CP XIV - El cuaderno de vida - Mister_Sogad
Publicado: 18 Abr 2019 14:34
EL CUADERNO DE VIDA
Me había quedado helado mientras esperaba fuera de la cafetería. Con los dedos congelados había respondido con evasivas los mensajes de Sara en el móvil mientras ella trataba de sonsacarme si la estaba esperando fuera o si, por el contrario, había sido lo suficientemente sensato para estar caliente frente a una taza de café. Me conocía ya demasiado, lo que me inquietaba y a la vez fascinaba.
Entré finalmente y me senté en una mesa cercana al amplio ventanal. Con suerte podría verla llegar. Una solícita camarera reparó en mí, pero le señalé con un gesto que aún no había decidido qué tomar. De alguna manera mi mirada persiguió la apretada coleta de la chica cuando se alejaba y entonces capté la entrada de Sara.
Sonreí, estaba tapada hasta la nariz y se iba desprendiendo de ropa conforme se acercaba a la mesa. La enorme bufanda rosada dio paso a su rostro delgado y el gorro blanco liberó la ondulada cabellera de reflejos dorados. Me levanté cuando llegó a la mesa y se desprendía de los guantes. Un beso rápido, mientras me miraba algo nerviosa, precedió al vuelo del pesado abrigo beige que quedó doblado sobre una silla libre. Su figura estilizada estaba ceñida con un suéter blanco y unos pantalones granates.
—Estoy muy flaca, ya lo sé —fueron sus primeras palabras.
—Estas increíble —le solté tras un suspiro y una teatral mirada al cielo rematada por una sonrisa. También yo la conocía mucho ya.
Nos quedamos mirándonos un rato. A veces sucedía, llevábamos saliendo cerca de tres meses y desde el principio nos calamos el uno al otro. Ambos éramos muy observadores y detallistas. Cada vez que quedábamos, por ejemplo, nuestros ojos viajaban sobre el cuerpo del otro con ligereza, pero anotando cada detalle sin pasar nada por alto. El destino último era el rostro, ahí el repaso se hacía menos ligero y más generoso. Las primeras veces descubrí lo que habían sentido las otras chicas que habían pasado por mi vida y que de vez en cuando me habían echado en cara mi aguda mirada. Nunca antes me había sentido tan expuesto. Y, sin embargo, eso también me había liberado, era algo que no tenía que explicar, esconder o con lo que tener cuidado.
Hoy Sara tenía uno de esos días apagados, sonreía con suavidad, pero sus ojos mostraban cierta tristeza. Ella siempre lo achacaba al cansancio, algo a lo que recurría a menudo. Somos muy abiertos entre nosotros, hablamos de todo y la sensación de conocernos de toda la vida había estado siempre ahí. A pesar de todo había temas que eran un misterio para mí, como quizá le sucediera a ella con alguna de mis manías. Es una de las chicas más activas que he conocido en mi vida, y tiene un aguante físico que me había hecho sonrojar en muchas ocasiones ya. A mí, que siempre me he sentido satisfecho con mi estado de forma. Así que lo del cansancio pasó a formar parte de aquellas cosas que eran así porque sí, y ya está.
La pizpireta camarera rompió por un momento nuestro ritual y la alejamos tras pedir con rapidez. En ese momento descubrí algo en la mirada de Sara. Su sonrisa se ensanchó y apagó en un abrir y cerrar de ojos y echó mano a su bolso para sacar un cuaderno de piel, del tamaño de medio folio. Lo puso entre ambos y, mientras mantenía las dos manos sobre él, me miró fijamente, cogió aire y entreabrió la boca. No dio tiempo a salir ninguna palabra pues una lágrima empezó a resbalar por su mejilla izquierda y de inmediato se tapó los labios y desvió la cara a un lado.
—¿Sara? —Pregunté preocupado.
—Perdona, pensé que… —el nudo en la garganta se hizo más que evidente.
Empecé a sentir algo raro en el estómago y cómo se me secaba la boca. Mi mano voló para tratar de acariciar la que aún permanecía de centinela sobre el cuaderno, pero apenas mis dedos la rozaron la apartó e hizo el gesto de que me detuviera. Me paralicé. Mientras, ella rebuscaba en el bolso para sacar un pañuelo y seguía esforzándose por eludir mi mirada. En mi cabeza empezó a tomar forma una idea. Algo frío y desagradable que pensaba haber dejado atrás, hacía casi tres meses.
—Sara, ¿he hecho…?
—Espera, por favor —musitó por lo bajo.
Asentí y me replegué en el respaldo de la silla. Permanecí rígido y, ahora sí, dejé que mis ojos se despegaran de ella. El cuaderno seguía ahí, la piel debía ser de imitación, pero tenía esa sensación de calidez de ésta. Era de un marrón vivo, con los bordes y las esquinas desvaídos del uso, hacia la mitad estaba ceñido por una goma elástica del mismo color, que lo mantenía apretadamente cerrado. Era liso, en su superficie no había ningún grabado o dibujo, tan solo un puñado de arañazos rebeldes apenas visibles. A Sara le gustaba escribir y, en mi opinión, era bastante buena. Había sido algo difícil convencerla para que me dejara leer las historias que creaba, pero al final lo había conseguido, no todas, claro, pero sí las que ella consideraba “pasables”.
Tardó un poco más de la cuenta en deslizar el pañuelo por sus ojos, luego lo mantuvo apretado con fuerza en la mano. Regresó la sonrisa, aunque parecía más bien una mueca desvaída. Aspiró y expulsó el aire despacio. Finalmente, nuestros ojos se encontraron y, por primera vez, su mirada me resultó extraña.
—Quiero… quisiera darte esto —dijo acariciando el cuaderno.
—¿Qué pasa, Sara? —ni siquiera le eché una ojeada a aquel objeto.
—Lo empecé cuando nos conocimos. ¿Sabes qué es un cuaderno de viajes? —ella también pasaba por alto mi pregunta.
Antes de que volviera a mentar su nombre compuso una expresión muy seria en su rostro y me quedé callado.
—Un cuaderno de viajes es como un diario en el que vas anotando el día a día de un viaje que estas realizando —continuó —. En él apuntas tus experiencias, tus pensamientos, o lo que quieras, incluso fotos o dibujos. De manera que cuando vuelves a casa y pasa cierto tiempo puedes recordar los momentos que viviste en ese viaje gracias al cuaderno.
Ahora su mano parecía repasar la textura de aquella piel amarronada con suavidad. El silencio se alargó hasta que la camarera nos puso delante las tazas y se marchó tras una media sonrisa.
—Aquí he ido anotando lo que me iba sucediendo al conocerte —su voz se iba atenuando—. Ha sido un viaje muy bonito.
—¿Estamos…? ¿Estamos cortando? —pregunté con un nudo en el estómago.
Ella enfrentó mi mirada tan solo un momento, luego la bajó y dejó que su pelo se derramara enmarcando su rostro. Vi cómo sus labios se movían, pero no alcancé a escuchar nada. No importaba, el suave asentimiento me golpeó las entrañas.
—¿Por qué? —alcancé a musitar.
—Hay algo que no he querido contarte hasta ahora. Pero prométeme que no vas a odiarme.
No sabía qué decir, mi mente era un torbellino. Mantuve los labios apretados. En su cara se reflejó entonces una pena enorme. Esta vez dejó que las lágrimas recorrieran libremente las mejillas hasta perderse en el cuello apenas visible.
—Como he dicho esto es como un cuaderno de viajes. De hecho, lo nuestro ha sido un viaje que sabía que querría atesorar desde que nos tropezamos en la parada del autobús aquella tarde.
Poco a poco su voz iba adquiriendo un tono sereno.
—En otras circunstancias lo guardaría solo para mí. Este y el resto que fuera escribiendo.
Una idea acabó prendiendo en mi mente. No es que no me amara, no es que yo hubiera hecho algo malo, no es que se hubiera dado cuenta que ella podía estar con alguien mejor, como estúpidamente estuve temiendo las primeras semanas de salir con ella. Era… otra cosa.
—¿Qué te pasa, Sara?
—Pero yo no sé si podré leerlo en otro momento y no tiene sentido que lo guarde —volvía a hacer como si no me hubiera escuchado —. Así que he decidido que lo tengas tú. Así podrás recordarme mejor.
—¿Qué está pasando? No entiendo nada. ¿Te vas a alguna parte? —sin darme cuenta mi tono se había vuelto algo estridente, posiblemente mi mente había dado con otra posibilidad que no estaba dispuesto a decir en voz alta.
Me mostró una expresión desencajada que hizo saltar todas mis alarmas. Se había puesto pálida y mostraba los dientes apretados entre los labios entreabiertos. Ya no me miraba directamente, ahora sus ojos parecían perdidos en algo por encima de mi cabeza. Esta vez sí pude atrapar una de sus manos y la atraje hacia mí.
—¡Sara! —elevé la voz lo suficiente para volver a recuperar su atención.
Me miró de nuevo y trató de liberar su mano, pero sin mucho esfuerzo.
—No me odies.
—No voy a hacerlo. Dime qué pasa, por favor.
En ese momento me relató que tenía una enfermedad difícil de curar, un tipo de cáncer que trató de explicarme muy vagamente, y que en apenas una semana tratarían de quitarle con un tratamiento agresivo. Las palabras quimioterapia y dolor aparecieron unas cuantas veces y me erizaron la piel otras tantas. En todo momento intentó suavizar lo que narraba, pero en su rostro no podía ocultarse ya la angustia que lo asolaba.
Hacia la mitad de la historia comenzó a acariciar mi mano de modo mecánico, luego fue suavizando el gesto hasta que al acabar de hablar me sorprendió tratando de acercársela a los labios. No pude evitar retirarla, despacio, pero con firmeza. La angustia se acentuó en su cara.
—No te odio, ¿de acuerdo? Pero, ¿por qué quieres alejarme de ti? —ni yo mismo entendía por qué empezaba a sentir rabia por dentro.
—No quiero que veas lo que me va a pasar. No quiero… no quiero atarte a mí si ni siquiera sé si saldré de esta.
—Pero… —traté de reducir la ira encendida en mi interior —. ¿Ya lo sabías? Cuando nos conocimos, ¿esto ya sabías qué te pasaba? —no lo lograba.
—Quizá sí que merezca tu odio…
—Sara…
—…dejé que te enamoraras de mí. Pero te quiero tanto…
Y se derrumbó, delante mío. Comenzó a sollozar sin descanso, sus hombros saltando arriba y abajo. Me levanté, me arrodillé a su lado y empecé a acariciarle el brazo. No estaba seguro de qué debía hacer, solo quería apretarla contra mí. No sé cuánto tiempo debió pasar, en algún momento una voz femenina nos ofreció un vaso de agua, pero dejamos que la pregunta muriera en el aire y nos dejó solos de nuevo.
Cuando Sara se calmó me ofreció unos ojos hinchados y una nariz sonrojada. Yo le ofrecí un fugaz beso en los labios. Nuestras frentes se tocaron y empezamos a hablar en susurros.
—No puedo ofrecerte esto —me dijo.
—Déjame intentarlo al menos.
—Será… será horrible, desagradable.
—De acuerdo.
—Puede que no sea yo misma la mayor parte del tiempo.
—De acuerdo.
—No puedo…
—No me quedaré si no quiero quedarme. ¿Entiendes?
—Entonces… si no va bien te vas, ¿de acuerdo? No te quedes solo porque te sientas obligado.
—Claro que no, tranquila.
Por fin apareció una sonrisa real en su boca. Tímida, pero ahí estaba. Me erguí y regresé a mi asiento. Nos miramos un largo rato hasta que, como puestos de acuerdo, ambos miramos el cuaderno entre nosotros.
—Quédatelo. Pase lo que pase —me dijo con firmeza.
La miré y luego acaricié la tapa de piel por primera vez. Por un momento tuve la tentación de convencerla para que volviera a meterlo en su bolso y olvidara el tema, pero ahora fue su mano la que se colocó sobre la mía y apretó.
—De acuerdo, me lo quedaré. Pero lo leeremos juntos cuando pase todo —le lancé a modo de desafío.
Ella compuso una expresión tan tierna y cariñosa que sentí como la sangre se agolpaba en mi rostro. Asintió lentamente y volvimos a mirarnos como siempre lo hacíamos.
Me había quedado helado mientras esperaba fuera de la cafetería. Con los dedos congelados había respondido con evasivas los mensajes de Sara en el móvil mientras ella trataba de sonsacarme si la estaba esperando fuera o si, por el contrario, había sido lo suficientemente sensato para estar caliente frente a una taza de café. Me conocía ya demasiado, lo que me inquietaba y a la vez fascinaba.
Entré finalmente y me senté en una mesa cercana al amplio ventanal. Con suerte podría verla llegar. Una solícita camarera reparó en mí, pero le señalé con un gesto que aún no había decidido qué tomar. De alguna manera mi mirada persiguió la apretada coleta de la chica cuando se alejaba y entonces capté la entrada de Sara.
Sonreí, estaba tapada hasta la nariz y se iba desprendiendo de ropa conforme se acercaba a la mesa. La enorme bufanda rosada dio paso a su rostro delgado y el gorro blanco liberó la ondulada cabellera de reflejos dorados. Me levanté cuando llegó a la mesa y se desprendía de los guantes. Un beso rápido, mientras me miraba algo nerviosa, precedió al vuelo del pesado abrigo beige que quedó doblado sobre una silla libre. Su figura estilizada estaba ceñida con un suéter blanco y unos pantalones granates.
—Estoy muy flaca, ya lo sé —fueron sus primeras palabras.
—Estas increíble —le solté tras un suspiro y una teatral mirada al cielo rematada por una sonrisa. También yo la conocía mucho ya.
Nos quedamos mirándonos un rato. A veces sucedía, llevábamos saliendo cerca de tres meses y desde el principio nos calamos el uno al otro. Ambos éramos muy observadores y detallistas. Cada vez que quedábamos, por ejemplo, nuestros ojos viajaban sobre el cuerpo del otro con ligereza, pero anotando cada detalle sin pasar nada por alto. El destino último era el rostro, ahí el repaso se hacía menos ligero y más generoso. Las primeras veces descubrí lo que habían sentido las otras chicas que habían pasado por mi vida y que de vez en cuando me habían echado en cara mi aguda mirada. Nunca antes me había sentido tan expuesto. Y, sin embargo, eso también me había liberado, era algo que no tenía que explicar, esconder o con lo que tener cuidado.
Hoy Sara tenía uno de esos días apagados, sonreía con suavidad, pero sus ojos mostraban cierta tristeza. Ella siempre lo achacaba al cansancio, algo a lo que recurría a menudo. Somos muy abiertos entre nosotros, hablamos de todo y la sensación de conocernos de toda la vida había estado siempre ahí. A pesar de todo había temas que eran un misterio para mí, como quizá le sucediera a ella con alguna de mis manías. Es una de las chicas más activas que he conocido en mi vida, y tiene un aguante físico que me había hecho sonrojar en muchas ocasiones ya. A mí, que siempre me he sentido satisfecho con mi estado de forma. Así que lo del cansancio pasó a formar parte de aquellas cosas que eran así porque sí, y ya está.
La pizpireta camarera rompió por un momento nuestro ritual y la alejamos tras pedir con rapidez. En ese momento descubrí algo en la mirada de Sara. Su sonrisa se ensanchó y apagó en un abrir y cerrar de ojos y echó mano a su bolso para sacar un cuaderno de piel, del tamaño de medio folio. Lo puso entre ambos y, mientras mantenía las dos manos sobre él, me miró fijamente, cogió aire y entreabrió la boca. No dio tiempo a salir ninguna palabra pues una lágrima empezó a resbalar por su mejilla izquierda y de inmediato se tapó los labios y desvió la cara a un lado.
—¿Sara? —Pregunté preocupado.
—Perdona, pensé que… —el nudo en la garganta se hizo más que evidente.
Empecé a sentir algo raro en el estómago y cómo se me secaba la boca. Mi mano voló para tratar de acariciar la que aún permanecía de centinela sobre el cuaderno, pero apenas mis dedos la rozaron la apartó e hizo el gesto de que me detuviera. Me paralicé. Mientras, ella rebuscaba en el bolso para sacar un pañuelo y seguía esforzándose por eludir mi mirada. En mi cabeza empezó a tomar forma una idea. Algo frío y desagradable que pensaba haber dejado atrás, hacía casi tres meses.
—Sara, ¿he hecho…?
—Espera, por favor —musitó por lo bajo.
Asentí y me replegué en el respaldo de la silla. Permanecí rígido y, ahora sí, dejé que mis ojos se despegaran de ella. El cuaderno seguía ahí, la piel debía ser de imitación, pero tenía esa sensación de calidez de ésta. Era de un marrón vivo, con los bordes y las esquinas desvaídos del uso, hacia la mitad estaba ceñido por una goma elástica del mismo color, que lo mantenía apretadamente cerrado. Era liso, en su superficie no había ningún grabado o dibujo, tan solo un puñado de arañazos rebeldes apenas visibles. A Sara le gustaba escribir y, en mi opinión, era bastante buena. Había sido algo difícil convencerla para que me dejara leer las historias que creaba, pero al final lo había conseguido, no todas, claro, pero sí las que ella consideraba “pasables”.
Tardó un poco más de la cuenta en deslizar el pañuelo por sus ojos, luego lo mantuvo apretado con fuerza en la mano. Regresó la sonrisa, aunque parecía más bien una mueca desvaída. Aspiró y expulsó el aire despacio. Finalmente, nuestros ojos se encontraron y, por primera vez, su mirada me resultó extraña.
—Quiero… quisiera darte esto —dijo acariciando el cuaderno.
—¿Qué pasa, Sara? —ni siquiera le eché una ojeada a aquel objeto.
—Lo empecé cuando nos conocimos. ¿Sabes qué es un cuaderno de viajes? —ella también pasaba por alto mi pregunta.
Antes de que volviera a mentar su nombre compuso una expresión muy seria en su rostro y me quedé callado.
—Un cuaderno de viajes es como un diario en el que vas anotando el día a día de un viaje que estas realizando —continuó —. En él apuntas tus experiencias, tus pensamientos, o lo que quieras, incluso fotos o dibujos. De manera que cuando vuelves a casa y pasa cierto tiempo puedes recordar los momentos que viviste en ese viaje gracias al cuaderno.
Ahora su mano parecía repasar la textura de aquella piel amarronada con suavidad. El silencio se alargó hasta que la camarera nos puso delante las tazas y se marchó tras una media sonrisa.
—Aquí he ido anotando lo que me iba sucediendo al conocerte —su voz se iba atenuando—. Ha sido un viaje muy bonito.
—¿Estamos…? ¿Estamos cortando? —pregunté con un nudo en el estómago.
Ella enfrentó mi mirada tan solo un momento, luego la bajó y dejó que su pelo se derramara enmarcando su rostro. Vi cómo sus labios se movían, pero no alcancé a escuchar nada. No importaba, el suave asentimiento me golpeó las entrañas.
—¿Por qué? —alcancé a musitar.
—Hay algo que no he querido contarte hasta ahora. Pero prométeme que no vas a odiarme.
No sabía qué decir, mi mente era un torbellino. Mantuve los labios apretados. En su cara se reflejó entonces una pena enorme. Esta vez dejó que las lágrimas recorrieran libremente las mejillas hasta perderse en el cuello apenas visible.
—Como he dicho esto es como un cuaderno de viajes. De hecho, lo nuestro ha sido un viaje que sabía que querría atesorar desde que nos tropezamos en la parada del autobús aquella tarde.
Poco a poco su voz iba adquiriendo un tono sereno.
—En otras circunstancias lo guardaría solo para mí. Este y el resto que fuera escribiendo.
Una idea acabó prendiendo en mi mente. No es que no me amara, no es que yo hubiera hecho algo malo, no es que se hubiera dado cuenta que ella podía estar con alguien mejor, como estúpidamente estuve temiendo las primeras semanas de salir con ella. Era… otra cosa.
—¿Qué te pasa, Sara?
—Pero yo no sé si podré leerlo en otro momento y no tiene sentido que lo guarde —volvía a hacer como si no me hubiera escuchado —. Así que he decidido que lo tengas tú. Así podrás recordarme mejor.
—¿Qué está pasando? No entiendo nada. ¿Te vas a alguna parte? —sin darme cuenta mi tono se había vuelto algo estridente, posiblemente mi mente había dado con otra posibilidad que no estaba dispuesto a decir en voz alta.
Me mostró una expresión desencajada que hizo saltar todas mis alarmas. Se había puesto pálida y mostraba los dientes apretados entre los labios entreabiertos. Ya no me miraba directamente, ahora sus ojos parecían perdidos en algo por encima de mi cabeza. Esta vez sí pude atrapar una de sus manos y la atraje hacia mí.
—¡Sara! —elevé la voz lo suficiente para volver a recuperar su atención.
Me miró de nuevo y trató de liberar su mano, pero sin mucho esfuerzo.
—No me odies.
—No voy a hacerlo. Dime qué pasa, por favor.
En ese momento me relató que tenía una enfermedad difícil de curar, un tipo de cáncer que trató de explicarme muy vagamente, y que en apenas una semana tratarían de quitarle con un tratamiento agresivo. Las palabras quimioterapia y dolor aparecieron unas cuantas veces y me erizaron la piel otras tantas. En todo momento intentó suavizar lo que narraba, pero en su rostro no podía ocultarse ya la angustia que lo asolaba.
Hacia la mitad de la historia comenzó a acariciar mi mano de modo mecánico, luego fue suavizando el gesto hasta que al acabar de hablar me sorprendió tratando de acercársela a los labios. No pude evitar retirarla, despacio, pero con firmeza. La angustia se acentuó en su cara.
—No te odio, ¿de acuerdo? Pero, ¿por qué quieres alejarme de ti? —ni yo mismo entendía por qué empezaba a sentir rabia por dentro.
—No quiero que veas lo que me va a pasar. No quiero… no quiero atarte a mí si ni siquiera sé si saldré de esta.
—Pero… —traté de reducir la ira encendida en mi interior —. ¿Ya lo sabías? Cuando nos conocimos, ¿esto ya sabías qué te pasaba? —no lo lograba.
—Quizá sí que merezca tu odio…
—Sara…
—…dejé que te enamoraras de mí. Pero te quiero tanto…
Y se derrumbó, delante mío. Comenzó a sollozar sin descanso, sus hombros saltando arriba y abajo. Me levanté, me arrodillé a su lado y empecé a acariciarle el brazo. No estaba seguro de qué debía hacer, solo quería apretarla contra mí. No sé cuánto tiempo debió pasar, en algún momento una voz femenina nos ofreció un vaso de agua, pero dejamos que la pregunta muriera en el aire y nos dejó solos de nuevo.
Cuando Sara se calmó me ofreció unos ojos hinchados y una nariz sonrojada. Yo le ofrecí un fugaz beso en los labios. Nuestras frentes se tocaron y empezamos a hablar en susurros.
—No puedo ofrecerte esto —me dijo.
—Déjame intentarlo al menos.
—Será… será horrible, desagradable.
—De acuerdo.
—Puede que no sea yo misma la mayor parte del tiempo.
—De acuerdo.
—No puedo…
—No me quedaré si no quiero quedarme. ¿Entiendes?
—Entonces… si no va bien te vas, ¿de acuerdo? No te quedes solo porque te sientas obligado.
—Claro que no, tranquila.
Por fin apareció una sonrisa real en su boca. Tímida, pero ahí estaba. Me erguí y regresé a mi asiento. Nos miramos un largo rato hasta que, como puestos de acuerdo, ambos miramos el cuaderno entre nosotros.
—Quédatelo. Pase lo que pase —me dijo con firmeza.
La miré y luego acaricié la tapa de piel por primera vez. Por un momento tuve la tentación de convencerla para que volviera a meterlo en su bolso y olvidara el tema, pero ahora fue su mano la que se colocó sobre la mía y apretó.
—De acuerdo, me lo quedaré. Pero lo leeremos juntos cuando pase todo —le lancé a modo de desafío.
Ella compuso una expresión tan tierna y cariñosa que sentí como la sangre se agolpaba en mi rostro. Asintió lentamente y volvimos a mirarnos como siempre lo hacíamos.