— En realidad —le expliqué, subiéndome las gafas y apoyándolas en los pliegues de la frente—, ese año se corresponde con el 341 de nuestra era. El cómputo temporal para los bizantinos empezaba el 1 de septiembre del año 5509, fecha en la que creían que Dios había creado el mundo.
El último Catón, de Matilde Asensi
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1 de septiembre
Casa de Manolo Zapater. Vamos andando; está cerca de casa. No es la que conocí, ni su mujer la misma (Lolita, Viver...) pero son las mismas y él no ha variado; tan sin problemas. Solo los que le plantean los demás. Por algo, registrador de la propiedad. La vida tranquila y desahogada del buen burgués español y valenciano para mayores señas. Pan de huerta. Le miro: ¡tantos años! Luego, en la calle, veo que si algo ha perdido -sin hacer la menor referencia a ello- es vista. Vamos a cenar, con Fernando Dicenta y su mujer, a un restaurante de la Gran Vía, a la vuelta misma de su casa. Exactamente como si nos hubiésemos visto ayer y nos quedáramos para siempre. Y nos acompañan luego, andando, a casa. ¿De qué hablamos? ¡Qué más da! El tiempo no pasa.
La gallina ciega, de Max Aub
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Lydia lo quería enormemente. Era siempre "su querido Wickham"; nadie se podía comparar con él. Lo hacía todo mejor que nadie en el mundo, y estaba segura que el primer día de septiembre, al levantarse la veda, cazaría más aves que nadie de la comarca.
Orgullo y prejuicio, de Jane Austen
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Lydia estaba loca por él; su «querido Wickham» no se la caía de la boca, era el hombre más perfecto del mundo y todo lo que hacía estaba bien hecho. Aseguraba que el primero de septiembre Wickham mataría más pájaros que nadie de la comarca.
Orgullo y prejuicio, de Jane Austen
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Domingo 1 de setiembre
Se acabó la farra. Mañana otra vez a la oficina. Pienso en las planillas de ventas, en la goma de pan, en los libros copiadores, en las libretas de cheques, en la voz del gerente, y el estómago se me revuelve.
La tregua, de Mario Benedetti
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Cuando el verano de 1940 tocaba a su fin, ya había dado cuenta de las dos o tres decenas de novelas de la pequeña biblioteca local y me preguntaba con qué iba a entretenerme de allí en adelante. Y entonces, inesperadamente, a mi puerta llegó un nuevo texto. No en forma de novela, sino de telegrama azul. Y no para el disfrute de su lectura, sino para que actuara según las indicaciones. "Invitación personal. Fiesta privada en Tánger. Amistades de Madrid esperan. Primero septiembre. Siete tarde. Dean's Bar."
El tiempo entre costuras, de María Dueñas
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1 de septiembre de 1986
Ed Coch llegó a casa el jueves por la noche diciendo que se las había tenido con una del despacho que "no paraba de tocar los cojones", y que ninguno de los del despacho quería trabajar con ella.
Tomates verdes fritos en el Café de Whistle Stop, de Fannie Flagg
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A partir del 1 de septiembre voy a tomarme un par de semanas de vacaciones; pero, como acabo de comprar un coche y nos hemos quedado sin blanca, no vamos a poder permitirnos demasiadas alegrías más. Nora tiene una hermana que vive en un pueblo de la costa, así que confiamos en que ella se apiade de nosotros y nos invite a pasar unos días en su casa. Es mi primer coche, por lo que estamos todos muy emocionados con él..., aunque se trata de un viejo modelo de 1939. Pero si nos lleva a los lugares adonde queremos ir sin escacharrarse demasiado a menudo, nos sentiremos la mar de felices.
84, Charing Cross Road, de Helene Hanff
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Por fin llegaron las lluvias, el 1 de septiembre. Llovió durante toda una semana. Se inundó el centro de Derry, lo que no era infrecuente, pero las grandes casas de Broadway Oeste estaban a mayor altura y en algunas de ellas debieron oírse suspiros de alivio. "Que ese canuck loco se esconda todo el invierno en los bosques, si así lo quiere -debieron decirse-. Por este verano no puede hacer más y lo pescaremos antes de que se sequen las raíces el próximo junio."
It, de Stephen King (traducción de Edith Zilli Nunciati)
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Tras unas semanas respirando fatigosamente y de entrar en estado vegetativo, entregaba su alma a Dios, a las dos y cuarenta y nueve, en el primer día del mes noveno, del año de gracia de Nuestro Señor Jesucristo del mil setecientos.
El alma en llagas, de Lançelot
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Había hecho un plan que consistía en tener una primera versión terminada para el 1 de septiembre con el fin de que Henrik Vanger la pudiera ver, de modo que luego dispondría de todo el otoño para el texto.
Los hombres que no amaban a las mujeres, de Stieg Larsson
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Tras todo esto, únicamente faltaba despedirse de Laia, hallar un barco que se ajustara a sus deseos y que navegara en cabotaje. Jofre, que conocía a todos los marinos que surcaban el Mediterráneo, halló el que convenía. Era una nave de aspecto muy marinero que debería de andar como el viento. Se dedicaba al transporte de pequeñas mercancías que requerían un traslado rápido y eficaz. Su carga era escasa y la bodega estaba ocupada únicamente por velas de repuesto. Su capitán era un griego, viejo lobo de mar, de aspecto algo simiesco, cuadrado como un barril y patizambo, cuyos pies se agarraban a la tablazón de la cubierta cual ventosas de cefalópodo y que olía las tempestades horas antes de que estallaran. Había surcado a lo largo de su vida todos los mares conocidos. Basilis Manipoulos era su nombre, y el Stella Maris, su barco. El 1 de septiembre de 1053 zarparían de Barcelona.
Te daré la tierra, de Chufo Lloréns
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La historia de Eliza comienza el primero de septiembre de 1888 en Londres. Los registros de nacimientos de ese año indican que era melliza, y los primeros doce años de su vida transcurrieron en una casa de alquiler en el 35 de la calle Battersea Churc. El linaje de Eliza es bastante más completo de lo que podrían sugerir sus humildes orígenes. Su madre, Georgiana, era la hija de una familia aristocrática, habitantes de las tierras de Blackhurst en Cornualles. Georgiana Mountrachet causó un escándalo social cuando, a los diecisiete años, escapó de las propiedades de su familia con un joven muy inferior a su propia clase social.
El jardín olvidado, de Kate Morton (traducción de Carlos Schroeder)
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Para completar su erudición ocular, hablaba del aspecto que presentaba Madrid el 1 de septiembre de 1840 como si fuera cosa de la semana pasada. Había visto morir a Canterac, ajusticiar a Merino "nada menos que sobre el propio patíbulo", por ser él el humano de la Paz y Caridad; había visto matar a Chico..., precisamente ver no, pero oyó los tiritos, hallándose en la calle de las Velas; había visto a Fernando VII el 7 de julio cuando salió al balcón a decir a los milicianos que sacudieran a los de la Guardia; había visto a Rodil y al sargento García arengando desde otro balcón, el año 36; había visto a O'Donnell y Espartero abrazándose, a Espartero solo saludando al pueblo, a O'Donnell solo, todo esto en un balcón; y por fin, en un balcón había visto también en fecha cercana a otro personaje diciendo a gritos que se habían acabado los Reyes. La historia que Estupiñá sabía estaba escrita en los balcones.
Fortunata y Jacinta, de Benito Pérez Galdós
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Cuando el tren empezó a reducir la velocidad al aproximarse a la estación de King’s Cross, Harry pensó que nunca había lamentado tanto que llegara ese momento. Hasta se preguntó qué pasaría si se negaba a apearse y seguía tercamente allí sentado hasta el uno de septiembre, fecha en que regresaría a Howarts.
Harry Potter y la Orden del Fénix, de J. K. Rowling
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Mientras mi temperatura bajaba, mi hermana nacía en la Clínica Privada de Narlikar. Era el primero de septiembre; y el nacimiento fue tan sin incidentes, tan sin esfuerzo, que pasó casi inadvertido en la Hacienda de Methwold; porque ese mismo día Ismail Ibrahim fue a ver a mis padres a la clínica y anunció que se había ganado el pleito...
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Entonces, el primero de septiembre de 1962, celebramos el decimocuarto cumpleaños del Mono. Para esa fecha (y a pesar de que mi tío seguía sintiendo cariño por mí), estábamos oficialmente reconocidos como socialmente inferiores, los desventurados parientes pobres de los grandes Zulfikar; de forma que la fiesta era asunto de poca monta.
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Acabó por agotarla; ella se quedó con él, finalmente, sólo porque le pedía y obtenía grandes aumentos de salario, y enviaba una gran parte del dinero a Goa, para mantener a su hermana Mary; pero el primero de septiembre también ella sucumbió a los halagos del teléfono.
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Las formidables Narlikar, en aquella época, estaban asediando a mi padre, telefoneándolo dos veces diarias, engatusándolo y persuadiéndolo para que vendiera, recordándole que su posición era desesperada, aleteando en torno a su cabeza como buitres en torno a un almacén ardiendo… el primero de septiembre, como un buitre de tiempos remotos, dejaron caer un brazo que le golpeó en la cara, porque sobornaron a Alice Pereira para que se fuera. Incapaz de soportarlo más, ella gritó: -¡Responda usted mismo al teléfono! Yo me voy.
(...)
Cuando, el primero de septiembre, nuestros soldados diez-veces-mejores atravesaron la línea en Chhamb, ¿eran agresores o no lo eran?
Hijos de la medianoche, de Salman Rushdie
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Se apuesta, también en este caso, como en una ruleta. Si apuestas cien mil euros y las cosas te van bien, en catorce días se convierten en trescientos mil. Cuando veo estos datos de aceleración económica, siempre me acuerdo de cuando Giovanni Falcone, estando en un colegio, puso un ejemplo que acabó en cientos de cuadernos escolares: "Para comprender que la droga es una economía floreciente, pensad que mil liras invertidas el 1 de septiembre en la droga se convierten en cien millones el 1 de agosto del año siguiente".
Gomorra, de Roberto Saviano (traducción de Teresa Clavel y Francisco J. Ramos)
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1 de septiembre. La tía Evy y el tío Willie vinieron de visita esta noche. Willie cantó "Frankie and Johnny" intercalando palabras obscenas. La tía Evy se subió a una silla y le pegó en la nariz. Mamá me reprendió porque me reí.
Un árbol crece en Brooklyn, de Betty Smith
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1 de septiembre
Me han llamado desde casa. Padre está peor. Escribiré. Escribe a Ring en detalle con correo de la noche. Telegrafía si necesario.
Drácula, de Bram Stoker
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1 de septiembre de 1888
Siento que, incluso ahora mismo, podría ser un pintor completamente distinto, si fuera capaz de superar la cuestión de los modelos; pero también siento la posibilidad de embrutecerme y ver pasar la hora de la potencia para la creación artística, así como en el curso de la vida uno pierde sus cojones.
Cartas a Theo, de Vincent van Gogh