En memoria de Cervantes: Lepanto

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JANGEL
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En memoria de Cervantes: Lepanto

Mensaje por JANGEL »

He extraído el primer capítulo de "Tras la estela del Dragón", la novela que tengo publicada en mi web, donde hago mi pequeño homenaje a Cervantes. Espero que os guste.

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Golfo de Naupacto; domingo 7 de octubre de 1571


Corría el mes de Yumada al-Awal del año 979 de la Hégira. Los italianos y los españoles llamaban Lepanto a aquel puerto del Peloponeso y a la vasta ensenada que conformaba la bocana de los golfos de Patrás y Corinto a su derredor. En dicho fondeadero se habían reunido los trescientos treinta barcos de toda clase que componían la flota otomana para enrolar hombres y embarcar a los jenízaros de las guarniciones de Grecia. Por encima del bosque de palos y cordajes ondeaban gallardetes turcos y estandartes verdes con tres medias lunas. Y hasta allí habían acudido, buscando la confrontación para aniquilar a los sarracenos, las fuerzas de la Santa Liga de la Cristiandad, promovida por el Papa Pío V y representando a los Estados Pontificios, la República de Venecia y la Monarquía Católica Hispánica de Felipe II. Aquella mañana, muy temprano, los serviolas turcos divisaron la armada cristiana cuando doblaba el cabo, en formación de cruz latina o águila según la tradición naval hispana y con las velas hinchadas por el aire caliente que soplaba. Así que soltaron todo el trapo y, poco después, comenzó la refriega.

Después de horas de cruenta batalla, la formación otomana, inicialmente dispuesta en forma de luna creciente, se había deshecho, perdiendo la ventaja que esto le proporcionaba, pues los turcos eran superiores en número y en el ancho de su línea. El viento había comenzado enseguida a soplar en su contra, dificultando que tuvieran la iniciativa en las maniobras de acercamiento y cegándoles con el humo provocado por el uso de las baterías. Las galeazas de la Santa Liga, mejor artilladas que las galeras turcas, daban a los europeos una ventaja importante y actuaban como fortalezas flotantes, mientras los musulmanes, sometidos al efecto mortífero de sus carronadas, eran incapaces de recomponerse y estaban agotando las municiones. A pesar de su poderío, la flota otomana nunca superaría las cotas marcadas durante los años en que los hermanos corsarios Baba Aruy y Jair al-Din, apodados Barbarroja por los cristianos, dominaban los mares y eran el azote de las costas.

En el flanco del Pachá Ulach Alí, un antiguo fraile italiano convertido al Islam que hacía frente con éxito a la flota papal capitaneada por Gian Andrea Doria, no sabían aún que la Sultana, el buque insignia del almirante Müezzenade Alí, había caído en poder de Juan de Austria, el altivo hermano del monarca español, y la cabeza del adalid había rodado sobre la cubierta para ser ensartada después en una pica. El almirante turco había previsto una maniobra envolvente con su escuadra por el ala derecha de la flota coaligada, con el fin de empujarla hacia el interior del golfo y encerrarla en él, pero su intento había sido mal calculado y resultó trágicamente fallido. Si se propagaba la triste noticia, no podrían impedir las insurgencias en las galeras y las sediciones de quienes poseían menos agallas. De hecho, la consternación ya minaba la moral en el núcleo de la flota otomana y éste se rompía batiéndose en retirada. Mehmet Sulik, en la otra ala, también había sido derrotado.

Por el contrario, la escuadra del corsario Ulach Alí, que no había logrado rodear las naves de Andrea Doria para tomar su popa, estaba atacando el grueso del grupo, haciendo estragos en sus líneas, y había abierto un hueco entre las abigarradas naves para llegar al corazón de la flota contrincante.

Uno de los bajeles que se lanzaba con bravura en este sector sobre las galeras venecianas era el jabeque Al-ilah Radjul, el Soldado de Dios, una embarcación de tres palos que, por su ligereza, navegaba velozmente tanto a vela como a remo. Estaba tripulada por leales árabes que se habían incorporado a la contienda procedentes de Egipto y Siria, los territorios mamelucos que el sultán de Constantinopla Selim I el Severo había anexionado a su imperio en 1517. Con tanto fervor como furia, a pesar de haber dormido al raso con una mísera manta de piel durante días, los marineros desfogaban su aversión contra los infieles, haciendo uso de sus armas de fuego de pequeño y gran calibre contra los veteranos militares cristianos.

Sobre este navío servían Zeid Ali Ibn Lokma y su hermano mayor Asad Ibrahim, jóvenes de firme creencia y plena confianza en el vasto poder de la Sublime Puerta, la Corte califal de Estambul y el Gran Turco, Selim II, hijo de Suleyman el Legislador , que prometía adueñarse de todo el Mediterráneo. Zeid veía a Asad agazapado en la proa, organizando a la tripulación y blandiendo su cimitarra para encabezar el siguiente enfrentamiento. Creía así cumplir su cometido como buen musulmán. En cambio, a Zeid aún le invadía el miedo.

El cómitre hizo restallar el látigo y sacudió a los galeotes, de cuatro a cinco por remo, para que aumentaran el ritmo. El impulso de los esclavos cristianos les hizo salir al encuentro de la Marquesa, una galera de escaso tonelaje que avanzaba dando bordadas. Sus tres mástiles de nogal enarbolaban grandes velas cuadradas, desplegadas y henchidas por el viento favorable, y en cada banda se contaban veinticinco pesados remos de haya, con cinco hombres en cada uno de turbio pasado e incierto futuro. Sus cañones vomitaban fuego y habían echado a pique a la última fusta que se había atrevido a acercarse. Pero el Soldado de Alá había conseguido acortar lo suficiente la distancia como para hacer previsible un abordaje inminente.

Todo el maderamen del barco temblaba y las cuadernas gemían quejumbrosas ante cada andanada. Extraños rumores, violentos estampidos y un fuerte olor a pólvora sofocaban los sentidos en tan reñido combate. La humareda de las constantes andanadas no se desvanecía, ni siquiera el Sol podía diluir las sombras. Zeid se sobrepuso al hedor de las camaretas donde bogaban los remeros y comprobó cómo los reflejos de luz teñían la superficie de las olas y, bajo las aguas turbulentas, se deslizaban los cardúmenes de peces, cuyas sombras se proyectaban en el blanco lecho. Ese sosiego contrastaba con el terror y la desesperación que asolaban las cubiertas, con el silbido de las flechas y de los disparos en ráfaga retumbando sobre el mar. Grandes proyectiles de hierro hendían el aire y se abrían paso con fragorosos crujidos, creando gran estrépito e infligiendo graves desperfectos. Los de piedra caliza se fragmentaban funcionando como metralla que provocaba mayor mortandad y destrozo.

La Marquesa no pudo evitar la colisión. La nave egipcia la embistió por la popa con su espolón de robusta madera e hierro forjado, que sobresalía desde la roda, y una tremenda convulsión azotó la nave, entre montañas de espuma. Se dobló la sólida arboladura y crepitó el velamen. La compañía de Diego de Urbina, que viajaba a bordo de la galera, se dispuso para el ataque. Inmediatamente, los árabes empezaron a saltar sobre la borda, conquistando su popa por medio del espolón, que usaban como puente.

-¡Alá nos proteja! –exclamaron con renovados ánimos.

Delante de todos iba Asad, sin duda el más valiente. Parecía actuar independientemente, pero en realidad alentaba el intrépido asalto de los hombres que le seguían. Instigados por un odio exacerbado, manejaban sus armas con cólera. Zeid corrió rezagado al encuentro, deseando haber estado más cerca de su querido hermano. Pero, en aquellos instantes, los pensamientos se perdían en la mente, más atenta a los continuos peligros que les acechaban. En efecto, sobre los estridentes chillidos de los moribundos, tronaba la artillería y las cargas estallaban violentamente haciendo trizas los mástiles y las vergas. Los abordajes se sucedían y la lucha cuerpo a cuerpo se recrudecía.

La crueldad se desató implacable sobre la Marquesa, entablándose un encarnizado duelo. Los Tercios españoles vieron precipitarse sobre ellos las hordas turcas, que parecían imparables. El acero cortaba carne, partía huesos y desgarraba miembros. En el fragor del combate, sólo se oían blasfemias y gritos furibundos entre los numerosos hidalgos de uniforme multicolor y los valerosos aliados del almirante Müezzenade Alí, cuyas artimañas no habían bastado para demostrar su invencibilidad y ahora yacía decapitado como pasto de peces y moluscos.

Cuando Zeid abordó la Marquesa, se apilaban los muertos, horriblemente deformados por estocadas o disparos, con los cráneos partidos entre salpicaduras de masa encefálica. Charcos de sangre bañaban sus pies y las entrañas se desparramaban sobre las tablas suscitando en él una sensación nauseabunda. Algún cuerpo se removía entre la pila inerte de caídos. Sorteó los aparejos rotos y pasó sobre un amigo con el pecho agujereado por un balazo. Aquella monstruosa batalla se volvía cada vez más macabra e intrincada y muchos compañeros estaban pereciendo. Los musulmanes eran fieros como la peor de las alimañas, pero estaban siendo repelidos con relativa facilidad y el abordaje no terminaba de consolidar posiciones. No obstante, Asad estaba convencido de que los infieles encontrarían en Lepanto el castigo a todos sus crímenes y delitos.

-¡Bajo cubierta! –imprecó el corpulento capitán Diego de Urbina desde la pasarela de crujía que comunicaba los castillos de proa y popa, dirigiéndose a uno de sus hombres, un apuesto joven de aspecto lamentable y enfermizo, que subía a cubierta encasquetándose el morrión-. ¡Vuestras fiebres impedirán que os defendáis solo de los moros y no puedo vigilar vuestra espalda!

-¡No hará falta, señor! –protestó el hidalgo impaciente, desobedeciendo las órdenes de sus superiores con paso trémulo y ojos llameantes de fiebre. Sus piernas flaqueaban, pero no así su valor-. ¿Qué se diría de Miguel de Cervantes cuando hasta hoy ha servido a Su Majestad en todas las ocasiones de guerra que se han ofrecido? Así, no haré menos en esta jornada, aun enfermo y con calentura. ¡Ponedme en parte peligrosa para poder morir gloriosamente luchando contra los berberiscos por Dios y por mi rey!

La lluvia de saetas seguía azotando a su compañía, así que, sin tiempo para admirar el coraje del soldado, el capitán transigió pesaroso ante la necesidad de refuerzos y desesperado porque el conjunto de los enemigos era incontrolable, permitiendo que el patrón de la galera, Francisco de Sancto Pietro, lo colocara en el lugar del esquife, al mando de doce soldados, enfrentándose al peligroso grupo de agarenos que abordaba la popa. Corría el riesgo de perder en el trance a aquel marino castrense, pero confiaba en su firmeza y, aunque apenas se sostenía en pie, aferraba la empuñadura de su sable haciendo presión sobre los atacantes.

Zeid se unió a la lucha, mirando a aquel español, enemigo pero bravo después de todo. Empuñó su formidable espada y con ella cercenó los dedos de una mano al primer oponente que se le interpuso, para luego meter la afilada punta en su seno. Asad continuaba más adelantado, en lid con varios caballeros. Sudaba copiosamente, debido al esfuerzo de mantener la posición frente a los aguerridos defensores.

Poco a poco y sin reposo, se introducía en el puente, atacando con rabia desenfrenada. Se escudaba en quienes iban tras él prestándole apoyo, pero en un momento dado, su espalda quedó desprotegida, cuando cayeron muertos los dos hombres que le ayudaban. Zeid pudo anticiparse con la imaginación a lo que iba a suceder, pero le era imposible terminar de batirse con el fornido soldado que se le echaba encima antes de poder advertir a su hermano.

Los españoles acorralaron al indómito Asad, que no pudo zafarse. Una hoja penetró en su costado y una maza le agredió en el vientre. Con los labios contraídos, enseñando los dientes y las encías en una mueca de agudo dolor, Asad aún se resistió y acabó con uno de sus contrincantes. Pero, aunque a juzgar por sus energías parecía indudable que no estaba herido, sangraba abundantemente. Recibió otro golpe en la espalda y cayó derribado, entre espasmos.

-¡No! –gritó Zeid sobrecogido, mientras forcejeaba con su adversario. Para deshacerse de él, le atizó en la cara con la guarnición de la espada.

Envainó el alfanje en el tahalí, arrebató el arcabuz cebado al rival que había doblegado y corrió apresuradamente sobre los cadáveres, esquivando a los combatientes y desviando sus estocadas con el cañón del arma. A medio camino, intentó disparar contra el asesino de su hermano para hacerle pagar su vileza, pero el arma no funcionó. Sin embargo, otro balazo abatió a aquel hombre con certera puntería antes de que Zeid alcanzara el cuerpo de Asad, que tenía en el dorso una fuerte hemorragia y el abdomen rígido, probablemente por alguna fractura de costilla. Un hilillo de sangre fluía de sus labios, manchando la barba negra y el atezado rostro, pero ya había expirado.

Mientras Zeid, postrado en el suelo con la cabeza de su lívido hermano en el regazo, lamentaba su fallecimiento sollozando por la insólita desgracia, la afrenta proseguía. Un español que se había percatado de la distracción del árabe se aprestó a darle muerte. Pero no había llegado la hora final de Zeid Ibn Lokma.

Las piezas de artillería emplazadas en una nave española cercana abrieron fuego y sus descargas estallaron entre nubes de chispas y relámpagos segando todo lo que encontraban a su paso. La oleada de cañonazos acertó en el casco del Soldado de Alá y su atroz detonación hizo temblar todo el jabeque. Con la vigorosa sacudida, que se extendió hasta la galera abordada, el atacante de Zeid perdió el equilibrio y cayó. Sin embargo, aquel día la fortuna no sonreía a Zeid y la providencia divina no pudo ampararlo totalmente. Las esquirlas de metralla y los fragmentos de madera volaron antes de que pudiera guarecerse, produciéndole múltiples rasguños. Una astilla le golpeó en la cara arrancándole el ojo derecho. Soltó un gemido y se llevó los dedos al semblante, tratando de extraer el trozo de madera que se le había clavado junto a la nariz.

La onda expansiva de la explosión había causado estragos también en la Marquesa. El agua se filtraba por numerosos poros que la metralla había abierto en el casco. A bordo de la galera los hombres se recuperaban del impacto, pero seguía la mortal confrontación y el abordaje se había invertido, pues los españoles saltaban ya sobre el jabeque egipcio. Zeid alzó la mirada de su único ojo, encontrándose frente a frente con el implacable arcabucero enfermo que había insistido en combatir a toda costa y que estaba a punto de atravesarle con su sable.

Asustado y débil, Zeid, que no estaba dispuesto a sucumbir, reaccionó instintivamente y, recostado sobre el dorso, levantó con ambas manos el cañón de su arcabuz, con la esperanza de que esta vez no le fallara. La sangre se agolpaba en sus sienes, palpitando dolorosamente. Antes de que apretara el gatillo, el hombre que respondía al nombre de Miguel de Cervantes había recibido otros dos impactos de mosquete en el pecho que frenaron su ímpetu sin causarle heridas de gravedad. Pese a todo, el atribulado Zeid disparó dirigiéndole el tercero. El pulso le tembló y sólo atinó a destrozarle la mano izquierda, que el español había adelantado para entorpecerle. Éste retrocedió tambaleándose, muy pálido; el intenso dolor le hizo desplomarse sin sentido , aunque, tras recobrarse, seguiría combatiendo.

Una vez asegurado el centro de su flota, Juan de Austria se abría paso, acudiendo en ayuda de las castigadas naves de Andrea Doria. Tras más de cuatro horas, la victoria se había decantado del lado cristiano, a pesar de haber perdido diecisiete galeras y ocho mil hombres. Las pérdidas turcas eran más cuantiosas; la mayor parte de su flota estaba siendo capturada, cuando no hundida.

Zeid, deseoso de conocer la suerte de sus amedrentados compatriotas, se sintió invadido por la frustración. Los hijos del Profeta estaban siendo barridos atropelladamente de los talares, las superficies inclinadas y saledizas en ambos costados donde se apostaban los remos de la galera, y los supervivientes, rechazados con brusquedad, se zambullían en el mar sin poder volver al Soldado de Alá para buscar refugio. El fuego devoraba el navío, que ardía como una hoguera y zozobraba en precario equilibrio, por lo que los ocupantes se arrojaban al agua antes de perecer abrasados y se había botado una chalupa para evacuarlo. Algunos españoles seguían aventurándose a abordarlo para liberar a los galeotes de sus grilletes en las bancadas.

En medio de la confusión, Zeid fue empujado hacia la banda de estribor de la Marquesa. Descargó un poderoso culatazo sobre la cabeza de un español que intentaba impedir su huida, acabando definitivamente con su vida, y, a continuación, como un fugitivo más, se sumergió en el mar, casi inconsciente.

Nunca sabría cómo escapó a la muerte, pero lo cierto fue que no llegó a ahogarse en aquel golfo plagado de pecios en llamas y restos de cuerpos mutilados, donde las naves parecían encalladas entre despojos y cadáveres. Alguien, con mayor caridad que pánico, lo subió a uno de los botes que abandonaban el campo de batalla, en busca de un galeón en el que pudieran embarcar y marcharse.

La quilla de la barca rompía las crestas de las olas, esquivando las granadas de mano lanzadas desde las barcazas enemigas. Los marineros remaban con furia, tensando los músculos e impulsándose con los pies para no aminorar la velocidad. Alargaban las paladas para avanzar más y fatigarse menos, pero resoplaban al límite de la extenuación. Zeid, malherido y exhausto, no les fue de utilidad. Se limitaba a contemplarles con el rostro devastado por el dolor.

Detrás dejaban a los vencidos, a muchos de sus amigos apresados, mientras se desarrollaba el final del conflicto naval, que aún duraría hasta las cuatro de la tarde, cuando la amenaza de tormenta y las aguas picadas obligarían a los miembros de la Santa Liga a buscar abrigo en la costa.
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lucia
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Mensaje por lucia »

:lol: :lol: :lol: Y yo que no quería desgajarla del tema original por lo bien que cuadraba :lol: :lol:
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JANGEL
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Mensaje por JANGEL »

Lucía escribió::lol: :lol: :lol: Y yo que no quería desgajarla del tema original por lo bien que cuadraba :lol: :lol:

Ahí estás de nuevo, ¿eh? Me imaginaba que no había pasado desapercibido para ti y que lo habías hecho adrede. :D Pero en realidad es como si estuviera por duplicado, porque, como habrás visto, he dejado la referencia en el tema original. Yo tampoco estaba muy convencido de quitarlo del sitio original, pero, al fin y al cabo, es un relato...
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