Veterano (relato)

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Yayonuevededos
Me estoy empezando a viciar
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Veterano (relato)

Mensaje por Yayonuevededos »

Veterano


Mientras tanto, imaginé, ya habría amigos esperándome en el andén. Seguro que habrían organizado una especie de comité de bienvenida.

El vagón mantenía un movimiento rítmico, acompañado de un clang-clang toda vez que las ruedas pasaban por encima de una junta en los raíles. Volví a sumergirme en la intermitencia del sueño. Me venían imágenes del día de mi partida, demasiado vívidas para ser reales. Angelines, más guapa, más alta de lo que era, me daba el beso de despedida. Susurraba algo en mi oído. Yo no comprendía sus palabras y eso me agobiaba; eran palabras importantes, capaces de cambiar el destino, y yo no las comprendía. Ni siquiera las recordaba, como la propia cara de Angelines, borrosa, imprecisa, aunque en la fantasmagoría de mi sueño, yo sabía que se trataba de ella.
Un traqueteo más fuerte que los demás o un golpe de luz sobre los párpados me trajo de nuevo al interior polvoriento del vagón de segunda clase.
En esos momentos tuve la urgencia de arrojarme del tren, de apearme en la siguiente estación y huir, de que el convoy no se detuviera nunca en ninguna parte, de no tener que bajar en el pueblo con una sonrisa forzada para no desilusionar a nadie. Pero, ¿quién era yo para quitarles ese momento? ¿Quién era yo para gritarles desde la escalerilla que quien regresaba no era el que se había ido, sino otro?
Me levanté del asiento y caminé con paso de borracho hasta el excusado. Me encerré a fumar un cigarrillo, pero vomité primero. Por el agujero del water se veía pasar el balasto como un infinito río pétreo. La rodilla me daba los consabidos toques eléctricos, prólogo de los calambres que vendrían. Tragué dos tabletas en seco, me dejaron un sabor amargo y salobre en el paladar. Esperé medio encogido contra la puerta del retrete a que el medicamento me hiciera efecto. Unos golpecitos al otro lado me obligaron a abandonar mi precario refugio.
—¿Se encuentra bien? —el revisor parecía preocupado de verdad. Los botones de bronce sobre el uniforme azul oscuro relumbraban como recién lustrados.
Farfullé un sí, y dando tumbos volví a mi sitio.
El convoy perdió velocidad. Al fin se detuvo en una pequeña estación. Pasaron unos minutos, cuatro o cinco, y sonó el silbato.
Me decidí en ese mismo momento.
Arrojé la bolsa de lona al andén, y me bajé con el tren ya en marcha. El salto sobre el cemento de la plataforma fue como si me dieran un mazazo en la rótula. Me detuve con la boca abierta y agujas blancas en la visión oscurecida. Cuando me recuperé, la cola del tren ya se perdía entre dos montes verdes. Al mismo tiempo, un grupo de caras curtidas y sonrientes se me echó encima.
Tironeaban de mi ropa, me sacudían, hablaban a voces. Reían. Alguien me arrancó la bolsa. Fui empujado.
Quise preguntar dónde me hallaba. Aunque debería saberlo, quise preguntar.
Desde la estación se veían unos tejados oscuros, algo ocultos por las copas de un bosque. El camino serpenteaba entre árboles añosos, cargados de pájaros invisibles. Su canto se superpuso al griterío y me acompañó hasta las primeras construcciones.
Era un pueblecito diminuto. Un puñado de casitas rústicas a los lados de la calle principal. Jardines sin vallas, cuidados, con macizos de flores, caminitos de piedra y ventanas con los postigos pintados de verde o blanco.
Resonaron unos ladridos. Detrás de un seto recortado apareció un cachorro mestizo de bigotes hirsutos. Se acercó meneando la cola, los ladridos se transformaron en un gemido amistoso. Hice un esfuerzo por detenerme, por frenar a la marea que me espoleaba; conseguí aminorar el paso y le acerqué el dorso de la mano. La olisqueó con su nariz húmeda y luego lamió mis dedos. Lo rasqué detrás de las orejas, en el pescuezo.
Me obligaron a seguir, ahora con el perrete dando vueltas a mi alrededor y soltando ladridos cortos. Cada tanto salía disparado, hundía la nariz entre la hierba, olfateaba algo y volvía dando saltitos.
Hasta ese momento yo no había reconocido a nadie, ni chiquillo ni adulto, ni una cara tras los visillos. A nadie.
Llegué con el séquito a una taberna, donde entramos. El interior era fresco y luminoso, la barra mostraba una cubierta de estaño repulido. Contra la pared, algunas barricas con sus picheles, de una viga colgaban jamones y una ristra de chorizos.
Me senté en un banco largo frente a una mesa. El cachorro se tendió a mis pies con el hocico sobre mi bota. La gente continuaba parloteando, pero ahora no parecían prestarme atención, como si no me vieran. De un jarro de lata bebí unos tragos de vino tinto.
Localicé mi bolsa y me puse de pie, salí al sol del mediodía con el cachorro a mi lado. Nadie nos detuvo. Remontamos la calle, que se empinaba poco a poco y se torcía esquivando una colina baja. Un rato después llegamos a una cabaña, la puerta cedió al contacto con mi mano.
Sobre la mesa, enmarcada, una foto de Angelines junto a un chico, supuse que sería yo. Ambos sonreían, sonreíamos.
El cachorro se tumbó sobre un tapete.
Encontré una mecedora y la arrastré hasta la entrada. La pierna ya no me molestaba.
Seguí balanceándome con suavidad hasta que se hizo de noche.
Antiguo proverbio árabe:
Si vas por el desierto y los tuaregs te invitan a jugar al ajedrez por algo que duela, acepta, pero cuida mucho tu rey.
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lucia
Cruela de vil
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Re: Veterano (relato)

Mensaje por lucia »

Vamos, que se bajó de casualidad donde tocaba, porque pocas ganas parecía tener de acabar en aquella casa :lista:
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