—¡María! —rugió la voz de la mayordoma desde la oscuridad de las escaleras—. ¡Deja ya de limpiar y prepárate para subir a la habitación de la señora! ¡Ya!
María resopló con desgana y arrojó el paño dentro del cubo de agua jabonosa. Bajó del taburete y, mientras se secaba las manos en el delantal, observó el cuadro que, sobre la chimenea de mármol, presidía el salón. Tras limpiarlo a conciencia, el marco dorado relucía. Relucía casi tanto como la mirada de la modelo, que el artista había sabido inmortalizar a la perfección. Aquella mujer que posaba, altiva, mostrando orgullosa sus curvas sinuosas y su mirada de femme fatale, era la señora. La señora en la plenitud de su carrera artística. En aquellos tiempos, representación tras representación, el público abarrotaba los teatros en los que ella actuaba. La aclamaban, la adoraban, y no fueron pocos los que irrumpieron en su camerino para declararle su amor. El elegido fue finalmente el barón Dandy, que no dudó en arrodillarse a sus pies para pedirle matrimonio.
Las lenguas viperinas afirmaban que el barón, que en sus tiempos mozos fue un gran conquistador, se convirtió tras las nupcias en el perrito faldero de su flamante esposa, tan obnubilado estaba. Y añadían, maliciosamente, que ninguna de las cornamentas que adornaban las paredes de su mansión podía rivalizar con la suya propia... Se rumoreaba que lo que encandiló a la artista no fue el hombre, sino todos sus títulos y posesiones, y que era muy posible que ella hubiera tenido algo que ver en el trágico accidente que la convirtió en una viuda millonaria antes de que llegara a cumplirse el primer aniversario de la boda.
Habían transcurrido más de dos décadas desde todo aquello. En cuanto a María, hacía pocos días que la chiquilla había empezado a trabajar en esa casa y su prioridad era conservar el empleo. Los chismorreos que, de forma ocasional, corrían entre la servidumbre y la gente del pueblo no le importaban en lo más mínimo.
A la señora solo la había visto de lejos, en las raras ocasiones en las que ésta decidía salir al jardín y tomaba asiento junto a los rosales, con el rostro siempre oculto tras las puntillas de su sombrero. Por lo general, permanecía enclaustrada en su habitación, escuchando una y otra vez sus viejos discos en el gramófono, y solo su doncella personal tenía permiso para entrar en la estancia.
—¡Venga, muchacha! —apremió la mayordoma—. Colócate bien la cofia y límpiate esas manos, ¡válgame el Señor! En la cocina encontrarás la bandeja con el desayuno de la señora, llévala a su habitación.
—Pero... ¡Yo no soy su doncella! —Se atrevió a protestar la chica haciendo un mohín.
—Ya sabes que Patricia está enferma y tendrás que ocuparte tú. ¡Apresúrate!
La habitación de la señora se encontraba al final de la escalera. Avanzando lentamente, para que el contenido de los platos y las jarritas no se derramara, María alcanzó el segundo piso. Se sentía nerviosa y percibió con alarma cómo las palmas de las manos le sudaban, hasta el punto que temió que la bandeja se le resbalara, lo que la alteró todavía más. Al fin llegó delante de la puerta y depositó la bandeja sobre una mesita que había junto a ella para este menester. Golpeó tímidamente la lustrosa madera, pero no llegó ninguna respuesta. Luego, más decidida, contuvo el aliento mientras golpeaba de nuevo con los nudillos, esta vez con más fuerza. Una voz gutural y cavernosa respondió: «Adelante».
Tras abrir la puerta y tomar de nuevo la bandeja, entró en la habitación con pasos vacilantes. Una tabla del suelo crujió bajo su peso, como quejándose por la intromisión, y una atmósfera enrarecida y opresiva la golpeó y envolvió sin remedio. Sintió cómo se le erizaba el vello de los brazos. Sin poder comprender el porqué ni el cómo lo sabía, tuvo la certeza de que allí no era bienvenida y apenas pudo resistir el impulso de salir corriendo.
Apretó los dientes con estoicismo mientras sus ojos se adaptaban a la penumbra que reinaba en la estancia. Los postigos de las ventanas estaban cerrados y no penetraban más que unos moribundos rayos de luz por los resquicios. Como única iluminación había un quinqué que titilaba sobre la cómoda. Junto a ella distinguió una mesa sobre la que había una bandeja con los restos de la cena y allí se acercó para depositar el desayuno. Luego no pudo evitar contemplar la gigantesca cama, que quedaba oculta por completo tras los cortinajes que caían desde el dosel. Pensó que parecía un nido grotesco, confeccionado con una escandalosa cantidad de tul, seda y satén.
Decidida por fin, avanzó hacia la ventana con el propósito de abrir los postigos para que entrara más luz. De hecho, consideró que sería conveniente abrirlo todo para que se ventilara la habitación. Al apartar las cortinas hacia el tocador, que estaba junto a la cama, María vislumbró algo que la detuvo en seco: la superficie del espejo estaba cubierta de grietas e incluso faltaban algunos de los pedazos rotos. Contempló varios reflejos distorsionados de su propio rostro.
Fue entonces cuando reparó en algunas fotografías de color sepia que estaban sujetas en el marco del espejo. Todas mostraban a la señora en su máximo esplendor, y en todas estaba sola. Incluso en la de su boda, porque alguien había desgarrado la fotografía por la mitad con la clara intención de suprimir la figura del novio.
—¿¡Qué estás haciendo, estúpida!? —Tronó la voz desde la cama, aunque más bien parecía proceder de ultratumba—. ¡No quiero más luz!
La chiquilla, sobresaltada, se apresuró a murmurar una disculpa, pero la mujer la interrumpió sin contemplaciones:
—¡El gramófono! —ordenó con voz más cavernosa si cabe, y una pálida mano se asomó entre las cortinas gesticulando con apremio—. ¡Música! ¡Quiero mi música!
María localizó el gramófono y siguió las instrucciones. El disco empezó a girar y ecos de otros tiempos invadieron la estancia. En ese momento sintió que la embargaba de nuevo una sensación opresiva, aunque más fuerte esta vez. Tan intensa que incluso sintió vértigo. Tenía que salir de allí. Recogió rápidamente los restos de la cena y se encaminó hacia la puerta. No obstante, algo le impidió seguir moviendo los músculos: unas piernas flacas como palos asomaron de la cama, seguidas de un cuerpecillo frágil y encorvado, que se adivinaba esquelético bajo el blanco camisón de seda.
Pero lo que hizo que María se estremeciera fue vislumbrar el rostro de la señora, el cual fue acariciado durante unos segundos por un solitario rayo de sol. Grandes tumores deformaban y corrompían aquel semblante que había sido tan hermoso y deseado en su juventud, y un hilillo de saliva descendía junto a una masa de tejido violáceo que una vez fueron sus labios.
Sin embargo, el auténtico horror vino después, cuando aquellos ojos negros semihundidos en sus cuencas clavaron su mirada en la de ella, obligando a la chica a asomarse al abismo. Muchos años más tarde, María seguiría recordando con inquietud y miedo esos ojos que escupían tanta rabia, desdén y odio. Esa mirada que era un perfecto reflejo de toda la oscuridad y podredumbre que anidaba en lo más profundo de su alma.