El jucio final

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M. Charaja
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El jucio final

Mensaje por M. Charaja »

El juicio final (Parte I)

Doy fe de que la historia que narro es cierta, en el tiempo y lugar que corresponda. Esconderé bien los apellidos, para no profanar las honras y deshonras sepultadas por los siglos.
–– o ––
La mañana se derretía y se sentía como una perspectiva adormecida de la vida; el calor la detenía, congelando con su sustancia, el devenir fatal de los momentos.
Aurelio se secó toscamente algunas gotas de sudor, migajas de humedad que se destilaban desde la resequedad de su alma hasta la amargura de su rostro. Era un estío tan seco como una brasa y el sol se avecinaba en lo alto como un enemigo perenne y dispuesto a herir. Las manos callosas hurgaban en la tierra con esperanza inútil…
– «Todo aquí es ruindad, ya no llueve y de esta tierra ya no se puede sacar cosechas. ¿Tendrán su razón esos indios ignorantes? ¿Será cierta su superchería?» –Un estremecimiento repentino, que parecía venir de las profundidades de la tierra, paralizó repentinamente su divagación.
– ¡Aurelio! – se oyó el grito aflautillado de una mujer entre el ladrido insistente de dos perros famélicos. El hombre se santiguó rápidamente para ahuyentar sus malos pensamientos.
– Espérame – respondió él con mal humor, pero la mujer no detuvo su paso y continuó profanando despavorida la quietud agonizante del plantío.
– ¡Es culpa de don Javier! – vociferaba a lo lejos, deformada su imagen por la fisiología del calor intenso.
– Otra vez con esas mañas – murmuró Aurelio desempolvándose las manos. La mujer llegó y se detuvo a medio metro de él, agitada y amenazando con su mirada penetrante y acuosa.
– Ese hombre y su mujer han traído la ira de Dios a esta encomienda, ya te lo he dicho, tenemos que buscar otra…– una ráfaga de viento repentino arrancó de la cabeza del hombre un sombrero de paja. La mujer aquietó su lengua por un momento, su marido corría detrás del polvo que se arremolinaba jugueteando con su sombrero. Cuando lo cogió se escuchó un rugido potente y horrísono que provenía del cielo. Ambos miraron aterrados buscando el origen del estruendo, pero no se veían nubes, ni cercanas ni distantes; solo los cerros, que levantaban lejanas polvaredas por sus laderas azuladas. Al final de su maniobra escrutadora reencontraron sus miradas asustadas.
– ¿Te das cuenta… me crees ahora? – Reprochó de inmediato la mujer –esto es castigo del altísimo, estoy segura. ¿Ya has visto las papas?, no has encontrado ni una buena; pero tu cabeza esta hueca y rellena de sonsa lealtad a ese hombre. Tú sabes biencito que hoy no lloverá y mañana tampoco…
Un silencio pasajero delató los pensamientos atribulados de Aurelio. Su rostro hacia un esfuerzo por parecer incombustible; pero las líneas de expresión se le marcaban más cuando no quería reconocer un error, y eso lo sabía bien la mujer. Darles la razón a otros era algo que realmente se le atoraba en la garganta cuando se trataba de opinar mal de don Javier.
– Tú que sabes Isabelita, tenemos la acequia y las lluvias tendrán que volver – respondió sin despegar las pupilas verdes del celaje inhóspito. La mujer movió la cabeza con enfado, estrujando con fuerza su faldón descolorido y polvoriento.
– La acequia también se va a secar, me lo han dicho los indios.
– ¡Nonadas! Los indios no saben distinguir entre su derecha o su izquierda… ¿Ya está listo el almuerzo, mujer? – Preguntó con indiferencia fingida el hombre.
– Ya está listo – respondió Isabel, parca y con notorio enfado – tú solo piensas en comer – murmuró dándole la espalda y avanzando a grandes pasos.
La casa grande se veía como una obra maestra de los hombres en medio del olvido de Dios, inmaculada y ubicada por error en una alfombra de sembríos y campos amarilleados. Centrífugos a un viejo molle se levantaban las cuatro edificaciones que la componían, con paramentos de sillarejo y techo de tejas de arcilla; una humillación disimulada para los señores del adobe y coberturas de paja. La más depurada de las cuatro se lucia con una fina puerta, con base de piedra, pilastras y dovela de sillar con anagramas religiosos. Tras sus hojas de madera, el espacio oscuro era habitado por el silencio; y el piso de mortero, transitado por la nostalgia del olvido… Solo un hilo de luz le atravesaba desde el hastial hasta el suelo. Quien, si no don Javier, seria digno de profanar su ensueño. En su quietud limpia y pulcra, la casa esperaba el retorno de sus amos; pero el tiempo, como dije antes, estaba ausente o detenido.
Las otras edificaciones eran más sencillas, pero no por ello menos exigidas en acabados. Aurelio e Isabel ocupaban la más pequeña. Allí descansaban sus sueños, bebían sus tertulias y mal disfrutaban de su mutua soledad. Tenían el honor, según repetía Aurelio, de encargarse de que el paisaje siga siendo bucólico y placentero para el ojo de su amo. Para este fin tenían a su cargo una encomienda de veinte familias de indígenas, que ofrecían su trabajo como «pago» por su protección y evangelización.
– Estamos en pecado – refunfuñó Isabel por delante – no vamos a misa hace más de un año, de nada me sirve limpiar el altar si ya no va a venir el cura.
– El cura vendrá – reprochó Aurelio, enfadado y apurando el paso.
– ¿Vendrá? – Rechazó la mujer con sorna – él te prometió que traería un cura para nosotros y para los indios una vez al mes… ¡Eso fue hace un año! Se supone que le han dado la encomienda para evangelizarlos. Ha de ser que no hay curas en el pueblo o que sus monedas ya no pueden pagarlos.
– ¡Basta ya de subir de punto a la cosa! – defendía obtusamente, como siempre lo hacía, el «gato» Aurelio, al hombre que le puso ese apodo.
– ¿No te das cuenta Aurelio? ... Nos está matando de a pocos.
– ¡Pero qué dices mujer!
– ¡Él mató a mi doña María!, ella era una madre para mí… Jamás lo perdonaré – Volvió a hablar con las entrañas Isabel, atravesando el dintel pétreo de su puerta.
– ¡Otra vez con eso mujer! – Espetó más molesto el hombre – lo de la chichera fue una mala coincidencia; nada más.
– Él se llevó a los niños y seguro los matará también…
Aurelio se quitó el sombrero, lo tiró a un costado con molestia, se atusó el cabello, y algunas canas. Isabel se hizo un moño con la larga cabellera y sirvió el almuerzo con desgano; un caldo de huesos hervidos con tripas de cordero y papa desecada. Aurelio se sentó en una banqueta larga y deforme, descansó la cara sobre su mano y quedó quieto por un momento. Así podía hilvanar sus pensamientos sin distraerse en las curvas sensuales de su mujer. Ella era mucho más joven que él, y a su lado parecía tal vez una hija malcriada.
– Cuando él venga te hará azotar, del maizal has cosechado solo miajas, y la papa está…
– ¡Basta mujer! – Se apuró a interrumpir el hombre con la voz alzada – ¡El único que manda a pringar con azotes soy yo!
La mujer permaneció callada durante el almuerzo. Aurelio terminó el caldo y se fue sin tampoco decir nada. Con la barriga llena y las ganas vacías salió a vigilar las tierras que estaban arando los indios para la próxima siembra. Las últimas palabras de Isabel le habían zaherido fuertemente en el orgullo.
Isabel sirvió la comida para los perros en un plato grande labrado en piedra. Les miró comer apresurados, les sobó después la cabeza con el enorme afecto que aun bullía en ella y que no sabía bien a quién dadivar.
– Ustedes si son agradecidos – les dijo fabulando que le entendían.
La tarde transcurrió entumecida. Isabel descerrajó la puerta de la casa principal y comenzó el ritual de limpieza al que le obligaban los recuerdos y los lunes. Un hilo plateado fulguraba luces minúsculas y ondulantes uniendo débilmente las patas de una silla; la coyunda unía con fuerza los toros al yugo. El hilo fue arrancado y quedó pegado a la mano de Isabel como una incomodidad invisible; los toros rasgaban la costra de la tierra barbechando los campos con su apacible fuerza. En los ojos verdes de Aurelio reposaba la imagen cristalina de un indígena al que también vigilaba con incomodidad. «Estos saben algo que no me quieren decir», pensaba.
Una fina capa de polvo descansaba sobre todo. Los lunes se limpiaba y las camas se sacudían. Las lealtades se renovaban, la mujer esperaba el retorno de los niños; el hombre añoraba, la caricia mórbida de su amo…
– Waka – dijo toscamente, apareciendo por la puerta, una joven mujer de la encomienda. La leche no la consumían los indios y no tenían una palabra para identificarla, la llamaban igual que el animal que la producía, que tampoco poseía nombre propio en su idioma. La indígena le mostró en su rostro inexpresivo y lejano una mirada compasiva, o al menos eso creía Isabel. «Tú presientes mi soledad… ¡Cuánto te podría contar si conocieras mi lengua!... nos sentaríamos junto a la acequia, a la sombra del viejo molle… Te hablaría sin parar de lo bueno que fueron esos tiempos, te hablaría de la mamá María y de sus niños; tú me hablarías de tu traje multicolor y de lo mucho que cuesta hacerlo; de tus abuelos y sus glorias pasadas… a las dos nos han arrebatado el mundo…»
– Waka – insistió la mujer colocando el cántaro de arcilla en el suelo.
– Añayki (1) – respondió Isabel con un gesto cortés, haciendo uso de una de las pocas palabras que conocía de la lengua de los indios. La indígena dibujó en su cara rajada una sonrisa enorme y salió corriendo; sintiendo quizás una vaga vergüenza. Isabel también sonreía mientras le miraba alejarse, era un ritual que se cumplía en cada atardecer y del que parecían disfrutar ambas.
El sol se debilitaba de a pocos y el crepúsculo se asomaba en el horizonte dorado. Las sombras crecían y la soledad se presentía como una maldición ineludible. La casa se sentía vacía y enferma. Isabel volvió a su cocina, sacó una cubeta de madera y extrajo del pozo una ración de agua; pero el miasma que desprendía le obligó a botarla apresuradamente. Se fue rumiando su desagrado hasta el borde de la acequia; de allí extrajo el agua para hacer los mates. Le tiró al fogón unos trozos secos de guano de vaca y sopló con un cañuto hasta reavivar al fuego que dormitaba. Al ver que las llamas crecían, agregó un grueso leño y pronto todo estaba encendido. El agua descansaba apacible y atrapada en una olla de hierro fundido; allí contemplaba Isabel su imagen, abandonada y rodeada de oscuridad. Pronto el humo lo invadió todo y el aire comenzó a sentirse tibio, pero el agua parecía tardarse mucho en hervir. En la mente de la mujer todo el lugar estaba maldito y aun eso era una mala señal. Isabel se asomó a la puerta. Mientras miraba con devoción las ramas altas del molle, sintió el roce conmovedor de los recuerdos y comenzó a llorar.
Por fin el agua hirvió y era el turno de la leche. El llanto se fue secando de a pocos, lo mismo que la luz del sol. Los recuerdos esperarían por otro ocaso. En la penumbra agónica del día volvió Aurelio, empolvado y marchito, como un fantasma inoportuno que se resistía a ceder en sus penitencias.
– El agua del pozo parece de pálude – dijo Isabel sin voltear, cuando sintió la llegada de su esposo – tuve que hacer hervir agua de la cacera… ¿Quieres leche o infusión?
– Leche – respondió suspirando Aurelio, seguro de que la mujer le seguía lanzando dardos.
– Pues tendrás que esperar a que hierva… ahora tarda más, por si no has caído en cuenta.
Aurelio prefirió hacerse el desentendido, se acercó al fogón, cogió un leño encendido y prendió con su llama un mechero de grasa de cordero, la habitación se iluminó tan débilmente que más parecían acentuarse las sombras.
– Ya casi no se mira nada mujer, ¿Por qué no has prendido el candil?
– Ya está la leche – respondió la mujer eludiendo la respuesta, ella prefería desahogarse en penumbras. Sirvió la leche en una escudilla de hierro, la puso frente a Aurelio con una cuchara de palo al costado.
– ¿Y la sal?
– Ya te dije ayer que se terminó… ¿Te das cuenta que nunca me escuchas? ... toma así nomás – replicó mientras servía con parsimonia su propia ración. Aurelio movió la cabeza sin decir nada. Ya no quería pelear. El día fue duro para él.
– Mañana mandaré a un indio a la villa por sal – refunfuñó Aurelio comenzando a amoscarse.
– Pues si va caminando volverá en tres días, si don Javier te hubiera dejado siquiera un caballo…
– Pues yo hago el camino en dos, además nos dejó una mula; pero los indios lo mismo le temen a la mula que al caballo, siempre han preferido usar los pies…no habría ninguna diferencia – interrumpió Aurelio con astucia.
– Él solo te utiliza, no le importamos; nosotros no somos indios, no tenemos la obligación de seguir sirviéndole como el resto de sus esclavos, deberíamos de irnos de aquí…
– ¿Y si los niños volvieran… seguirías pensando igual? – Isabel se tomó un tiempo para responder.
– No volverán, él me dijo que yo nunca los volvería a ver porque esa mujer le ha fecho creer que los malcrié…
– Él ha dicho tantas cosas… tú sabes que es impredecible.
– Él siempre fue un hombre maldito, es peor que el mismo diablo y tú vives de sus miajas, pareces su perro, Aurelio, y ahora es peor porque está hechizado por esa mujer.
– ¡Ya no blasfemes mujer! – respondió ya muy enfadado el hombre.
– Yo no blasfemo, el juicio final está cerca, todo aquí se está pudriendo y el pueblo también se está pudriendo por hombres como él y hombres como tú que le alcahuetean todo… Dios nos castigará a todos por su culpa y el único mamacallos que no se da cuenta eres tú, Dios nos mandará fuego y…
– ¡Ya cállate! – interrumpió bruscamente Aurelio propinándole una fuerte bofetada. Isabel calló tan repentinamente que hasta el silencio parecía haberse quedado sonando. Una agresión machista era algo que nunca había pasado. Ambos se quedaron con las miradas adheridas y las bocas abiertas. El arrepentimiento comenzó a asomársele a Aurelio; pero mientras volvía completamente en sí, Isabel se levantó lentamente de la mesa, se desató el mandil y lo dejó caer en el piso junto a una chorreada de lágrimas y una dura confesión:
– Él también intentó abusar de mí…

(1)En lengua quechua: “Gracias a ti”
M. Charaja
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Re: El jucio final

Mensaje por M. Charaja »

El juicio final (Parte II)

El pequeño pueblo dormitaba un sueño de medio siglo al costado de un río habitualmente apacible y descansado. En verano la lluvia bienhechora enfurecía al río, alimentándolo con aguas de chocolate y vestigios de vida arrancada de todas partes. En invierno el río se resentía y se encogía. Sístoles y diástoles que lo impregnan todo en la vida. Pero este verano estaba hecho de otra substancia. Las nubes habían marchado a otros cielos y la lluvia era una religión que natura ya no profesaba. El rió se redujo tanto que dejó expuesto su esqueleto hecho de lodo y piedra. Como un ser moribundo, solo un hilo de agua corriente le insuflaba una débil esperanza de vida.
Los extraños ruidos también los sentían en el pueblo, siempre acompañados de pequeños estremecimientos. Algunos pocos se lo atribuían al volcán sin nombre que los tutelaba desde el este; pero este parecía quieto y dormido para siempre. Quizás por todo esto la villa sentíase sensible, crispada y temerosa. Una masa de gente y estructuras que se aferraban a la vida con un instinto que parecía envilecerlo todo; un rincón resecado y tensado por la hostil naturaleza, donde la temperancia de algunos aguardaba como un monstruo devorador de valores y voluntades. Decían los cucufatos que la ira de Dios se estaba acumulando en las alturas del cielo.
El silencio del amanecer reposaba con su rocío diamantino en el empedrado tosco de las calles; en todas, menos en una. Un gimoteo inconsolable y unas imprecaciones altisonantes atravesaban las paredes y los huertos. El llanto era de Asunción, una pequeña que se deshacía en amargura, arrinconada como un animal espantado en una esquina oscura de su mundo infantil. La voz que rugía era la execración estentórea de un hombre atrabiliario y adicto a la ira. A ella le dolía el vientre…algo muy malo había en el, una enfermedad que no entendía, una maldición inevitable que le soterraría quizás para siempre. A él le dolía el orgullo, tensionándole todas las junturas de su cabeza; un mal que le vino congénito.
– ¡Me la suda que sea un sucio peón o el mismísimo virrey!... Don Gonzalo me las pagará – vociferaba el hombre con su acento español encendido.
– Por la virgen, Javier, es el hermano del corregidor – suplicaba una voz femenina y dulce, intentando calmarle…
– Ese verriondo infeliz bebió mi vino y cenó en mi mesa… yo no voy a perdonar su felonía…
Mientras tanto, a la pobre Asunción le rondaba una oscuridad asfixiante y el corazón parecía que se le detendría en un momento de tanto palpitar con fuerza. «¿Cómo se sentirá estar muerta, que se sentirá al no existir… no estar más en este mundo horrible y malo?», pensaba ella, recordando quizás a su madre muerta o meditando una salida macabra a su situación.
Afuera resonaban las campanas lejanas de la iglesia, con un talante irritante que angustiaba su oído y le recordaba su caída. Los fieles pronto se agolparían en la casa de Dios, vistiendo sus trajes domingueros, prestos a vaciar sus pecados en las profundidades de su fe. Pero hoy, a ella no le permitirían ir, su inmoralidad era tan grande que aun la iglesia sería un contenedor insuficiente.
– Ella lo ha seducido, el pobre hombre solo es un ser humano y el diablo a veces viste de faldas – insistía la mujer, fingiendo una voz dulce.
– ¡Pardiez¡ Ella es una niña, Irma, no llega ni a los trece años…
«Si tan solo alguien me lo hubiera explicado antes», se repetía atormentando su mente inmaculada la hija mayor de don Javier… «Nunca me hablaron de ese pecado, ni mi madre, ni el cura… ni mi ama Isabel». Las lágrimas parecían provenir de una fuente interior inagotable y nada las detenía, su mirada era como una ciénaga de tristeza…
– Yo le he notado muchas veces la mirada coqueta, tú sabes bien que tus hijos han sido mal criados por Isabel; he holgado en ser pía y benevolente con ellos, y estoy remendando sus malos hábitos con paciencia de santa, como manda nuestra santa iglesia – apuntó con falsa serenidad y santiguándose la astuta mujer – estoy segura que el pobre hombre es solo una víctima de malas circunstancias, las mujeres son la debilidad de los hombres poderosos…
«¿Acaso no sigo siendo una niña? ¿Por qué ahora todos me miran como si fuera ya una mujer? …Yo no sé qué es ser coqueta, yo soy una niña y voy a sembrar mastuerzos en mis macetas, los voy a regar como siempre lo he fecho, hasta que sus flores me alegren con su color naranja… nada va a cambiar», fabulaba en la mente la pequeña Asunción.
– ¡Malas circunstancias!... ¿Tú sabes lo que van a decir de mí cuando la barriga le crezca?... Ahora mismo lo busco y arreglaremos esto con estoques y capas…
– ¿¡Acaso te has vuelto loco!? ¿Un duelo con el hermano del corregidor? – reprochó Irma exaltada ya.
– Mi honor está en juego, vale más que se pierda el hombre antes que el buen nombre.
– ¡Y qué hay de mí! – Encendió su postura la mujer, haciendo puchero y temblándole histriónicamente las blancas manos – si él te mata yo terminaré mis días en la casa de las recogidas, todavía estamos viviendo en amancebamiento, la gente habla y solo tus influencias nos protegen. Ahora tú quieres destruirlas; lo duelos no están permitidos, menos con el hermano de un corregidor…
Con la caída del sol, la gente bebía infusiones y tertulias, consumían pasiones y desnudaban sus envidias. Aseguraban que Irma era experta en filtros y ungüentos; que la mujer había logrado disolver el luto respetuoso del hombre en pócimas de achuma y chamico. No importando los cuchicheos, era palmario que sus hijos fueron disolviéndose también en las prioridades del señor, y su tiempo terminó por pertenecerle solo a ella. Mujer joven, de radiante sonrisa y llanto conmovedor; curvas seductoras y una de las pocas que se atrevía, o podía, usar verdugados en el pueblo. Una femme fatale en el clímax tentador de su maléfico florecer. Si la piedra angular de su romance era sexual, fue algo que siempre se sospechó, porque en el sexo hay poder y eso lo tenía muy claro la dama.
– Cálmate ya – dijo más sosegado el hombre sujetando con suavidad las manos trémulas de su amante– pero estoy decidido a hacer lo que tenga que hacer. No nace aún el hombre que con traición ose manchar el acogimiento de mi buen nombre…
– ¡Es una locura!
– ¡Eugenio! – Gritó el señor muy seguro de lo que debía hacer. Al instante apareció por la puerta un hombre pequeño y de mirada escurridiza – prepara mi calesa y tráeme la tizona – sentenció haciendo un ademán que pareció desdeñoso.
– ¡No! – respondió Irma desgarrando la voz desde sus entrañas y apretujando su rostro; pero las ordenes de don Javier siempre se cumplían.
– Lo siento mi señora, yo no he venido a indias para ser burla de nadie – terminó por decir el hombre con el temple que le conocían y al que todos respetaban. La mujer se desesperaba, echando miradas desencajadas hacia todas partes, como si esperara encontrar una tabla de salvación en el mobiliario o en las paredes enlucidas de yeso.
Don Javier salió por la puerta casi arrastrándola, ella no quería soltarle, hacerlo era renunciar al mundo de comodidades que tanto le había costado construir.
Asunción, que ya no podía escuchar lo que afuera se discutía, sintió aun con más fuerza el peso invisible de la culpa. ¿Acaso moriría también su padre y peor aun a causa suya? ¿No era acaso suficiente haber perdido a la madre? Extraño es el afecto filial, que se resiste a morir aun en los paráramos del olvido. Ella lo amaba…
– Espera, se me ocurre una solución – exclamó Irma agotando su última esperanza.
– Pues me la cuentas luego, el honor esta primero y te aseguro que no volveré hasta que lo haya recompuesto – respondió con frialdad don Javier. Y así partió con rumbo impredecible.
La mujer volvió a entrar, desgreñada y bulléndole la mirada.
– ¡Tráeme a esa ramera! – Ordenó a uno de los pongos; pero el pequeño hombre no entendía la semántica ofensiva que contenían las palabras, y solo se limitaba a mover la cabeza en señal de confusión. Irma miró hacia otras partes; pero solo veía a dos indios que le miraban con pasmo y a otro que miraba hacia el suelo. Dio un grito ahogado de frustración y fue ella misma a buscar a su víctima.
La gruesa puerta gimió sus quicios y la luz entró a la habitación como una anómala bendición. En una esquina, ovillándose sobre si misma estaba la pequeña Asunción.
– ¡Eres una ramera! – fue lo primero que le dijo al verla – a mí no me engañas con eso de que no sabías como se hacían los niños, quiera Dios que tu padre regrese vivo, porque te juro que si no regresa, yo misma agarraré el cuchillo más roñoso que haya en la cocina y te arrancaré la cochinada que tienes adentro.
– No te enojes conmigo madrina, yo no miento, él me dijo que solo era un juego…– murmuró Asunción temblando y sollozando; recibiendo como respuesta un sopapo tan violento que le dejó zumbando el oído por largo tiempo.
– ¡Ahora dame el guardapelo! – estiró la mano mostrando las largas uñas como garras dispuestas a zaherir.
– Pero es el único recuerdo de mi mamá María – respondió Asunción sollozando.
– ¡Me lo das o te reviento el hocico con un palo! – Asunción sabía que la mujer nunca bromeaba con sus amenazas; cogió el guardapelo que colgaba de su cuello, temblándole las manos lo entregó a su madrastra sin mirarla; pero la ira de Irma permanecía en ebullición y reventó con otra bofetada.
– ¡A ver si con eso vuelves a abrirle las piernas a los hombres! – espetó la mujer que aún no tenía toda su cólera desfogada. La hiel le hervía y la pequeña cabeza le dolía debajo de sus rizos azabaches.
– ¡Pongo! – Gritó. Un hombre pequeño y de temperancia doblegada apareció por el zaguán que conducía al jardín.
– ¡Tráeme a los otros mocosos!
– Con Avelina están en iglesia, no han vuelto del misal– respondió el fámulo.
– No me importa dónde están, tráelos a la chita callando.
– Pero el tayta cura se enoja – respondió el pongo por reflejo y sin entender.
– ¡Ahora mismo los traes o tú serás el azotado!... Ahora escupe – Ordenó la ama señalando una piedra plana en el centro del patio. El hombre juntó en la boca toda la saliva que pudo y cumplió muy asustado la orden. Salió corriendo como un loco por la puerta, pues más miedo les tenía a los látigos que al latín ininteligible de los curas.
El solar era extenso. Por delante estaba el jardín, donde crecían tres jacarandas que alfombraban, escuálidamente, con sus florecimientos violetas el suelo terroso durante el año. En una esquina se guardaba bajo sombra de pajas la primera calesa que tuvo el pueblo. La casa principal era de sillarejo y techo de teja. El sol engendraba sombras y luces debajo de una enramada que se estaba comenzando a secar por la escasez de agua. La mujer iba y venía mil veces debajo de ella, esperando a que el indio no tardara; pero el tiempo era una concepción insustancial para los indios, no se la tragaban ni digerían de la misma forma como lo hacemos los seres finitos. Por tal razón el patrón de patrones había mandado a poner una roca plana en el medio. Cuando la orden tenía premura, ordenaba al indio que allí escupiera. El encargo tenía que cumplirse antes de que la saliva se secara o habría a cambio algún tipo de castigo, por lo común un azote con zurriago.
En la misa tridentina aún no se había producido el milagro de la transustanciación, cuando fue profanada por los pasos descalzos del joven indio. El cura notó que los cuatro hijos de don Javier eran retirados con reserva; pero se hizo de la vista gorda, tal vez, algún temor le tenía al encomendero.
– Niños, apura – repetía el joven indio a los niños sin cansancio, pues temía por sí. Llegando a la casa encontró a la mujer parada frente a la roca donde había escupido.
– Esto ya está secó – dijo mostrándole el escupitajo deshidratado con la mano extendida y el índice tensionado.
– Perdón su merced, tayta cura yo miedo tengo– se excusó el indio.
– Pues más miedo deberías tenerme a mí… ¡zurriago! – chilló.
– Ahora ustedes métanse ahí adentro con su hermana, todos son unos cerdos indignos de la cristiandad, van a quemarse en el infierno como su hermana – decretó mientras el cielo volvía a tronar y su mente se obsesionaba en estructurar oscuros planes.
– Metan a esos mocosos también – ordenó a los pongos al ver que los dos más pequeños correteaban indiferentes a sus órdenes.
– Ahora cierren bien… «Si su padre no regresa veré como los hago morir de hambre», pensó con la mente descompuesta por la desesperación. En sus planes siempre estuvo deshacerse de todos. Una vez encerrados, el llanto de Asunción pronto contagió a los otros. Cuanta maldad puede hacer nido en una cabeza tan pequeña. La hermosura a veces es solamente una cascara.
M. Charaja
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Re: El jucio final

Mensaje por M. Charaja »

El juicio final (Parte III)


En una chuklla (1) de piedra y barro hallábase Aurelio, esperando el retorno de un indio viejo y hosco al que los otros respetaban. El crepúsculo incendiaba en lo alto a los cielos y enfriaba abajo los suelos. Haciendo hervir la leche, Isabel esperaba turbada el retorno de su marido. No había aparecido a almorzar y eso ocurría en ocasiones; pero no muy a menudo.
Dos niños observaban a Aurelio desde una penumbra que parecía extenderse hasta el origen de la conquista y el reciente ocaso de su raza. Los ojos níveos resaltaban en el marco cobrizo y sucio de sus rostros, como advertencias inequívocas de que estaba profanando otro mundo; las pupilas negras y profundas le escudriñaban con la misma curiosidad con que él miraba los fetos secos de alpaca que habían colgados por todas partes. En la encomienda no había alpacas; pero sabía que los indios conseguían esas abominaciones en la alta sierra. Allí había indios brujos que los intercambiaban a la usanza antigua, por víveres o favores para la consumación de rituales que hacían en cauteloso privado y a ocultas de los curas.
Las sombras comenzaron a acentuarse y la choza le parecía cada vez más siniestra y lúgubre. Había miseria por todas partes, y los niños vestían andrajos que parecían no haber tocado jamás otra agua que no fuera la de la lluvia ausente.
Isabel también contemplaba su miseria. Por la tarde volvió a tronar el cielo, esta vez más fuerte; pero como siempre, no había nubes. Las aves levantaron el vuelo y parecía que emigrarían a otra parte. Ella estaba segura que debían de hacer lo mismo.
La oscuridad terminó por penetrar al día, con su melodía amenazante, con su misterio colmado de criaturas misteriosas y seres fantásticos.
En la choza de los indios el frio se filtraba por la puerta, que no era otra cosa que el cuero seco de algún animal colgado toscamente. La noche se acentuó y los ojos se apagaron. Los dos niños dormitaban sobre un cuero polvoriento de oveja. Aurelio pensó que no valía la pena seguir esperando, levantó el cuerpo sin decir nada y atravesó la puerta con desanimo. Fue cuando lo vio, sentado al acecho entre las sombras y apoyada la espalda sobre una roca. Aurelio encaró rápidamente al indio.
– ¿Eres tú al que llaman Felipe Vilca? – el indígena parecía sordo, o era de piedra.
– Me han dicho los otros indios que tú tienes respuestas para todo y he venido para hacerte algunas preguntas – pero el indio permanecía en silencio, rumiando, con parsimonia, algo en su boca.
– Sé que me entiendes, sé que hablas mi lengua– parló Aurelio acentuando sus palabras con su jerarquía; pero el viejo indio, lejos de mirarle siquiera, metió la mano en una alforja de lana y extrajo de ella tres hojas secas. Las ordenó e introdujo en su boca. Continuó masticando con displicencia. Aurelio se impacientó.
– ¿Acaso no vas a hablar conmigo?
– Cuando chico era, ovejas del ayllu (2) cuidaba – dijo sin mirarle el indio – un día lluvia fuerte me agarró. Con mis ovejas hemos corrido al cerro para de lluvia ocultar, pero antes de llegar nos ha agarrado illapa…rayo – el anciano expandía sus manos teatralizando lo pasmoso del acontecimiento – luz por todas partes he visto, fuerte, fuerte… cuando despierto, ovejas muertas…todas, pero yo no muerto – afirmó golpeando con fuerza su pecho con las toscas manos. Aurelio le escuchaba en silencio, el viejo sacó otras hojas de su bolsa y se las metió ritualmente en la boca.
– Humo, carbón nomás mis ovejas eran, quemado, quemado. Mamaymi (3) dice que en ahí ya no soy como las otras gentes… illapa ha escogido para saber cosas. Felipe no es mi nombre, Vilca no es mi nombre, eso me dicen wiracochas (4) porque en día de chakana (5) nací, tres de mayo nací y ese día es de santo ese. Ese mi nombre no es.
– ¿Cuál es tu nombre entonces, hombre?
Desde día que rayo no me mata ¡sutiymi Amaru Willca! (6) – dijo acentuando su suficiencia el anciano.
– No entiendo… habla en mi lengua.
– No entenderías – le dijo mirándole ya a los ojos con cierta soberbia – nombre pone ayllu, pone nombre por cosa que somos, por cosa que sabemos, no por tayta (7) o mama (8) quieren… hay gente que es como culebra, a esos decimos amaru, otros hay como poma, como, kuntur, como yupana; yo soy culebra…
– ¿Y qué es lo que tú sabes hacer, que hace la culebra? – interrumpió Aurelio recordando que a esa hora su mujer ya debía estar desesperada.
– Como la culebra en la oscuridad camino, lo oculto miro, veo lo que está en el interior de las gentes… uku pacha (9) miro, corazón miro, por eso ya conozco a que tú has venido.
– ¡Vaya! – Apuntó en tono burlesco Aurelio – dime entonces porqué he venido.
– Wawacuna (10) duermen, pero mejor que no despierten nunca, así dormidito mejor quedan – volvió apartar la mirada y siguió masticando sus hojas.
– ¿Pero por qué dices eso, hombre?
– Maman (11) muerto, taytan (12) muerto, yo viejo, sol se oculta para mí. ¿Tú vas cuidar?... Nadie va cuidar. Wawa mucho llora, wawa tiene hambre, comida no hay…
– Cuando sean grandes habrá trabajo para ellos, tendrán para comer…no deberías preocuparte tanto por eso.
– ¿Trabajar, morir, como yo? – apostilló con astucia el indio.
– El trabajo hace a los hombres dignos– refutó Aurelio.
– ¿Dignos?... no conozco eso – enfatizó mientras se metía tres hojas más en la boca arrugada por los años.
– Es cuando los hombres tienen un valor especial…– El indio se quedó pensativo, tratando de entender porqué podía haber tales diferencias en el valor de los hombres. «Todos los hombres valemos lo mismo», pensó.
– Taytan mucho trabajó, también muerto. Cuando era chico hacíamos cosas por ayllu, nokanchis(13), para todos hacíamos las cosas, alegramos mucho… Cuando terminamos no hay pago; hay chicha, comida, jailli, wakaki para todos hay…
– Esos fueron otros tiempos, hombre, ahora el trabajo se paga con monedas – apostilló Aurelio. – Taytan muriendo en la mina, mucho trabajo hay, mucho trabajo, sorq'an (14) se ha podrido, maman de pena muriendo… yo preocupo mucho por wawa, mucho van llorar…
– Nadie muere de pena – reprochó dudando, recordando quizás a Isabel, que parecía estar haciéndolo ya.
– Si, de pena ha muerto y cura dice que en infierno está.
– Eso solo les pasa a los hombres que no creen en Dios.
– No, wiracocha, no sirve nomás creer, misa también hay que ir – dijo mostrando preocupación en el rostro – tayta cura dijo que yo también iré infierno por no ir misal, no voy misal porque miedo tengo que eso me diga – Aurelio no supo que decir, pues no podía contradecir las palabras de los curas.
– Cálmate indio, ya tendrás tiempo para arrepentirte de tus pecados.
– Pero sol se oculta, cura dice verdad, demonio va a quemar mi piel, mi carne, mi hueso… – y diciendo esto comenzó a sollozar como un niño asustado.
– ¡Basta ya!... no paras de hablarme de tus nietos y de tu vejez, creo que esos indio necios te admiran en vano – espetó Aurelio recordando quizás que él tampoco asistía a una eucaristía hacía más de un año; pero el indio lejos de calmarse se arrastró hasta los pies de Aurelio y cogiéndolo de los muslos le imploró:
– ¡Ayúdame wiracocha!, salva a mí, salva a wawa, ellos lloran…– Aurelio se sacudió del indio con violencia, dejándolo tirado en el piso, murmuró algo y comenzó a apartarse de la escena con la decepción a cuestas.
– Te das cuenta wiracocha – gritó incorporándose repentinamente el indio Felipe – feos somos…como gusanos somos cuando miedo hay de lo que viene y cambiar no puedes... – Aurelio detuvo el andar y volteó a verlo. El indígena estaba de pie frente a él, mirándolo ahora con una autoridad atávica y misteriosa.
– ¿Qué quieres decir, indio?
–Miedo tienes, yo te miro como a gusano.
– ¡¿Que dices indio?!
– El sol se oculta cuando tarde termina, mañana salir vuelve, eso no puedo cambiar… wawacuna van llorar, cambiar yo no puedo. Solo brutos miedo tienen de lo que no pueden cambiar. Yo infierno no iré, porque ese sitio solo está en cabezas de que miedo tienen, verdad es que ahí se irán ellos; tampoco me iré cielo que dicen curas, porque miedo no tengo no necesito cielo.
– ¡Estas blasfemando indio! – exclamó Aurelio levantando una mano amenazante.
– ¿Blasfemando…Qué es eso?
– ¡Estas ofendiendo al Dios altísimo!
– ¿Por miedo no tener? – Carcajeó el indio.
– Mejor enderézate o te mandaré a azotar hasta que la sangre te pringue todo el cuerpo– En ese momento volvió a temblar el suelo, y una baja frecuencia les atravesó el cuerpo. Aurelio miró temeroso hacia todas partes, como si el peligro proviniera de todo.
– Azótame – dijo el viejo – miedo no tengo. Tú tienes harto miedo, por eso has venido, ¿tu respuesta quieres?... Miedo no hay que tener de lo que no puedes hacer que no pase.
– ¡Yo no tengo miedo de nada, indio! – barbotó Aurelio juntando las cejas.
– Algo grande va a pasar, pero miedo no tengo, porque eso no puedo cambiar; lo que va pasar, va pasar. Ahora sabes porqué no soy Felipe Vilca; Felipe Vilca por todo llora, Amaru Willca no tiene miedo, valiente no es, cobarde no es; Amaru Willca vive todo día con su salida de sol, con su llegada de noche… miedo no tiene
– ¿Qué es lo que sabes…qué va a pasar?
– No vas creer, pero todo esto que miras se va a acabar – Dijo señalando con serenidad a los oscuros horizontes. Los ojos verdes de Aurelio se dilataron, permitiendo que penetre un poco más de oscuridad. Meditó las palabras un momento…
– Habla, ¿Cómo que se va acabar?
– Coca es dulce ahora – habló calmado el viejo – coca sintiera amarga, nada hablaríamos; podrías matar, nada hablaríamos. Pero coca dulce me dice, habla nomás. Si quieres saber, te voy decir.
– ¡Pues habla ya, hombre!
– Juicio final viene de allá, dice cura – habló por fin el viejo, señalando la cima del cielo – pero no viene de ahí… viene de allá – dijo señalando al sur –miedo no tengo…
– ¿Juicio final?... eso no existe.
– Cura de eso nomás habla… ¿No existe dices?
– Hombre, habló de que eso vendrá del cielo, no del Flandes indiano, y será un día que no sabemos.
– Amaru Willca soy, juicio final viene, castigo no es, premio no es; para todos será, para wiracocha Javier, para wiracocha Aurelio, para ayllu, para cura será; yo conozco, yo sé – dijo el anciano golpeándose con firmeza el pecho; se inclinó luego sobre sus rodillas, tomó una ramita y comenzó a esbozar en la tierra, a la luz de la luna, unos garabatos que horrorizaron a Aurelio…
(1) cabaña rustica.
(2) Comunidad.
(3) Mi mamá.
(4) Como llamaban los indios a españoles chapetones y criollos.
(5) Símbolo sagrado propio de las culturas andinas.
(6) Mi nombre es serpiente sagrada.
(7) Padre.
(8) Madre.
(9) Refiriéndose al mundo interior y no al mundo de abajo, como se suele referir erróneamente.
(10) Niños pequeños.
(11) Su madre.
(12) Su padre.
(13) Nosotros.
(14) Su pulmón.
M. Charaja
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El juicio final parte (IV)


La hora avanzó. Isabel sollozaba junto al fogón imaginando lo peor. La leche se había enfriado bajo una costra de nata y el fogón agonizaba; pero la mente de Isabel se comenzaba a incendiar con imágenes trágicas. Después de la dura confesión, Aurelio no dijo palabra, no preguntó nada, solo se recostó ensimismado y durmió, o no durmió, en medio del murmullo sollozante de su esposa. Muy temprano se fue sin decir palabras.
La noche se profundizaba más y la joven mujer estaba decidida a salir en busca de su esposo. De pronto los perros ladraron presintiendo inquietud en la oscuridad. La mujer salió corriendo tras ellos dando un suspiro. Los perros saltaban y jugueteaba con una sombra que se veía cada vez más cerca.
– ¡Aurelio! – Gritó la mujer entre lágrimas. Pero Aurelio permanecía en silencio, meditando sus arrepentimientos.
– No te lo dije antes porque tenía miedo de lo que harías…
–Debes perdonarme por lo que hice, Isabel.
– Estás helado… entra a la casa.
Ambos entraron, Isabel le tiró un leño al caldero y volvió a abrazar a su marido como si su corazón hubiera perdonado ya todas las injusticias. Pero Aurelio permanecía en silencio, lo que le había sido revelado por su mujer era un puñal puesto sobre su pecho que el indio terminó por introducir.
– Yo no debí decirte lo que dije, tú también perdóname – suplicó con palmaria sinceridad la mujer.
–Eso ya no importa, Isabel…Mañana nos vamos – dijo súbitamente Aurelio, a quema ropa y sorprendiendo tanto a Isabel que la dejó enmudecida y paralizada frente a la posibilidad de un imposible.
– ¿Pero la encomienda… que haremos con la encomienda? – cortó el silencio la mujer.
– Este ya no es nuestro problema, todo tiene un límite. Tienes razón, don Javier no merece más mi lealtad– dijo ocultando bien la otra mitad de la verdad.
– Pero que le vamos a decir, no podemos irnos sin avisar.
– Lo pensaremos en el camino.
– ¿Pero a donde vamos a ir? – insistía Isabel contradiciendo sus deseos.
– Vamos al norte, hay otros repartimientos y encomiendas, trabajo no faltará. Mañana alistamos los bártulos y nos vamos para la villa, allá buscaremos un arriero menor para la guía…
La mujer permaneció muda, su mente permanecía adherida a la inercia de continuas negaciones y no podía creer lo que ahora le decía su marido.
– ¿Y los niños… acaso no los volveré a ver?
– De todos modos no te lo iban a permitir.
– Son como mis hermanitos; pero tienes razón, esa mujer nunca me permitiría verlos– se respondió a sí misma con tristeza.
La noche fue extrañamente larga. La oscuridad pareció extenderse más de lo acostumbrado en la línea del tiempo, y al aproximarse su fin, los pajarillos no hicieron ningún saludo coral al alba. Aurelio se desperezó con sus temores a
cuestas. Isabel le vio persignarse como cada mañana y vestir su ropa polvorienta. Se le seguía viendo distante e inaccesible. No parecía un hombre satisfecho de sus decisiones. Caminó lento hacia la puerta.
– ¡Pardiez! – Gritó el hombre al echar una mirada hacia afuera – ¿Pero qué clase de polvillo es este?
Isabel dio un salto y pronto estaba al costado de su marido, observando el extraño fenómeno. En la sustancia del aire flotaban, muy dispersas y con ligereza, pequeñas partículas.
– Parece nieve muy menudita… pero no es – murmuró la mujer.
– Ahora entiendo porqué se alargó la noche – comentó Aurelio.
– Quiera Dios que pase pronto– dijo persignándose la mujer.
– Sea nieve o sea polvo hay que apurar. Cargaremos todo en la mula; pero tendremos que caminar los dos.
– No hay problema, Aurelio, yo caminaré.
– Llevaremos abrigo, agua, comida y el ahorro. Nos alcanzará para comprar al menos un caballo en la villa.
Aurelio entró a la casa y empezó a escoger ropas y frazadas. Algunas prendas eran lanzadas con mal humor. Isabel le miraba sin decir nada; al hombre no se le veía al borde de una nueva vida, sino más bien al borde de un precipicio al que algo le obligaba a saltar.
– ¿Estás seguro de lo que vamos a hacer, Aurelio? – Preguntó ella al examinar su actitud. Un silencio se prolongó como una respuesta tacita…
– Es lo más convenible y necesario – respondió al final, parco y ocultando su mirada.
Tres horas transcurrieron, el polvillo pronto desapareció del aire y se disolvió en las siembras amarilleadas; el sol avanzaba, y el cielo se veía más limpio que nunca. La mula vestía ya sus serones, cargados con la sustancia que resumía la vida austera de la pareja. Pero a la distancia amarga que les esperaba se le sumó la más grande de las sorpresas… Muy cerca ya, divisaron el hilo humano que formaba una pequeña caravana. Era un grupo que venía en búsqueda de ellos.
M. Charaja
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El juicio final (parte V)


Isabel fue acogida como expósita por los padres de doña María. Aunque el apellido no se lo cedieron nunca, ambas mujeres crecieron juntas, guardando los respetos solo para el escenario. María realmente amaba a Isabel como a una hermana; pero Isabel le llamaba mamá, por ser menor en algunos años. Pasado el tiempo María amamantó a sus propios hijos con amor y seno lácteo, Isabel les amamantó con su espíritu alegre y afectuoso. Compartieron sus vidas, dadivándose un hogar y una felicidad mutua.
Don Javier era, en cambio, un garañón consumado. Cuando doña María, falleció, las circunstancias fueron de por si extrañas y sazonadas con una ignominiosa dosis de infidelidad. Estando ella en la encomienda tuvo conocimiento que su marido le era infiel. Una joven vendedora de chicha, a la que conocían en el pueblo como Macaria, le había calentado los sentidos. Doña María ponderó con delicadeza el daño que le podía ocasionar a sus retoños el insulto moral de su padre. Amarró muy bien sus sentimientos y para evitar posibles escándalos, sugirió al marido que marchara al pueblo, llegara a un acuerdo económico con la mujer, la despachara a otra tierra y terminara todo contacto con ella. Don Javier aceptó de mala gana, pues bien sabía que el adulterio y el amancebamiento merecían la cárcel, o en el peor de los casos, la aciaga visita de la calesita verde de la incipiente inquisición. Sus influencias eran grandes; pero el juicio de las viejas y el cuchicheo vespertino en los salones era algo de lo que no se podría salvar. Una mañana partió a caballo, acompañado de Aurelio y cuatro indios, dos de ellos a caballo y otros dos en acémila. Pero las cosas se pondrían peor para doña María; bien sea que la amargura de la bilis le había desequilibrado los humores, o que un fecalito anodino había decidido descansar en el orificio interno de su apéndice; a doña María le tocó enfermar gravemente ese mismo día. Las entrañas se le retorcieron y devolvieron con violencia todo lo que había comido.
Isabel hizo mates, emplastos y plegarias; pero nada funcionaba, el dolor que sentía doña María siguió creciendo hasta que la barriga se le puso dura como una tabla. Los niños mayores ora lloraban sin consuelo, ora alzaban una fervorosa oración junto a Isabel. Los más pequeños permanecían indiferentes, retenidos en su mundo lúdico de ensueños y fantasías. En medio de la confusión partió de la encomienda un indio a pie, con la misión de dar aviso y solicitar el regreso inmediato de don Javier, pero la distancia era mucha y la ventaja insalvable. Se sugirió trasladarla al pueblo grande para buscar la atención de algún facultativo; pero más bestias de carga no había y la pobre mujer hallábase en tan mal estado que no podría hacer el viaje ni en una silla de manos. Isabel vio con espanto como su mamá María se iba marchitando con el espasmo de cada vómito. El alma se le estaba escapando de a pocos por la boca. La noche arribó sin mejoría ni esperanzas.
Muy temprano a Isabel se le ocurrió mandar a traer al indio Felipe Vilca, siempre conocido entre los demás por su don de curandero. El indio apareció en la tarde en medio de reverencias y saludos. Se sentó sereno sobre el piso y acomodó ritualmente, delante de sí, una tela polvorienta y multicolor. Mientras lo hacía, parecía no oír argumentos ni razones. Cuando todo estaba listo solo se limitó a lanzar tres hojas de coca, que cayeron aleatoriamente sobre la tela. Sin siquiera ver de cerca a la paciente, su veredicto fue fatal. El indio movió su cabeza en señal de negación, se puso de pie y lanzando a la paciente una mirada profunda y compasiva atinó a sugerir un «despenador»(1), que si deseaban podía ser él mismo. Isabel se persigno tres veces y le pidió que se marchara junto con sus abominables predicciones. Desde ese día Isabel acunaba un encono soterrado hacia él, pero el indio Vilca no solía equivocarse y nada de lo que pudiera hacer Isabel salvaría a su mamá María.
«Mi señora enferma. Cólico miserere, accidente de calentura que nada quita. Por la virgen su merced deba regresar pronto con un médico» decía una nota breve escrita en una tela de lino que le entregó un indio a don Javier en su casa del pueblo.
Él la puso con displicencia sobre una mesa, junto a una pequeña talega llena de macuquinas de plata que tenía listas para ser entregadas.
– Sal de aquí y cierra la puerta – ordenó al indio, que obedeció sin rechistar – esto puede esperar un poco… además será una última vez – dijo tomando por la cintura a la mujer que todos conocían por Macaria y quien poco después desapareció sin dar explicaciones.
Doña María agonizó por dos días. El tiempo solo le alcanzó para encargarle a Isabel el cuidado de sus hijos. Luego cerró los ojos a perpetuidad.
El asunto con Macaria también quedaba enterrado; pero daba inicio a una era de amarguras para los huérfanos. El día en que don Javier volvió a la encomienda, fue el mismo día en que se comenzaron a oír unos extraños ruidos que parecían provenir del cielo.
No fueron necesarias explicaciones, el encomendero encontró a Isabel completamente desecha, con la mirada cuajada de tristeza y odio. Don Javier se apuró en entrar a su habitación, seguro de que esta vez se le había pasado la mano. No hubo un grito ni un sollozo, solo el silencio del viento que fue repentinamente interrumpido por un extraño estremecimiento de la tierra. Aurelio abrazaba a Isabel en un intento vano de consolarla, pero su pena había trocado ahora en furia.
– Ese maldito la ha matado – murmuraba apretujando las manos y tensionando la mandíbula. Aurelio, que conocía bien las oscuras intimidades de su patrón, guardó silencio encubridor.
– Dios nos castigará a todos por cómplices, Aurelio; en el día del juicio final todos arderemos en el infierno por culpa de él.
Aurelio, que siempre fue alcahuete de las fechorías de su patrón, sintió algún remordimiento y hasta pensó que su mujer tal vez tenía razón. Instintivamente se persigno y esperó que la calma volviera a la encomienda y a sus almas.
Envolvieron el cadáver de doña María en una mortaja de lino, junto a todas las hierbas aromáticas que pudieron encontrar. Don Javier insistía que no habría descanso para el alma de la difunta si no la enterraban en campo santo. Muy temprano, al día siguiente, cargaron el cuerpo en el lomo de una mula y enrumbaron todos al pueblo grande. Dos días después velaron el cuerpo maloliente y se hizo una misa en la casa por su alma; los hedores no permitieron hacerlo en una iglesia. A la mañana siguiente la sepultaron en el campo santo que había en la iglesia principal.
Ahora Isabel quedaba como la única madre que tendrían los niños. Ella en cambio quedaba realmente huérfana.
(1) Personaje de la época que aplicaba la eutanasia a pedido de la familia.
M. Charaja
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Re: El jucio final

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El juicio final (Parte última)


– Son ellos… ¿Qué vamos a hacer ahora Aurelio?
– ¿Estás segura? Mi vista ya no es la de antes.
– Es don Javier… y es esa mujer; que otra mujer haría el viaje con sombrero, volante y ferreruelo de camino… tiene que ser ella.
– Creo que también viene Asunción – Dijo Aurelio ajustando la mirada y atravesando una polvareda gris que se levantaba como un fantasma de natura.
– Tienes razón, es la niña…– respondió Isabel esbozando una sonrisa y dilatando las pupilas.
– Los demás son indios, no veo a los otros niños.
– Esa mujer es el demonio – barbotó Isabel chispeándole los ojos y arrugando las cejas.
– Voy a ocultar la mula mientras pensamos que hacer…
El encuentro era inevitable. Aurelio se adelantó a recibirlos en el camino. Isabel observaba de lejos a su marido en la actitud genuflexa de siempre. Comenzaba a dudar si sería capaz de abandonar a su patrón tan solo por una confesión a destiempo.
– Está haciendo calor aquí – Así saludó don Javier a Isabel desde la altura de su caballo.
– Buenos días su merced – respondió parca y disfrazando de cortesía su hipocresía.
– El «gato» me dice que truena mucho pero no llueve. En la villa pasa lo mismo y la tierra holga tanto en temblar que no faltan los cobardes que se la pasan confesando sus pecados…
– Es por su culpa maldito desgraciado – imaginó Isabel que le decía al patrón; pero no podía ir más allá de los límites de su imaginación y permaneció en silencio, mirando de reojo a Asunción. La pequeña, que se veía muy asustada, también le miraba, con las ganas infinitas de abrazarle atrapadas.
–…Ya vendrán mejores tiempos...
– Buenos y santos días mujer, veo que aún no has aprendido a saludar con honra y educación– interrumpió Irma.
– Es que Isabel está un poco enferma, su merced, ruego perdone y sea pía con su mal proceder – se apuró en justificar Aurelio la desidia de su mujer.
– Buenos días señora – habló Isabel sin entregar la mirada. Irma hizo un gesto despectivo.
– Ábrenos la casa grande – ordenó la fémina– estamos cansados… Espero que todo esté limpio y libre de bichos.
– A la orden su merced – se apuró Aurelio.
Don Javier posó los borceguís de cuero fino sobre el suelo polvoriento y reseco de la encomienda; ayudó luego a desmontar a la mujer que tenía en turno; se sacudió el jubón, ajustó la ropilla y dirigió sus pasos pomposos a su morada. Algunos ojos le miraban con curiosidad, ojos que no entendían la absurda inutilidad de los trajes a la española en el escenario rustico del campo.
– Su merced verá que todo está limpio y pulcro para vuestro disfrute y buen gozo – explicaba el «gato» Aurelio, mientras que Irma pasaba los dedos por todo, frotándose el escaso polvo de la yema de los dedos con fingido asco.
– Esto está sucio y las camas avellanadas.
– Dos veces por semana hacemos limpieza, mi señora – aclaró Aurelio.
– Pues es muy poco – señaló amoscada.
– Dejemos eso para después, mujer, ahora vamos a resolver el asunto por el que nos hemos dado en venir… Isabel tu sal fuera y atiende a la niña, tengo que hablar con tu marido – habló el patrón gesticulando con los brazos. Isabel salió por la puerta emocionada y agradecida por la orden. Hervía en ganas de abrazar a Asunción.
– Escucha con atención «gato» – dijo con solemnidad el patrón – hacer este viaje en estío es una verdadera penuria, el camino es una desolación sembrada de espartos y polvo. Como sabes eres mi hombre de confianza y solo a ti te podría confiar este enredo… Asunción está preñada, y aunque el culpable es un hombre distinguido y de blasón, yo no voy a permitir mancha ni ignominia sobre mi buen nombre. Has de saber que estuve a punto de arreglar esto con sangre; pero la providencia se interpuso, pues no encontré nunca al bellaco, y por término de esta historia me allané al consejo de mi mujer. Esto es lo que haremos: Asunción se quedará con ustedes hasta que nazca el bastardo, no le permitirás salir de esta habitación. Tú y tu mujer guardaran el secreto con la lealtad que me merezco. La van a fajar y no van a permitir que nadie note la barriga… fájenla bien y no le den de comer mucho. Cuando el bastardo haya nacido, le dirán a ella que nació muerto y lo traerás conmigo. Yo sabré que hacer con él…
Aurelio quedó pasmado, esto lo trastornaba todo y aplastaba sin piedad sus planes. Tendría que hablarlo con su mujer.
– Se lo voy a decir a Isabel – respondió obtusamente.
– Anda, y dile a Isabel que haga matar un buen carnero para el almuerzo.
Aurelio salió por la puerta con una daga clavada. ¿Cómo le diría a su mujer lo de Asunción?, si se lo decía seguramente ya no estaría tan convencida de irse. Pero ya era tarde. Cuando salió encontró a las dos llorando. La niña le había contado todo.
– Tenemos que hablar – Le dijo Aurelio a Isabel con cara de preocupación. La mujer aceptó separarse de Asunción de mala gana.
– Espérame un ratito, hermanita – le dijo Isabel secándole las lágrimas con un pañuelo; pero la niña caminó con timidez a la habitación de su padre. La pareja se metió en su cuarto y sostuvieron su última discusión…
– ¿Te han dicho cuando se irán? – preguntó intrigada Isabel.
– Creo que solo han venido a dejar a Asunción… ¿Te ha contado lo que ha pasado?
– Sí Aurelio, ya no podemos irnos, Asunción dice que la han traído para que la cuidemos aquí porque está esperando un bebé; ella es como mi hermana, nos quedaremos a cuidarla y cuando el bebé nazca lo criaremos como a un hijo.
– Entonces la niña no te lo ha contado todo.
– ¿De qué hablas?
– No quieren que nadie se entere de su preñez, a la mujer se le ha ocurrido que la tengamos oculta, prisionera en el cuarto; que cuando la criatura nazca le digamos a Asunción que su bebé nació muerto y les entreguemos al niño, sabe Dios para que…
Isabel quedó enmudecida, conjurando quizás todos sus demonios para no salir a desfigurar con las uñas a Irma.
– Pero no vamos a hacer eso, verdad – acertó a decir casi gruñendo.
– Nosotros nos tenemos que ir – insistió Aurelio.
– ¡Estás loco! … no nos podemos ir dejando a Asunción con esa gente desgraciada.
– Tenemos que irnos, Isabel – intimó a hacerle caso, sujetándole de los hombros e inyectando la sustancia de su secreto con una mirada profunda y decidora.
– Olvídate lo que te dije, Aurelio, mi hermanita es más importante que nuestro estúpido orgullo.
– Es que eso no es todo, mujer.
– ¿Qué más te han dicho esos malnacidos…?
Aurelio estuvo a punto de confesarle lo que le había contado Felipe Vilca, cuando unos golpes fuertes y repentinos, que provenían de afuera, les interrumpieron y obligaron a salir. Era un indio fornido, que trepado al gran molle, se esforzaba por cortar una gran rama con un hacha.
– ¿¡Pero qué estás haciendo, indio!?... ¡Baja ya y deja esa maldita hacha! – Espetó Isabel, al presentir el sufrimiento silente del árbol que siempre le acompañaba; pero el indio no le obedecía y continuaba su labor criminal.
– ¡Detente indio bruto! – Exclamó Aurelio levantando amenazante una piedra.
– Déjalo Aurelio, la orden la he dado yo…– aclaró desde su puerta don Javier – la señora me ha pedido una silla de manos para el retorno, el caballo le ha parecido incómodo y poco digno de ella. Necesitaremos varias ramas para escoger las más rectas… Santo fuera el hombre que pudiera complacer todos los caprichos de las mujeres – terminó de decir riendo con jactancia, mientras la gran rama caía estrepitosamente en el piso, desembalsando todas las furias hasta ahí bien estancadas. Fue también cuando el cielo comenzó a oscurecerse, como si se apresurara en llegar la noche…
Isabel, fuera de sí, o enajenada a un atavismo primitivo, dejó de lado las formalidades y avanzó a paso indetenible ante la mirada atónita de su marido, empujó a don Javier de la puerta con la inercia de su hombro, y buscó a Irma con la mirada encendida. Frente a una pequeña mesa y con un cofrecillo de afeites abierto, estaba sentada Irma, engriendo su fútil belleza. Asunción, hecha un despojo humano la miró entrar desde una esquina. No alcanzó el tiempo siquiera para una pregunta o una mirada de desprecio; antes de saber el porqué, Irma ya estaba contra el piso, con el peso de Isabel asfixiándole y las uñas desfigurando su rostro de porcelana. Casi con la misma rapidez entró Aurelio y se abalanzó sobre el amasijo humano que hacían las mujeres. Don Javier permanecía pasmado; pero ya no sabía que le impresionaba más, si lo que ocurría en el suelo o lo que ocurría en el cielo, que de un momento a otro se tornó gris como un repentino ocaso.
Aurelio logró separar a las mujeres, ante el estupor de Irma que aún no entendía lo que estaba pasando.
– ¡Javier! – Gritó desgarrándose en llanto la mujer – ¡Esta infeliz me ha arañado la cara! – decía temblándole las manos con histeria; pero en ese momento la tierra se estremeció tan fuerte que por poco todos caen al piso.
– ¡Es la ira de Dios malditos! – Vociferaba Isabel contenida con fuerza por su marido – ¡El juicio final ha llegado, el castigo para todas sus maldades!
El movimiento calmó, pero permanecía lento y haciendo vibrar todo. Don Javier estuvo a punto de decir algo, cuando un estruendo apocalíptico les dejó casi sordos y zumbándoles los oídos. El patrón quedó mudo y hasta su mujer calló sus chillidos, cuando vio que el día se había transformado en una noche inesperada. La tierra dejó de temblar, pero el fin del mundo apenas comenzaba.
– ¡Que inmundicia es esta! – exclamó Don Javier, al ver que las sombras que oscurecían el cielo se materializaron en una lluvia caliente de gravilla. Los indios, afuera, hacían exclamaciones en su lengua; los perros ladraban apuntando sus hocicos rabiosos a un enemigo invisible que estaba en todas partes.
– Parece granizo… pero son pequeñas piedrecillas su merced – dijo Aurelio alzando fuerte la voz para poder ser escuchado. Tenía la mirada desencajada ante el enigma de algo nunca visto. Una pequeña bandada de gorriones se metió súbitamente en la casa, enervando aún más los ánimos con su revoloteo desordenado.
– La ira de Dios ha caído sobre nosotros – persistía vociferando Isabel.
– ¡Ya dile a tu mujer que se calle, por Cristo! – ordenó Don Javier a Aurelio; pero la tierra volvió a temblar. Irma no se atrevía a decir ya nada; una de las mejillas le sangraba, el resto de sí comenzaba a sumergirse en un miedo cerval que debía emerger de los abismos de su conciencia.
– Hay que guarecer los caballos – ordenó el patrón.
– Los perros Aurelio – gritó Isabel sintiendo que ya no ladraban, pero el extraño fenómeno aumentaba su intensidad y no permitió el avance del hombre.
– ¡Pardiez!, no se puede dar un paso, casi no puedo ver y las piedras queman un poco, su merced.
– ¿Los indios? – Preguntó el encomendero – que vengan ahora mismo para ayudarnos.
– No veo a ninguno, todos han huido… o los ha enterrado esta lluvia de piedras– respondió Aurelio, viendo como se perdía de vista el suelo bajo un manto de pequeños aerolitos.
– Necesitamos luz, enciende el candil – ordenó don Javier.
– Traeré fuego de la cocina, su merced.
Aurelio cogió la mesita, la acomodó sobre su cabeza y pasó de una puerta a otra con mucha dificultad. Los pies se sumergían en la acumulación de grava movediza y tibia. Cuando regresó y pudo encender el candil, se sintió un grito de horror:
– ¡Es el fin del mundo! – Era Irma, que señalaba con asombro hacia Isabel y Asunción, ambas abrazadas y cubiertas por una docena de gorriones, que se dejaban acariciar mansamente por la niña. Don Javier, en un impulso desconocido e inesperado dobló las rodillas, las acomodó sobre el piso y comenzó a ensayar ensalmos y oraciones. Al verlo, su mujer, sintiéndose seguramente en las garras de Lucifer, se desesperó aún más y fue corriendo hacia las otras mujeres; se arrodilló y pidió a gritos que le perdonaran sus crueldades.
Aurelio dudó, pero era tiempo de revelar lo que sabía, la verdad que un indio «ignorante» le había revelado; pero en ese momento el techo crujió, todos tuvieron tiempo de mirarlo con terror, antes de que cayera vencido por el peso de la ceniza y la piedra pómez que se había acumulado sobre él.
El fin del mundo llegó, sí; pero solo para las tres mujeres y el hijo no nato de la menor.
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Dicen las crónicas que la erupción del volcán, al que hoy conocemos como Huaynaputina, se escuchó incluso en la ciudad de los reyes, hoy Lima, distante a más de novecientos kilómetros de los hechos. Dicen también, que la población indígena tenía conocimiento preclaro de que esto ocurriría; pero que en la joven ciudad de Arequipa, la ignorancia de estos hechos les orilló a creer que el fin del mundo había cumplido con verificarse; más aun cuando los límites entre el día y la noche se hicieron imprecisos, y la población vio dos esferas luminosas pasearse por la iglesia principal. Las oraciones se elevaban a un cielo ennegrecido, que más parecía una noche eviterna y ausente de Dios. Las procesiones de sangre recorrían las principales calles de la joven ciudad, con cuerpos flagelados, conciencias arrepentidas y pies descalzos. El juicio final había llegado para poner en orden las vidas; y pudieron haberlo creído indefinidamente así, si no fuera que un hombre, muy maltratado y casi muerto, logró arribar del sur, con la noticia de que no se trataba del juicio final, sino de la furia ardiente de un volcán, que hallábase más allá del límite de sus ojos y de su conocimiento.
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Conocí a don Javier una mañana cualquiera de mi niñez. Mi padre, me lo presentó con timidez; él viejo me miró de soslayo, me arrojó un parco hola y continuó su conversación. Era mi abuelo, nunca más lo volví a ver.
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