaban ellos ahora. Que contenía otro centenar de kilómetros de océano y archipiélagos con un millar de islas naturales y áreas para actividades de pesca, baño con delfines, fotografía submarina y muchas otras.

Murphy percibió esa tarde algunos detalles sobre el carácter de Cindy. La mujer destacaba en aptitudes artísticas, y le gustaba reír y hacer bobadas para divertir a la gente. Era habladora, pero de charla interesante, y también discreta. No le hizo ninguna pregunta sobre su vida fuera del club, cosa que él agradeció secretamente. Tampoco ella ofreció nada de la suya. La gente iba al club a olvidarse de la rutina durante un tiempo, era normal que nadie quisiera hablar de sus trabajos ni entrar en detalles sobre su día a día. De ahí que tampoco se pidieran explicaciones a los demás al respecto.

El paseo terminó en una playa adyacente a la marina. Los dos se sentaron en un precioso chiringuito de temática hawaiana: mesas de bambú frente al mar y altas antorchas clavadas en la arena del atardecer. Pidieron dos cócteles de frutas y se sentaron en unas sillas de mimbre acolchadas que hicieron gracia a Cindy, tenían un alto y ancho respaldo que culminaba en un abanico de grandes plumas de avestruz.

—Desde el primer día supe que, si quieres aprovechar el tiempo aquí —dijo Cindy—, hay que programar bien las actividades.

—¿Qué tienes pensado hacer en la semana que te queda? —preguntó él.

—Estoy un poco abrumada por las opciones, si te soy franca. ¿Qué me recomendarías hacer primero?

—Pues... —dudó y se quedó pensando, pero fue en vano.

Su mente estaba totalmente en blanco. Y se maldijo por ello. Ni una sola actividad le vino a la mente. ¿Se podía ser más tonto? No lograba nombrar ninguna de las casi trescientas posibilidades de la zona sur que ella le había nombrado tan solo diez minutos atrás.

Tras un incómodo silencio, en el que Murphy se exprimía el reseco cerebro y ella lo interpretaba como una lucha de miradas entre los dos, Cindy cedió. Bajó la vista hacia el cóctel y sonrió.

—Me has descubierto, ¿verdad? —dijo ella sin mirarlo, removiendo la bebida con el palito de madera de la sombrilla.

—¿Qué? —dijo él sin prestar mucha atención—. Justo entonces se le ocurrió algo. —¡Las fotografías de delfines! No, espera, me refiero a lo que dijiste de los delfines y lo de hacer fotografías. Eso parece divertido.

Ella le miró. —No hace falta que finjas. Pero entiende que tenía que intentarlo. Lo entiendes, ¿verdad?

Murphy bajó la mirada hacia su bebida y dio un largo sorbo. En ese momento quiso estar en otra parte o que alguien le explicara de qué demonios estaba hablando Cindy. Y, al pensar en ese alguien, le vino a la mente Belvedere y la charla que habían tenido en los probadores del campo de golf. Tenía programado un evento de compras para después de comer que podría usar para aplazar la conversación hasta que supiera más sobre sí mismo.

La identidad de John Murphy estaba transcendiendo más en su plan de lo que él había sospechado.

—¡Oh, lo había olvidado! ¿Por qué no hablamos de eso esta noche? —Murphy se levantó abruptamente del asiento—. Eh... tengo que ir ahora mismo a un evento con Belvedere. Podemos cenar juntos esta noche. Quiero decir, si te viene bien, claro.

Ella pareció sorprendida y frunció el ceño —¿Quieres que cene contigo esta noche?

Murphy se alejaba marcha atrás arrastrando los pies por la arena —Sí, ¿por qué no? En el Cañón del Caribe. Es un casino muy bueno. ¿Lo conoces?

—Conozco el Cañón del Caribe —respondió Cindy—. No sé. Tengo que pensarlo. Llamaré a tu suite si quiero confirmar el evento.

—¡Genial! —Murphy dio media vuelta y empezó a correr hacia la marina.

Belvedere le estaba esperando al final del paseo de la playa, sonriente y servicial como siempre. Murphy estaba sorprendido, resultaba complicado acostumbrarse a tener tanta atención.

—¡Sr. Murphy, justo a tiempo! —su asistente avanzó unos pasos hacia la hilera de vehículos aparcados y abrió la puerta del pasajero del coche más grande y elegante que Murphy había visto en su vida —Suba. Ya he reservado cita con el sastre.

Murphy entró en aquel sofisticado interior de cuero, roble y alta tecnología. Cuando Belvedere se sentó al volante y sacó el vehículo de la marina hacia la gran avenida paralela a la playa, Murphy sintió que aquel coche era el lugar más cómodo del mundo, que podía pasar el resto de sus días allí dentro vagando de un lugar fascinante a otro.

Sonreía admirando el paisaje a través de las ventanas. A su derecha, el sol naranja del atardecer flotaba sobre un horizonte marino lleno de yates y embarcaciones de recreo. Las palmeras a ambos lados de la carretera eran altísimas y le saludaban con sus hojas en la brisa al pasar. Grupos de corredores, patinadores y ciclistas transitaban sus carriles asignados en el sinuoso Paseo del Sur frente a la playa.

—Llegaremos en un minuto —dijo Belvedere señalando por delante un lejano edificio modernista, que parecía un teatro o una opera.

—¡Qué edificio más bonito! —exclamó Murphy. Y lo que dijo a continuación lo dijo también sin pensar—. Belvedere, tengo un problema.

Su amigo le habló con una radiante sonrisa. —Que eso no le fatigue, Sr. Murphy. Seguro que podemos resolverlo. ¿Quiere hablar de ello?

—Sí, bueno... Aunque es complicado —Murphy no sabía muy bien por dónde empezar. Tampoco estaba seguro de que pudiese hablar de ello con Belvedere. Decidió tantear el terreno primero—. Tú eres humano, ¿verdad? Quiero decir, ahora mismo tu cuerpo está en alguna parte del mundo real conectado a este entorno virtual, ¿no?

—Su problema parece serio. ¿Qué le preocupa exactamente? ¿No le gusta Tropicali?

—No, claro que me gusta. Me encanta. Todo esto es... El asunto es que...

—¿Sí?

—Digamos que no sé muy bien quién soy aquí. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Perfectamente. Y no se preocupe por eso. Aquí no tiene por qué ser quien cree que es. Puede usted ser quien quiera ser. O ni siquiera eso, puede usted simplemente ser.

—¿Has conocido a algún cliente que no fuese quien decía ser? ¿Como una especie de intruso?

—Me temo que no.

—Está bien. Olvídalo. Lo que en realidad necesito es saber lo que he estado haciendo aquí todos estos años.

—¿Se refiere a que desea consultar su historial de eventos?

—¿Existe eso? ¿Hay un historial sobre lo que ha hecho aquí John Murphy en el pasado?

Belvedere sonrió y pulsó un botón, tras lo cual empezó a sonar en el coche una relajante sinfonía de violines y cuerdas. —Sr. Murphy, no piense más en ello. Le aseguro que puedo mostrarle toda su vida en Tropicali cuando volvamos a su suite.
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lucia
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Registrado: 26 Dic 2003 18:50

Re: Si me ves en Tropicali (Ciemcia Ficción Pulp)

Mensaje por lucia »

Bueno, ya sabemos que Cindy es también otra farsante.
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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