CP XIV - Prunus dulcis - Ginebra (2º Popular)
Publicado: 18 Abr 2019 15:09
Prunus dulcis
Liberación. Abril 2016
El aire huele a primavera, entra por las puertas de la casa y revoletea en el ánimo de los adultos que, con gozo, se resisten a finalizar el animado almuerzo familiar. Los niños hacen lo que mejor se les da, trepar y brincar al aire libre. Ana, Sergio y Miguel juegan a piratas, han visto las aventuras del capitán Sparrow y cada uno representa su papel. Ana decide subirse al almendro para avistar el horizonte de un mar imaginario, mientras Sergio y Miguel buscan tesoros escondidos. Para su sorpresa, encuentran uno bajo el mismo árbol, pero Ana no se entera, se halla absorta en la contemplación de un hecho muy curioso: hay una única rama florecida, las demás ya lucen un verde brillante, nuevo, adelanto del fruto que crece en su interior. Los rayos del sol, como criaturas curiosas, se detienen sobre los pequeños pétalos, donde parece anidar una primavera perpetua. Cuando al fin se decide a bajar y contarles su descubrimiento, los chicos miran fascinados una caja de metal oxidada, parecida a aquellas donde su bisabuela Aurora guardaba las galletas de la merienda. Mila, la madre de Ana, los sorprende intentando abrir “el cofre del tesoro”, como ellos anuncian excitados. Una media hora más tarde, toda la familia se encuentra en la casa observando boquiabiertos el contenido de semejante hallazgo. Todos menos Ana, que no se puede quitar de la cabeza aquella rama llena de flores. Sin embargo, una quietud impropia, casi solemne, capta la atención de la pequeña, que cambia el ceño fruncido por una expresión de asombro. Han conseguido abrir la caja y a su abuela, Elvira, le ha cambiado el color del rostro, está completamente gris.
-Entonces era verdad- balbucea ausente.
Elvira, una vez recuperado el color y la compostura que la caracterizan, llama a sus hermanos por teléfono y se encierra en su habitación. Ella, mujer racional y práctica, no cree en tonterías de karmas y esas cosas tan antiguas como modernas. Sin embargo, los hechos parecen corroborar aquellas historias que se contaban cuando era joven.
Como siempre que se encuentra en una encrucijada, toma lápiz y papel y empieza a dibujar esquemas. Finas líneas que, mediante una mente intangible y universal, la van guiando hasta formar el esbozo de una vida, la de su madre, Aurora. Ahora sí que cobran sentido aquellas palabras que tomó como síntoma de demencia. “No, son cinco”, le decía a la enfermera cuando esta le anunciaba la visita de sus cuatro hijos.
Al cabo de un rato, Mila llama a la puerta. Encuentra a su madre mirando el contenido de la caja: un vestidito de bautizo sin encajes, un sonajero de metal, un cochecito de madera, la foto recortada de un niño. En el reverso, un nombre, Fermín, y una fecha, 1948-1951.
Mila se sienta frente a su madre y le dice:
-Mamá, ¿sabes algo de todo esto?
-No, todavía no, pero creo que empiezo a comprender. En el pueblo se escuchaban cosas… habladurías; nunca las tomé en cuenta, pensé que era la envidia, la verdad.
-Sí, yo también escuché alguna cosa… y parece que algo de verdad había. ¿Sabes en qué se ha fijado Ana?- pregunta Mila volviendo al presente-. La rama del almendro que siempre está en flor. Casi no ha echado cuentas de la caja.
-Esa diablilla es lista como una mala cosa- contesta Elvira sonriendo.
-Una vez le pregunté a la abuela, mamá. No entendía que siempre brotaran.- dice Mila mirando de nuevo al pasado-. Me dijo “el amor no conoce la muerte”. No lo entendí, pero la expresión de su rostro me impresionó tanto que no volví a sacar el tema.
-Yo nunca lo hice. Creo que me daba miedo- susurró Elvira perdida en una marea de emociones.
Desolación. Julio 1947-1951
Los padres de Aurora regentaban la única tienda del pueblo. Durante la guerra lo habían pasado mal, como todos, pero habían logrado salir adelante. Después de dos varones, su madre volcó en ella sus sueños incumplidos. La educó para convertirla en una señorita pensando en casarla con algún rico hacendado, que le diera muchos nietos y, sobre todo, una posición más alta en el escalafón social.
Aquel mes de julio de 1947 sus sueños se hicieron añicos. Aurora preñada como una perra. Tanta educación, tanta clase, tantas aspiraciones pisoteadas por la rebeldía de su única hija, en la que había depositado sus esperanzas. La rabia la descompuso. A todos.
Aurora, la dulce y alegre Aurora, pagó cara su audacia. El muchacho que ella creía amar desapareció para no volver. Pero lo peor fue que le arrebataran al pequeño. El día que lo entregaron a la muchacha que los ayudaba en casa, urdiendo un engaño que no la señalara como una perdida, creyó morir. “Es lo mejor”, repetían. “Tu honra queda intacta, aún te podrás casar si engañamos a algún pobre infeliz”, le repetían.
Al final, ver crecer a su hijo en la distancia, le dio algo de paz. Sin embargo, la noche que unas fiebres se lo llevaron, se volvió loca. Dolor. Vacío. Desolación. Ira. Era tan agudo el sufrimiento que se quedó sin voz. Ahogó sus gritos en el silencio. Doblada, rota, muerta. Ni siquiera pudo ir al entierro. Ni tan solo llegó a conocer su tumba. Tampoco lo hubieran permitido. Se perdió, se alejó del mundo en un intento del cuerpo, que no del alma, por sobrevivir.
Así pasaron meses hasta que una mañana de domingo, cuando todos estaban en misa, vio venir a lo lejos a la muchacha. Parecía un saco de pellejos, calcomanía de sí misma, acertó a pensar. Traía algo en un hatillo. Se acercó lentamente y, sin decir palabra, le entregó una caja metálica. Se fue sin mirar atrás. No la volvió a ver. No se dio cuenta de sus lágrimas hasta que las gotas cayeron sobre aquella foto. Al escuchar las campanas de la iglesia, decidió guardar su tesoro en algún lugar donde siempre lo tuviera presente. No quería que le arrebataran lo único que le quedaba de su hijo. Otra vez no. Eligió el almendro, visible desde la cocina y desde la habitación. Aquella primavera el arbolillo floreció y un ligero cosquilleo le embargó el ánimo. Se quedó embobada cuando los primeros pétalos empezaron a desprenderse y a hacer cabriolas en el aire hasta aposentarse, lentamente, en el suelo mullido de hierba. Era tan hermoso. Cayeron todas las flores, pero en una de las ramas más altas volvieron a nacer. Y a caer y a brotar de nuevo, y algo, muy leve al principio, fue cambiando en ella. Nunca desenterró la caja ni volvió a mirar la foto. No le hacía falta.
Justicia. 1954 - 1965
El pobre infeliz que se enamoró de Aurora fue el hijo de la estanquera, Agustín, viudo aún siendo tan joven. No le importaron los rumores, ni ese halo de ausencia que la envolvía. Al contrario, sentía una extraña complicidad fruto del infortunio que, intuía, les había tocado vivir. Su boda fue un acto simple, sin ceremonia ni algarabías. Se quedaron en la casa, las manos de Agustín les permitirían ahorrarse un trabajador. Cabían todos sin molestarse.
Fueron felices. Se esforzaron y bien es sabido que cuando se pone intención en un deseo…. Aurora volcó todo el amor guardado en la familia que creó: dio a luz a cuatro hijos. Y, como si de un ciclo de muerte y resurrección se tratara, con cada nacimiento, un miembro de su antigua familia moría. Con Elvira, la primera, su madre; con el segundo, Javier, su hermano mayor; con el tercero, Antonio. Cuando quedó encinta de su cuarto y último hijo su padre se sumió en una melancolía que, inexorable, lo llevó a la tumba. No les lloró. A ninguno. Sólo los perdonó cuando los tuvo enterrados a todos. Y reformó y limpió, limpió, limpió… creía que volvería a enloquecer, tal era el anhelo por transformar ese espacio que ahora era suyo en un hogar verdadero.
Fueron felices. Sólo a veces, Aurora, cuando miraba el almendro, parecía alejarse del mundo. Y si cerraba los ojos y la sorprendían, decía, con la mirada entelada, que el aroma de las flores le recordaba que el amor nunca muere. Agustín entendía sin saber.
Se fue de este mundo tranquila, dando gracias por haber tenido una segunda oportunidad. Sin embargo, algo muy precioso quedó bajo el almendro.
Futuro. Abril 2016
Ha pasado casi un mes desde el descubrimiento y la cajita de metal con todas sus posesiones dentro, envuelta en una tela blanca de encaje, descansa en la tumba de Aurora. En la lápida, a sugerencia de la pequeña Ana, se han plasmado unas delicadas flores de almendro.
Esa mañana el aire sabe a primavera, entra por las puertas de la casa y revoletea en el ánimo de adultos y pequeños que, con gozo, celebran la vida. Ana está fuera, mirando ensimismada el almendro. Mila sale a su encuentro y la pequeña, al oír sus pasos, sin girarse le dice muy seria:
-Mamá, por fin las flores están cayendo. Es magia, ¿verdad?
-Sí, es magia- contesta Mila, sintiendo la enorme belleza que encierra la fugacidad de la vida.
No volverán a brotar hasta la próxima primavera.
Liberación. Abril 2016
El aire huele a primavera, entra por las puertas de la casa y revoletea en el ánimo de los adultos que, con gozo, se resisten a finalizar el animado almuerzo familiar. Los niños hacen lo que mejor se les da, trepar y brincar al aire libre. Ana, Sergio y Miguel juegan a piratas, han visto las aventuras del capitán Sparrow y cada uno representa su papel. Ana decide subirse al almendro para avistar el horizonte de un mar imaginario, mientras Sergio y Miguel buscan tesoros escondidos. Para su sorpresa, encuentran uno bajo el mismo árbol, pero Ana no se entera, se halla absorta en la contemplación de un hecho muy curioso: hay una única rama florecida, las demás ya lucen un verde brillante, nuevo, adelanto del fruto que crece en su interior. Los rayos del sol, como criaturas curiosas, se detienen sobre los pequeños pétalos, donde parece anidar una primavera perpetua. Cuando al fin se decide a bajar y contarles su descubrimiento, los chicos miran fascinados una caja de metal oxidada, parecida a aquellas donde su bisabuela Aurora guardaba las galletas de la merienda. Mila, la madre de Ana, los sorprende intentando abrir “el cofre del tesoro”, como ellos anuncian excitados. Una media hora más tarde, toda la familia se encuentra en la casa observando boquiabiertos el contenido de semejante hallazgo. Todos menos Ana, que no se puede quitar de la cabeza aquella rama llena de flores. Sin embargo, una quietud impropia, casi solemne, capta la atención de la pequeña, que cambia el ceño fruncido por una expresión de asombro. Han conseguido abrir la caja y a su abuela, Elvira, le ha cambiado el color del rostro, está completamente gris.
-Entonces era verdad- balbucea ausente.
Elvira, una vez recuperado el color y la compostura que la caracterizan, llama a sus hermanos por teléfono y se encierra en su habitación. Ella, mujer racional y práctica, no cree en tonterías de karmas y esas cosas tan antiguas como modernas. Sin embargo, los hechos parecen corroborar aquellas historias que se contaban cuando era joven.
Como siempre que se encuentra en una encrucijada, toma lápiz y papel y empieza a dibujar esquemas. Finas líneas que, mediante una mente intangible y universal, la van guiando hasta formar el esbozo de una vida, la de su madre, Aurora. Ahora sí que cobran sentido aquellas palabras que tomó como síntoma de demencia. “No, son cinco”, le decía a la enfermera cuando esta le anunciaba la visita de sus cuatro hijos.
Al cabo de un rato, Mila llama a la puerta. Encuentra a su madre mirando el contenido de la caja: un vestidito de bautizo sin encajes, un sonajero de metal, un cochecito de madera, la foto recortada de un niño. En el reverso, un nombre, Fermín, y una fecha, 1948-1951.
Mila se sienta frente a su madre y le dice:
-Mamá, ¿sabes algo de todo esto?
-No, todavía no, pero creo que empiezo a comprender. En el pueblo se escuchaban cosas… habladurías; nunca las tomé en cuenta, pensé que era la envidia, la verdad.
-Sí, yo también escuché alguna cosa… y parece que algo de verdad había. ¿Sabes en qué se ha fijado Ana?- pregunta Mila volviendo al presente-. La rama del almendro que siempre está en flor. Casi no ha echado cuentas de la caja.
-Esa diablilla es lista como una mala cosa- contesta Elvira sonriendo.
-Una vez le pregunté a la abuela, mamá. No entendía que siempre brotaran.- dice Mila mirando de nuevo al pasado-. Me dijo “el amor no conoce la muerte”. No lo entendí, pero la expresión de su rostro me impresionó tanto que no volví a sacar el tema.
-Yo nunca lo hice. Creo que me daba miedo- susurró Elvira perdida en una marea de emociones.
Desolación. Julio 1947-1951
Los padres de Aurora regentaban la única tienda del pueblo. Durante la guerra lo habían pasado mal, como todos, pero habían logrado salir adelante. Después de dos varones, su madre volcó en ella sus sueños incumplidos. La educó para convertirla en una señorita pensando en casarla con algún rico hacendado, que le diera muchos nietos y, sobre todo, una posición más alta en el escalafón social.
Aquel mes de julio de 1947 sus sueños se hicieron añicos. Aurora preñada como una perra. Tanta educación, tanta clase, tantas aspiraciones pisoteadas por la rebeldía de su única hija, en la que había depositado sus esperanzas. La rabia la descompuso. A todos.
Aurora, la dulce y alegre Aurora, pagó cara su audacia. El muchacho que ella creía amar desapareció para no volver. Pero lo peor fue que le arrebataran al pequeño. El día que lo entregaron a la muchacha que los ayudaba en casa, urdiendo un engaño que no la señalara como una perdida, creyó morir. “Es lo mejor”, repetían. “Tu honra queda intacta, aún te podrás casar si engañamos a algún pobre infeliz”, le repetían.
Al final, ver crecer a su hijo en la distancia, le dio algo de paz. Sin embargo, la noche que unas fiebres se lo llevaron, se volvió loca. Dolor. Vacío. Desolación. Ira. Era tan agudo el sufrimiento que se quedó sin voz. Ahogó sus gritos en el silencio. Doblada, rota, muerta. Ni siquiera pudo ir al entierro. Ni tan solo llegó a conocer su tumba. Tampoco lo hubieran permitido. Se perdió, se alejó del mundo en un intento del cuerpo, que no del alma, por sobrevivir.
Así pasaron meses hasta que una mañana de domingo, cuando todos estaban en misa, vio venir a lo lejos a la muchacha. Parecía un saco de pellejos, calcomanía de sí misma, acertó a pensar. Traía algo en un hatillo. Se acercó lentamente y, sin decir palabra, le entregó una caja metálica. Se fue sin mirar atrás. No la volvió a ver. No se dio cuenta de sus lágrimas hasta que las gotas cayeron sobre aquella foto. Al escuchar las campanas de la iglesia, decidió guardar su tesoro en algún lugar donde siempre lo tuviera presente. No quería que le arrebataran lo único que le quedaba de su hijo. Otra vez no. Eligió el almendro, visible desde la cocina y desde la habitación. Aquella primavera el arbolillo floreció y un ligero cosquilleo le embargó el ánimo. Se quedó embobada cuando los primeros pétalos empezaron a desprenderse y a hacer cabriolas en el aire hasta aposentarse, lentamente, en el suelo mullido de hierba. Era tan hermoso. Cayeron todas las flores, pero en una de las ramas más altas volvieron a nacer. Y a caer y a brotar de nuevo, y algo, muy leve al principio, fue cambiando en ella. Nunca desenterró la caja ni volvió a mirar la foto. No le hacía falta.
Justicia. 1954 - 1965
El pobre infeliz que se enamoró de Aurora fue el hijo de la estanquera, Agustín, viudo aún siendo tan joven. No le importaron los rumores, ni ese halo de ausencia que la envolvía. Al contrario, sentía una extraña complicidad fruto del infortunio que, intuía, les había tocado vivir. Su boda fue un acto simple, sin ceremonia ni algarabías. Se quedaron en la casa, las manos de Agustín les permitirían ahorrarse un trabajador. Cabían todos sin molestarse.
Fueron felices. Se esforzaron y bien es sabido que cuando se pone intención en un deseo…. Aurora volcó todo el amor guardado en la familia que creó: dio a luz a cuatro hijos. Y, como si de un ciclo de muerte y resurrección se tratara, con cada nacimiento, un miembro de su antigua familia moría. Con Elvira, la primera, su madre; con el segundo, Javier, su hermano mayor; con el tercero, Antonio. Cuando quedó encinta de su cuarto y último hijo su padre se sumió en una melancolía que, inexorable, lo llevó a la tumba. No les lloró. A ninguno. Sólo los perdonó cuando los tuvo enterrados a todos. Y reformó y limpió, limpió, limpió… creía que volvería a enloquecer, tal era el anhelo por transformar ese espacio que ahora era suyo en un hogar verdadero.
Fueron felices. Sólo a veces, Aurora, cuando miraba el almendro, parecía alejarse del mundo. Y si cerraba los ojos y la sorprendían, decía, con la mirada entelada, que el aroma de las flores le recordaba que el amor nunca muere. Agustín entendía sin saber.
Se fue de este mundo tranquila, dando gracias por haber tenido una segunda oportunidad. Sin embargo, algo muy precioso quedó bajo el almendro.
Futuro. Abril 2016
Ha pasado casi un mes desde el descubrimiento y la cajita de metal con todas sus posesiones dentro, envuelta en una tela blanca de encaje, descansa en la tumba de Aurora. En la lápida, a sugerencia de la pequeña Ana, se han plasmado unas delicadas flores de almendro.
Esa mañana el aire sabe a primavera, entra por las puertas de la casa y revoletea en el ánimo de adultos y pequeños que, con gozo, celebran la vida. Ana está fuera, mirando ensimismada el almendro. Mila sale a su encuentro y la pequeña, al oír sus pasos, sin girarse le dice muy seria:
-Mamá, por fin las flores están cayendo. Es magia, ¿verdad?
-Sí, es magia- contesta Mila, sintiendo la enorme belleza que encierra la fugacidad de la vida.
No volverán a brotar hasta la próxima primavera.