CO 18 - La balsa de Medusa
Publicado: 19 Oct 2018 18:39
LA BALSA DE MEDUSA
Amanece un día más en esta inmensa y terrible superficie, tan cambiante y caprichosa como el viento que la azota. Ya llevamos tres días a la deriva y no hay rastro de tierra por ninguna parte. Ayer, el pequeño Ashlan no aguantó más. A pesar de los desvelos de su madre falleció de hambre y de sed. Ella no ha dejado de llorar con el niño en brazos desde entonces. Tampoco lo logrará si sigue así.
Los hombres se miran a los ojos con el terror tatuado en las pupilas. Los más débiles no llegarán a mañana. Estamos agotados tras tantas horas hacinados en esta inmensa tumba flotante. Ya ni siquiera hablamos entre nosotros. No podemos permitirnos perder una sola gota de saliva en medio de este desierto salado. Las nubes pasan de largo sin soltar una sola gota de agua dulce, aportando una sombra tamizada tan necesaria como efímera. Las observamos con resignación mientras ellas nos ignoran, intentando evitar el mareo que produce levantar la vista.
No puedo cerrar los ojos y recordar los rostros de mi gente, la razón primordial por la cual me hayo aquí ahora, intentando recoger pequeños trozos en la estela de energía de aquella promesa, pero no lo consigo. Intento no marearme, podría ser mi fin. El vómito o incluso un desmallo podrían hacer que me cayera al agua o me deshidratase. Parece que todo se conjura para que mis fuerzas flaqueen.
La costa permanece oculta tras el horizonte. Nuestro destino, esa tierra prometida en la que, dicen, todo es posible. En la que el agua potable está en cada casa, con solo abrir una llave. En la que en cada esquina tienen tiendas llenas de todo alimento que te imagines, fresco y en buen estado. En la que en cada pueblo hay médicos que te cuidan y medicinas que curan.
Han pasado meses desde que partí de la pequeña aldea en la que nací. Esa mañana el sol asomaba tras el horizonte con la promesa de un nuevo día de calor sofocante. Antes de que mis hermanos saliesen a buscar agua al pequeño pozo les hice la promesa a mi madre y a ellos de que ganaría el suficiente dinero en Europa para que pudieran viajar también o, al menos, para que sus vidas mejorasen y los chicos pudieran estudiar en lugar de pasar el día caminando sobre la tierra yerma en busca de pastos para las cabras y agua. Mis hermanos, con sus ojos grandes y oscuros, todavía velados por el sueño, me observaban con una mezcla de admiración, miedo y envidia sana; mi madre simplemente lloraba con la cara entre sus manos callosas y arrugadas. No quería perderme como a mi padre. Soy el mayor ahora y tengo la responsabilidad de cuidar de todos, pero también era consciente de que si me quedaba allí los problemas no tardarían en aparecer. Tarde o temprano los militares me reclamarían, y si me negaba a ir con ellos, mi familia sufriría las consecuencias. El país entero se ha vuelto loco en los últimos meses. Cambios violentos en el gobierno y empresas extranjeras que se instalan junto al rio y traen trabajadores y soldados de fuera. Venden prosperidad y empleo, pero en nuestra aldea todo sigue igual. La sequía, el hambre, la necesidad, la falta de un proyecto de futuro. Todos los avances parecen destinados tan solo a unos pocos. No conozco a nadie que haya conseguido trabajo en esas empresas. El único empleo que ha aumentado es el de la prostitución en las ciudades. Chicas jóvenes que se van de la aldea para no morir de hambre y se sacrifican para que el resto de su familia tenga algo que comer, para que sus hermanas menores no tengan que hacer lo mismo.
No tenía más opción que salir de allí y dejar atrás a mi familia, a mis amigos, mi pequeña casa, la que nosotros mismos habíamos levantado junto con mi padre. Le echo tanto de menos. Él habría encontrado una solución, otra distinta. Siempre lo hacía, siempre aparecía tras días o semanas con una sonrisa en el rostro, cansado y cargado de todo lo que necesitábamos: grano para moler, frutos secos, semillas e incluso alguna herramienta que nos hiciera la vida un poco más fácil… hasta que no volvió de uno de aquellos viajes. Todavía puedo ver sus manos fuertes tirando de las cuerdas que alzaban los travesaños del tejado. Todavía puedo ver sus ojos de trazos limpios y dulces mientras me hablaba de la ciudad, del trabajo, del futuro de nuestra familia lejos de aquel lugar de miseria. Esa inquietud por saber, por mejorar nuestras vidas, por viajar, se instaló en mí, en un lugar cercano al pecho. Creo que, aunque hubiera podido estudiar fuera nunca renegaría de mi país. Mi mayor ambición siempre habría sido intentar mejorar las cosas para que nadie tuviera que hacer este camino, mi camino, por desesperación, necesidad o miedo.
Nunca he sido un hombre religioso ni supersticioso, pero he de confesar que, si bien no he visto demasiadas muestras de la existencia de Dios en mi viaje, sin duda he visto pruebas más que suficientes de la existencia del infierno. La humanidad no lo es, pues entre los hombres abundan las bestias e incluso seres todavía peores, que disfrutan con el dolor ajeno, algo que, en todos los años de mi vida en las tierras áridas nunca había visto entre animales de ningún tipo. He sido testigo de atrocidades que me hacen pensar que el infierno está tras cualquier esquina, que los hombres no lo son en realidad y que el diablo campa a sus anchas en nuestro continente, o quizá, en el mundo.
A veces siento que he abandonado a mi familia entre las sombras, pero ya no hay vuelta atrás. La decisión fue tomada en su día y solo queda afrontar las consecuencias, sean cuales sean. He recorrido kilómetros y más kilómetros de polvo, sed y hambre, de abusos de todo tipo, de enfermedad e incluso de muerte. Creo que solamente la ilusión de cumplir la promesa ha empujado mis piernas para seguir adelante un paso más, y otro, hasta llegar a la penúltima frontera. Allí nos esperaba la intransigencia de un pueblo hermano que no nos aceptaba, que durante todo el trayecto atravesando su país hizo uso y abuso de nosotros de la manera más cruel e insospechada. Escupiéndonos con sus miradas furiosas, deseando que saliésemos de su territorio lo más pronto posible, vejando a mujeres y niños, tratándonos como animales e incluso peor. Nunca me habría imaginado algo así. Hombres como yo odiando sin razón, tratando a sus iguales como a una plaga que hay que erradicar, como si se tratase de ratas que les comieran el grano o el pan de sus hijos. Nunca hemos pedido nada, ni siquiera ayuda, pan o dinero, simplemente respeto y la oportunidad de ganarnos la manutención con nuestras propias manos.
Veo desconfianza y mucho miedo en el hombre. Veo que, cuanto más tiene, más inhumano se vuelve, más egoísta, más desconfiado, más temeroso, más intolerante. Además, no consigo entender la mayor parte de sus necesidades ni muchos de sus problemas. Para mí la vida siempre ha sido mucho más sencilla. Siempre ha sido una cuestión de familia, de clan, de pueblo. La búsqueda del bien común, de la felicidad compartida, de la vida sin hambre ni enfermedad, del bienestar familiar ,de la vida a través del respeto por los demás.
Tras varias semanas recorriendo esas tierras hostiles llegamos por fin al mar, a esa inmensa extensión de agua que representaba la última etapa, la culminación de nuestro viaje. El fin de un desierto de arena, calor y odio. Nadie esperaba un nuevo desierto todavía peor. Creo que tan solo unos pocos de los que esperábamos el barco sabía nadar y casi ninguno habíamos visto en mar antes. El hecho de enfrentarnos al peligro de la travesía nos creaba tal ansiedad que muchos de nosotros no éramos capaces de mantener alimento alguno en nuestro interior. Algo que ha posteriori sería fatal para muchos.
Embarcamos con esa mezcla de ilusión y miedo, en la que, en mi caso, la segunda componente ganaba por goleada a la primera. De repente la ilusión comenzaba a desvanecerse escurriéndose entre los dedos como el humo de un cigarro y dejando el mismo regusto amargo de miedo e incertidumbre. Aquellos hombres que nos trataban como a ganado no eran de fiar. Todos sabíamos eso, pero nadie quería mirar atrás, nadie quería desandar el camino y llegar de nuevo al hogar con las manos vacías. No podíamos fallarles a los nuestros, éramos su única esperanza.
Según nos iban indicando subíamos a aquella miserable barcaza aprovechando cualquier hueco de metal o madera visible para acomodarnos como buenamente podíamos… hasta que no hubo metal y madera a la vista. Tan solo una cantidad ingente de hombres, mujeres y niños apiñados con el rostro lívido por el miedo y la angustia, por la falta de espacio incluso para llenar los pulmones de aire fresco del mar sazonado de sudor, orines y heces a las pocas horas de partir. Escuchando el lamento continuo del pequeño motor que apenas era capaz de mover aquella mole de carne humana en medio de un mar picado. En medio de la noche y sin aviso previo, iluminados por la luna y las estrellas, el sonido cesó con un estertor final. Era el fin a una agonía que había durado horas y que condenaba al exhausto pasaje a deambular por aguas profundas a merced del viento y las mareas.
Con el paso de las horas se fueron abriendo huecos entre el pasaje. No podíamos permitirnos la falta de espacio ni el olor de los cadáveres de nuestros compañeros, pues ya teníamos más que suficiente con el de sus fluidos y residuos. Los dejábamos boyando a su suerte bajo un manto de luz blanquecina que forjaba destellos dorados sobre el mar, o entre la oscuridad, bajo un manto de estrellas que les alumbrara a sus almas el camino de regreso al hogar. Sus familias jamás sabrán nada de ellos, permanecán en vilo a la espera de noticias o del necesario dinero que jamás llegará, mientras sus cuerpos languidecen de hambre y angustia.
A uno de los chicos le ha parecido ver algo en el horizonte, pero nadie más lo ha corroborado. Tras la excitación inicial hemos vuelto a sentarnos, algo más cansados e incómodos. Tiempo más tarde lo hemos visto todos. Una mancha de color rojo entre el mar y el cielo. Nos hemos puesto a gritar, en pie y moviendo nuestros debilitados brazos para que nos vieran, derrochando los últimos restos de energía. Luego la mancha desapareció de nuevo. Durante un largo rato permanecimos quietos y sentados, intercambiando miradas interrogantes, suplicantes, desesperadas. Dos de los hombres ya no volvieron a levantarse. Se acurrucaron contra las paredes de la barcaza y se transformaron en estatuas de sal. Sus cuerpos palidecieron poco tiempo después, pero nadie tenía ya fuerzas para arrojarlos por la borda. Su visión era hipnótica como una visión del futuro. Entonces lo vimos. Estaba todavía muy lejos, pero reconocimos un barco gris y grande que se acercaba a nosotros. Las sonrisas afloraron a nuestros rostros, débiles como una mueca forzada, algún otro compañero se dejó llevar por el cansancio y se tumbo como pudo. Yo, sinceramente, no se que pasó. Recuerdo un zumbido, golpes y voces. Luego nada más… hasta hoy.
He abierto los ojos y la luz me ha hecho daño. No sé cuánto tiempo llevo aquí, pero sigo en el mar. El barco es rojo y no hay nadie más de mis compañeros alrededor. Entre el zumbido que resuena en mi cabeza oigo algo parecido a voces, aunque no las entiendo, ni siquiera sé si lo son. Una mujer vestida de rojo y blanco se acerca y me dice algo, lo sé porque mueve los labios, pero no lo escucho. Se lo hago saber con señas y ella afirma frunciendo el ceño y la boca. Me deja una botella de agua y se va. Bebo a sorbos pequeños. Me es imposible hacerlo de otra forma. En barco arranca los motores y me incorporo hasta apoyar la espalda contra una pared. Observo la estela que el barco dibuja en el mar pero entre la espuma y las olas distingo los restos de mis compañeros entre trozos de madera y escombro.
Amanece un día más en esta inmensa y terrible superficie, tan cambiante y caprichosa como el viento que la azota. Ya llevamos tres días a la deriva y no hay rastro de tierra por ninguna parte. Ayer, el pequeño Ashlan no aguantó más. A pesar de los desvelos de su madre falleció de hambre y de sed. Ella no ha dejado de llorar con el niño en brazos desde entonces. Tampoco lo logrará si sigue así.
Los hombres se miran a los ojos con el terror tatuado en las pupilas. Los más débiles no llegarán a mañana. Estamos agotados tras tantas horas hacinados en esta inmensa tumba flotante. Ya ni siquiera hablamos entre nosotros. No podemos permitirnos perder una sola gota de saliva en medio de este desierto salado. Las nubes pasan de largo sin soltar una sola gota de agua dulce, aportando una sombra tamizada tan necesaria como efímera. Las observamos con resignación mientras ellas nos ignoran, intentando evitar el mareo que produce levantar la vista.
No puedo cerrar los ojos y recordar los rostros de mi gente, la razón primordial por la cual me hayo aquí ahora, intentando recoger pequeños trozos en la estela de energía de aquella promesa, pero no lo consigo. Intento no marearme, podría ser mi fin. El vómito o incluso un desmallo podrían hacer que me cayera al agua o me deshidratase. Parece que todo se conjura para que mis fuerzas flaqueen.
La costa permanece oculta tras el horizonte. Nuestro destino, esa tierra prometida en la que, dicen, todo es posible. En la que el agua potable está en cada casa, con solo abrir una llave. En la que en cada esquina tienen tiendas llenas de todo alimento que te imagines, fresco y en buen estado. En la que en cada pueblo hay médicos que te cuidan y medicinas que curan.
Han pasado meses desde que partí de la pequeña aldea en la que nací. Esa mañana el sol asomaba tras el horizonte con la promesa de un nuevo día de calor sofocante. Antes de que mis hermanos saliesen a buscar agua al pequeño pozo les hice la promesa a mi madre y a ellos de que ganaría el suficiente dinero en Europa para que pudieran viajar también o, al menos, para que sus vidas mejorasen y los chicos pudieran estudiar en lugar de pasar el día caminando sobre la tierra yerma en busca de pastos para las cabras y agua. Mis hermanos, con sus ojos grandes y oscuros, todavía velados por el sueño, me observaban con una mezcla de admiración, miedo y envidia sana; mi madre simplemente lloraba con la cara entre sus manos callosas y arrugadas. No quería perderme como a mi padre. Soy el mayor ahora y tengo la responsabilidad de cuidar de todos, pero también era consciente de que si me quedaba allí los problemas no tardarían en aparecer. Tarde o temprano los militares me reclamarían, y si me negaba a ir con ellos, mi familia sufriría las consecuencias. El país entero se ha vuelto loco en los últimos meses. Cambios violentos en el gobierno y empresas extranjeras que se instalan junto al rio y traen trabajadores y soldados de fuera. Venden prosperidad y empleo, pero en nuestra aldea todo sigue igual. La sequía, el hambre, la necesidad, la falta de un proyecto de futuro. Todos los avances parecen destinados tan solo a unos pocos. No conozco a nadie que haya conseguido trabajo en esas empresas. El único empleo que ha aumentado es el de la prostitución en las ciudades. Chicas jóvenes que se van de la aldea para no morir de hambre y se sacrifican para que el resto de su familia tenga algo que comer, para que sus hermanas menores no tengan que hacer lo mismo.
No tenía más opción que salir de allí y dejar atrás a mi familia, a mis amigos, mi pequeña casa, la que nosotros mismos habíamos levantado junto con mi padre. Le echo tanto de menos. Él habría encontrado una solución, otra distinta. Siempre lo hacía, siempre aparecía tras días o semanas con una sonrisa en el rostro, cansado y cargado de todo lo que necesitábamos: grano para moler, frutos secos, semillas e incluso alguna herramienta que nos hiciera la vida un poco más fácil… hasta que no volvió de uno de aquellos viajes. Todavía puedo ver sus manos fuertes tirando de las cuerdas que alzaban los travesaños del tejado. Todavía puedo ver sus ojos de trazos limpios y dulces mientras me hablaba de la ciudad, del trabajo, del futuro de nuestra familia lejos de aquel lugar de miseria. Esa inquietud por saber, por mejorar nuestras vidas, por viajar, se instaló en mí, en un lugar cercano al pecho. Creo que, aunque hubiera podido estudiar fuera nunca renegaría de mi país. Mi mayor ambición siempre habría sido intentar mejorar las cosas para que nadie tuviera que hacer este camino, mi camino, por desesperación, necesidad o miedo.
Nunca he sido un hombre religioso ni supersticioso, pero he de confesar que, si bien no he visto demasiadas muestras de la existencia de Dios en mi viaje, sin duda he visto pruebas más que suficientes de la existencia del infierno. La humanidad no lo es, pues entre los hombres abundan las bestias e incluso seres todavía peores, que disfrutan con el dolor ajeno, algo que, en todos los años de mi vida en las tierras áridas nunca había visto entre animales de ningún tipo. He sido testigo de atrocidades que me hacen pensar que el infierno está tras cualquier esquina, que los hombres no lo son en realidad y que el diablo campa a sus anchas en nuestro continente, o quizá, en el mundo.
A veces siento que he abandonado a mi familia entre las sombras, pero ya no hay vuelta atrás. La decisión fue tomada en su día y solo queda afrontar las consecuencias, sean cuales sean. He recorrido kilómetros y más kilómetros de polvo, sed y hambre, de abusos de todo tipo, de enfermedad e incluso de muerte. Creo que solamente la ilusión de cumplir la promesa ha empujado mis piernas para seguir adelante un paso más, y otro, hasta llegar a la penúltima frontera. Allí nos esperaba la intransigencia de un pueblo hermano que no nos aceptaba, que durante todo el trayecto atravesando su país hizo uso y abuso de nosotros de la manera más cruel e insospechada. Escupiéndonos con sus miradas furiosas, deseando que saliésemos de su territorio lo más pronto posible, vejando a mujeres y niños, tratándonos como animales e incluso peor. Nunca me habría imaginado algo así. Hombres como yo odiando sin razón, tratando a sus iguales como a una plaga que hay que erradicar, como si se tratase de ratas que les comieran el grano o el pan de sus hijos. Nunca hemos pedido nada, ni siquiera ayuda, pan o dinero, simplemente respeto y la oportunidad de ganarnos la manutención con nuestras propias manos.
Veo desconfianza y mucho miedo en el hombre. Veo que, cuanto más tiene, más inhumano se vuelve, más egoísta, más desconfiado, más temeroso, más intolerante. Además, no consigo entender la mayor parte de sus necesidades ni muchos de sus problemas. Para mí la vida siempre ha sido mucho más sencilla. Siempre ha sido una cuestión de familia, de clan, de pueblo. La búsqueda del bien común, de la felicidad compartida, de la vida sin hambre ni enfermedad, del bienestar familiar ,de la vida a través del respeto por los demás.
Tras varias semanas recorriendo esas tierras hostiles llegamos por fin al mar, a esa inmensa extensión de agua que representaba la última etapa, la culminación de nuestro viaje. El fin de un desierto de arena, calor y odio. Nadie esperaba un nuevo desierto todavía peor. Creo que tan solo unos pocos de los que esperábamos el barco sabía nadar y casi ninguno habíamos visto en mar antes. El hecho de enfrentarnos al peligro de la travesía nos creaba tal ansiedad que muchos de nosotros no éramos capaces de mantener alimento alguno en nuestro interior. Algo que ha posteriori sería fatal para muchos.
Embarcamos con esa mezcla de ilusión y miedo, en la que, en mi caso, la segunda componente ganaba por goleada a la primera. De repente la ilusión comenzaba a desvanecerse escurriéndose entre los dedos como el humo de un cigarro y dejando el mismo regusto amargo de miedo e incertidumbre. Aquellos hombres que nos trataban como a ganado no eran de fiar. Todos sabíamos eso, pero nadie quería mirar atrás, nadie quería desandar el camino y llegar de nuevo al hogar con las manos vacías. No podíamos fallarles a los nuestros, éramos su única esperanza.
Según nos iban indicando subíamos a aquella miserable barcaza aprovechando cualquier hueco de metal o madera visible para acomodarnos como buenamente podíamos… hasta que no hubo metal y madera a la vista. Tan solo una cantidad ingente de hombres, mujeres y niños apiñados con el rostro lívido por el miedo y la angustia, por la falta de espacio incluso para llenar los pulmones de aire fresco del mar sazonado de sudor, orines y heces a las pocas horas de partir. Escuchando el lamento continuo del pequeño motor que apenas era capaz de mover aquella mole de carne humana en medio de un mar picado. En medio de la noche y sin aviso previo, iluminados por la luna y las estrellas, el sonido cesó con un estertor final. Era el fin a una agonía que había durado horas y que condenaba al exhausto pasaje a deambular por aguas profundas a merced del viento y las mareas.
Con el paso de las horas se fueron abriendo huecos entre el pasaje. No podíamos permitirnos la falta de espacio ni el olor de los cadáveres de nuestros compañeros, pues ya teníamos más que suficiente con el de sus fluidos y residuos. Los dejábamos boyando a su suerte bajo un manto de luz blanquecina que forjaba destellos dorados sobre el mar, o entre la oscuridad, bajo un manto de estrellas que les alumbrara a sus almas el camino de regreso al hogar. Sus familias jamás sabrán nada de ellos, permanecán en vilo a la espera de noticias o del necesario dinero que jamás llegará, mientras sus cuerpos languidecen de hambre y angustia.
A uno de los chicos le ha parecido ver algo en el horizonte, pero nadie más lo ha corroborado. Tras la excitación inicial hemos vuelto a sentarnos, algo más cansados e incómodos. Tiempo más tarde lo hemos visto todos. Una mancha de color rojo entre el mar y el cielo. Nos hemos puesto a gritar, en pie y moviendo nuestros debilitados brazos para que nos vieran, derrochando los últimos restos de energía. Luego la mancha desapareció de nuevo. Durante un largo rato permanecimos quietos y sentados, intercambiando miradas interrogantes, suplicantes, desesperadas. Dos de los hombres ya no volvieron a levantarse. Se acurrucaron contra las paredes de la barcaza y se transformaron en estatuas de sal. Sus cuerpos palidecieron poco tiempo después, pero nadie tenía ya fuerzas para arrojarlos por la borda. Su visión era hipnótica como una visión del futuro. Entonces lo vimos. Estaba todavía muy lejos, pero reconocimos un barco gris y grande que se acercaba a nosotros. Las sonrisas afloraron a nuestros rostros, débiles como una mueca forzada, algún otro compañero se dejó llevar por el cansancio y se tumbo como pudo. Yo, sinceramente, no se que pasó. Recuerdo un zumbido, golpes y voces. Luego nada más… hasta hoy.
He abierto los ojos y la luz me ha hecho daño. No sé cuánto tiempo llevo aquí, pero sigo en el mar. El barco es rojo y no hay nadie más de mis compañeros alrededor. Entre el zumbido que resuena en mi cabeza oigo algo parecido a voces, aunque no las entiendo, ni siquiera sé si lo son. Una mujer vestida de rojo y blanco se acerca y me dice algo, lo sé porque mueve los labios, pero no lo escucho. Se lo hago saber con señas y ella afirma frunciendo el ceño y la boca. Me deja una botella de agua y se va. Bebo a sorbos pequeños. Me es imposible hacerlo de otra forma. En barco arranca los motores y me incorporo hasta apoyar la espalda contra una pared. Observo la estela que el barco dibuja en el mar pero entre la espuma y las olas distingo los restos de mis compañeros entre trozos de madera y escombro.