La Ernestina (Cuento)

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sergiocossa
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La Ernestina (Cuento)

Mensaje por sergiocossa »

Un arroyo flaco y de barrancas bajas limitaba los campos vecinos. El de los padres de Ernestina abarcaba varios miles de hectáreas. Una portentosa hacienda conocida como “Don Ernesto”, nombre del coronel —abuelo de la niña— que les había usurpado esas tierras a los indios a fuerza de acero y fuego.

El campo de los García —los padres de Albertito—, apenas una treintena de hectáreas apoyadas a una esquina de la estancia. Tierras bajas que solían inundarse y que solo servían para el pastoreo de unas vacas y el trabajo del tambo.

Los niños eran amigos y compartían a caballo el camino a la escuela del pueblo. Ernestina montaba una yegua moteada blanca y negra bien arisca. Albertito tuvo que conformarse con el viejo petiso marrón que le compraron sus padres. Por las tardes se bañaban o pescaban en el arroyito, merendaban en casa de Alberto o solían acompañar a los peones en el encierro de las vacas.



A medida que crecieron, las miradas de los jóvenes reflejaron otros sentimientos. Los pibes se querían. Pero la adolescencia los separó. A Ernestina la mandaron a un colegio religioso de Buenos Aires. El muchacho se quedó trabajando en el campo, con el sabor de los labios de Ernestina apoyados durante su despedida.



Unos años después, en vísperas de su viaje de estudios a Europa, la joven regresó. Ya no montaba la yegua. Manejaba un flamante Ford 1940 negro. Las trenzas rubias mudaron a una melena que le caía sobre la espalda. Sus vestidos, a medida y de casas de moda, remarcaban curvas que Alberto supo apreciar.

Alberto... seguía siendo Alberto. Un gringo flaco y alto, hábil para las tareas rurales y que ni a los bailes del pueblo concurría.

Compartieron varios días de paseos y, una noche, la relación pasó a mayores en el asiento trasero del Ford. Asiento que visitaron varias veces, hasta el día que Ernestina tuvo que partir.

—Volveré —dijo ella.

—Te voy a esperar —dijo él.




En la comisaría del pueblo, un Alberto ya varios años mayor y bajo sospecha de homicidio, expone su historia:

Yo vivía solo en el campito. Después que mi padre murió, mi madre se fue pal pueblo, a la casa de una hermana. Me las arreglaba bien con dos piones que ayudaban con los animales y el ordeñe.

Un sábado y sin aviso apareció la Ernestina. Habían pasado como cinco años desde que se fue a Europa. Nunca una carta, ni nada. Me acuerdo bien de ese día y no solo por la sorpresa. Ese día cayó un tormentón de esos bien de verano, con viento y piedra que nos voló medio techo del tambo. Usté todavía no había llegado al pueblo, comisario.

La Ernestina estaba igual, con esas pilchas raras de moda, pero seguía linda como siempre. Se había recibido de no sé qué. Me dijo que el estudio, Europa y su familia eran una mierda. Que había hecho todo eso pa rajarse de sus padres. Y que lo que ella quería era vivir acá, tranquila. Conmigo. Que me quería.

Me acuerdo que le dije:

—Yo también te quiero y por eso te esperé. Pero ¿vos estás segura? El campo no da pa mucho y vos estás acostumbrada a otra vida.

—Vamos a estar bien, Albertito —me dijo— Ya vas a ver.

Se quedó y nos acomodamos en la pieza de mis padres. Ella vendió el Ford y compró varias vacas lecheras; arreglamos y agrandamos el tambo; armamos un corral pa vender pollos... Hicimos muchas cosas y la verdá es que estábamos bien.

Con el tiempo, no sé por qué, empezó a comer sin parar. A cada rato la veía con un sánguche o picotiando fiambre y queso. Y ni hablar en el almuerzo o la cena. Capaz que se comía medio pollo. Como los que le vendemos a usté, comisario. Vio que son bien grandes.

Yo al principio no dije nada, pero andaba preocupado. Al tiempo la Ernestina ya había engordado bastante y se tuvo que comprar ropa nueva.

Un día la hablé y le pregunté qué le pasaba. Y me dijo:

—¿Cómo qué me pasa?

Parecía que no se daba cuenta. Entonces le dije lo de la comida y se puso como loca. Dijo que ella ayudaba y trabajaba a la par mía y que tenía derecho a comer lo que quisiera. A mí nunca me gustó discutir, así que ahí dejé la cosa.

Pero es que no paraba. Se levantaba a la noche y se bajaba dos litros de leche con salame y queso. De escondido la espiaba, pa que no se enojara.

Una vez, se fue pal corral de las gallinas y se trajo como tres docenas de huevos. Ahí nomás los puso con papas y jamón pa hacer una tortilla en el sartén grande. Ese día me demoré con un ternero enfermo y cuando llegué pal almuerzo quedaba una porción miserable.

Mire, comisario, no es por comparar fiero. Yo conozco de animales y la Ernestina ya andaba arriba de los cien kilos.

Me vine pal pueblo, a verlo al doctor Bermúdez. Le conté un poco lo que pasaba y me dijo que ese era un problema de la cabeza. Que la Ernestina andaba ansiosa por algo y que por eso comía demás. Que había que ir a ver un colega de él que se dedicaba a esas cosas, pero en la ciudad.

Esa noche, volví y le comenté lo del doctor. Pa qué. ¡Se puso furiosa!

—¡Qué tenés que meterte en mi vida! —me gritó. Revolió el plato hondo lleno de fideos que se estaba comiendo. Cuando me acerqué pa tranquilizarla me metió un sopapo que me sentó de culo. Desde esa noche, me fui a dormir a mi pieza de cuando era chico. Pa mí fue una bendición, porque ya casi ni descansaba. No se imagina lo que roncaba la Ernestina, comisario, ¡y los pedos que se tiraba!

Si la vida venía complicada, se fue poniendo pior.

Me acuerdo la vez que aparecieron los padres de ella, así, sin avisar. Creo que los piones habían hablado en el pueblo de lo gorda que estaba y los padres se enteraron. Llegaron en su auto lujoso y cuando se bajaron la Ernestina les largó los tres perros. Son bravos nuestros perros con los desconocidos. Los viejos apenas si tuvieron tiempo de subirse al auto y pegaron la vuelta.

Casi ni hablábamos. Yo me iba a la madrugada pal tambo y ella se pasaba la mañana en la cocina. La mesa del almuerzo parecía preparada pa diez. Y éramos nosotros dos, nomás. Los piones comían en el galpón de las herramientas. Al tiempo empecé a ir a comer con ellos. No me preguntaban nada de puro respetuosos.

Una tarde, empezó a joderme que matara un lechón y lo asara.

—Ya nos comimos uno la semana pasada —le dije medio enojado—. ¡Bah, te lo comiste casi todo vos! A esos lechones los estoy engordando pa don Benítez.

Se puso roja y se me vino encima. Comisario, le digo que la Ernestina ya pesaba como doscientos kilos, pero viera usté la agilidá que tenía. Me agarró de los brazos y me sacudió como a un trapo. Ni le cuento los insultos. El Jacinto, el pioncito más joven escuchó el griterío y se asomó por la cocina. La Ernestina agarró una botella llena de leche y se la tiró. Al ladito de la cabeza le pegó. El pobre pibe no volvió más por el campo.

Andaba desesperado, comisario, porque yo igual la quería a la Ernestina. Una mañana me vine al pueblo y la fui a ver a doña Dominga, la curandera. Le conté todo y la vieja me pidió que volviera a la semana. A la otra visita, me dio un frasquito lleno de un líquido que parecía agua.

—Lo primero que hay que hacer es que tu mujer deje de comer —me dijo doña Dominga—. Le ponés unas gotitas de este preparado en lo que vaya a tomar y se le va a hinchar la panza de aire. No le va a quedar espacio para nada.

Me dijo que más adelante veríamos que otra cosa le dábamos. Por ahora, tres gotitas en el vaso y listo. Panza llena.

Cuando volví, a la tarde, estaba el horno de barro a todo fuego. Y uno de los lechones, el más grandecito, dorándose adentro. Me le fui caliente al pión que lo estaba asando.

—¡No se me enoje, don Alberto! —me dijo—. Su mujer me ordenó que lo carneara y lo metiera al horno.

Mire que yo no soy de llorar, comisario, pero se me saltaron las lágrimas de la bronca. No dije nada. A la noche la Ernestina tenía listo el banquete en el comedor. Lechón, mayonesas, huevos duros, ensaladas, empanadas, pollo frío, escabeches. De todo había. La mesa grande llena. Y me miró desafiante.

—Alcanzame la jarra del agua —me dijo.

Fui hasta la cocina y saqué el frasquito. Conté las tres gotitas en el agua. Le puse algunas más, por las dudas. Ya me volvía con la jarra y me dio un no sé qué, comisario. Le vacié el frasco adentro. Como cien gotas habrán sido. Le llevé el agua y me fui al dormitorio.

Al rato, sentí que me llamaba. Estaba parada en el medio del comedor, inflada como una pelota. Le salía una voz finita que apenas se le entendía.

—No sé qué me pasa —creo que me dijo—. Me estoy hinchando.

Era algo fiero de ver, comisario. Se le había roto el vestido y estaba medio desnuda. La Ernestina hacía rato que no conseguía ropa interior pa su tamaño. Los brazos eran como dos lechones colgando. La panza parecía que le iba a explotar. Y lo pior era la cara, con los ojos como melones. Así, los tenía.

Me fui corriendo a ensillar el caballo pa buscar al doctor. Antes de salir, me asomé pa decirle que volvía enseguida. La Ernestina ya ocupaba casi todo el comedor. Había roto las mesas y las sillas y tenía un color como morado.

Cuando abría la tranquera pa irme escuché la explosión. El cagazo que me pegué, comisario. Se reventaron los vidrios de la casa. El caballo se escapó a todo trapo por el camino; los perros lloraban como chicos; todo el bicherío se alborotó. Encaré pa la casa y entré con miedo al comedor. No había quedado nada. Estaba todo molido; los muebles, los platos, las cortinas; el lechón estampado en la pared que parecía un cuadro. Lo pior era el olor, comisario. Un olor a podrido, como a animal muerto. Me tuve que poner un pañuelo en la nariz pa aguantarlo y mire que en el campo estamos acostumbrados a los olores fuertes.

La Ernestina no estaba. La busqué y la llamé por todas partes y nada. Después llegaron ustedes, porque la explosión se habrá escuchado de lejos. Y lo demás ya lo sabe. Acá me tiene.

—Usted la mató, entonces.

—Si la hubiera matado ustedes habrían encontrado algo, comisario. Sangre, el cuerpo; aunque fuera algún pedazo o algún hueso. Yo no encontré nada.

—Así es, Alberto, nosotros tampoco. Mire, vamos a dejar que vuelva al campo, alguien tiene que atender a sus animales. Claro que la investigación va a continuar y usted seguirá bajo sospecha.

»La verdad, lo compadezco, habrá sido muy difícil su vida. Yo estoy casado hace veinte años y me creció lindo la panza, pero mi mujer me tira al diablo. Engordó como una vaca después de que nacieron los chicos. Yo pensaba que con el tiempo bajaría de peso, pero no. Come ni que fuera la última vez.

»¿Dice usted que fue doña Dominga la que le recomendó el frasquito?
Sergio Cossa
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Yayonuevededos
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Re: LA ERNESTINA (cuento)

Mensaje por Yayonuevededos »

Un cuento precioso.
Bien narrado, cada frase te empuja a leer la siguiente. Me gusta el componente fantástico, que se mete en el relato con naturalidad, sin estridencias; incluso sin parecer que es un elemento, como acabo de escribir, fantástico.
La inclusión del habla "campera", no ralentiza la lectura ya que es perfectamente entendible.

También me da bronca la falta de comentarios a pesar de las lecturas. Gente muy ocupada, con seguridad. :icon_no_tenteras:

Saludos cordiales,
Marcelo
Antiguo proverbio árabe:
Si vas por el desierto y los tuaregs te invitan a jugar al ajedrez por algo que duela, acepta, pero cuida mucho tu rey.
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sergiocossa
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Re: LA ERNESTINA (cuento)

Mensaje por sergiocossa »

@Yayonuevededos gracias por la devolución :D

El personal anda bastante ocupado en esta época... dividido en las miles de distracciones que nos ofrece el sistema :paranoico:
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lucia
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Re: LA ERNESTINA (cuento)

Mensaje por lucia »

Salió volando como un cohete al que se le deja salir el aire de golpe :cunao: Me ha recordado a @Berlín en el puntito justo de surrealismo.
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Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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