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PRUEBA 1 - Frase:
El drama de la vejez no consiste en ser viejo sino en haber sido joven (Oscar Wilde)
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LA SEÑORA
—¡María! —rugió la voz de la mayordoma desde la oscuridad de las escaleras—. ¡Deja ya de limpiar y prepárate para subir a la habitación de la señora! ¡Ya!
María resopló con desgana y arrojó el paño dentro del cubo de agua jabonosa. Bajó del taburete y, mientras se secaba las manos en el delantal, observó el cuadro que, sobre la chimenea de mármol, presidía el salón. Tras limpiarlo a conciencia, el marco dorado relucía. Relucía casi tanto como la mirada de la modelo, que el artista había sabido inmortalizar a la perfección. Aquella mujer que posaba, altiva, mostrando orgullosa sus curvas sinuosas y su mirada felina, era la señora. La señora en la plenitud de su carrera artística. En aquellos tiempos, representación tras representación, el público abarrotaba los teatros en los que ella actuaba. La aclamaban, la adoraban, y no fueron pocos los que irrumpieron en su camerino para declarle su amor; justo allí el mismísimo barón Dandy se había arrodillado para pedirle que se convirtiera en su baronesa.
Las lenguas más viperinas afirmaban que el barón, libertino de nacimiento y cazador por vocación, se había convertido tras las nupcias en el perrito faldero de su flamante esposa. Y añadían, maliciosamente, que ninguna de las cornamentas que adornaban las paredes del salón podían rivalizar con la suya propia...
Pero María hacía poco tiempo que había entrado a trabajar en aquella casa, poco después de la trágica muerte del barón. A la señora solo la había visto de lejos, las raras ocasiones en las que esta salía al jardín y tomaba asiento junto al rosal, con el rostro oculto tras las puntillas de su sombrero. Normalmente permanecía enclaustrada en su habitación, escuchando una y otra vez sus viejos discos en el gramófono, y siempre atendida por Patricia, su doncella personal.
—¡Venga, chiquilla! —apremió la mayordoma—. Colócate bien la cofia y límpiate esas manos, ¡válgame el Señor! En la cocina encontrarás la bandeja con el desayuno de la señora, llévala a su habitación.
—Pero... ¡Yo no soy su doncella! —se atrevió a protestar.
—Ya sabes que Patricia está enferma y tendrás que ocuparte tú, ¡apresúrate!
La habitación de la señora se encontraba al final de la escalera. Avanzando lentamente, para que el contenido de platos y jarritas no se derramara, María alcanzó el segundo piso. Se sentía nerviosa y percibió con alarma cómo las palmas de las manos le sudaban, hasta el punto que temió que la bandeja le resbalara, lo que aún la alteró más. Al fin llegó a la puerta de la habitación y depositó la bandeja sobre una mesita que junto a ella había. Golpeó la puerta, tímidamente, pero no llegó ninguna respuesta. Incómoda, se decidió y volvió a golpear con los nudillos, esta vez con más fuerza. Una voz cavernosa dijo «adelante».
Lo primero que María vio al entrar en la habitación fue la gran cama cubierta con el dosel. Los cortinajes del dosel ocultaban toda la cama. Los postigos de las ventanas estaban cerrados y solo penetraban unas pocas líneas de luz por los resquicios. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la penumbra de la habitación distinguió una mesa, a su derecha, sobre la que había una bandeja con los restos de la cena, y allí depositó el desayuno. Luego avanzó hacia las ventanas, con la intención de abrir los postigos para que entrara la luz. Un rayo de sol fue a iluminar el tocador que había junto a la cama y lo que María vio, sin comprender aún la causa, la hizo estremecer: el espejo estaba completamente agrietado, roto, por un momento contempló varios reflejos distorsionados de su propio rostro.
—¡No quiero más luz! —gruñó la señora tras las cortinas—. ¡Deja eso, estúpida!
—Lo sient...
—¡El gramófono! —ordenó la mujer. Una mano arrugada asomó entre las cortinas, gesticulando con apremio—. ¡Música! ¡Quiero mi música!
El disco empezó a girar y ecos de otro tiempo invadieron la habitación. María se apresuró a recoger los restos de la cena, estaba deseando salir de allí, pero algo le impidió mover un solo músculo: unas piernas flacas como palos asomaron de la cama, seguidas de un cuerpecillo frágil, que se adivinaba esquelético bajo el blanco camisón de seda. Pero lo que hizo que María se estremeciera fue el rostro de la señora, el rostro que, acariciado durante unos segundos por un descarado rayo de sol, llegó a vislumbrar y que ya nunca olvidaría durante el resto de su vida. Porque unos tumores deformaban y corrompían la carne de aquel rostro que había sido tan hermoso y deseado en su juventud, convirtiendo a la señora en un monstruo. Un monstruo incapaz de contemplarse a sí mismo.
(Copio y pego el texto tal como se lo envié a Blinder tras el encierro)
Podéis leer una segunda versión del relato aquí: https://www.abretelibro.com/foro/viewto ... 8#p4778428
Pero así es como salió, prácticamente fue escritura automática.
Qué va, hombre, todo es ponerse y concentrarse... y un poco de suerte también 
Anímate a participar, es un experimento interesante y vale la pena probarlo. Y Confesiones de un bribón tampoco estaba tan mal, y quedó mucho mejor después de la revisión. Un abrazo!!!!!! 
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, y es un halago 
No había tiempo para desarrollar más el asunto sobre el papel, sin embargo, al armar la historia en mi cabeza, consideré que su deformidad física era algo así como un "castigo o penitencia" por sus pecados... 
