CP XIV - La ciudad amurallada - Fernando Vidal
Publicado: 18 Abr 2019 14:57
LA CIUDAD AMURALLADA
Nuestra ciudad es amurallada. Nuestro Señor y sus videntes afirman que la muralla nos protege de los enemigos que pretenden destruir nuestra santa república. Nosotros estamos orgullosos de ella. Sin duda es imponente, con sus hileras de enormes piedras rematadas por innumerables torres de apariencia inexpugnable. Si algún extranjero la viera, tendría la impresión de que la muralla fue construida por gigantes. Nos admirarían. Pero no sé si eso pueda ocurrir algún día. Ojalá que no. Por las crónicas de nuestros abuelos sabemos cómo era la vida en nuestra propia ciudad cuando estaba regida por extraños. Muchos años de cruenta lucha nos tomó expulsarlos. Desde entonces se resolvió no permitirles morar en la ciudad, e incluso ni siquiera acceder a ella. No es un capricho de los videntes, es algo necesario para nuestra protección.
Al interior de las murallas vivimos tranquilos. No somos ostentosos, preferimos la austeridad. Nuestro Señor nos brinda lo necesario para que podamos subsistir. No nos quejamos. Sabemos que él está entregado por completo a su pueblo, sabemos que cada amanecer que presenciamos se lo debemos a él y ese premio que todos recibimos jamás podrá ser igualado por ningún otro. Por eso lo amamos. Él es nuestro padre, y cuando tenga la dicha de reunirse con el espíritu de la Madre Patria, entonces podremos recorrer a placer nuestros dominios allende las murallas. La esperada paz perpetua por fin habrá llegado.
Confieso que en contadas ocasiones he tenido el deseo de contemplar nuestro hermoso valle. Recorrerlo al menos por un instante para maravillarme con lo que nos narran los videntes. ¡Dichosos ellos que pueden llegar hasta el valle por medio de revelaciones! Debe ser fascinante apreciar sus verdes prados y sus floridas colinas, bañarse en aquel río de aguas diáfanas que es solo nuestro (pues expira antes de atravesar la frontera). Pero pronto me doy cuenta de mi error y voy corriendo a arrodillarme ante el altar de la Madre Patria que he levantado en el jardín de mi casa (no es exclusividad mía, todos los ciudadanos tenemos un altar). Allí rezo y pido perdón a nuestra madre por haber deseado salir de la ciudad. Le prometo una ofrenda y solo me retiro cuando siento que ella me absuelve de la falta cometida. Sé que no soy una mala persona, no se me puede llamar precisamente traidor por estos deslices. Pero de todas maneras tengo a bien reconocer mis errores y sobre todo enmendarlos lo más pronto posible. En el fondo, sigo convencido de que permaneciendo aquí en el interior, y contemplando la muralla, puedo alcanzar la felicidad.
Y es que también por nuestra protección no debemos salir de la ciudad, nunca, por ningún motivo. Incluso los labriegos faenan dentro de la muralla. Solo las milicias están exceptuadas. Nuestros soldados se arriesgan al peligro cuando salen a tomar sus puestos de vigilancia en la frontera; eso es lo que afirma Nuestro Señor, así nos lo dicen sus videntes. Por eso uno de nuestros deberes es atenderlos sin esperar ninguna retribución inmediata. Les damos posada cuando lo solicitan y también los apoyamos obsequiándoles víveres. Sabemos que no tienen oportunidad de apreciar el valle, todo el tiempo están con sus miradas puestas en territorio enemigo, atentos a cualquier movimiento sospechoso. Por eso, cuando regresan, no son capaces de contarnos nada acerca del paradisiaco paisaje. Tampoco les exigimos que cuenten lo que ven. No podemos preguntarles. Por error o emoción, podrían revelar alguna información confidencial a los pocos desquiciados que alaban al enemigo. El secreto castrense hace parte de nuestra seguridad.
Al exterior de las murallas, más allá de los límites de nuestro fértil valle, habitan los bárbaros impíos. Todavía me parece increíble que tales bestias alguna vez nos esclavizaran. Felizmente en lo que llevo de vida nunca he visto a ninguno, quizá nadie de mi generación los haya visto. No tenemos por qué verlos, tampoco. Sabemos cómo son. Las crónicas cuentan que su aspecto era atroz, con largas barbas que nunca estaban limpias, y unos ojos oscuros que revelaban la crueldad irracional de sus espíritus, que solo se apaciguaban después de venerar, ebrios y vociferantes, las estrellas de las noches despejadas. Incluso hay testimonios del nauseabundo olor que despedían al pasar cerca de nuestros compatriotas y de sus brutales sonrisas doradas por su afición a rellenar sus dientes con oro, con nuestro oro.
Por mis labores he tenido la oportunidad de intercambiar algunas palabras con los desquiciados. Tienen la osadía de afirmar que nuestros ojos, oscuros también, son seguramente idénticos a los ojos de los bárbaros. ¡Idiotas! No son capaces de entender que, según las crónicas, nuestros ojos son más calmos y lúcidos, sin viso alguno de perfidia. No contentos con eso, dicen que nuestras barbas son igual de largas y sucias. Esos enajenados no entienden que nosotros llevamos las barbas con recato, cosa que no hacían los bárbaros cuando dominaban la ciudad, y si no nos las lavamos todos los días, es porque debemos usar el agua de las fuentes con discreción, de acuerdo a las recomendaciones de los videntes. También dicen que esa afición bárbara de rellenarse los dientes con oro no responde a un capricho primitivo sino a un afán de reemplazar las piezas perdidas, y que nosotros somos los errados al dejar nuestras bocas desdentadas. Son unos ignorantes, no entienden razones. Todo está en las crónicas claramente explicado. ¡Acaso las crónicas mienten! La locura de esos sujetos les ha consumido el seso.
Pese a lo que dicen, no me enfado con los desquiciados como sí lo hacen otros siervos. Más bien me dan pena. Ni siquiera sus familiares se preocupan por ellos cuando los detienen. Eso no hace más que confirmar que los desprecian. No se les puede reprochar esa actitud. Son buenos patriotas. Yo mismo desconocería a un hijo mío enfermo de locura.
De todos modos, esas pequeñas conversaciones no duran mucho. Usualmente estos dementes no pasan más de dos noches en las celdas. Es inútil retenerlos más tiempo, buscarles una cura. Los sabios aseguran que no tienen remedio. Entonces procedemos como se estipula para estos casos. Les arrancamos los ojos y la lengua. Los ojos porque se han hecho indignos de apreciar nuestra ciudad y la lengua porque no podemos permitir que propaguen sus locuras, sobre todo a la juventud que se está formando. Una vez sin vista y sin voz, los dejamos marchar. Ya no representan ningún peligro. Son inocuos, como niños pequeños. Deambulan por las calles y los mercados, la gente caritativa los alimenta, algunos les brindan un techo permanente. De esa manera, por un lado prevenimos la propagación de la locura, porque está demostrado que los jóvenes que contemplan a estos enfermos, ya sin ojos ni lengua, hacen todo lo posible por renunciar a la locura y refuerzan su amor por la ciudad; y, por el otro, al menos conservamos con vida a estos individuos perdidos que de otro modo serían eliminados. Es algo que da resultados, de manera que los locos no son numerosos. Desde que sirvo aquí no he visto más de veinte casos. Tengo entendido que el sabio que gobierna nuestro nosocomio tuvo el privilegio de ser felicitado por los videntes y, sobre todo, de postrarse ante Nuestro Señor como recompensa por idear y poner en práctica este procedimiento, ya hace varios años atrás.
A veces me pregunto cómo es que los vigías detectan a estos dementes entre nuestro pueblo. Los capturan mientras patrullan los diferentes barrios vestidos de paisano, y excepcionalmente cuando son hospedados por algún sospechoso de locura. Tengo esa curiosidad porque cuando camino por las calles, no veo a ningún demente que exija ser sometido a las extirpaciones. Y eso que hablo con gente de ocupaciones diversas: carpinteros, herreros, maestros de escuela, tenderos de mercados. Pero en el momento de mayor intriga, cuando siento que mis conjeturas se extravían en un laberinto oscuro, recuerdo siempre que no soy ningún experto, solo soy un enfermero, un siervo de la república, como mi padre y como dicen que fue mi abuelo. No me corresponde inmiscuirme en tales asuntos, dejémoslos para los sabios.
Esta es pues mi ciudad y mi vida. No sé con certeza qué me ha motivado a escribir estas páginas, como si fueran a ser leídas por personas de naciones ignotas. Tal vez lo haya hecho por el placer que siento al contar algo por escrito, pero tengo claro que tendré que deshacerme de ellas. El ejercicio de la escritura está vedado para el común de los ciudadanos. Gente como yo solo debe limitarse a leer. También lo sabios han probado que un ciudadano que domina la pluma corre el riesgo de perder la razón y con el tiempo es propenso a irrespetar a la Madre Patria. Pero yo no tengo ese problema. He trabajado muchos años con los sabios y sé cuándo una persona está loca y cuándo no. De todas maneras no me hago problemas y lo poco que termino escribiendo siempre lo arrojo a la lumbre de mi chimenea, justo antes de acostarme.
¡Que el espíritu de la Madre Patria nos mantenga siempre alejados de caer en la locura!
La noche del día quinto del mes tercero del año sesenta de la liberación concedida por Nuestro Señor, el siervo Lucio Alba fue sorprendido en su vivienda con un manuscrito en sus manos redactado por él mismo. Una vez confesada la falta, fue incapaz de justificar los motivos que lo llevaron a escribir el documento. Después de la intervención, tanto el texto como el autor fueron remitidos al nosocomio correspondiente para la evaluación que exige nuestra ley. Según el sabio local, el texto evidencia que el siervo padece de un estado de extravío que, aunque aún es incipiente, inevitablemente irá carcomiendo su entendimiento hasta convertirlo en un individuo peligroso para nuestra ciudad, una fuente de contaminación para otros, por lo que se hacen perentorias las extirpaciones que se acostumbran en estos casos.
El siervo se encuentra recluido en una de las celdas del nosocomio a la espera de que le extraigan los ojos y la lengua, operación que tendrá lugar mañana, el día séptimo del mes tercero del año sesenta.
Nuestra ciudad es amurallada. Nuestro Señor y sus videntes afirman que la muralla nos protege de los enemigos que pretenden destruir nuestra santa república. Nosotros estamos orgullosos de ella. Sin duda es imponente, con sus hileras de enormes piedras rematadas por innumerables torres de apariencia inexpugnable. Si algún extranjero la viera, tendría la impresión de que la muralla fue construida por gigantes. Nos admirarían. Pero no sé si eso pueda ocurrir algún día. Ojalá que no. Por las crónicas de nuestros abuelos sabemos cómo era la vida en nuestra propia ciudad cuando estaba regida por extraños. Muchos años de cruenta lucha nos tomó expulsarlos. Desde entonces se resolvió no permitirles morar en la ciudad, e incluso ni siquiera acceder a ella. No es un capricho de los videntes, es algo necesario para nuestra protección.
Al interior de las murallas vivimos tranquilos. No somos ostentosos, preferimos la austeridad. Nuestro Señor nos brinda lo necesario para que podamos subsistir. No nos quejamos. Sabemos que él está entregado por completo a su pueblo, sabemos que cada amanecer que presenciamos se lo debemos a él y ese premio que todos recibimos jamás podrá ser igualado por ningún otro. Por eso lo amamos. Él es nuestro padre, y cuando tenga la dicha de reunirse con el espíritu de la Madre Patria, entonces podremos recorrer a placer nuestros dominios allende las murallas. La esperada paz perpetua por fin habrá llegado.
Confieso que en contadas ocasiones he tenido el deseo de contemplar nuestro hermoso valle. Recorrerlo al menos por un instante para maravillarme con lo que nos narran los videntes. ¡Dichosos ellos que pueden llegar hasta el valle por medio de revelaciones! Debe ser fascinante apreciar sus verdes prados y sus floridas colinas, bañarse en aquel río de aguas diáfanas que es solo nuestro (pues expira antes de atravesar la frontera). Pero pronto me doy cuenta de mi error y voy corriendo a arrodillarme ante el altar de la Madre Patria que he levantado en el jardín de mi casa (no es exclusividad mía, todos los ciudadanos tenemos un altar). Allí rezo y pido perdón a nuestra madre por haber deseado salir de la ciudad. Le prometo una ofrenda y solo me retiro cuando siento que ella me absuelve de la falta cometida. Sé que no soy una mala persona, no se me puede llamar precisamente traidor por estos deslices. Pero de todas maneras tengo a bien reconocer mis errores y sobre todo enmendarlos lo más pronto posible. En el fondo, sigo convencido de que permaneciendo aquí en el interior, y contemplando la muralla, puedo alcanzar la felicidad.
Y es que también por nuestra protección no debemos salir de la ciudad, nunca, por ningún motivo. Incluso los labriegos faenan dentro de la muralla. Solo las milicias están exceptuadas. Nuestros soldados se arriesgan al peligro cuando salen a tomar sus puestos de vigilancia en la frontera; eso es lo que afirma Nuestro Señor, así nos lo dicen sus videntes. Por eso uno de nuestros deberes es atenderlos sin esperar ninguna retribución inmediata. Les damos posada cuando lo solicitan y también los apoyamos obsequiándoles víveres. Sabemos que no tienen oportunidad de apreciar el valle, todo el tiempo están con sus miradas puestas en territorio enemigo, atentos a cualquier movimiento sospechoso. Por eso, cuando regresan, no son capaces de contarnos nada acerca del paradisiaco paisaje. Tampoco les exigimos que cuenten lo que ven. No podemos preguntarles. Por error o emoción, podrían revelar alguna información confidencial a los pocos desquiciados que alaban al enemigo. El secreto castrense hace parte de nuestra seguridad.
Al exterior de las murallas, más allá de los límites de nuestro fértil valle, habitan los bárbaros impíos. Todavía me parece increíble que tales bestias alguna vez nos esclavizaran. Felizmente en lo que llevo de vida nunca he visto a ninguno, quizá nadie de mi generación los haya visto. No tenemos por qué verlos, tampoco. Sabemos cómo son. Las crónicas cuentan que su aspecto era atroz, con largas barbas que nunca estaban limpias, y unos ojos oscuros que revelaban la crueldad irracional de sus espíritus, que solo se apaciguaban después de venerar, ebrios y vociferantes, las estrellas de las noches despejadas. Incluso hay testimonios del nauseabundo olor que despedían al pasar cerca de nuestros compatriotas y de sus brutales sonrisas doradas por su afición a rellenar sus dientes con oro, con nuestro oro.
Por mis labores he tenido la oportunidad de intercambiar algunas palabras con los desquiciados. Tienen la osadía de afirmar que nuestros ojos, oscuros también, son seguramente idénticos a los ojos de los bárbaros. ¡Idiotas! No son capaces de entender que, según las crónicas, nuestros ojos son más calmos y lúcidos, sin viso alguno de perfidia. No contentos con eso, dicen que nuestras barbas son igual de largas y sucias. Esos enajenados no entienden que nosotros llevamos las barbas con recato, cosa que no hacían los bárbaros cuando dominaban la ciudad, y si no nos las lavamos todos los días, es porque debemos usar el agua de las fuentes con discreción, de acuerdo a las recomendaciones de los videntes. También dicen que esa afición bárbara de rellenarse los dientes con oro no responde a un capricho primitivo sino a un afán de reemplazar las piezas perdidas, y que nosotros somos los errados al dejar nuestras bocas desdentadas. Son unos ignorantes, no entienden razones. Todo está en las crónicas claramente explicado. ¡Acaso las crónicas mienten! La locura de esos sujetos les ha consumido el seso.
Pese a lo que dicen, no me enfado con los desquiciados como sí lo hacen otros siervos. Más bien me dan pena. Ni siquiera sus familiares se preocupan por ellos cuando los detienen. Eso no hace más que confirmar que los desprecian. No se les puede reprochar esa actitud. Son buenos patriotas. Yo mismo desconocería a un hijo mío enfermo de locura.
De todos modos, esas pequeñas conversaciones no duran mucho. Usualmente estos dementes no pasan más de dos noches en las celdas. Es inútil retenerlos más tiempo, buscarles una cura. Los sabios aseguran que no tienen remedio. Entonces procedemos como se estipula para estos casos. Les arrancamos los ojos y la lengua. Los ojos porque se han hecho indignos de apreciar nuestra ciudad y la lengua porque no podemos permitir que propaguen sus locuras, sobre todo a la juventud que se está formando. Una vez sin vista y sin voz, los dejamos marchar. Ya no representan ningún peligro. Son inocuos, como niños pequeños. Deambulan por las calles y los mercados, la gente caritativa los alimenta, algunos les brindan un techo permanente. De esa manera, por un lado prevenimos la propagación de la locura, porque está demostrado que los jóvenes que contemplan a estos enfermos, ya sin ojos ni lengua, hacen todo lo posible por renunciar a la locura y refuerzan su amor por la ciudad; y, por el otro, al menos conservamos con vida a estos individuos perdidos que de otro modo serían eliminados. Es algo que da resultados, de manera que los locos no son numerosos. Desde que sirvo aquí no he visto más de veinte casos. Tengo entendido que el sabio que gobierna nuestro nosocomio tuvo el privilegio de ser felicitado por los videntes y, sobre todo, de postrarse ante Nuestro Señor como recompensa por idear y poner en práctica este procedimiento, ya hace varios años atrás.
A veces me pregunto cómo es que los vigías detectan a estos dementes entre nuestro pueblo. Los capturan mientras patrullan los diferentes barrios vestidos de paisano, y excepcionalmente cuando son hospedados por algún sospechoso de locura. Tengo esa curiosidad porque cuando camino por las calles, no veo a ningún demente que exija ser sometido a las extirpaciones. Y eso que hablo con gente de ocupaciones diversas: carpinteros, herreros, maestros de escuela, tenderos de mercados. Pero en el momento de mayor intriga, cuando siento que mis conjeturas se extravían en un laberinto oscuro, recuerdo siempre que no soy ningún experto, solo soy un enfermero, un siervo de la república, como mi padre y como dicen que fue mi abuelo. No me corresponde inmiscuirme en tales asuntos, dejémoslos para los sabios.
Esta es pues mi ciudad y mi vida. No sé con certeza qué me ha motivado a escribir estas páginas, como si fueran a ser leídas por personas de naciones ignotas. Tal vez lo haya hecho por el placer que siento al contar algo por escrito, pero tengo claro que tendré que deshacerme de ellas. El ejercicio de la escritura está vedado para el común de los ciudadanos. Gente como yo solo debe limitarse a leer. También lo sabios han probado que un ciudadano que domina la pluma corre el riesgo de perder la razón y con el tiempo es propenso a irrespetar a la Madre Patria. Pero yo no tengo ese problema. He trabajado muchos años con los sabios y sé cuándo una persona está loca y cuándo no. De todas maneras no me hago problemas y lo poco que termino escribiendo siempre lo arrojo a la lumbre de mi chimenea, justo antes de acostarme.
¡Que el espíritu de la Madre Patria nos mantenga siempre alejados de caer en la locura!
La noche del día quinto del mes tercero del año sesenta de la liberación concedida por Nuestro Señor, el siervo Lucio Alba fue sorprendido en su vivienda con un manuscrito en sus manos redactado por él mismo. Una vez confesada la falta, fue incapaz de justificar los motivos que lo llevaron a escribir el documento. Después de la intervención, tanto el texto como el autor fueron remitidos al nosocomio correspondiente para la evaluación que exige nuestra ley. Según el sabio local, el texto evidencia que el siervo padece de un estado de extravío que, aunque aún es incipiente, inevitablemente irá carcomiendo su entendimiento hasta convertirlo en un individuo peligroso para nuestra ciudad, una fuente de contaminación para otros, por lo que se hacen perentorias las extirpaciones que se acostumbran en estos casos.
El siervo se encuentra recluido en una de las celdas del nosocomio a la espera de que le extraigan los ojos y la lengua, operación que tendrá lugar mañana, el día séptimo del mes tercero del año sesenta.