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No sólo el poeta y escritor, pero muy especialmente él, demuestra que en una vida hay lugar para varias biografías. Uno tiene experiencias y luego inventa historias que se acomoden a ellas. Son los poetas los que hacen un uso especialmente intenso de este derecho a varias vidas. «La transmigración de las almas», escribe Nooteboom, «no tiene lugar después sino durante la vida».
En 1980, en Nueva York, conocí a un hombre que me prometió que cambiaría mi vida si le daba permiso. Este fue el trato: él me lo contaría todo, todo, con la condición de que quedara en el anonimato, de que nadie supiera que había una relación entre nosotros. En un principio, el acuerdo no parecía gran cosa, pero mi intuición me dijo que él sabía cosas sobre la mentalidad de los hombres que yo ignoraba. Y, por aquel entonces, creía que comprender a los hombres me enseñaría a construir mi propia vida. Me gustó la idea de que nadie supiera que había algo entre nosotros: ni la universidad en la que él daba clases ni la revista para la que yo trabajaba. Ni mi novio, que estaba en Vermont.
No sé si contaros mis sueños. Son sueños viejos, pasados de moda, más propios de un adolescente que de un ciudadano. Son historiados y a la vez precisos, algo despaciosos aunque de gran colorido, como los que podría tener un alma fantasiosa pero en el fondo simple, un alma muy ordenada. Son sueños que acaban cansando un poco, porque quien los sueña despierta siempre antes de su desenlace, como si el impulso onírico quedara agotado en la representación de los pormenores y se desentendiese del resultado, como si la actividad de soñar fuese la única aún ideal y sin objetivo. No conozco, así, el final de mis sueños, y puede ser desconsiderado relatarlos sin estar en condiciones de ofrecer una conclusión ni una enseñanza. Pero a mí me parecen imaginativos y muy intensos. Lo único que puedo añadir en mi descargo es que escribo desde esa forma de duración —ese lugar de mi eternidad— que me ha elegido. El hombre sentimental, de Javier Marías
Recuento 2024 Ayer: Grito nocturno. Borja González
Los asesinos del emperador. Santiago Posteguillo Hoy: Hoy es un buen día para morir. Colo
Soberbia. William Somerset Maugham
Son los dos primeros párrafos, pero los veo necesarios.
La primera vez que el niño Gervasio García de la Lastra experimentó aquellos extraños fenómenos, que los miembros más píos de la familia atribuyeron a causas sobrenaturales y el resto, más escépticos, a puros fenómenos físicos operando sobre una delicada sensibilidad, fue, según consta en los dietarios del coronel de Caballería, ya fallecido, don Felipe Neri Luna (1881-1953), en la velada familiar del sábado 11 de febrero de 1927, aunque, conforme se desprende de esos mismos cuadernos, tres días antes ya se produjeron ciertos indicios, una vez que el pequeño irrumpió como un huracán en el gabinete de su abuelo materno, don León de la Lastra, mientras éste merendaba su habitual chocolate con picatostes, y le preguntó a bocajarro:
— Papá León, ¿puedo ser héroe sin morirme? Madera de héroe, de Miguel Delibes
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Los asesinos del emperador. Santiago Posteguillo Hoy: Hoy es un buen día para morir. Colo
Soberbia. William Somerset Maugham
Agustín Alfaro era lo que se dice un buen chico, hijo único por añadidura y mayores méritos. Había salido así, por las buenas. Nunca dio un quehacer de más a sus padres, ni faltó a clase sin decirlo: no era una lumbrera, ni nadie se lo pedía. La familia era de Segovia, pero todos los recuerdos del mozo eran de Madrid, a donde fue a vivir con los suyos, apenas con uso de razón. El padre, don José María, era representante de comercio. Antes fue panadero pero las cosas no sucedieron como debían; fracasó, entre otras cosas, porque lo que más le gustaba era hablar y beber algunas copas de vino con los amigos y algún que otro día no estuvo la masa a punto en su hora, hubo otros en que la hornada salió quemadilla, sin olvidar un domingo en que se durmió en la artesa de la que tuvieron que sacarle ya casi sin huelgo. Era hombre de buen ver, con fuerte musculatura de la que sacaba no poco orgullo, gran bigote, mucho pelo y muy repartido, alegre y a lo que él mismo decía más bueno que el pan.(...) Las buenas intenciones, de Max Aub
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Soberbia. William Somerset Maugham
El doctor Mendicò, repentinamente, se sintió muy cansado, con las piernas doloridas y un hormigueo en los brazos. Había permanecido en la misma postura durante más de una hora, sosteniendo las manos de la Mennulara entre las suyas, acariciándole los dedos con un movimiento circular y delicado, incesante. Levantó la mano derecha, dejando con la palma abierta sobre la sábana la izquierda, en la que se apoyaban las de la difunta, tibias todavía. La Mennulara, de Simonetta Agnello Hornby (traducción de Carlos Gumpert)
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Soberbia. William Somerset Maugham
Ahora sabemos que el capitán Alegría eligió su propia muerte a ciegas, sin mirar el rostro furibundo del futuro que aguarda a las vidas trazadas al contrario. Eligió entremorir sin pasiones ni aspavientos, sin levantar la voz más allá del momento en que cruzó el campo de batalla, con las manos levantadas lo necesario para no parecer implorante y, ante un enemigo incrédulo, gritar una y otra vez «¡Soy un rendido!». Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez
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Soberbia. William Somerset Maugham
Cuando el tren mixto descendente, núm. 65 (no es preciso nombrar la línea), se detuvo en la pequeña estación situada entre los kilómetros 171 y 172, casi todos los viajeros de segunda y tercera clase se quedaron durmiendo o bostezando dentro de los coches, porque el frío penetrante de la madrugada no convidaba a pasear por el desamparado andén. El único viajero de primera que en el tren venía bajó apresuradamente, y dirigiéndose a los empleados, preguntoles si aquel era el apeadero de Villahorrenda. (Este nombre, como otros muchos que después se verán, es propiedad del autor.) Doña Perfecta, de Benito Pérez Galdós
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Soberbia. William Somerset Maugham
ESCRIBO ESTO A INSTANCIAS DE MI ABOGADO, el señor Andrew Sinclair, quien, desde que me encarcelaron aquí, en Inverness, me ha tratado con un grado de cortesía que no merezco en modo alguno. Mi vida ha sido breve y de escasa consecuencia, y no es mi deseo eximirme de la responsabilidad de los actos que recientemente he cometido. Así pues, no es por otra razón que la de corresponder la amabilidad de mi abogado que consigno estas palabras por escrito.
Venimos de la gran ciudad. Hemos viajado toda la noche. Nuestra madre tiene los ojos rojos. Lleva una caja de cartón grande y nosotros dos una maleta pequeña cada uno con su ropa, además del diccionario grande de nuestro padre, que nos vamos pasando cuando tenemos los brazos cansados. Claus y Lucas, de Agota Kristof (traducción de Ana Herrera y Roser Berdagué)
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Soberbia. William Somerset Maugham
Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido jamás. Yo la miraba desde la ventana mientras ella esperaba junto a la puerta de la escuela como una pordiosera. La habría matado con medio pensamiento. Junto a mí, silenciosos y asustados, desfilaban los padres. Un triste hatajo de perlas falsas y corbatas baratas, venido a recoger a sus hijos defectuosos, escondidos de los ojos de la gente. Al menos ellos se habían tomado la molestia de subir. A mi madre yo le importaba un pimiento, al igual que el hecho de que hubiera conseguido terminar unos estudios.
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Soberbia. William Somerset Maugham
Misteriosos grupos de hombres a caballo recorren los caminos de Grecia. Los campesinos los observan con desconfianza desde sus tierras o desde las puertas de sus cabañas. La experiencia les ha enseñado que solo viaja la gente peligrosa: soldados, mercenarios y traficantes de esclavos. Arrugan la frente y gruñen hasta que los ven hundirse otra vez en el horizonte. No les gustan los forasteros armados.
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Soberbia. William Somerset Maugham