El bujío de Santa Catalina 1 (Bordeando la realidad)

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jilguero
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

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Depaso o El pueblo que se quedó sin gorriones


Passer domesticus.jpg

Demasiado pequeño para figurar en ningún mapa,
demasiado grande para no hacerlo,
Depaso se pierde en la indefinición...
Y solo Dios sabe por qué en Depaso no hay gorriones

(A. Arias)


Demasiado pequeño para figurar en los mapas, demasiado grande para ser ignorado, en Depaso todo era indeterminación. A mitad de camino entre Puerto Lumbreras y Apiche, justo donde la negra lengua de asfalto muestra un trazado más rectilíneo y los vehículos pueden coger mayor velocidad, sin apenas destacarse del resto del paisaje, asoman los ruinosos tejados de las pocas casas que aún siguen en pie.

Desde que la autovía sustituyó a la antigua carretera, el pueblo se ha quedado tan al margen del resto del mundo que, en la época de los sucesos que aquí se narran, ningún viajero reparaba ya en su existencia. Depaso era, pues, el más ignoto de todos los pueblos que jalonan la autovía del Mediterráneo y, cuando la noticia saltó a la prensa y vivió al fin unos días de gloria, nadie supo dónde ubicarlo.

Un hallazgo casual
Prudencio Acosta, afamado ornitólogo oscense especialista en la etología de las aves urbanas, había pasado unas plácidas vacaciones estivales junto con su mujer y sus dos hijos en un pueblecito de la costa almeriense. A la hora de volver a casa decidió hacerlo evitando el denso tráfico de la A-7. Transitar por las carreteras secundarias tenía la ventaja añadida de que le permitía conocer pintorescos parajes que, de otra forma, nunca conocería. Como el resto de los mortales, Prudencio aprovechaba esas paradas para que los suyos estiraran las piernas y aliviaran la vejiga; mas también para iniciar a sus retoños ―una parejita de cinco y ocho años― en la observación de la flora y la fauna local.

Durante la última noche, en Almería los termómetros no habían bajado de los treinta grados y la mañana se presentaba muy calurosa. La primera parada técnica tuvo lugar en los aledaños del desierto de Tabernas. Aunque el sol estuviese todavía bajo, la temperatura era ya bastante alta; y el viento, fuerte y racheado, levantaba a cada instante molestas nubes de polvo. Los Acosta se tomaron allí un refrescante piscolabis, consistente en una pieza de fruta ―salpimentada con granos de arena― y un vaso de zumo. Luego dieron un breve paseo, en el que Prudencio pudo mostrarle de nuevo a los niños unos ejemplares de la risa de la Virgen, un endemismo floral visto por primera vez, aquel mismo verano, en los taludes del camino que bajaba desde la casa de alquilé hasta la playa del pueblo. Con todo, las condiciones climatológicas adversas le hicieron acortar el paseo, renunciando a su primitiva idea de adentrarse en el paisaje más genuino del desierto. Los pequeños, un par de aventureros en potencia, protestaron airados con un «¡otra vez al coche, nooo, papi, porfa!» , que Prudencio acalló hábilmente con la promesa de un paseo más largo en la parada del almuerzo.

Recién pasada la una, Maruchi, la benjamina de los Acosta, fue la primera en refunfuñar: ella tenía ya hambre y el cinturón de seguridad no le dejaba respirar. Un poco después, Chencho anunció su inaplazable necesidad de evacuar, convirtiendo la simple protesta infantil de su hermana en exigencia perentoria. Por fortuna, la voz de alarma se produjo justo cuando, después de un par de horas de circular perdidos por carreterillas sin señalización, el vehículo de los Acosta llegó a un cruce de caminos señalizado. Según rezaba en el panel, se encontraban a solo dos kilómetros de un pueblo que se llamaba Depaso. A Prudencio la toponimia le pareció providencial y, sin consultar a su esposa, giró el volante noventa grados, mientras apaciguaba a los dos tiranos de atrás con la promesa de que en cinco minutos se podrían bajar del coche.

Cruce de Depaso.jpg


A ambos lados de la espina dorsal y única calle del pueblo, había una ringlera de modestas casas con los tejados a medio caer, los muros descarnados, y los vanos de las puertas y las ventanas taponados con tablones de madera ennegrecidos por la brea. El coche de la familia Acosta recorrió aquella desierta arteria sin pavimentar levantando a su paso una tolvanera que los obligó a cerrar las ventanillas del coche. Era el primer pueblo vacío que los niños veían en su vida y, extrañados, preguntaron a su padre la razón de que allí no hubiera gente. Y Prudencio, saltándose a piola su habitual rigor científico, les respondió que acababan de descubrir un pueblo fantasma. Los retoños interpretaron el vaticinio paterno a su manera y gritaron al unísono: «¡Yupi, un pueblo con fantasmas!». Ante semejante chillido, Maruja se tapó los oídos mientras se decía que era milagroso que, con aquel calor y aquellos gritos, no se le hubiese desatado todavía la migraña.

La sugestiva hipótesis de Prudencio quedó en entredicho en cuanto desembocaron en una plazoleta cuadrangular y sin salida. En el centro de la explanada, había una fuente de cuyo único caño manaba un chorrito de agua. Aunque el caudal fuera exiguo y por momentos discontinuo, no dejaba de ser un refrescante alivio en medio de aquel duro estío. Una teja se encargaba de canalizar el hilillo de agua hasta un abrevadero en el que a la sazón estaba bebiendo un burro. Su pelaje era oscuro, salvo en la zona del vientre y del hocico donde era de un gris casi plateado; y tenía un gracioso matojo de negros pelos hirsutos entre las orejas. La llegada de los Acosta no pareció interesarle lo más mínimo, puesto que continuó con el morro sumergido en el agua del pilón. Para los niños, en cambio, aquel era el primer habitante de Depaso que veían y la curiosidad hizo que sacaran la cabeza por las ventanillas para no perderse detalle.

Negrito.jpg


Con el motor del coche aún en marcha, Prudencio miró a su alrededor y valoró la situación. El frente del cuadrilátero estaba ocupado por una vieja iglesia y su campanario. En el lateral derecho había dos casas con sus fachadas pulcramente encaladas y las puertas y ventanas recién pintadas de verde, lo que sugería que ambas estaban habitadas. Con todo, la más pequeña de las dos tenía la puerta y las ventanas cerradas; mientras que en la otra había macetas de geranios en los alféizares y una cortina de flores ocupando el vano de la puerta. En el lateral izquierdo había otra vivienda habitada, si bien de moradores más despreocupados a tenor del estado ruinoso en que se encontraban algunas de sus dependencias.

El runruneo del motor del coche provocó que una mano sarmentosa echara a un lado la cortina floreada. Por el hueco dejado libre, asomó la cabeza de una anciana de pelo blanco y rostro arrugado con dos marcadas chapetas que le hacían parecer salida de uno de los cuentos de hadas de Maruchi. La mujer contempló a los Acosta unos segundos y luego ―como si ya hubiera visto todo lo que tenía que ver― dejó que la cortina volviese a ocupar el vano de la puerta. A Prudencio le gustaba detenerse en lugares solitarios y aquella falta de interés le confirmó que había sido un acierto escoger aquel poblado como área de descanso. Pisó, pues, suavemente el pedal del acelerador y, tras esquivar el trasero del burro que seguía bebiendo sin inmutarse, detuvo el todoterreno en la exigua sombra que proyectaba el campanario.

Los niños se apearon del coche con presteza y, pese a que hacía un sol de justicia, empezaron a corretear alegremente alrededor del burro y del abrevadero. Prudencio recordó la perentoria necesidad esgrimida por Chencho un rato antes y se dijo que su hijo mentía cada vez mejor. Una vez desfogaron la energía acumulada durante el viaje, los niños se detuvieron junto al pilón y miraron con embeleso los bultos ascendentes que el agua formaba bajo la piel del cuello del burro. Era la primera vez que veían beber a un equino y se quedaron embobados. En estas, el burro sacudió la cabeza para espantar los tábanos y de su belfo chorreante partió una multitud de refrescantes gotas de agua. Al sentir aquel inopinado frescor en los rostros, los chiquillos dieron un paso atrás y soltaron una sonora carcajada. El burro pareció notar por fin su presencia y, aunque los mirase con el mismo desinterés con el que antes lo había hecho la anciana, los niños consideraron que ese gesto era suficiente para adoptarlo como compañero de juegos.

Maruja, todavía sentada en el vehículo, vio correr a los críos en pos del asno. Con tanta actividad, aquel par de salvajes no iban a tardar en reclamar los bocadillos. Abandonó el asiento del copiloto y, tras sacar la nevera portátil del portamaletas, se aprestó a usar el capó como encimera. A Prudencio no le gustó ver las fiambreras esparcidas sobre la carrocería del coche, pero prefirió no hacer ningún comentario. Sacó del maletero la mesa de playa y la butaca plegable de Maruja y, tras dejarlas apoyadas en el muro de la iglesia, se perdió de vista en busca de un eventual comedor de campaña. Después de rodear el templo, Prudencio regresó a la plaza un tanto cariacontecido. Aunque prefería comer a la sombra de un buen árbol ―bajo ellos siempre corría algo de brisa refrescante― no había encontrado ninguno. Y como en el soportal de de la iglesia se notaba cierto frescor, desplegó allí la mesa y la silla de su esposa. La frescura parecía proceder del interior del templo; se puso de puntillas y, a través de una de las troneras, aspiró con agrado aquel aire enrarecido que, sin saber muy bien por qué, le evocó esos tiempos felices y despreocupados de su infancia.

Acabado el almuerzo, Maruja se recostó en la butaca y cerró los ojos. Prudencio captó la indirecta y se dispuso a alejar de allí a los niños y al burro. Mientras se comían los bocadillos, el asno había masticado con parsimonia los trozos de pan que Chencho y Maruchi le habían ofrecido; y ahora, como si ya se fuese uno más de la familia, aguardaba junto a los niños las órdenes de Prudencio. «Es un ejemplar muy joven, otro niño más…» se dijo el ornitólogo mientras lo miraba con cierta condescendencia. Luego se colocó el dedo índice delante de los labios y lanzó un autoritario «¡chisssss!» . Los niños sabían que la siesta de su madre era sagrada y, obedientes, comenzaron a caminar de puntillas. Pero el burro, ajeno a las jaquecas de Maruja y al mal genio que estas le solían desencadenar, avanzó con un trotecillo alegre y descuidado. El sordo golpeteo de los cascos sobre el pavimento de la plaza hizo que Maruja entreabriera los ojos contrariada; pero vio que Prudencio se alejaba con los niños y el burro y, aliviada, bajó de nuevo los párpados.

Durante el paseo, el ornitólogo se fue valiendo de los vestigios que iban encontrando en el camino para aleccionar a sus hijos sobre cómo debió ser antaño la vida allí. Al igual que tantos otros de la vecina Andalucía, Depaso parecía haber sido un pueblo de labriegos. Chencho, por ejemplo, descubrió un viejo trillo de pedernal y Prudencio tiró de los recuerdos de su infancia para hablarles de las eras. Se imaginó de nuevo encaramado en un almiar y describió a sus hijos lo que divisaba desde arriba. En la gran explanada circular que había a sus pies, veía una cuadrilla de campesinos en plena faena. Primero esparcieron a mano las gavillas de cereales por el suelo y luego pisaron la parva con el trillo tirado por un burro que bien podría haber sido el abuelo del que ahora estaba con ellos. Después vino lo que más le gustaba a Prudencio de niño: entre los sones de monótonas canciones de trilla, los aventadores lanzaron al aire la parva con las horcas y, mientras el viento dispersaba la liviana paja, sobre el suelo se iba acumulando el grano más pesado. Por momentos la polvareda era tal que los hombres desparecían de su vista y solo podía saber que continuaban estando allí por el monótono soniquete de sus cantos...

Un repentino grito de Maruchi hizo que Prudencio volviera al presente. Por suerte la cosa no era grave: la niña se había metido en una jaula mohosa y se le había enganchado la camiseta en un alambre suelto. Él había hecho aquello muchas veces de pequeño, y encima con el agravante de que lo hacía habiendo dentro gallinas que, en su intento por huir de él, se pisoteaban las unas a las otras y terminaban formando un trémulo revoltijo de plumas estampadas contra la tela metálica de la jaula. Compresivo, pues, con la travesura de Maruchi se limitó a advertirle que tuviera mucho cuidado con los alambres oxidados porque le podían producir el tétanos. Mientras desenganchaba la camiseta con sumo cuidado ―deseaba evitar la previsible bronca de Maruja― aprovechó para darle a los niños una clase magistral sobre la alimentación de las gallinas, cuyo afrecho debía cambiar de composición según estas estuvieran o no empollando. Pero sus caras mostraron pronto síntomas de aburrimiento y se impuso un cambio de tercio. Algo que Prudencio hizo con buen tino, a tenor del embeleso con el que los niños le escucharon hablar de los chinchorros, piojos y garrapatas que debieron pulular por el interior de la jaula cuando esta se hallaba llena de gallinas. Mientras tanto, como si reconociera a los nombrados, el burro se fue poniendo cada vez más nervioso.

Aquel mediodía, los recuerdos de la infancia le afloraban de una forma tan prolija que, por unas horas, Prudencio se olvidó de su actual pasión por las aves urbanas. Olvido que le permitió recorrer el pueblo de un extremo a otro sin reparar en el hecho, sin duda insólito, de que no hubiera ni un solo gorrión revoloteando por los tejados. De hecho, fue Chencho quien, de regreso a la plaza, se colocó las manos a modo de visera y, tras girar sobre sí mismo trescientos sesenta grados, le preguntó a su padre que por qué no había pájaros en aquel pueblo. La pregunta le cogió de sorpresa y el ornitólogo procuró salir del paso tirando de la lógica. Seguramente no habían visto hasta ahora ningún gorrión porque solo habían explorado la parte deshabitada del pueblo, siendo Passer domesticus una especie dependiente del hombre y amante de vivir en su compañía. Hipótesis que, por otro lado, no era válida en aquella plaza, donde sí había algunas casas habitadas. Mientras cavilaba sobre esa incongruencia, Prudencio se vio forzado a secarse con el antebrazo el sudor que le chorreaba por la frente. Cayó entonces en la cuenta de que hacía un calor insoportable y que los gorriones podían haberse refugiado en el frescor de los patios.

Y dejándose llevar ―esta vez sí― por su recién recuperado ardor científico, se acercó a la cortina de flores y, sin reparar en que era la hora de la siesta, voceó un «¿hay alguien en casa?» que despertó a Maruja y la puso de mal humor.

De estancia en Depaso
De todo eso hacía ya tres años. Ahora se hallaba en Depaso solo, sin la familia, disfrutando de una de las estancias contempladas en su nuevo proyecto de investigación. Su objetivo era esclarecer por qué razón no había gorriones en aquel pueblo. Y es que, como respuesta a su intempestiva pregunta, la misma mano sarmentosa de la llegada había echado a un lado la cortina de flores y el mismo rostro arrugado se había asomado por el vano de la puerta. Que tuviera los ojos enrojecidos y unos pliegues adicionales en una de las mejillas le hizo caer en la cuenta de que la había levantado de la siesta. Comenzó, pues, por pedirle disculpas y luego, sin más ambages, procedió a explicarle el motivo de su visita. Y la anciana, imperturbable, como si ya todo le pareciera normal en la vida ―incluso el que un desconocido le interrumpiese la siesta para saber si en su patio había gorriones―, le aclaró que en Depaso no había pájaros desde hacía ya mucho tiempo: «Antes de que empezara la construcción de ese monstruo ―dijo la anciana mientras señalaba con la mano el trepidante viaducto por el que no dejaban de pasar coches― había gorriones por todas partes.» . Le explicó que los años de la obra habían sido prósperos para el pueblo: la empresa constructora necesitaba mucha mano de obra barata y había compensado los bajos salarios con derecho a una vivienda en Depaso. En esa época, el pueblo creció y se llenó de colonos llegados de todas partes con la esperanza de prosperar: «Los domingos daba gusto ver el bullir de gente por las calles: la chiquillería jugando a la pelota, saltando a la comba, o lanzando los diábolos y los yoyós al aire; las vecinas, formando corrillos en las puertas de las casas ―afirmó la anciana―. Pero pronto empezaron a ocurrir cosas raras: primero fueron las ratas las que aparecían muertas por todas partes; luego las cucarachas y, por último, los gorriones. Y a aquel puñado de cobardes le entró miedo y, en no mucho tiempo, hicieron todos las maletas y se fueron...».

Por el postiguillo entreabierto de la ventana, Prudencio vio que la luz era todavía escasa y, fiel al espíritu de sus caseros, decidió permanecer en la cama hasta que fuese posible moverse sin necesidad de encender la lámpara. Su situación actual era perfecta para llevar a cabo lo que pretendía. Si de él hubiera dependido, aquella primera charla con la anciana habría durado mucho más. Pero la voz de Maruja recordándole que tenían por delante un largo viaje ―su tono no dejaba duda sobre el grado de su enfado― le había obligado a poner punto final a la conversación. Los niños se despidieron también del asno y, entre rebuznos y crepitar de gravilla, se marcharon del pueblo. Ahora, en cambio, estaba allí por motivos profesionales y podía realizar todas las averiguaciones que creyese convenientes sin que nadie le metiese prisa o le pusiera cara larga. Convertir sus ganas de regresar a Depaso en parte de su trabajo había sido una ingeniosa triquiñuela. La ausencia de Passer domesticus en las inmediaciones de enclaves habitados constituía una innegable rareza. Y que su desaparición hubiera coincidido con la llegada del asfalto al pueblo, una concomitancia a la que había sabido sacarle partido redactando un proyecto muy comprometido, en el que se insinuaba que la toxicidad del alquitrán podía ser mucho mayor de lo que hasta entonces se había pensado. Dada la sensibilización actual de la gente con todo lo que pudiera suponer un riesgo para la salud, el tema de su proyecto encajaba dentro de una de las líneas prioritarias de investigación vigentes y recibió el visto bueno del panel de evaluación. Y entre las actividades programadas en la propuesta, estaba realizar estancias en Depaso como aquella que actualmente estaba realizando.

Tras levantarse lleno de vigor ―desde que estaba en Depaso se sentía más joven― Prudencio se asomó a la ventana. Ver los alféizares de la casa de enfrente repletos de geranios le ponía de un humor excelente. Ahora conocía a su dueña mucho mejor. Oriunda de Balanegra ―un pequeño pueblo de la costa almeriense― Encarna se había trasladado a vivir a Depaso para echarle una mano a su cuñado cuando este enviudó. Su hermana Esperanza había sido una moza bien parecida, pero de constitución frágil y enfermiza, lo cual constituía un serio hándicap en una joven casadera de aquella época. Quiso el destino, sin embargo, que en una lluviosa tarde de abril, llegado de Dios sabe dónde, entrara en el negocio de sus padres un foráneo que, nada más verla, se prendó de ella. Se llamaba Damocles y era el nuevo peón caminero encargado del mantenimiento del tramo de carretera que mediaba entre Balanegra y Tarambana. Debido a su quebradiza salud, Esperanza rara vez bajaba a despachar en la carnicería; pero esa tarde se hallaba casualmente detrás del mostrador. El flechazo fue mutuo y, a ese primer encuentro fortuito, siguieron otros muchos planeados. En el otoño de ese mismo año, se celebraron los esponsales y los recién casados se instalaron en la casilla del peón caminero. Era una vivienda pequeña, solitaria y falta de comodidades. Vivir allí suponía una cierta bajada de estatus para la recién casada y, sin embargo, ella se acomodó a su nueva realidad sin quejarse ni dar muestras de frustración. Pero pronto llegaría a la zona la fiebre del asfalto de la mano de la promesa de una vida más próspera para todos los que estuvieran dispuestos a trabajar en la construcción de la A-7. Como tantas otras parejas, Damocles y Esperanza sucumbieron ante aquel espejismo de prosperidad: se trasladaron a Depaso y acabaron viviendo en la casa que ahora tenía los alfeizares llenos de geranios.

Prudencio agarró el aguamanil y vertió su contenido en la palangana. El agua corriente era un lujo del que solo disfrutaba Negrito ―ese era el nombre del burro según le había dicho Encarna―. En realidad, las únicas casas habitadas se hallaban todas alrededor de la plaza y, cuando alguien necesitaba agua, siempre tenía la fuente a mano. A parte de Encarna, en el pueblo vivían sus caseros: una pareja de hippies trasnochados que se habían instalado allí para llevar un tipo de vida alternativa. También Román: un pastor burgalés que, cansado del clima duro del norte, se había trasladado a Depaso con su rebaño de ovejas; llevaba una vida trashumante, acoplada a las necesidades de sus animales, pasando el periodo seco en los montes comunales de la sierra, donde siempre había algo de hierba verde, y regresando al pueblo en cuanto las primeras lluvias del otoño llenaban de verdor la campiña. Encarna y Román no se tocaban nada, pero la soledad los había unido y se comportaban como si fuesen miembros de una misma familia. Como buen castellano, el pastor era de natural desconfiado, y había recibido con renuencia la llegada de los caseros de Prudencio. Al ver que a él la melena le llegaba hasta la cintura y que ella tenía el pelo cortado a lo garzón y teñido de azul, pensó que eran unos extravagantes y tuvo miedo de que le pudieran arruinar la plácida vida que llevaba junto a Encarna. Pero con el paso del tiempo la pareja jipi había logrado transformar ese recelo del principio en un saludable respeto que les permitía convivir a todos sin roces ni peleas.

Prudencio se asomó a la ventana y en su rostro se dibujó una amplia sonrisa. Esa mañana, se sentía más liviano que de costumbre, como si le hubiesen quitado un peso de encima. Sus caseros dedicaban el hueco de la mañana a trabajar en su huerto ecológico, mientras que las tardes las pasaban elaborando piezas de quincalla. Pero en Alcoy estaban esa semana de celebración de sus fiestas patronales de Moros y Cristianos y sus caseros habían acudido para vender sus productos en el mercadillo que montaban. Tener la casa para él solo era lo que le provocaba aquel placentero estado de bienestar; porque, aunque la pareja fuese de trato agradable, tenía la mala costumbre de someterlo cada noche a un interrogatorio de segundo grado. Antes de llegar a ninguna conclusión, cualquier científico, que se precie de serlo, requiere su tiempo y eso hacía que Prudencio no tuviera casi nunca nada nuevo que contar. De ahí que la actitud inquisitiva de sus caseros le colocase en una situación incómoda. Conversar con Encarna, en cambio, le encantaba: ella era la única que conocía de verdad la historia del pueblo y le solía suministrar información muy valiosa. Desde la primera vez que había echado a un lado la cortina de flores para adentrarse en aquella pulcra casa, había tenido la sensación de estar haciendo un viaje hacia el pasado. En sus paredes había viejos retratos en blanco y negro y una serie de aperos de forja cuya utilidad él desconocía. Y de entre todos los objetos expuestos en aquella especie de museo doméstico, destacaba la fotografía de un niño peinado con la raya en medio y enchaquetado como un adulto. Tenía el rostro afilado, los pómulos salientes y, bajo unas cejas densamente pobladas, unos ojos muy negros que parecían mirarle. Era Aquiles, el sobrino de Encarna; y su mirada, profundamente triste y profundamente inquisitiva, siempre le ponía los pelos de punta. Encarna le había hablado de las muchas desdichas ocurridas en aquella casa. Entre ellas, el absurdo accidente que le había costado la vida a su hermana. A Esperanza le pirraban las aceitunas y el matrimonio compraba todos los años una arroba de aceitunas de verdeo que ellos mismos preparaban a la antigua usanza. Esperanza tenía la costumbre de, a media tarde, sacar de la tinaja una cazada de aceitunas que se comía sentada en el rebate de la casa mientras vigilaba a su hijo. Aquiles había heredero su naturaleza enfermiza y al menor esfuerzo casleaba; sus juegos solían ser, por ese motivo, solitarios y sosegados. Aquella tarde, el niño andaba enfrascado en hacerle cambiar de rumbo a una hilera de disciplinadas hormigas que parecían estar de mudanza. La madre de Negrito ―a la sazón una joven burra de tres años― se hallaba bebiendo en el abrevadero de la plaza rodeada de una caterva de tábanos; y aunque ella era de carácter apacible, llegó un momento en el que aquellos chupasangres le agotaron la paciencia y comenzó a cocear como una posesa para espantarlos. Esperanza tuvo miedo de que, en medio de aquel frenesí, pudiera golpear a Aquiles. Le gritó al niño que se apartase de la burra y, al hacerlo, se atragantó con el hueso de la aceituna que tenía en la boca. Y aunque sus jipidos alertaron a los vecinos, cuando estos acudieron en su auxilio ya era demasiado tarde.

A pesar de que la mañana era soleada y la temperatura muy agradable, recodar aquella escena le produjo a Prudencio un escalofrío. En los primeros días de su estancia en Depaso, Encarna le había hablado sin tapujos de las desgracias de los suyos. El destino se había ensañado con ellos de una forma despiadada. Damocles había sobrellevado todos los reveses con una entereza encomiable. Jamás había escuchado una queja de sus labios y eso había hecho que Encarna terminara sintiendo un gran respeto por aquel hombre callado, incluso huraño, con el que se había casado su hermana. Un hombre trabajador y honesto, pero con fama de arisco porque nunca participaba en las juergas nocturnas de los varones ni era amigo de hacer confidencias. Ni siquiera su familia conocía bien lo que pasaba por el interior de su cabeza. Encarna, por ejemplo, no se había enterado de que era un lector voraz hasta que se trasladó a vivir a Depaso. En las veladas, mientras ella zurcía calcetines, remendaba pantalones o planchaba sábanas, padre e hijo solían leer con fruición. Al saber que el peón caminero era amante de la lectura, Prudencio sintió curiosidad por saber qué tipo de literatura había frecuentado. Cuando le preguntó a Encarna, ella le dijo que los papeles y los libros de su cuñado estaban guardados en un baúl que había al pie de la escalera. Y mientras se lo estaba señalando con la mano, de súbito se había golpeado la frente con la palma de la mano como si acabase de recordar algo…

Prudencio se aproximó a la mesa y cogió el ejemplar de El libro de los gorriones. Ella lo había sacado del baúl aquella tarde y, mientras se lo entregaba, le había dicho que a su sobrino también le gustaban mucho los pájaros. En verdad, los gorriones solo figuraban en el título ―no era un libro de pájaros, sino de poesía― pero la mujer no debía saberlo y él, en lugar de sacarla de su error, se había limitado a darle las gracias. Junto con el libro, había sacado también del baúl una libreta de escolar que resultó ser una especie de diario de Aquiles. «Cuando leo las cosas tan raras que dice ahí mi sobrino, me siento una analfabeta», le había dicho a modo de disculpa por desprenderse de él. Aquel diario era un testimonio enigmático. Contenía algunas anotaciones propias del niño que era Aquiles: como, por ejemplo, su enojo porque su madre le obligara a llevar siempre la raya del pelo perfectamente trazada, dejando al descubierto, entre la negrura de su cabello, una línea blancuzca de cuero cabelludo que su exaltada imaginación identificaba con el negativo de la carretera que estaba construyendo su padre; o como su contento porque la cabeza de esa serpiente de asfalto se alejara cada vez más del pueblo y eso le permitiera leer libros prohibidos: «Padre tarda cada vez más en regresar a casa y eso hace que mis tardes de lectura sin censura sean más largas». En otras ocasiones, en cambio, las palabras de Aquiles parecían las profecías de un iluminado, dando la impresión de que había comprendido que aquella obra más que hacer prosperar a Depaso lo iba convertir en un desierto. Para comprobar cuán certero había sido el vaticinio de Aquiles bastaba con buscar en las hemerotecas el número de los trabajadores que murieron durante la construcción de la autovía, los que murieron una vez terminada esta y, sobre todo, bastaba con mirar el actual estado del pueblo.

Después de un buen rato ensimismado en la lectura del diario, Prudencio levantó la vista del papel y, a través de la ventana, vio que Encarna estaba entresacando las hojas secas de los geranios. Le debía mucho a aquella mujer. Entre los libros de Damocles, Prudencio había descubierto algunos sesudos tratados de filosofía que, en un primer momento, le parecieron lecturas un tanto chocantes en un peón caminero. Pero su mente inquieta había elaborado pronto una teoría que le permitía explicar aquella aparente incongruencia. Quizás antes que peón caminero, Damocles había sido un hombre de Letras que, desengañado de la vida, había buscado aturdir su espíritu con el trabajo físico. Eso explicaría también el insólito nombre elegido para su hijo. Aquiles fue el más fuerte y bello de los guerreros griegos: un hombre de acción ante todo, pero cuyo espíritu estaba también adiestrado en el arte de la elocuencia y de la sanación de las heridas. Según la leyenda, había sido un héroe afortunado al que el destino le permitió escoger entre una vida larga y anodina, o una vida corta y gloriosa; y al verse enfrentado a ese dilema, el sabio y valeroso guerrero no había dudado en decantarse por la brevedad y la gloria. Y quizás Damocles había sido un iluso que creyó que, si le ponía a su hijo el nombre del héroe, la historia se repetiría. La diosa Fortuna, sin embargo, no había estado por la labor y la criatura nació con la misma constitución débil y enfermiza que tenía su madre. Por miedo a que su salud se resintiera, Aquiles no participaba en los fogosos juegos de sus compañeros. Había sido, pues, un niño al que la aprensión a la enfermedad le hizo llevar una vida solitaria y poco saludable. Acabó siendo, en cierto modo, un aquiles de pacotilla al que le faltaba fuerza y vigor, si bien supo encontrar una salida ―la lectura― a través de la cual escapaba de la prisión de tener una salud quebradiza. Un aquiles apocado y enclenque, mas también un pequeño filósofo autodidacta que, enchaquetado como un adulto y con la raya del pelo perfectamente delineada, miraba a Prudencio inquisitivamente cada vez que este entraba en la que fuera su casa.

El ornitólogo acarició con la yema de los dedos los renglones escritos por Aquiles y sintió un profundo agradecimiento. Buscó con mirada a la autora de la dádiva pero solo encontró el fulgor de sus geranios. Las flores rojas se entremezclaban con las rosas y las malvas creando una agradable simetría cromática. Los geranios y las hortalizas de sus caseros eran ya los únicos signos de vida vegetal que quedaban en Depaso. Que el pueblo estuviese en ruinas no era óbice para que entre los muros a medio caer y en las agrietadas aceras no medraran ya las plantas de arrimo, como las madreselvas o las zarzas; o los hierbajos amantes de la dificultad, como los jaramagos, los ombligos de Venus o las picardías. Pero no medraban porque sus semillas ni siquiera conseguían germinar en aquel suelo emponzoñado, sin querer, por quienes habían sucumbido al espejismo de una prometida prosperidad. De igual forma, ninguna animal silvestre usaba aquella tierra envenenada para construir su guarida o criar su prole. Solo Negrito y las ovejas de Román continuaban merodeando por los aledaños del pueblo. La desaparición de los gorriones no era, pues, la excepción sino la norma: un síntoma más de los muchos que demostraban esa agonía que Aquiles había narrado con tanta clarividencia en su diario...

El golpeteo de los cascos de Negrito sobre el pavimento de la plaza atrajo la atención de Prudencio. Lo vio dirigirse hacia el abrevadero, seguido de la habitual nubecilla de polvo, hundir el hocico en el agua y comenzar a beber con fruición. A Prudencio le conmovía que, siendo tan joven, no tuviera ningún compañero con el que retozar. Su madre debió parirlo mucho tiempo después de la fatídica tarde en la que murió Esperanza. De hecho, Aquiles no lo mencionaba en ese diario en el que describía de forma minuciosa y fidedigna cómo había sido el Depaso de antes de la construcción de la A-7, así como su paulatino deterioro posterior hasta convertirse en una ratonera. Tener acceso a un una fuente de información como aquella era una rara avis para un hombre de Ciencia. De acuerdo con lo planeado en el proyecto, Prudencio pasaba las mañanas buscando oquedades idóneas para la nidación de los gorriones y que, sin embargo, se encontraban vacías; anotaba sus características y recogía muestras en cada una de ella. Por la tarde, en cambio, se solía quedar en la habitación buceando en los papeles que Encarna le había entregado. Con frecuencia se le iban las horas tratando de descifrar lo indescifrable, intentando leer entre líneas lo que acaso ni siquiera Aquiles había pretendido decir. Era una tarea apasionante, ¡eso siempre!, pero que a veces le exigía un gran esfuerzo mental y al final de la jornada se encontraba exhausto. Había veces, sin embargo, en las que las ocurrencias de Aquiles le divertían tanto que buscaba cualquier excusa para cruzar la calle y pedirle a Encarna que le hablase de su sobrino…

Prudencio era muy disciplinado y, cualquier otro día, a esas horas habría estado ya buscando oquedades y recogiendo muestras. Que esa mañana continuase todavía en la habitación era su manera de celebrar la ausencia de los caseros. Su estancia en Depaso estaba satisfaciendo con creces todas sus expectativas. Era la primera vez en la que tenía que compaginar el uso de la razón ―cuando intentaba analizar con objetividad los datos de campo― con el de la intuición ―cuando pretendía atar cabos sueltos con la información que le daba Encarna―. Aunque ese sexto sentido estuviese muy denostado entre los científicos, él necesitaba usarlo para abrirse paso a través del velo de metáforas con el que la imaginación de Aquiles había envuelto la realidad. Cuando el niño hablaba, por ejemplo, de las coces de la madre de Negrito, lo hacía con agradecimiento, como si la muerte de su madre hubiera sido para él una suerte de liberación. Pero… ¿cómo interpretar esa gratitud?: ¿como un simple mecanismo de defensa para afrontar mejor su inexorable orfandad?, ¿o como la expresión de una necesidad inconfesable de verse libre de su madre? Mientras se hacía estas preguntas, Prudencio escuchó de nuevo el repiqueteo de los cascos de Negrito y desde la ventana, el ceño fruncido, lo vio abandonar la plaza cojeando.

Tras el almuerzo, Prudencio dio una reparadora cabezada y, en cuanto abrió los ojos, se puso de nuevo manos a la obra. Cuando Encarna le entregó aquel cuaderno, él había notado enseguida que le faltaban páginas. Lo primero que pensó Prudencio fue que era un cuaderno que Aquiles había utilizado en la escuela y al que, a la hora de convertirlo en diario, le había arrancado todas las hojas usadas. Encarna, sin embargo, le dijo que lo había visto por primera vez después de la muerte de Aquiles: «Lo encontré escondido bajo el colchón de su cama y la curiosidad me hizo leer algunas líneas. Pero yo soy demasiado ignorante para entender lo que dice ahí mi sobrino y pensé que lo mejor era guardarlo en el baúl con los papeles y los libros de su padre». Prudencio se dijo que, si ella no lo había visto, Aquiles no lo había usado antes; y si no lo había usado antes, las hojas arrancadas formaban ya parte del diario. La primera anotación era de seis meses después de la muerte de Esperanza y, con posteridad a esa fecha, el texto no mostraba discontinuidades sospechosas. Las páginas arrancadas eran, por tanto, lo que había escrito Aquiles en los primeros meses de orfandad. Para cualquier niño, la muerte de su madre es siempre un cataclismo pavoroso. Aquiles era hijo único y tuvo que sentirse muy desvalido y muy solo cuando la perdió; y ese estado de ánimo debió quedar reflejado en las anotaciones que hizo esos días. Pero Aquiles no era un niño al uso y, superado ese primer shock, quizás había intentado emular el estoicismo paterno destruyendo del cuaderno todo aquello que sonase a debilidad o a autocompasión. Aunque Prudencio barajaba también la posibilidad de que hubiera arrancado las páginas simplemente porque en ellas se narraba una muerte a la que se sentía incapaz de enfrentarse. De hecho, cuando mencionaba en el diario a su madre, entremezclaba los tiempos verbales de tal manera que no era posible saber si esta estaba aún viva o si ya solo vivía en los recuerdos de Aquiles. Ocho meses después del accidente, por ejemplo, el niño hablaba de su madre en los siguientes términos: «Una serpiente blanca vive en mi pelo. A veces quiere zigzaguear, ocultarse entre la maleza. Madre no lo permite, nunca lo ha permitido, ni siquiera ahora que yo soy el encargado de vigilarla. Debo mantenerla siempre recta, como esa otra sierpe negra que pasa junto a este pueblo y cuya cabeza, gracias a padre y al resto de sus compañeros, cada día se aleja un poco más…». En otras alusiones, la confusión era incluso mayor, como cuando daba a entender que la única consecuencia que había tenido el atragantamiento era un cambio en el timbre de su voz: «Padre ya no ronca, solo tose. Anoche madre estaba muy enfadada. Enfadada porque la serpiente negra es cada vez más larga y padre se ve obligado a caminar cada día más para volver a casa. Madre tiene ahora la voz rara, como la del abacero antes de que le quitaran la nuez y tuviera un agujero en la garganta. Y cuando se enfada, como anoche con la tos de padre, en lugar de hablar silba. Es un silbido que produce escalofríos, que da miedo. Aunque a mí no me asusta, sé lo que le pasa: en la garganta de madre vive ahora otra serpiente. No es negra como la que padre construye, ni tampoco blanca como la que vive entre mi pelo: la serpiente de madre es transparente. A veces se asoma por su boca y sisea, pero nadie puede verla, ni siquiera yo. Aunque de noche, en cuanto me meto en la cama, la escucho silbar...» .

Además de las visitas nocturnas de su madre, Aquiles tenía la costumbre de copiar en el diario versos extraídos de El libro de los gorriones. El mismo día en el Encarna le dio el libro, él había descubierto que había dos dedicatorias en la primera página. Una, en la parte de arriba, escrita a plumilla y con letra pomposa, era de una tal Eleonor: «A mi querido Damián, con la esperanza de que estos versos le devuelvan la cordura y el valor necesario para afrontar nuestro destino»; un poco más abajo, con la misma caligrafía historiada, aparecían unos versos extraídos del propio libro: «Mas ¡ay! de un corazón llegué al abismo/ y me incliné un momento,/ y mi alma y mis ojos se turbaron:/ ¡Tan hondo era y tan negro!» . La otra estaba en la parte de abajo de la página y había sido escrita, con una caligrafía más sencilla y a bolígrafo, por Damocles: «Para mi hijo Aquiles, ese valiente al que no le asusta vivir dentro de una frágil vasija de barro». Aunque Prudencio desconocía quiénes eran los protagonistas de la primera dedicatoria, los versos elegidos por la tal Eleonor le hicieron suponer que entre ellos existía una turbulenta relación amorosa. La curiosidad, mal congénito a cualquier hombre de Ciencia, le hizo cruzar la plaza resuelto a averiguar quiénes eran Eleonor y Damián. Cuando echó a un lado la cortina de flores, tuvo como siempre la sensación de que Aquiles le miraba, si bien esa tarde su triste mirada orlada de oscuras ojeras le recordó la frágil vasija de barro en la que, según su padre, había vivido encerrado Aquiles. Junto al retrato de Aquiles había otro de sus padres en el día de su boda: Esperanza, ataviada con una mantilla blanca y un sencillo traje del mismo color, miraba a la cámara con los mismos ojos de aflicción con que lo hacía Aquiles; a su lado, vestido con un traje de chaqueta negro, camisa blanca y corbata también negra, Damocles la miraba a ella con embeleso. Cuando se comparaban ambas fotografías, saltaba a la vista que Aquiles había heredado la fragilidad y la tristeza de su madre; mientras que las cejas anchas y densamente pobladas ―demasiado singulares para pasar desapercibidas― eran idénticas a las del peón caminero que, buscando lo mejor para los suyos, había terminado sus días en aquella fatídica ratonera: «Por fin he conseguido callar a la serpiente de madre. Desde que nos dieron la noticia de que padre había tenido un accidente, no paraba de silbar. Después de cruzar la campiña en línea recta, la cabeza de la gran serpiente tenía que curvarse para esquivar la montaña; y cuando trataban de hacerlo, una de las apisonadoras se volcó y la cara de padre se hundió en el asfalto todavía blando. Un accidente más, un vecino menos, se comentó esa noche en la tasca. Pero esta vez el muerto era padre y la serpiente de madre se volvió loca. No podía verla, solo escucharla siseando sin descanso. Una noche me quedé al acecho y, en cuanto asomó la cabeza por la boca de madre, le apreté el cuello hasta que se calló. Al día siguiente, mientras la enterraba al lado de padre y colocaba los geranios de madre alrededor de las tumbas, escuché que alguien decía a mis espaldas: ¡Pobre huérfano!» .

Prudencio extrajo del ejemplar de El libro de los gorriones un amarillento recorte de periódico y lo desplegó sobre la mesa. Se lo había dado Encarna cuando fue a visitarla tras descubrir las dedicatorias. Al pronto, ella no supo decirle quiénes eran Eleonor y Damián, si bien repitió varias veces los nombres en voz alta hasta que recordó que en Balanegra había habido un sepulturero que se llamaba Damián, y que también el niño mayor del farmacéutico se llamaba así. Le dijo que no recordaba a ninguna Eleonor de su pueblo, pero siguió repitiendo el nombre en voz alta mientras se mecía en la butaca. Y de súbito, en uno de los vaivenes, se golpeó la frente con la palma de la mano y exclamó: «¡Ya lo tengo!» . Fue entonces cuando se había dirigido hacia el baúl y, tras rebuscar en su interior, le había entregado el viejo recorte de periódico que él tenía ahora en sus manos. Pertenecía a la sección de crónicas sociales de una revista de cotilleo. El texto narraba el enlace matrimonial entre dos jóvenes de familias con cierto abolengo. Después de leer que la ceremonia la había celebrado un tal Fray Albino, nuncio del arzobispado de Córdoba, Prudencio estuvo en un tris de devolverle el recorte a la anciana ―el ornitólogo era enemigo acérrimo de malgastar el tiempo en cotilleos mundanos―. Pero recordó el contexto en que se lo había entregado y decidió terminar de leerlo. Además del relato pormenorizado y cansino de cómo había transcurrido la ceremonia, el cronista incluía un inventario de los invitados ilustres que habían asistido a la boda; entre ellos, la marquesa de Rocalba, doña Eleonor de Quevedo, y el menor de sus hijos, Damián Mañas de Quevedo. La mención conjunta de los dos nombres explicaba que Encarna se hubiera acordado del recorte de prensa, si bien Prudencio dudaba de que aquella Eleonor pudiera ser la que buscaba, puesto que las palabras de la dedicatoria no eran las que una madre le dedica a un hijo. En el recorte había también algunas fotos de la boda y, al echarle una ojeada, a Prudencio le llamó la atención la manera anacrónica de vestir de los asistentes, como aquel niño con pantalones bombachos hasta la rodilla y una trasnochada camisa con chorreras. Aparentaba tener tres o cuatro años y se hallaba de espaldas a la cámara, si bien había girado la cabeza en el momento del disparo y su rostro aparecía en un primer plano. Al mirarlo con más detenimiento, Prudencio reconoció las cejas anchas y densamente pobladas de Aquiles y se quedó boquiabierto. Miró la fecha de publicación y aún fue mayor su desconcierto. La foto había sido tomada algunos años antes del nacimiento de Aquiles y, si aquel niño no era Aquiles, ¿por qué se le parecía tanto? Y sobre todo, ¿por qué un simple un peón caminero, como Damocles, conservaba un recorte de prensa de aquella índole?

Prudencio volvió a guardar el amarillento trozo de periódico entre las páginas del libro. Ahora ya sabía quién era ese niño. Lo primero que había hecho al regresar a la civilización fue hacer una búsqueda exhaustiva en Internet. La boda se había celebrado años antes del nacimiento de la red y sus expectativas no eran muchas. Pero la inopinada notoriedad social de doña Eleonor de Quevedo fue su salvación. Su nombre aparecía en la página web «Grandes de España», en la que había además una serie archivos PDF vinculados que resultaron ser antiguas notas de prensa escaneadas; en concreto, un amplio reportaje de las nupcias de doña Eleonor, un breve comunicado del regreso de los recién casados a Munda tras el viaje de novios y sendas notas breves haciéndose eco del nacimiento de cada uno de sus cinco hijos. Había también un archivo en el que los diarios de la época daban la noticia de la misteriosa desaparición del preceptor de los hijos de los marqueses de Rocalba, don Daniel Mianso; de él se decía que era joven muy erudito que había fundado la tertulia Veladas literarias de Munda, así como que en el momento de su desaparición residía en la casa palacio que los marqueses tenían en Munda. Con posteridad a esa fecha, en una nota anunciando el nacimiento de Damián, el benjamín de los marqueses de Rocalba, se mencionaba de pasada que Mianso continuaba en paradero desconocido.

Acostumbrado a atar cabos sueltos en su día a día, recomponer el resto de la historia fue para Prudencio casi un juego de niños. De acuerdo con la cronología de los hechos, la desaparición en Munda de aquel joven amante de la literatura coincidía en el tiempo con la llegada a la casilla de peones camineros ―sita entre Balanegra y Tarambana― de un joven que se pasaba el día limpiando cunetas y las veladas leyendo; que meses después de la desaparición del preceptor la marquesa diera a luz un niño que se parecía a Aquiles era una prueba casi irrefutable de que el joven desparecido y el peón caminero eran la misma persona. Para más inri, el niño había sido bautizado con el nombre de Damián: un acrónimo que, en opinión de Prudencio, la marquesa había construido sincopando el nombre ―Daniel― y el apellido ―Mianso― del verdadero e inconfesable padre de la criatura. El folletinesco enigma quedó así resuelto y su inoportuna curiosidad ―le había desviado del otro enigma, el de los gorriones― satisfecha.

(continuación)

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(Continuación de Depaso o El pueblo que se quedó sin gorriones)


Buscando una salida
Prudencio escuchó en sueños la voz de Aquiles y enseguida abrió los ojos sobresaltado. Que los antiguos moradores del pueblo se adueñaran también de sus noches era el colmo. Se tenía a sí mismo por un hombre racional, equilibrado y con una fuerza de voluntad férrea. Nunca antes se había desviado de lo que él consideraba su deber y, sin embargo, en esta ocasión lo había hecho, acudiendo a Depaso cuando ya no era necesario. Los análisis químicos de las muestras recogidas en su anterior estancia no dejaban lugar a dudas: había grandes cantidades criseno y creosota por doquier, envenenándolo todo y convirtiendo en una suerte de cementerio lo que antes había estado lleno de vida. Desde que se desató la llamada fiebre del asfalto, los habitantes de Depaso habían empezado a emplear de forma desmedida el alquitrán y sus derivados para usos domésticos. Sin ir más lejos, la impermeabilización de las techumbres, hasta entonces basada en la sustitución de las tejas rotas por nuevas, comenzó a hacerse de manera más rápida y barata mediante calafateado de las cubiertas de las viviendas. Y la tradicional impregnación de la madera con petróleo para protegerla de la carcoma fue también sustituido por un remedio más fulminante pero también más dañino: la creosota. Un emponzoñamiento lento y silencioso, que se fue extendiendo poco a poco por el interior de los hogares sin que nadie se diera cuenta hasta que ya fue demasiado tarde. Ante esas evidencias, Prudencio debería haberse apresurado a comunicar sus conclusiones a las autoridades competentes. Pero en los últimos tiempos la situación en su casa había estado bastante enrarecida y había vuelto a Depaso porque necesitaba estar solo. La excusa oficial había sido que precisaba obtener información adicional antes de dar por concluido el estudio; y que en la distancia digeriría mejor los problemas domésticos, la excusa con la que había acallado su conciencia. Y salvo los sobresaltos nocturnos de los últimos días, su estancia en el pueblo estaba siendo un bálsamo sanador. En aquella casa se sentía tan a gusto que había días en los que se olvidaba por completo del Prudencio cabeza de familia de los Acosta y del Prudencio reconocido hombre de ciencia. Su capacidad de adaptación siempre había sido grande. De niño, por ejemplo, pasaba los veranos en el pueblo de su abuelo y, después de unos primeros días de acomodo, se sentía enraizado en este como si no hubiera vivido en ningún otro lugar. Un Prudencio descastado que no echaba en falta a sus padres o a sus hermanos, ni tampoco a sus amigos. Su mente inquieta e imaginativa hacía que su vida no fuese demasiado previsible y aburrida, al tiempo que le proporcionaba un cierto grado de autosuficiencia. Ante esa falta de dependencia del Prudencio púber, algunos reaccionaban con envidia y otros con hostilidad. Pero a él lo único que le creaba era una irrenunciable sensación de libertad. Después de muchos años sin sentir ese grato sentimiento, lo había vuelto a experimentar durante su anterior visita en solitario al pueblo. El regreso a la cotidianidad del hogar le había supuesto, pues, un tremendo contraste. Se había sentido atrapado en una suerte de prisión y, en sus ansias de escapar, no había hallado mejor salida que convertir en ineludible esa nueva estancia en Depaso.

Un círculo vicioso difícil de romper, se dijo Prudencio mientras escuchaba el híspido susurro de la escoba de Encarna barriendo el suelo de la plaza. Había dormido mal por culpa de las pesadillas y no tenía ninguna gana de levantarse; pero ahora era uno de ellos y tenía que contribuir al bienestar de los demás. La víspera le había estado quitando al caño del abrevadero el verdín que había criado por culpa de la sequía; y esa mañana pensaba despejar la calle de los cascotes del muro que se había derrumbado con el paso cada vez más trepidante de los vehículos por la autovía. Además, desde que Negrito estaba impedido, a diario tenía que llevarle paja y agua. En su anterior visita ya había comprobado que el burro cojeaba, aunque había supuesto que debía tener algún objeto extraño clavado en la pezuña. En ningún momento se le había pasado por la cabeza que aquella cojera fuese el comienzo de las malformaciones de los cascos que ahora lo tenían impedido. También las ovejas de Román tenían problemas: parían corderos con la mandíbula desplazada y que no eran capaces de mamar suficiente calostro materno en las primeras horas de vida ―si el pastor no estaba al quite, se morían por hipotermia―. Según le había contado Román, el problema había comenzado un tiempo después de que el rebaño hubiera empezado a pastar en los alrededores de Depaso; si bien lo había mantenido en secreto porque no se podía permitir que le echaran para atrás los corderos en el matadero o que no le admitiesen los quesos en el mercado. En cuanto a las verduras de sus caseros, Prudencio tenía la sospecha de que también estaban contaminadas, pero de momento crecían con apariencia sana y eso les permitía seguir vendiéndolas en los mercadillos ambulantes como hortalizas ecológicas.

Prudencio miró el reloj despertador que había sobre la mesilla de noche y se preguntó qué estarían haciendo Encarna y Román. La edad los había vuelto insomnes y, a fin de que las noches no se les hicieran interminables, se levantaban antes de que clarease. Sus caseros, en cambio, eran partidarios del ahorro energético y nunca se ponían en pie hasta que no había suficiente luz natural. Lo primero que hacían al levantarse era preparar café de pucherete. Olisqueó, pues, el aire y concluyó que aún no se habían levantado. Se dio media vuelta en la cama y se quedó mirando con fijeza la pared. No se atrevía a cerrar los ojos por miedo volver a escuchar la voz turbadora de Aquiles. La primera vez que lo oyó hablar en sueños se había alegrado de poderle poner al fin voz a ese rostro que con tanta fijeza le miraba cada vez que entraba en la casa de enfrente. Pero en los últimos tiempos las pesadillas eran muchas y no le dejaban descansar en condiciones. En sueños, oír aquella trémula voz infantil recitando versos de una forma tan sentida le estremecía. Cuando se despertaba, Prudencio solía buscar los versos que había recitado Aquiles en El libro de los gorriones y siempre daba con ellos. Los de esa madrugada se los sabía de memoria: «Yo me he asomado a las profundas simas/ de la tierra y del cielo,/ y les he visto el fin o con los ojos/ o con el pensamiento./ Mas ¡ay! de un corazón llegué al abismo/ y me incliné un momento,/ y mi alma y mis ojos se turbaron:/¡Tan hondo era y tan negro!» . Eran los versos con los que Eleonor le había dedicada aquel libro a Damián. Aquiles los recitaba con un estremecimiento impropio de su edad, como si fuese ya capaz de percibir los negros abismos en los que un amor imposible sumerge el corazón de los amantes. Que el niño intuyera ese tipo de sentimiento tras aquellos versos le hacía sospechar que estaba enterado del secreto de su padre.

El olor a café recién hecho rescató a Prudencio de sus cavilaciones. ¡Hora de levantarse! Lo primero era desayunar; luego daría un largo paseo para despejar la cabeza de las pesadillas nocturnas. Sin embargo, estas lo tenían tan ofuscado que, cuando terminó el desayuno, en vez de salir a la calle como había planeado, regresó a su habitación. «Se nos dice que ellos, los constructores de la Torre de Babel, usaron ladrillos en vez de piedra, y alquitrán en vez de mortero. ¿Fue, pues, Dios quien confundió sus lenguas o acaso lo hizo el silbido de esos nidos de serpientes negras en que se convirtieron las paredes de aquella torre inconclusa?» , se preguntaba el pequeño visionario en el diario. A pesar de haber vivido en un lugar tan apartado, Aquiles había buscado en los libros de su padre las claves para entender lo que estaba sucediendo en Depaso. Un antiguo pueblo labriego en el que de golpe, deslumbrados por un efímero espejismo de prosperidad, sus habitantes estaban cambiando sus antiguas costumbres por otras que, aun sin darse cuenta, emponzoñaban los cultivos, el ganado y hasta las propias viviendas. Un puñado de renegados ―los unos― y de advenedizos ―los otros― que se habían dejado embaucar por aquella oscura serpiente humeante que, mientras les prometía una vida mejor y más cercana a la de la ciudad, lo único que hacía era aislar al pueblo y envenenarlo para siempre. Después de noches de zozobra escuchando la angustiosa tos de Damocles y el turbador silbido de Esperanza, en sus largas veladas de lectura, Aquiles concebía al nuevo Depaso ―a la sazón ya repleto de colonos llegados de todas partes y ennegrecido por el uso desmedido del asfalto― como una suerte de torre de Babel en la que la gran serpiente negra había desparramado sus crías por todas partes. Veía al pueblo convertido en un zigzagueante hervidero de negras criaturas que se abrían camino a través de la tierra para infiltrarse en las simientes a punto de germinar; o que horadaban las raíces de los árboles y, nadando en su savia, trepaban por los troncos y las ramas hasta llegar a lo más alto de sus copas. También en los hogares bullía aquella negregura de la brea por los quicios de las puertas y las ventanas, por las vigas del techo, por todo lo que estuviera hecho de esa madera que su ignorancia pretendía proteger de la carcoma. Y era bajo los aleros del tejado donde ese negror deformaba las boqueras gualdas de las crías de gorriones y condenaba a sus padres a intentar alimentarlos ―la mayoría de las veces sin éxito― hasta caer exhaustos al suelo. Sus cadáveres formaban, entonces, una alfombra de plumas que manos trémulas barrían al alba para que las otras manos, las ennegrecidas por el asfalto, no cesaran de alimentar a la gigantesca serpiente que les prometía la prosperidad. Y cuando las escobas volteaban con premura aquellos cuerpos caídos, Aquiles escuchaba su sordo golpeteo de plumas como una suerte de réquiem por esos polluelos de gorrión que, con sus dislocados y blandos picos dalinianos, nunca podrían alimentarse por sí solos. Una muerte anunciada que todos preferían ignorar, como si creyesen que la ignorancia era sinónimo de inmunidad. Solo Aquiles, ese niño solitario y enfermizo capaz de hablar cada noche con los que estaban ya al otro de la vida, había tenido el denuedo necesario para reconocer que aquella sierpes monstruosa, que entre todos estaban alimentando, acabaría destruyendo Depaso...

crías de gorrión.jpg



Anotaciones de Prudencio Acosta
Ya no recuerdo exactamente cuánto tiempo hace que se marchó Román. Mis caseros lo hicieron mucho antes, fueron los primeros en marcharse. Desde entonces, además de cuidar la huerta, he sido responsable también de una docena de ovejas enfermas. Como no estaban en condiciones de trashumar hasta su tierra, Román había decidido sacrificarlas antes de irse. Pero la noche previa al sacrificio tuve una pesadilla: Aquiles miraba mis manos con horror y, al mirármelas yo, vi que estaban ensangrentadas. En sueños me sentí culpable y, a la mañana siguiente, le dije a Román que no las sacrificara, que yo me haría cargo de ellas. Como buen burgalés, él era un hombre duro, enemigo de mostrar sus sentimientos; noté, sin embargo, que al escuchar mi ofrecimiento los ojos se le ponían aguanosos. Me sorprendió porque no le había visto nunca derramar ni una sola lágrima, ni siquiera ante la tumba de Encarna. Ellos nunca compartieron el lecho ―cuando se conocieron, ya no tenían ni edad ni ganas de hacerlo―, pero la anciana había sido para Román una buena compañera; también conmigo lo fue, sobre todo en los últimos tiempos, desde la última visita de los míos. Ahora descansa en paz a la espalda de la iglesia, en el nuevo cementerio de Depaso: no tiene lápidas ni tampoco cruces, solo macetas de geranio ―una en cada esquina― acotando sus límites de acuerdo con lo predicho por Aquiles en su diario. Encarna cuidaba esos geranios para que adornaran los alfeizares de esta casa; ahora soy yo quien los cuida para que ella los disfrute en su postrer lecho. Después de la marcha de mis antiguos caseros, Encarna, Román y yo continuamos viviendo en armonía, formando una suerte de familia de conveniencias: cada uno seguía viviendo en su casa ―a los tres nos gustaba sentirnos libres―, si bien dos veces al día nos reuníamos en torno a la mesa que hay en la sala de abajo. Al final las ovejas de Román parían los corderos muertos y en el mercado no querían sus quesos porque, según el tendero, las clientas decían que dejaban en la boca un regusto feo, como a petróleo. Nosotros no les hacíamos asco a los quesos repudiados ni a las verduras del huerto de mis antiguos caseros: no nos lo podíamos permitir. Y en lo personal, el hombre de ciencia y padre de familia que antes fui era ya agua pasada. Recuerdo que la última vez que me visitaron, los niños habían crecido tanto que los tres nos sentimos incómodos, como si fuésemos extraños; en cambio Maruja, otrora tan indignada ―en las visitas anteriores me había dedicado toda suerte de improperios―, se mostró en todo momento muy serena y fue además muy amable conmigo. Tuve la sensación de que también para ella era un alivio dejar las cosas como estaban. Mi vida con Encarna y Román era sencilla, recoleta, alejada del mundo y sus pompas. Similar, en cierto modo, a la que llevó Damocles limpiando cunetas, después de dejar de instruir niños y participar en tertulias literarias. Quizás esta era la vida que siempre debí llevar y no llevé por tratar de hacer realidad sueños que no eran los míos...

Sí, Depaso se había convertido en una especie de “La flecha” donde yo podía vivir alejado de la urbe y sus engañosas ambiciones. ¡Al fin había encontrado mi lugar en el mundo! Pero ese oasis de paz y armonía, construido entre los tres, se esfumó de golpe. Aquella mañana me desperté con el corazón desbocado sin saber el motivo. Por las rendijas de los postiguillos vi que estaba amaneciendo y agucé el oído. En la plaza reinaba el silencio. ¿Qué me podía haber sobresaltado, pues, de esa manera? Junto a mi cabeza crujió la madera de la mesilla de noche y, de súbito, caí en la cuenta de que era justo eso, el silencio sepulcral de la calle, lo que me había despertado. En este pueblo sin gorriones y sin su alegre piar al alba, el híspido susurro de la escoba de Encarna barriendo la plaza era el encargado de anunciarnos la llegada del nuevo día. Esa vez, sin embargo, Depaso amanecía en medio de un silencio desacostumbrado y, en consecuencia, también sospechoso; incluso lúgubre, diría, pues me recordó al estremecedor silencio que, de niño, notaba en mi pueblo justo antes de que las campanas de la parroquia doblaran. Mientras me vestía, oí abrirse una puerta y eso me tranquilizó un poco. Cuando salí a la calle, vi a Román parado delante de la puerta de esta casa. Se le notaba indeciso. Me comentó que llevaba ya tiempo levantado, pero que no había salido antes a la calle por respeto a Encarna. Y es que el privilegio de inaugurar la jornada con el barrido de la plaza era suyo. Una de las muchas reglas no escritas que los tres respetábamos porque sabíamos que eran fundamentales para convivir en paz. Encarna era muy madrugadora y jamás se le pegaban las sábanas. Aquello era, en consecuencia, muy extraño. Golpeamos con los nudillos en su puerta: primero con moderación ―no queríamos enfadarla―; luego, al no obtener respuesta, con apremiante insistencia. El eco de nuestros golpes resonaron en los cuatro costados de la plaza: esa fue la única respuesta. Gracias a Dios, en este pueblo a desmano de todo y de todos ―incluso de los maleantes― ni siquiera de noche cerramos las puertas con llave. La de Encarna solo estaba encajada y, al empujarla, cedió sin dificultad. Eché a un lado la cortina de flores y le cedí el paso a Román ―otra regla no escrita―. Desde la fotografía enmarcada, Aquiles nos recibió con la triste mirada de siempre, si bien a mí esa vez se me antojó más desolada que de costumbre. Por si acaso estaba dormida, la llamamos varias veces desde el pie de la escalera. No obtuvimos tampoco respuesta. Subimos entonces a esta planta y, por primera vez, entré en esta habitación. A menudo había visto su interior desde la casa de enfrente ―cada mañana Encarna abría de par en par la ventana para ventilarla― y su contenido debiera haberme resultado familiar, pero las circunstancias hicieron que no reconociera nada. En la parte más alejada de la puerta, vi esta cama con la madera del cabezal ennegrecida ―hasta los lechos han sido aquí invadidos por la negrura de la brea― y cubierta con una colcha de la misma tela estampada de flores que la de la cortina de abajo. Y encima de ese lecho florido se hallaba Encarna completamente vestida y con las medias y los zapatos puestos. Lista para iniciar una nueva jornada, pensé. Solo la lividez del rostro, la ausencia de las chapetas rojas que habitualmente lucían sus mejillas, me hicieron sospechar lo peor. La toqué para asegurarme y noté que estaba fría, incluso rígida. Demasiado fría y demasiado rígida para estar recién muerta, me dije. Algo había en la escena que no encajaba... Y de repente, el dormido hombre de ciencia se despertó y comenzó a hacer cavilaciones. Si la anciana no se había muerto en el amanecer, ¿por qué se hallaba vestida ya como si se dispusiera a barrer la plaza? Amigo de la parsimonia, de las teorías cuanto más sencillas mejor, elaboré sobre la marcha una posible explicación. Encarna era una mujer muy pragmática y, al sentirse mal, por si acaso, prefirió hacerlo ella misma. Me refiero a ponerse el que habría de ser su sudario. Me había contado que, desde que vivía en Depaso, había amortajado a mucha gente. En esta tierra de María Santísima, esa tarea es llevada a cabo siempre por las mujeres. Y ella, pudorosa, considerada, había querido evitarnos el mal trago. Aunque no dije nada, eso fue lo que pensé. Tampoco Román dijo nada, no hacía falta. Lo vi aproximarse al lecho y, con mano trémula, cerrarle los ojos. Luego dejamos la habitación y, todavía en silencio, bajamos las escaleras. Cuando salimos al frescor de la mañana, Román rompió al fin su mutismo para anunciarme con voz ronca, casi quebrada, que iba a buscar la pala…

También él se ha marchado, y ahora, además de cuidar la huerta, tengo que ocuparme de una docena de ovejas enfermas y de regar las cuatro macetas de geranios que pusimos en las cuatro esquinas del camposanto. Desde que nos dejó Encarna, supe que Román tampoco tardaría mucho en hacerlo. Seguíamos comiendo los dos juntos en esta casa, en familia, bajo la atenta mirada de los demás. También de la mirada de Encarna. Ocurrió al día siguiente de enterrarla. En el rincón derecho del marco de la foto de Aquiles, apareció una fotografía de una joven que sonreía a la cámara. Aunque su rostro tenía un gran parecido con el de Esperanza vestida de novia, se notaba que no era la misma por las lozanas chapetas que encendían sus mejillas. Encarna de moza, pensé. Miré a Román, Román me miró a mí. Nada dijimos, no era necesario: en el pueblo solo estábamos nosotros dos y yo no había sido. Puede que tuviese la foto guardada de antes en su casa; o puede que la hubiera encontrado entre los objetos personales de la muerta. Ese detalle no tenía ninguna importancia. Lo importante era que todos seguíamos estando reunidos en torno a la mesa de Encarna. Pero yo sabía que aquello no iba a durar. Lo supe desde el mismo momento en que Román echó la última paletada de tierra sobre el cuerpo de Encarna sin derramar una sola lágrima. En mi caso no pude evitarlas. Chencho, Maruchi y Maruja eran ya para mí casi extraños, parte del pasado. Por el contrario, en Depaso, entre ellos me había sentido como en casa, como si formar parte de aquella heterodoxa familia fuese mi verdadero destino. Encarna había sido siempre una mujer generosa. Por amor a la que fue su hermana, había renunciado a su vida en Balanegra para venirse a este pueblo condenado por la fiebre del asfalto. Durante años se había consagrado al cuidado de su sobrino y de su cuñado. Al poco de morir Damocles, había empezado la desbandada de los colonos que seguían vivos; y mientras Aquiles agonizaba, como si fuesen ratas huyendo del barco que se hunde, se marcharon del pueblo los últimos que quedaban. Fue entonces cuando llegó Román. Un hombre parco en palabras y de austeras costumbres, al que Encarna no había dudado en acoger en su dadivoso regazo, quizás por miedo a que este se le quedara definitivamente vacío. Román se convirtió en su nueva causa, en la excusa perfecta para, muertos los suyos, no verse obligada a huir también ella del pueblo en el que ya se sentía enraizada. Encarna se quedó y su sosegada compañía fuel lo mejor que le podía ocurrir a Román. Una matriarca generosa que tampoco dudó en hacerme un hueco en su mesa después de esa última visita de los míos, en la que los niños se comportaron como extraños y Maruja se mostró aliviada de marcharse. Las palabras de cortesía siempre estuvieron de más entre nosotros, no hacían falta, los hechos hablaban por sí solos. Comíamos juntos, nos repartíamos las tareas entre los tres y, aunque solo fuera de manera tácita, nos preocupábamos los unos de los otros. Tres extraños conviviendo en un pueblo olvidado, sin prensa, sin teléfono, sin coche, aislados del resto del mundo ―de él no nos llegaba otro eco que el de trepidar de los coches a su paso por la A-7―. Una suerte de familia unida por esos peculiares vínculos que crean las costumbres compartidas; y para qué negarlo, unidos también por el afecto que nace entre quienes reconocen en el otro al solitario que él mismo es. Y precisamente porque nos unían esos lazos, cuando Román echó la última paletada de tierra sin derramar ni una sola lágrima, supe que también él abandonaría pronto Depaso.

La víspera de su marcha cenamos en esta casa como siempre: en silencio y mirando de vez en cuando al resto de la familia. Pero a la hora de retirarse, me habló de las ovejas, de sus necesidades, de los cuidados que requerirían de mi parte. Después miró la fotografía de Encarna y sonrió. No se despidió de mí. No era necesario que lo hiciera. De madrugada escuché que la puerta de su casa se abría y, a continuación, sus pasos cruzando la plaza en dirección a la iglesia. Luego dejé de oírlos y mi cuerpo, sabio, adivinando la dura tarea que aguardaría al día siguiente, se durmió. Esa noche Aquiles tuvo el detalle de no turbar mi sueño con sus recitales poéticos. Dormí pues profundamente, como hacía ya mucho tiempo que no lo lograba hacerlo. Me desperté tarde y, desde la cama, agucé el oído. Solo escuché silencio y, como telón de fondo, el sordo trepidar de los coches en el viaducto. Podría haber interpretado aquel silencio como si ya no hubiera nadie más en el pueblo. Sabía, sin embargo, que Román continuaba estando en Depaso, con Encarna, conmigo... Me había hablado de sacrificar las ovejas antes de irse porque ya no podían trashumar, pero los dos sabíamos que tampoco él estaba en condiciones de hacerlo ―por supuesto, no cometí la crueldad de recordárselo―. Román no planeaba volver a ese pueblo castellano al que ya nada le unía y en el que ya nadie le aguardaba. Lo supe desde el primer momento. Como también supe, al escuchar aquel silencio extremo, que me aguardaba una jornada muy desagradable.

Me hice el remolón y me quedé acurrucado en esta cama hasta que reuní el valor necesario para afrontar lo que me esperaba afuera. Fue a media mañana cuando al fin abrí los postiguillos de la ventana y, al comprobar que hacía un día espléndido, inopinadamente recité en voz alta los versos que escribió Machado inmerso en la desoladora soledad en la que le había dejado la muerte de su madre: «Estos día azules y este sol de la infancia…». Mantuve la mirada fija en el cielo durante un buen rato. Luego, con un miedo extraño que tenía mucho de esperanza, miré hacia el otro lado de la plaza y enseguida la vi. Estaba atravesada en el vano de la puerta, interrumpiendo el acceso a la casa de Román. En ese momento hubiera debido despertarse en mí el hombre de ciencia, reflexivo y lógico, para interpretar su significado. No lo hizo, sin embargo ―no lo hice: ¡preferí no hacerlo!―. Y en un vano intento por postergar lo impostergable, bajé a la cocina y desayuné con calma. Después no me quedó otro remedio que salir a la calle, atravesar la plaza, echar a un lado la pala y empujar el portón. Aunque las ventanas estuvieran cerradas, la luz que entraba por la puerta entreabierta me bastó para comprobar que Román no estaba en casa. Salí al exterior, coloqué otra vez la pala atravesada tal como la había dejado él y la miré de nuevo. Fue en ese momento cuando, en lugar de una pala, vi por fin la flecha con la que Román me decía: «Stop, no sigas adelante, dirígete en la dirección que te indica la punta». Recordé, entonces, el eco de sus pasos en el silencio de la madrugada y ya no tuve ninguna duda. ¡Qué ingenioso había sido Román! Agarré, pues, la pala por el mango y me encaminé hacia la espalda de la iglesia. Y allí, debajo de la tronera del ábside, con la soga al cuello y el banquillo de ordeñar las ovejas entre sus piernas colgantes, estaba él. Descolgué el cuerpo, lo coloqué boca arriba en el suelo y lo arrastré los cuatro o cinco metros que nos separaban del borde de cementerio: «¡Cuánto trabajo me has ahorrado, Román!», exclamé con gratitud. Agarré la pala y, tal como tiempo atrás le había visto hacer a él, cavé un nuevo hoyo al lado del de Encarna. Deposité en su interior el cadáver, lo cubrí con tierra y desplacé las dos macetas de geranios hasta colocarlas en los nuevos límites del camposanto. Y ya que estaba metido en faena, decidí sobre la marcha aprovechar para expandir por la banda opuesta el territorio de aquella necrópolis minimalista. Abrí, pues, un nuevo agujero a la izquierda de donde estaban enterrados los huesos de Negrito ―él había inaugurado el cementerio―; y cuando estuvo terminado, lo tapé con una puerta vieja de madera y desplacé convenientemente las otras dos macetas de geranios. «¡Misión cumplida!», exclamé con una satisfacción macabra mientras apoyado en la pala contemplaba el camposanto definitivo. Esta vez era yo quien no estaba derramando ni una sola lágrima; al ser consciente de ello, noté cómo mi boca esbozaba una sonrisa...

Sí, una sonrisa que ahora recuerdo desde esta cama, que antes era la de Encarna y ahora es la mía. En ella me acuesto cada noche a sabiendas de que no lograré conciliar el sueño. Ya hace un buen rato que se ha hecho el silencio. Se callan en cuanto clarea. De noche, en cambio, Damocles no para de toser con una tos angustiosa, jadeante, que deja exhausto incluso a quien solo la escucha. Tampoco Esperanza me da ni un instante de tregua: su siseo es menos angustioso pero mucho más turbador. Y para que mi insomnio sea completo, Aquiles acostumbra a recitarme versos de «El libro de los gorriones». Sé que su intención es buena, que intenta disimular los inquietantes sonidos que emiten las gargantas de sus padres; pero recita de forma compulsiva y el resultado es que su trémula salmodia tampoco me deja dormir. Gracias a Dios, como cada mañana, en cuanto se ha hecho de día, la frenética actividad sonora que de noche hay en esta casa ha cesado. Aunque, como siempre, ha cesado cuando ya es demasiado tarde: de nada me serviría ahora continuar acostado en esta cama en la que nunca hallo descanso. Lo mejor es levantarse y dejar que, mientras desayuno, me hagan compañía. A la derecha estarán los padres vestidos de novios, inmortalizados en ese instante en que aún soñaban con ese hijo al que llamarían Aquiles para que, fuerte y venturoso, consiguiera de la vida todo lo que ellos no habían conseguido; a la izquierda, el otro Aquiles, el real, el niño apocado y enfermizo en el que el destino, siempre cruel, siempre impasible, había convertido el sueño de los recién casados; y en las parte inferior de la foto del fallido héroe ―uno en cada esquina del marco― la casta pareja de ancianos cuyos restos descasan ahora en el nuevo cementerio de Depaso. Un cementerio en el que no hay lápidas ni tampoco cruces: solo huesos enterrados entre cuatro macetas de geranios. Además de los restos de Encarna y los de Román, están también los de Negrito. Él fue el primer ser vivo que vimos en aquel caluroso y ya lejano mediodía de agosto; y porque fue el primer habitante de Depaso que conocí ahora, al lado de su tumba, hay un hoyo vacío aguardando a su muerto...

Sí, junto a la tumba de Negrito hay un hoyo vacío a la espera de que esa otra familia de aventureros, amantes de las vías secundarias y los lugares recónditos, después de horas de circular perdidos por caminos sin señales, en medio de una nube de polvo, lleguen a Depaso. Puede que sea a la hora de la siesta cuando el padre y los niños entren en esta habitación y me descubran sobre este lecho listo para ser sepultado en la tumba vacía. Una familia de aventureros cuyo vehículo, después de recorrer la calle principal y única de este pueblo, se adentrará en la plazoleta y, con el motor todavía en marcha, verán la fuente de cuyo caño, taponado por el verdín que ya nadie limpia, no mana ni una sola gota de agua, y en cuyo reseco abrevadero ya no bebe ninguna bestia. Y cuando el cabeza de familia busque con la mirada un lugar sombreado en el que tomarse los bocadillos, en este pueblo envenenado por la fiebre del asfalto, no encontrará más sombra que la del soportal que hay delante de la iglesia. Y puede que sea el niño quien, mientras se come el bocadillo, se aventure a la espalda de la iglesia y, entre cuatro macetas de geranios secos, descubra una vieja puerta cubriendo un hoyo vacío. Un socavón rectangular lo suficientemente grande como para que el niño se tumbe dentro y compruebe que le queda grande. Correrá entonces hacia la plaza deseoso de contar su hallazgo, si bien no llegará a hacerlo porque, ante la propuesta del padre de explorar este pueblo fantasma, y el niño se olvidará de su descubrimiento. Esta vez, cuando se aproximen a esta casa, ninguna mano sarmentosa echará a un lado los jirones de la cortina de flores que todavía hay en la puerta de la entrada. El padre ha supuesto que está también abandonada y deja que sea la niña, la más pequeña, la más osada, la primera que se adentre en la casa. En la pared verá fotografías de gente desconocida y, sin prestarles mayor atención, subirá de dos en dos los escalones de la escalera; al llegar arriba, temerosa de toparse con algún fantasma, la niña se detendrá de golpe en la puerta de esta habitación. Pero la curiosidad le hará luego asomar la cabeza y, en medio de esta penumbra de quietud y silencio, hallará el cuerpo deshabitado y oscuro en el que yo me habré convertido...

Sí, será la niña ―la más pequeña y, por ende, la más osada e inconsciente de la familia―, la que vea, medio oculto entre las flores de la colcha, un puñado de huesos recubiertos de una piel reseca y ennegrecida. Y al ver la desagradable momia en la que yo me habré convertido, se tapará la boca con la mano para acallar el grito y evitar, así, la eventual ira de su madre. Porque la niña es valiente, muy valiente, pero no lo bastante como para atreverse a tocar el fusco fardo que para entonces seré yo. Unos huesos recubiertos de un cuero retinto, como sí también la fiebre del asfalto se hubiera adueñado de mis restos. Puede que sea entonces cuando la niña corra en busca del padre y lo traiga de la mano hasta los pies de esta cama. Y como si fuera la sombra del padre, entrará detrás el niño y, al ver la momia acartonada que yo seré, se acordará del socavón vacío y, buscando impresionar al padre, le anunciará con cierta solemnidad que la sepultura está lista detrás de la iglesia. «¡Un entierro!», exclamará la niña ilusionada porque es el primero de su vida.

Al padre le impresiona el denuedo de los pequeños y, por un instante, acaricia la idea de dejarse llevar; las posibles consecuencias legales, sin embargo, le frenan. Será entonces cuando, desde mi silente quietud, yo se lo pediré insistentemente hasta que el niño ávido de aventura, de antaño, se despierte y le haga cometer una locura. Habrá de ser un secreto que no podrán contarle a nadie, ni siquiera a la madre ―ella, ajena a todo, sigue durmiendo la siesta―, advierte a los pequeños mientras baja las escaleras cargando ya con mis despojos envueltos en la polvorienta colcha de flores con la que ahora me tapo para protegerme de este frío sin límites que estoy sintiendo. Sí, esta colcha estampada de flores acabará siendo mi sudario...

¡Chisss!, ya vienen, puedo oírlos. Si aguzo el oído, además del trepidante runrún de los vehículos rodando sobre la serpiente de asfalto, ahora escucho la gravilla de la calle crepitando bajo los neumáticos de un todo terreno. Ya llegan quienes descubrirán el fusco cuerpo deshabitado en que me estoy convirtiendo. Sí, ya están llegando quienes tendrán el arrojo de enterrarme a la espalda de la iglesia para que descanse al fin junto a los míos…


Nota de la autora
El empeño por poner en pie lo sucedido en Depaso nació de la lectura de la escueta nota de prensa que apareció en el ABC de Sevilla en agosto de 2020. En ella se informaba de la muerte, en la pedanía murciana de Depaso, de Prudencio Acosta: ornitólogo especialista en el comportamiento de las aves urbanas. Decía, así mismo, que había sido el prurito profesional lo que había llevado al científico a instalarse en el pueblo con el propósito de esclarecer por qué allí no había gorriones; y que había sido un compañero de trabajo y buen amigo suyo quien, extrañado ante la falta de noticias de Prudencio, cuando regresaba de sus vacaciones estivales en compañía de su mujer y sus dos hijos, había decidido desviarse de su camino para hacerle una visita en Depaso. El periódico también se hacía eco de algunos detalles morbosos, como el de que había sido la hija pequeña del matrimonio la que había encontrado el cadáver en el interior de una de las pocas casas que aún quedaban en pie en el pueblo; o ese otro de que la autopsia había revelado que la muerte se había producido por un fallo multiorgánico sobrevenido tras una deshidratación severa.

En cuanto a la veracidad de lo aquí narrado, decir que el texto del epígrafe Anotaciones de Prudencio Acosta es una transcripción literal del contenido de los folios escritos a mano que fueron encontrados junto al cuerpo del ornitólogo. De igual forma, las citas del diario de Aquiles corresponden a transcripciones literales de párrafos extraídos de la libreta de escolar encontrada también junto al cadáver. El resto, sin embargo, es una simple recreación que la autora ha realizado, tras una minuciosa labor de documentación, procurando que se ciña a las anotaciones de Prudencio y al diario de Aquiles como la zarza se ciñe al tronco por el que trepa.



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Última edición por jilguero el 26 Nov 2020 18:25, editado 10 veces en total.


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió: 25 Nov 2020 10:12De momento, lo que sé es esto: Requiem (2, 1 completado solo hasta el Kyrie, completado en 1839 por Paul Gunther Kronecker)
Más que suficiente. Gracias, jilguero. Lo he encontrado y me pongo a escucharlo.


Una vez escuchado, digo que no le encuentro gran parecido con el de Mozart. Y me gusta más el primero, el que compuso para el arzobispo Sigmundo.
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Ayer: Cañas al viento. Grazia Deledda
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Hoy: Los asesinos del emperador. Santiago Posteguillo
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Cata, no sé si habrás visto que ayer eché ya a rodar, ladera abajo, el peñasco. Desde que estuve en la sierra, no ha habido ni un solo día que no haya visitado Depaso. Ha habido buenos momentos, pero también otros de cansancio. Y cuando el que escribe se cansa, el que lo lee ni te digo...: te va a santificar, ¡fijo!

La idea nació de una conversación, mantenida hace mucho, con un sobrino que decía estar dándole vueltas a una historia de un pueblo llamado Depaso y en el que no había gorriones y nadie sabía la razón. Le dije que si me daba permiso para tratar de averiguar la causa escribiendo una pamplina. Me dijo que sí (he puesto unos renglones iniciales de unas notas suyas).

Ayer le comenté que yo ya tenía una respuesta. Él me habló un poco más de su idea por si yo quería usarla. Es mucho mejor que la mía, más original. Con lo cual le dije que mi respuesta, un tanto peñasco, demasiado larga, ya estaba. Que la suya es mejor, que lo suyo es que la escriba él y, si quiere, cuando la acabe se la reviso. No sé si lo hará, pero merecería la pena. En cualquier caso, de momento te tienes que conformar con la mía; es tal su longitud que no me ha dejado colgarla en un único comentario. :dragon:

A ti te pongo por testigo, de que nunca más te haré leer una pamplina tan larga (si lo incumplo :colleja:), y que, en desagravio, la siguiente será una minipamplina.

PD: Oye, no lo hemos comentado, pero qué de cosas nos contó el otro día la niña de los teros. Yo me la imaginé con su tutú y su zapatillas de ballet bailando el lago de los cisnes. Qué buen rato pasamos escuchándola, ¿verdad? A ver si los colibríes encuentran un mejor sitio donde anidar y dejan su cabeza tranquila de una vez.



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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por hexagono69 »

Jilguero ya termine el libro, te lo recomiendo y además tienes la suerte de que esta en kindle.

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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

hexagono69 escribió: 27 Nov 2020 19:12 Jilguero ya termine el libro, te lo recomiendo y además tienes la suerte de que esta en kindle.

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Así me gusta, una recomendación tras culminar el libro.

Me lo bajo al lector (edito, ya lo tengo) y lo pongo en cola, que ahora ando en Orjabosa, donde hay una canónigo la mar de impertinente (Doña Perfecta, de Galdós). Gracias. :60:


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Megan »

jilguero escribió: 26 Nov 2020 18:21 PD: Oye, no lo hemos comentado, pero qué de cosas nos contó el otro día la niña de los teros. Yo me la imaginé con su tutú y su zapatillas de ballet bailando el lago de los cisnes. Qué buen rato pasamos escuchándola, ¿verdad? A ver si los colibríes encuentran un mejor sitio donde anidar y dejan su cabeza tranquila de una vez.
Me encantó ser la niña de los teros, y más aún que me imaginaras con mi tutú y mis zapatillas de punta, fueron momentos preciosos de mi adolescencia y juventud, gracias, :60: .

Querida Cata, el pajarillo no se anda con vueltas para escribir una de sus pamplinas, vaya cosas que tenía que decir de la sierra, voy en la primera parte, dejo para el finde lo que sigue, :D .

Como te prometí, hoy de tarde fui a la costa, pero no la recorrí como lo hago siempre, mis colibríes no me dejaron, así que habrá un segundo capítulo de fotos en cuanto me libere de esta bandada.

Esta es la playa del Buceo, el barrio donde vivo, estoy a dos cuadras de aquí, a lo lejos puede verse el Museo Oceanográfico, que debido a la peste no está abierto, pero es muy interesante de visitar. Más allá está la otra parte de la playa que también tiene un minipuerto, pero ese se verá en las fotos que vendrán.

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No había muchas personas en la playa, supongo que porque los viernes de verano se van para el este y Montevideo queda medio desierta, lo puedes ver en la coladera de autos en la ruta.

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Para el otro lado, se encuentra la playa Malvín, el siguiente barrio, donde hay edificios altos, que termina en una península que entra en el Río de la Plata.

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Bueno, Cata, como verás no bajé a la playa, me senté en el pasto, en lo alto del terraplén a mirar el horizonte, (podés ver parte de mi sombra al lado de la sombra del muro de cemento) en donde muchas veces escribo toda clase de tonterías que después van a parar al basurero. Pero escucho buena música y me da una paz infinita. Ahora hay un viento caluroso, en invierno es muy difícil de soportar pero lo hago igual, porque no tiene desperdicio sentarse y tener unas horas de paz con una misma. Aquí me vuelvo roquera, Cata, me olvido del Lago de los Cisnes y escucho la música que me llega al fondo del corazón. Todo ese conjunto de hermosuras me hace soñar, no importa qué cosas, pero son muy bonitas, :D .

Prometo traerte más fotos del otro lado del Museo, cuando emigren estas avecillas que me marean con sus saltos en las ramas del eucaliptus.

Te dejo una de las canciones que disfrutaron mis oídos esta tarde y no creas que es rock violento, no, es algo suave que dice mucho de mis sentimientos actuales, :hola: .


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Abrazos para vos y el pajarillo plamplinero, :60: :60: .
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Megan escribió: 28 Nov 2020 01:42 Me encantó ser la niña de los teros, y más aún que me imaginaras con mi tutú y mis zapatillas de punta, fueron momentos preciosos de mi adolescencia y juventud.
Es que que en este bujío somos agradecidos y, sin ti, poco o nada sabríamos de los teros y no existiría la colmena virginal.

Es más, si nos hubieras hablado antes de tu afición al ballet, en ese párrafo en el que llega la última virgen, en lugar de hacerlo Sierva María arrastrando su larga melena cobriza, igual lo habría hecho una angelical bailarina con su tutú y sus zapatillas de punta :cunao::
Y con esa precisión de relojero con la que el destino a menudo ajusta los movimientos del azar, sucedió que, la misma tarde en la que los tarrayeros se hallaban dando sepultura a los últimos teros, llegó al improvisado camposanto una joven de rostro todavía aniñado, pero en cuyo cuerpo empezaba ya adivinarse el de una mujer. Les preguntó por el poblado de las once mil vírgenes con un yeísmo rehílado que puso en evidencia que venía de muy lejos. Encandilados con su belleza, levantaron el brazo derecho todos a la vez, y le señalaron la achaparrada silueta de la cartuja. Partió Sierva María en esa dirección arrastrando su larga melena cobriza y dejando tras de sí la inconfundible fragancia de la virginidad; sin dejar de mirarla, aquella suerte de autómatas se relamieron los labios pensando que semejante criatura iba a formar parte también del botín que esa misma noche planeaban hacer suyo.

Megan escribió: 28 Nov 2020 01:42 voy en la primera parte, dejo para el finde lo que sigue,
Cata, ¡se está leyendo el peñasco! Creo que la Niña de los Teros va para beata. :dentadura:
Megan escribió: 28 Nov 2020 01:42 hoy de tarde fui a la costa,
¡Qué buenas playas tienes!
Megan escribió: 28 Nov 2020 01:42 donde muchas veces escribo toda clase de tonterías que después van a parar al basurero.
Oye, usa mejor el bujío como basurero y así nos enteramos de tus pamplinas.
Megan escribió: 28 Nov 2020 01:42 Aquí me vuelvo roquera,
Ya es mala pata que una roquera tenga bandadas de colibries en la cabeza. No es la música mejor para espantarlos :wink:.
Megan escribió: 28 Nov 2020 01:42 Abrazos para vos y el pajarillo plamplinero,
Pues aquí va unos de Cata :60: y otro de Jilguero :60:.


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lucia
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por lucia »

Que sepas, jilguerito, que tu peñasco cansa un poco a la vista por el color, que no debe dar un contraste adecuado :lista:
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Megan
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Megan »

¿Y yo nunca comenté nada sobre la colmena virginal? Qué insulsa que soy, habrás dicho en su momento y quizá lo sigas pensando con toda razón. No quiero excusarme, pero todos los bujienses sabemos que no sos fácil de seguir, Jilguerillo. Sigo con las sierras y ahora me encuentro con las mil vírgenes. Tengo que empezar todo y terminarlo antes de comenzar a estudiar para el concurso de relatos, y terminar una batita en crochet para mi sobrino nieto recién nacido, además de mi trabajo, que es desde casa pero me debo a él por lo menos cuatro horas por día, no sé cómo hacer con todo, :batman: .

Me alegra que te gustaran las fotos, Cata, menos mal que fui ayer, porque hoy tenemos tormenta y mañana no puedo ir porque vino mi sobrina de San Francisco con mi sobrina nieta y tenemos comida familiar.
Sobre mis pamplinas escritas mirando el horizonte, son tan personales que no podría publicarlas, lo siento pajarillo, :wink: .

Cata, me encanta estar en mi mecedora por horas deleitándome en el Bujío, gracias por tu compañía, mañana sigo con las sierras, :60: .

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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

lucia escribió: 28 Nov 2020 19:16 Que sepas, jilguerito, que tu peñasco cansa un poco a la vista por el color, que no debe dar un contraste adecuado :lista:
Ya, jefa, no eres la única que se queja. Pero pedirle a Jilguero que renuncie al azul machadiano es como despojarlo de su plumaje. :batman:

Es el mismo color que uso todo el tiempo, solo que en formato peñasco se te hará mucho más duro.
Megan escribió: 28 Nov 2020 23:11 ¿Y yo nunca comenté nada sobre la colmena virginal? Qué insulsa que soy, habrás dicho en su momento y quizá lo sigas pensando con toda razón.
En absoluto, vosotros dejáis material por aquí y yo intento usarlo para hacer las pamplinas. Bastante aportación hacéis con suministrarme material. De hecho, en esa pamplina hay material dejado por Hexa (la idea nace de una minipamplina suya), por Greto y por la Niña de los Teros.

Aquí la única que se tiene que leer las pamplinas, sí o sí es Cata, pues ella sabe que convertirse en Santa Cata tiene su precio; a cambio, está exenta de tener que hacer comentarios de lo que lee. Y cuando crea que ya ha hecho méritos suficientes, no tiene más que hacer señales de humo para que yo lo sepa y no acabe, como la infanta Catalina, hablando sola, en el convencimiento de que ella sigue estando de es otro lado de la pantalla.:cunao:.


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por lucia »

A los peñascos ponle un azul más oscuro, que canse menos la vista :lista: :lista:

@Megan, cuando termines, queremos foto de la batita :cunao:
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por hexagono69 »

Por alusión.

He planeado desde muy gran altura sobre el relato peñasco, tendré que leerlo pero aun no se cuando, y quizá en mi opinión el formato de los párrafos no todos iguales sino una estructura mas refinada ayudaría a no dar ese aspecto de ochomil o de muro inexpugnable. :roll:

Por cierto casi me pilla un coche, ya estaba casi en verde el semáforo para cruzar los peatones y ha aparecido un coche dando la vuelta a la plaza, bastante deprisa, para meterse en una rampa justo al lado del paso cebra.

Entre que se te empañan las gafas y que te confías porque hay menos trafico, ha sido un milagro que este aquí contando esto.
Dentro del coche conduciendo una madre joven y unos niños, tendría mucha prisa por bañarlos.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

lucia escribió: 29 Nov 2020 20:08 @Megan, cuando termines, queremos foto de la batita
Eso, eso, que Cata tiene nietos y no sabemos si cualquier día no tiene más. :D
hexagono69 escribió: 29 Nov 2020 20:15 Por alusión.

He planeado desde muy gran altura sobre el relato peñasco, tendré que leerlo pero aun no se cuando, y quizá en mi opinión el formato de los párrafos no todos iguales sino una estructura mas refinada ayudaría a no dar ese aspecto de ochomil o de muro inexpugnable.
No, no te confundas, en el que usé material tuyo fuen en el de la colmena virginal y ese ya te lo leíste. Depaso no te lo aconsejo: es demasiado largo y más no gustándote mucho leer ficción.

Pero lo que si me interesa es que me expliques mejor lo de una estructura más refinada. ¿A qué te refieres? Siempre que no sea volver a reescribir (he quedado jartita), abierta estoy a sugerencias formales.
hexagono69 escribió: 29 Nov 2020 20:15 Por cierto casi me pilla un coche,
Haga el favor, Usía, de tener cuidado. Los nietos de Cata no tienen todavía edad de asistir a entierros. Así que no queremos doblar de campanas en este berenjenal. :no:


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por hexagono69 »

Vale, a lo mejor me he precipitado un poco ya te comentare algo mas cuando lo lea- :hola:
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