Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)
Publicado: 12 Jul 2019 13:19
Un gallinero singular (pamplina veraniega)
Como ya os contó en su día el pájaro reportero, y ahora yo me apresto a refrescaros en formato ampliado —el espíritu de los bujianos está pronto, pero su memoria es flaca (Catulo capítulo 26 versículo 41)—, antes de las gallinas, en este centro, que supuestamente solo se dedica a las Ciencias Marinas, hubo una pródiga colonia de gatos.
En realidad, todo empezó la mañana en la que, en los parterres de este edificio, apareció una gata blanca. Una criatura arisca, como solo una gata puede serlo; y muy prolifera, como de inmediato veremos. Pese a su carácter huraño y a que le llenaba los brazos de arañazos, una compañera muy amante de los animales se convirtió en su protectora. Al poco la gata empezó a engordar y resultó que estaba preñada; y la que había llegado siendo una se hizo, así, trina. Si fue por obra y gracias de un espíritu sacro disfrazado de urraca o tórtola (palomas no se ven en el parque), o si ocurrió de forma más terrenal, nunca lo sabremos. Pero el caso es que la gata y sus gatitos se convirtieron en la familia adoptiva de mi compañera —Los gatos es lo mejor que me ha pasado en este centro, llegó a decirme en cierta ocasión— y eso provocó que comenzara a emplear parte de su sueldo en comprarles latas de comida de gatos. La presencia de alimento gatuno, unida sin duda a la fragancia de la incipiente colonia, causaron una llegada casi continua de nuevos gatos. Para evitar los efectos colaterales de sus ratos de solaz gatuno, en el caso de las hembras eran prontamente llevadas a algún colega de Greto para ser esterilizadas. Por aquel entonces, mi compañera se me quejó de que ya se le iba casi medio sueldo en gastos de manutención y de cuidados veterinarios de sus protegidos. Ocurrió también que, en paralelo al número de gatos, fue creciendo el número de enfados de los propietarios de vehículos, pues los mininos, traviesos ellos, adquirieron la costumbre de dejar estampadas sus huellas, primorosamente hechas con sus almohadillas plantares, sobre los capós, los cristales delanteros y los techos, en el caso de los automóviles; sobre el asiento y depósito de gasolina, en el caso de las motos. Y con la aparición de los primeros arañazos en la pintura de las carrocerías, los gritos de algunos llegaron ya al cielo, que, dicho en romano paladino, significa que se chivaron al director. A su vez, este inició una vana campaña contra los gatos, prohibiendo darle de comer dentro del espacio bajo su potestad, así como enviando cartas a las autoridades competentes del parque solicitando ayuda para mantenerlos a raya.
Y digo lucha vana porque todos sus esfuerzos fueron infructuosos, si bien, antes de que la sangre llegara al río, la solución vino de la mano de las gallinas que, de un día para otro, aparecieron picoteando sobre el césped de los parterres. Buscaban los bichejos y las semillas que se suelen ocultar entre el gramón; aunque solo en apariencia, porque, como pudimos comprobar más tarde, era una simple martingala para ocultar su verdadero propósito: el acecho de las almas bondadosas de mi centro —a la sazón, la primigenia protectora de la gata blanca también se había multiplicado y ya no era una, sino varias— que, a ciertas horas del día, abandonaban el recinto portando latas de comida gatuna, cuyo contenido vertían al otro lado de la valla, para no contravenir las prohibición del director de alimentar a los gatos dentro. Y como también muy pronto pudimos comprobar, a la hora de competir por la comida enlatada, las gallináceas demostraron una bravura simpar, hasta el punto de que, pasado un tiempo, los gatos fueron desapareciendo y solo quedó la vieja gata blanca, para entonces más vetusta y sedentaria, además de mucho menos arisca. En el tránsito entre la plaga de pelo a la de pluma, el amor de las cuidadoras de los gatos se transformó en odio hacia las gallinas. Cuando yo las escuchaba lanzar improperios contra las volátiles, me hacía mucha gracia y, por picarlas un poco, les recordaba que las gallinas son también hijas de Pangea y tienen, por ende, derecho a disfrutar de la vida.
En un primer momento, el director, junto a muchos de los propietarios de vehículos, aplaudieron la bravura de las gallinas y las miraron con cierta simpatía por haber sido capaces de librarnos de la colonia de gatos. El problema vino más tarde, cuando, por los motivos que luego veremos, las volátiles fueron en aumento y, pese a que la comida de gatos no era ya ni tan abundante ni tan frecuentemente vertida, ellas se quedaron. Dimos por hecho que se quedaban porque habían convertido los cipreses del lateral de este edificio en sus dormideros habituales. Pero no tardó en saberse que, al atardecer, algunos de los puertorrealeños, que acostumbran a marchar a paso ligero por los caminos del parque —una costumbre saludable que es ahora bastante popular—, acudían a los alrededores de este centro provistos de bolsas de pan duro para alimentar a las gallinas. Es más, su osadía llegó a tal extremo que, como si esto fuera un gallinero convencional, desde las cancela de la entrada, arrojaban hacia el interior puñados de pan duro desmenuzado; en algunos casos eran tiernos infantes quienes lo hacían, con el peligro añadido de que, si en ese momento se hubiese activado el mecanismo automático de apertura de la cancela, les podría haber pillado un brazo. Transgresión que enfadó mucho al director y puso en guardia al responsable de seguridad y salud laboral.
Siendo un instituto de investigación marina, al director no le pareció oportuno abrir una innovadora línea de investigación avícola, si bien, a tenor de la evolución de la plaga plumífera, habría sido la solución más pragmática. Empezó, por el contrario, una nueva etapa de lucha oficial para intentar que este centro dejara de parecer un gallinero —lucha que os adelanto ha sido infructuosa, pues mientras tecleo estas palabras ahí fuera se oye el canto de los gallos—. Primero entró en contacto con las autoridades locales, quienes, como suele ser habitual, empezaron a echar la pelota de su tejado al de los demás. Comprobado que esa vía no iba a conducirnos a buen puerto, nos dijo que, quien conociera a algún particular interesado en tener gallinas, que le avisase, ya que él estaba dispuesto a autorizar su entrada en la parcela para que les diera caza. Apareció un señor que tenía una casita de campo y estaba dispuesto a llevarse gallinas para montar su propio gallinero. Pero siendo, este, un hombre de campo a la vieja usanza, rudo y práctico, en cuanto comenzó a colocar sus trampas para atraparlas, las almas más sensibles acudieron al director escandalizadas porque, una vez caían las gallinas en las trampas, debían permanecer varias horas dentro hasta que venía el trampero a recogerlas. Dicho con otras palabras: el método de captura no estaba acorde con la sensibilidad de los tiempos actuales. No llegué a ver las trampas, por lo que no puedo juzgar si era una exageración de urbanitas o si llevaban razón las almas más sensibles. En cualquier caso, temiendo que el problema pasara de ser con las gallinas a ser con el personal a su cargo, el director, santo varón, como a estas alturas ya habréis podido colegir, llamó a capítulo al trampero y le comunicó que quedaba anulado el permiso que días antes le había concedido. El hombre le advirtió que solo había tenido tiempo de capturar media docena de volátiles; el director le replicó que quedaba informado, pero que ya no se llevara ni una más.
Las gallinas okupas siguieron, pues, viviendo tan ricamente y yo tan contenta de que, cuando llegaba cada mañana, lo primero que oía era su canto a modo de buenos días gallináceo. Solo tuve un gran disgusto el día en que comprobé que un puñado de ellas dormían justo en las ramas del ciprés que estaban encima del drago bailarín, con lo cual las hojas de este amanecían recubiertas de cagadas. Durante semanas, cada viernes, bajé a limpiar una por una las hojas al drago para evitarle efectos indeseables. Al mismo tiempo, conseguí involucrar en el problema al jefe de mantenimiento, quien estuvo de acuerdo conmigo en que al ciprés había que hacerle una poda en condiciones, a fin de que las gallinas no fuesen capaces de volar hasta las ramas inferiores. Desde que el desmoche fue una realidad, el drago sigue creciendo lentamente, como es propio en los de su especie, pero se le ve limpio y lozano. A día de hoy, en la cancela de la entrada han puesto un enrejado de plástico para evitar que los infantes tengan la tentación de meter las manitas entre los barrotes y arrojarle pan a las gallinas. Con todo, en el camino colindante con la valla de este edificio, no es raro ver a algún que otro puertorrealeño vaciando bolsas de pan duro y generando el consiguiente revuelo de gallos y gallinas que aparecen al instante como por ensalmo. Aparte de eso, las volátiles se buscan también la vida: una vez amanece y nosotros empezamos a pulular por el recinto, se marchan hacia el pinar y no suelen volver hasta pasado el mediodía.
Casi siempre se queda alguna picoteando en el césped de los arriates, pero ya no engañan a nadie: ahora sabemos que es una nueva martingala de disimulo, ya que lo que realmente están haciendo es vigilarnos. Hay una leyenda muy arraigada en Cádiz, según la cual, desde antiguo, los gaditanos han sido muy dados a observar la conducta, en apariencia errática, de las gallinas a modo de oráculo para tomar las decisiones importantes de cada día: los pescadores, por ejemplo, mantenían que eran ellas las que les daban las claves de si ese día debían pescar dentro de la bahía o si era mejor echar al agua los aparejos en mar abierto. De ahí que, antaño, no fuera rara la presencia de gallinas en los jardines y los descampados de la ciudad. Pero los tiempos han cambiado mucho y ahora son ellas las que invaden nuestros lugares de trabajo y nos vigilan para saber si les toca almorzar la suculenta comida gatuna enlatada o si, por el contrario, es día de ganarse el grano con el sudor de sus crestas. Por otro lado, uno de los guardas nocturnos del edificio —hombre con gran capacidad perceptiva de fenómenos paranormales—, además de afirmar que en este centro por la noche se escuchan voces humanes, dice que, en la época en que hay polluelos menos avezados en el manejo de sus plumíferas extremidades, cuando llega la hora de que las gallináceas se vayan a la cama, justo delante de la entrada, las gallinas se suben unas encima de otras hasta conformar una sólida torre por la que, bajo la atenta mirada de los gallos, los más jovenzuelos trepan hasta sobrepasar el enrejado de plástico que ahora obtura los barrotes la de la verja.
Una vez aclarado por qué este centro parece un gallinero y cómo se alimentan las volátiles, solo queda por esclarecer el origen de este enjambre de gallinas asilvestradas. La historia oficial es que, cuando declararon parque natural la zona colindante con el campus, les expropiaron los terrenos, entre otros, a un puertorrealeño que tenía una casa-granja no muy lejos de donde estoy yo ahora tecleando. Criaba, el susodicho, cerdos y gallinas; al tenerse que marchar, se llevó consigo a los primeros, y dejó atrás a las segundas. Cabe suponer que, viéndose abandonadas, las gallinas optasen por una nueva vida asilvestrada en el pinar; y en su continuo merodeo de aquí para allá, debieron descubrir la suculenta comida enlatada de la colonia gatuna que, como acabo de explicar, se inició la mañana en la que, en los parterres de este edificio, apareció una gata blanca, arisca como solo una gata puede serlo, y prolifera como lo suele ser una coneja. Pero el verdadero origen de este gallinero es otro muy distinto, tal como ya le confesé a Cata en la carta inagural del bujío. Y es que, por muy sorprendente que pueda parecer, ser mujer de ciencia y de mucho razonar no me ha redimido de formar parte del esquivo y brumoso mundo de los prodigios; siendo ese el motivo de que, al igual que el señor de la calle Suipacha, también yo vomite, de vez en cuando, algún que otro bicho. En los últimos años han sido pollitos, todos ellos una verdadera preciosidad, que, nada más salir de mi boca, contemplan la vida con la misma candidez bobalicona con la que lo hizo el conejito negro de la calle antes mencionada. Entre nacimiento y nacimiento, hago propósito de la enmienda y decido que, como no es de recibo que siga regando el mundo de pollos, el siguiente que nazca lo mataré de la forma más dulce posible. Pero luego, cuando llega una nueva arcada y siento en la palma de la mano la tibieza húmeda del recién nacido, me da pena, y concluyo que ese será el último al que le perdonaré la vida. Al principio, me esmeraba en criarlos en casa y, una vez eran capaces de valerse por sí solos, los soltaba en el pinar que hay aquí al lado; ahora, en cambio, tal como hice con el último pollo, el onírico, me los traigo recién nacidos y les busco una madre adoptiva.
Consciente del problema que provoco con mis vomitonas, he probado multitud de jarabes antitusivos, pero ninguno es capaz de calmarme ese extraño cosquilleo en la garganta que precede a la arcada alumbradora de un nuevo pollo; y he probado también guantes de todo tipo, pero ninguno me libra de esa tibieza cautivadora del recién nacido, en la palma de la mano, que me obliga a perdonarle la vida…