El primer párrafo de...

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magali
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Prefacio

Aquí va un recuerdo de cuando todavía no sabía hablar: soy muy pequeña y estoy detrás de unos barrotes, como un mono bebé en una jaula. Mis padres acaban de acostarme en una habitación con las paredes de color amarillo chillón. Me parece bien, porque en la cuna tengo compañía: el borde de satén de mi manta azul, un anillo de plástico para morder que cuelga casi al nivel de mi boca de un pedazo de cordón verde y un muñeco llamado Hal con los ojos azules y las manos y los pies de plástico que se pueden chupar. En este momento de mi vida, Hal y los bordes de satén de las mantas me importan más que ningún ser humano que conozca. En cuanto me tumbo, mi madre me pone a Hal al lado de la cabeza, que es justo donde no quiero que esté. Le doy un manotazo al muñeco en la cara.
Los chicos de mi juventud, de Jo Ann Beard. Traducción de Raquel Vicedo

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El Encaje Roto
Convidada a la boda de Micaelita Aránguiz con Bernardo de Meneses, y no habiendo podido asistir, grande fue mi sorpresa cuando supe al día siguiente —la ceremonia debía verificarse a las diez de la noche en casa de la novia— que ésta, al pie mismo del altar, al preguntarle el obispo de San Juan de Acre si recibía a Bernardo por esposo, soltó un «no» claro y
enérgico; y como reiterada con extrañeza la pregunta, se repitiese la negativa, el novio, después de arrostrar un cuarto de hora la situación más ridícula del mundo, tuvo que retirarse, deshaciéndose la reunión y el enlace a la vez
El encaje roto - Emilia Pardo Bazán

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Mensaje por Gretogarbo »

Pido permiso para entregar estos folios a la editorial X con la esperanza de que encuentren a bien publicar esta obra que llegó a mis manos. Su autora es Laura Lumpe, una mujer de la que no sé mucho, salvo que está muerta; algo que, seguramente, les hará declinar el interés. Harían mal, porque en este estudio o novela se ofrece una radiografía de la sociedad de hoy, de tanta gente que no puede dormir.
La importancia de los peces fluorescentes, de Almudena Solana

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Mensaje por magali »

Capítulo uno


—Gale, vamos a llegar tarde —Rachel oyó cómo su voz subía de tono e intentó calmarse tal y como le había enseñado su terapeuta. Pero se rindió tras la primera exhalación. Se apartó de su hijo y se giró hacia su marido que merodeaba en la puerta de la cocina—. Tenemos cita con la directora a las nueve y media, te acuerdas ¿no?
Entre sombras, de Gregg Dunnett. Traducción de M. L. Chacon

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Mensaje por magali »

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Cuando asesinaron en medio de la calle, ante sus propios ojos, al criminal llamado Raskolnikov, lo primero que hizo la lectora fue sorprenderse. Después, se sintió ofendida: Sonja, una prostituta noble y caritativa, le había disparado a Raskolnikov en el corazón.
La sociedad literaria Ojos de Liebre, de Pasi Ilmari Jääskeläinen. Traducción de Tomás González Ahola y Tuula Ahola Rissanen


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Mensaje por Gretogarbo »

Mi padre tomaba grandes tazones de café negro y llevaba siempre camisetas sucias que olían a alquitrán y a mi madre le decía lisonjas cuando quería algo, ternezas como prenda o encanto o princesa, pero voceaba furioso insultándola, llamándola perra asquerosa y cosas peores cuando ella se retardaba, y lo hacía con una voz ofensiva y metálica, agitando sus brazos inmensos, pero mi madre nunca le contestaba, jamás le decía una palabra de réplica, ni siquiera perdía su expresión de gratitud perenne. Recuerdo algunas cosas de mi padre de forma dispersa, aunque no muchas. (...)
El palacio azul de los ingenieros belgas, de Fulgencio Argüelles

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Mensaje por magali »

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El castillo se caía a pedazos, pero a las dos de la madrugada y bajo una luna estéril, Danny no se dio cuenta. Lo que veía presentaba un aspecto francamente robusto: dos torres circulares unidas por un arco y, bajo ese arco, una puerta de hierro que parecía que no se hubiera abierto en trescientos años, o incluso más.

La torre del homenaje, de Jennifer Egan. Traducción de Carles Andreu


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Mensaje por Gretogarbo »

De vuelta en Viena tras una visita a los barrios de la periferia, me vi inmerso de improviso en un chaparrón que, con húmedo látigo, perseguía a la gente obligándola a correr hasta los portales de las casas y otros refugios. Yo mismo busqué también, a toda velocidad, un techo que me amparara. Por fortuna, en Viena le espera a uno en cada esquina un café. De modo que hui al que se encontraba más próximo, con el sombrero que ya goteaba y los hombros empapados. Una vez en el interior, se reveló como el típico café de arrabal, con ese estilo casi esquemático, burgués, de los de la antigua Viena, lleno a rebosar de gente normal que consumía más periódicos que bollería, y sin los artificios tan de última moda en los cafés cantantes que en el centro de la ciudad imitaban a los alemanes. En aquel momento —estaba empezando a oscurecer—, la atmósfera ya de por sí sofocante se veía jaspeada por espesos anillos de humo azul. Y, sin embargo, aquel café daba la impresión de estar limpio, con sus sofás de terciopelo visiblemente nuevo y su caja registradora de aluminio reluciente. Con las prisas no me había molestado en leer el nombre que ponía fuera. Por otro lado, ¿para qué? De modo que me senté en aquel lugar cálido, mirando impaciente a través de los ventanales cubiertos de chorros azules a la espera de que la lluvia, inoportuna, tuviera a bien alejarse un par de kilómetros.
Mendel, el de los libros, de Stefan Zweig (traducción del alemán de Berta Vias Mahou)

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Mensaje por Gretogarbo »

Llegamos a La Sabina pocos días después de que acabara el colegio. Mi madre hizo la maleta con aturdimiento y con rabia. Yo la observaba en silencio, desde un rincón de su dormitorio, con las manos apoyadas en las caderas, sintiendo que debía disculparme, pero sin encontrar la razón para hacerlo. Iban cayendo en el interior de la maleta las bragas de las dos, los sostenes de ella, los bañadores, las camisetas, algún vestido, las zapatillas, las cangrejeras. No te quedes ahí embobada y mete los libros en la mochila. Eran libros de repetidora, porque ya no había forma de salvar el curso. Ni por el conocimiento ni por la actitud. Lo que había en esta cabeza mía era un misterio, por su experiencia sabía que los niños no pueden albergar secretos que les impidan vivir con alegría. Algo así había oído mientras esperaba a mi madre sentada en el banco que había a la puerta de la tutoría. (...)
En la boca del lobo, de Elvira Lindo

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Mensaje por Gretogarbo »

Era la última recepción que daba Lady Windermere, antes de comenzar la temporada primaveral. Los sa­lones de Bentinck-House se hallaban más llenos de invitados que nunca. Acudieron seis ministros, una vez ter­minada la interpelación del speaker, ostentando sus cruces y sus bandas y todas las mujeres bonitas de Lon­dres lucían sus toilettes más elegantes. Al final de la galería de retratos estaba la princesa Sophia de Carlsrühe, una dama gruesa de tipo tártaro, con ojillos negros y unas esmeraldas maravillosas, chapurreando francés con voz muy aguda y riéndose sin mesura de todo cuanto decían.
El crimen de lord Arthur Savile, de Oscar Wilde (traducción de Julio Gómez de la Serna)

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Re: El primer párrafo de...

Mensaje por Gretogarbo »

Era como viajar hacia el centro mismo del sol. Pasaban pitas, chumberas, pueblos como muertos. A veces, naranjeros, huertos grises, filas de palmeras quemadas. Todo el color lo comía la luz.
La insolación, de Carmen Laforet

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El informe que sigue se basa en algunas fuentes secundarias y en tres principales, que se nombran al principio una vez, pero que más tarde no se vuelven a mencionar. Las fuentes principales son atestados policíacos, el abogado doctor Hubert Blorna y el fiscal Peter Hach, compañero de estudios del anterior, quien —de manera confidencial, se entiende— completó el sumario, añadiendo ciertas actuaciones de la autoridad y los resultados de diversas pesquisas. Huelga subrayar que este trabajo tuvo carácter extraoficial, y que sus conclusiones se destinaron exclusivamente a uso privado, porque al fiscal le llegaba al alma el disgusto de su amigo Blorna. Este no encontraba una explicación para todo lo ocurrido y, a pesar de ello, «si lo analizaba bien, no le parecía inexplicable, sino más bien lógico». El caso de Katharina Blum, en vista de la actitud de la acusada y de la difícil posición de su defensor, doctor Blorna, aparecerá, de todos modos, más o menos ficticio, y ciertas pequeñas incorrecciones, como las que cometió Hach, resultan comprensibles e incluso disculpables. No hace falta mencionar aquí las fuentes secundarias, unas de mayor y otras de menor importancia, ya que el mismo informe demostrará sus vínculos, enredos y confusiones, y pondrá de manifiesto la consternación que produjeron.
El honor perdido de Katharina Blum, de Heinrich Böll (traducción de Helene Katendhal)

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Mensaje por Gretogarbo »

Una mañana de enero de 1539, se celebró una boda en el pueblo de Artigue. Esa noche, los dos niños que se habían desposado yacían el uno al lado del otro en la cama, en casa del padre del novio. Se trataba de Bertrande de Rols, de once años, y de Martin Guerre, de la misma edad, descendientes ambos de pudientes familias campesinas tan antiguas, tan feudales y tan orgullosas como cualquiera de las grandes casas señoriales de la Gascuña. Hacía frío en la habitación. Fuera, una fina capa de nieve cubría el suelo rocoso, o apilada en largos bancos poco profundos en las esquinas de las casas, dejaba la tierra desnuda. Pero a mayor altitud se extendía hacia arriba formando grandes mantos y dunas, cubriendo las crestas y ahogando los valles boscosos hacia el pico de La Bacanere y el largo macizo de Burat, y hacia el sur, más allá del largo valle de Luchon, el pico granítico de la Maladeta se alzaba revestido de hielo y nieve. Los pasos hacia España estaban enterrados en la blancura. (...)
La mujer de Martin Guerre, de Janet Lewis (traducción de Antonio Iriarte)

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Ashling
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Re: El primer párrafo de...

Mensaje por Ashling »

Selden se detuvo, sorprendido. En la aglomeración vespertina de la Estación Grand Central, sus ojos acababan de recrearse con la visión de la señorita Lily Bart.


La casa de la alegría, Edith Wharton
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Tatiasha
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Re: El primer párrafo de...

Mensaje por Tatiasha »

En algún lugar en una ciudad meridional, cuyo nombre preferiría no mencionar, me sorprendió, al salir de un estrecho callejón, la visión repentina y soberbia de un edificio de estilo antiguo, rematado por dos formidables torres hasta tal punto de las mismas medidas y forma que a la luz del crepúsculo producían el efecto de ser la una la sombra de la otra. No se trataba de una iglesia, como tampoco parecía haber sido un palacio en otro tiempo. Daba una impresión monacal y, sin embargo, con sus superficies amplias, imponentes, parecía una construcción profana, por supuesto, de una época indeterminada. De modo que, con cortesía, alzando el sombrero, importuné a un ciudadano de rojas mejillas, que en aquel preciso instante tomaba un vaso de vino del color de la paja en la terraza de un pequeño café y le pregunté por el nombre de aquel edificio que se alzaba de manera tan imponente por encima de los bajos tejados a dos aguas. El hombre, sentado plácidamente, levantó la vista sorprendido y, sonriendo despacio y paladeando, me contestó:
Las hermanas - Stefan Zweig
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