CP XVI - Shock - Jarg (2º Jurado) (1º Popular)
Publicado: 22 Abr 2021 21:08
Shock
—A ver, desde el principio —me dice Leo—. ¿Qué ha pasado?
Cansada, dejo escapar un suspiro de frustración. Cada vez que discutimos es igual, en un momento dado Leo desconecta, casi como si alguien pulsara un interruptor en su cabeza, para convertirse en el psicólogo que todo lo analiza con frialdad. Reconozco los signos de la metamorfosis: sentado frente a mí, adopta una postura erguida y desenvuelta, con ese aire casual y relajado de quien siente que está por encima de la situación. Carraspea, preparando su seductora voz de barítono, una voz que te hace dudar de tus convicciones. «No es culpa mía», dice cuando se lo reprocho, «es deformación profesional». ¿No se da cuenta de que ahora no necesito a un terapeuta, sino a mi marido?
—¿Por qué tenemos que hablar de esto? —protesto.
Él no contesta. Conozco esta técnica, la usa con sus pacientes. Permanece callado, mirándolos fijamente, moldeando el incómodo silencio como un embrujo que les hace hablar. Ellos intentan romper el sortilegio con una conversación banal, comentan el tiempo, el tráfico, la decoración de la consulta, pero Leo no cede. Mantiene una expresión impenetrable hasta que se rinden y le ofrecen su psique en sacrificio, regurgitando todos los problemas, miedos, traumas y complejos.
Y está haciendo lo mismo conmigo. Veo la preocupación en sus ojos, pero no el cariño. Casi parece una persona distinta. ¿Cómo lo hace? ¿Cómo consigue dividir su alma y tratarme como a una extraña?
—En serio —Todavía no me quiero dar por vencida—, ¿de qué sirve que te lo cuente? Acaba de ocurrir, tú estabas aquí delante…
—No, no estaba —responde, lacónico.
—Ah, ¿no? ¿Tenemos que fingir que soy tu paciente hasta en eso?
—Solo necesito saber lo que ha pasado.
La quietud que sigue a su pregunta se ve rota por el sonido de una sirena que pasa por la calle. Policía o ambulancia, pienso. Todas las noches lo mismo, en este barrio de mierda. Robos, atracos y peleas, ¿por qué nos tuvimos que mudar aquí? Respiro hondo. Estoy demasiado cansada.
—Vale, tú ganas. Acabemos con esto.
Leo no replica, ni siquiera hace un gesto. Se limita a examinarme desde el azul glacial de sus ojos con una mirada inquisitiva.
—Supongo que querrás que te cuente todo lo que me ha pasado hoy —empiezo a decirle—. ¿No es eso lo que te gusta, analizar todos los acontecimientos hasta llegar al origen del problema? Muy bien, como quieras: esta mañana he ido a trabajar y me han despedido.
Ante su prolongado mutismo, suelto una cínica risotada que me deja un poso de congoja en el diafragma.
—Lo sé —continúo—, no ha sido el mejor comienzo, ¿verdad? No lo vi venir, lo admito. Cuando mi jefe me llamó a su despacho, pensaba que hablaríamos de las tareas pendientes desde la última reunión. Pero entonces he visto su cara. Algo iba mal.
»Ha empezado con las chorradas de costumbre. Que si ha sido un año complicado, que si han intentado minimizar los riesgos… Y entonces ha llegado al punto: yo sobraba. Bueno, no ha dicho la palabra “sobrar”, ha usado otra más elegante: redundante. Dudaban entre echarme a mí o a Elena, pero ella está de cuatro meses y no quieren dar mala imagen. Pero que se prepare, en cuanto dé a luz la echarán a ella también —al decirlo, noto que de mi boca sale más veneno que otra cosa, pero no puedo parar. Leo me mira con incomodidad, lo que me provoca un relámpago de placer. El hombre de hielo tiene sentimientos, después de todo.
—Vamos a centrarnos en lo importante —responde, interrumpiéndome—: ¿Se puso violento?
La pregunta me coge desprevenida.
—¿Violento? No, hombre, no. Mi jefe... bueno, mi ex-jefe, es un cabrón, pero nunca haría eso. Tampoco lo voy a defender, es de los que dicen que apoyan la igualdad y a las mujeres y luego se les queda mirando el culo cuando pasan… Hipócrita y asqueroso, sí, pero violento, no.
Por un momento, Leo parece decepcionado ante mi respuesta. ¿Habría preferido que mi jefe me pegara? Es difícil leer su expresión. La lámpara del salón, con su temblorosa luz amarillenta, coquetea con las sombras de su rostro. Incluso el color de sus ojos parece alternarse entre el azul y el pardo. Me pregunto si mi marido tendrá dos naturalezas.
—Aun así —sigo contando—, se veía que no quería echarme. Incluso me ha ofrecido una carta de recomendación. Como si sirviera de algo… ¿Te imaginas? «Es una buena empleada, pero no lo bastante como para trabajar aquí».
Vuelvo a reír, con más amargura que antes. Me gustaría que Leo me parara, me sujetara por los brazos, me abrazara y me mintiera diciendo que todo va a salir bien. Pero nada, no reacciona, solo las sirenas que pasan de vez en cuando por la calle quiebran el silencio opresivo de la habitación. Decido continuar:
—Total, que cuando volví a mi mesa alguien había metido mis cosas en una caja, como en las películas. Los demás habían salido para comer, así que ni he podido decirles adiós. Al volver, se habrán encontrado mi mesa vacía. Es increíble, ¿verdad? Es tan fácil borrar tu existencia… Casi como en ese libro que te gusta tanto. Increíble y aterrador.
—¿Qué pasó después? —pregunta Leo, con una mezcla de preocupación, cansancio e impaciencia.
—Pues nada, me he ido a darme una vuelta. No podía ir a casa, necesitaba despejarme un poco. Quería pensar en qué hacer a partir de ahora… Y entonces me han llamado. ¿Adivina quién? La casera. Dice que no nos renueva el contrato, que va a vender el piso, así que en tres meses tenemos que dejar la casa.
»He intentado razonar con ella. No será fácil encontrar otro piso estando yo en el paro, pero me ha dicho que no era su problema. Le he dicho que era una zorra y después ha colgado. La muy zorra.
—Al grano, por favor.
—¿Qué pasa? ¿Te molesta que la haya insultado? ¿Que le haya dicho “zorra”? Pues lo siento, pero es lo que es. Una zorra.
Siento que mi corazón se acelera, un presagio de la pelea que intuyo inminente. No es que me moleste tener que irnos de este piso, no. Lo que me exaspera es que a Leo no parezca importarle. A fin de cuentas, fue él quien quiso alquilarlo. Yo habría preferido algo en el centro, bien comunicado, en una zona buena, con jardines y tiendas cerca. Pero no, eran demasiado caros, decía él. Mejor en ese barrio a las afueras, argumentó, tendremos el doble de espacio a la mitad de precio. ¿Un barrio malo? No, eso era antes, comentó el de la agencia, ahora está en plena recuperación, se están mudando muchas parejas jóvenes como vosotros. Y Leo encantado de escuchar esa mentira. Vamos a estar muy bien, ya lo verás. Ahorraremos dinero y podremos invitar a todos nuestros amigos a cenar, sin preocuparnos de cuántos sean.
Y yo acepté. Con la boca pequeña, pero acepté. Y ahora, dos años después, me pongo a insultar por teléfono ante la idea de dejar esta casa. Una casa a la que nuestros amigos nunca han venido porque nadie quiere aparcar en un barrio en el que roban coches todos los días.
Ante la impasibilidad de mi marido, retomo mi relato:
—Pues eso, después de la llamada he cogido el autobús para volver a casa. Había atasco y he tardado casi una hora en llegar aquí. Estaba sujetando la caja con mis cosas de la oficina, mirando por la ventana, intentando no pensar en los problemas y... me he distraído. No sé cuánto tiempo ha pasado, pero cuando me he querido dar cuenta, ya no tenía mi bolso. Me lo han robado mientras estaba sentada.
—¿Ha usado la violencia?
—¿Quién, el ladrón? No, ni siquiera me he enterado. Tampoco sé si era hombre o mujer, el autobús iba lleno. Pero, ¿sabes qué? Me ha dado igual. Solo quería volver a casa… contigo.
Un destello de emoción atraviesa los ojos pardo-azulados de Leo, pero no acierto a distinguir de qué tipo.
—Cuando he llegado, esperaba algo de empatía, pero nos hemos peleado. Y lo peor es que no tengo claro el motivo. No ha sido por el despido o por lo del piso, te has puesto a discutir antes de que te lo contara.
Leo no responde, se limita a escribir lo que digo en una diminuta libreta. Hasta ahora no me he dado cuenta de que estaba tomando notas, lo que hace que sea todo aún más triste. No me ve como a su mujer, solo soy un paciente más.
—Si te digo la verdad, una parte de mí se esperaba la pelea. Raro, ¿verdad? —le digo desafiante, cada vez más irritada por su silencio—. ¿Qué piensas de eso, genio? ¿He provocado la pelea de forma inconsciente? Dímelo, genio. Eso es lo que eres, ¿no, Leo? Mi marido, el genio.
—No, no lo soy —Por primera vez en la conversación, parece molesto.
—Aunque puede que tengas razón. Creo que he estado incubando esta pelea durante meses. No por nada importante, las grandes peleas nunca pasan por problemas serios, más bien lo contrario…
Me fijo en el portarretratos que hay sobre la mesita de café. Es una foto de nosotros en Florencia, abrazados y sonrientes.
—Es como en esa foto, ¿te acuerdas? En el Ponte Vecchio, los típicos turistas. Parecemos felices, ¿verdad? Y eso que yo estaba enfadada por algo que acababas de decir. Algo sobre mi forma de planear los viajes. No fue una pelea, solo un comentario, una diminuta gota de desdén que olvidaste nada más soltarla…
»Y yo no dije nada. ¿Para qué? Era solo una tontería, algo que nos enseñan a pasar por alto desde que somos niñas. No te alteres por esas cosas, no seas histérica, eso es lo que te dicen. No quise estropear la foto, teníamos el fondo perfecto y la sonrisa perfecta. Eso tenía que ser suficiente, ¿no?
»Pero no funciona así, ahora me queda claro. Esas tonterías, esos enfados no resueltos, se acumulan, se amontonan. Hasta que un día ya no puedes guardar más veneno en la boca y te mueres por tener un motivo para pelear.
—Nos estamos desviando de la cuestión —señala Leo, que no ha dejado de escribir en su cuaderno.
—¿Perdona? —contesto con creciente ira—. Eres tú el que quería hacer este juego de la terapia, ¿qué más quieres que te diga? He admitido mi parte de culpa, lo mínimo que podrías hacer es admitir la tuya. Te recuerdo que yo no era la única que gritaba durante la pelea.
—Lo sé… Los vecinos se han quejado del ruido.
—¿Los vecinos? ¿Y a quién le importan los vecinos?
Otra sirena atraviesa la calle. Esta noche parecen ser más frecuentes que de costumbre. Quizás no sea una mala noticia lo de que nos vayamos, está claro que el barrio va a peor, me digo. De repente, un pensamiento me asalta.
—De hecho, ahora me doy cuenta de algo: mientras nos estábamos gritando, conocía mis motivos para pelear… pero no los tuyos.
Él me mira con seriedad.
—¿Por qué discutías tú, Leo? —insisto.
—Yo no estaba discutiendo.
—Recuerdo habértelo preguntado… Y tú has dicho… —Siento que mi mente lucha por abrirse camino entre una jungla de confusión y frases enmarañadas—. Tú has dicho que… estabas con otra persona.
—¿Y qué más? —me pregunta con una mirada de interés. Sus ojos son marrones, ¿los ha tenido siempre así?
—Has dicho que… no era una aventura. Que era algo serio. Que tú y yo no nos entendíamos. Has dicho que… querías irte.
—Y después, ¿qué ha pasado?
Otro pensamiento me golpea. Parece la sombra de un recuerdo, pero no, es demasiado surrealista, no puede ser… Las manos me tiemblan y, por primera vez durante toda la conversación, noto que me duelen.
—Después… creo que me he echado a reír. No era posible. La gente del trabajo ya se ha olvidado de mí, y dentro de poco no quedará nada mío en esta casa… Y ahora tú venías a decirme que también me querías borrar de tu existencia. ¿Y por qué? ¿Por una abogada que habías conocido en el edificio donde está tu consulta? Sin casa, ni trabajo, ni familia, ¿qué iba a hacer yo? ¿Desaparecer?
Mientras pronuncio esas palabras me doy cuenta de lo absurdo que suena todo. Estoy cansada y confundida, debo haber malinterpretado algo.
—Ahora que lo digo en voz alta me doy cuenta de que no iba en serio, estabas bromeando. Pero en ese momento no lo sabía. Y creo que ha sido entonces cuando me ha empezado a doler la mano.
—¿Se puso violento?
—¿Violento? ¿De quién estás hablando? Estábamos tú y yo solos, Leo. Estaba sujetando algo con la mano, algo que me hacía daño —Otro recuerdo se abre paso en la penumbra del salón—. Era un cuchillo. Un cuchillo de cocina. Fui hacia ti y… No podía creerme que bromearas sobre ponerme los cuernos, no después de lo que me ha pasado hoy.
—Por favor, es importante: ¿se puso violento?
Su voz suena cada vez más preocupada, incluso se ha suavizado. Ya no tiene voz de barítono, sino de contralto. La mano me duele cada vez más y las sirenas hacen que sea difícil recordar con claridad.
—Creo que… te apuñalé —mientras lo digo, levanto la vista para mirarlo bien—. Madre mía, Leo, te apuñalé —Siento algo de alivio al ver que no tiene heridas visibles— ¿Estás bien? Creí que estabas sangrando.
Noto mis manos pegajosas y entonces me doy cuenta de que están manchadas de sangre. Pero no es de Leo, no puede ser de Leo, él está bien. Su camisa oscura está intacta, con sus divisas y el rojo y amarillo de la insignia. ¿De quién es la sangre de mis manos?
—No, no estás sangrando —repito, examinándolo bien—. Menos mal.
—Señora, por favor, responda a la pregunta.
—¿Señora? ¿Qué señora, Leo? ¿Ahora me das de usted?
—Señora, ya se lo he dicho: no soy su marido.
No entiendo nada. El dolor de la mano es intenso y se ve superado solo por el de cabeza. Es como si cada aullido de la sirena estuviera dirigido a mí. ¿Es una ambulancia? ¿Está frente al portal? Este barrio está cada vez peor.
—Señora, necesito que responda a la pregunta.
Los ojos castaños de la mujer me miran con lástima y severidad. Tiene una voz de contralto, suave pero autoritaria. Viste ropa oscura y anota algo en un cuaderno.
—¿Se ha puesto violento su marido? ¿Le ha agredido?
Me doy cuenta de que a mi alrededor hay más gente de la que pensaba. Un vaivén de sombras blancas, azules y chalecos reflectantes. Y de Leo, ni rastro.
—¿Dónde está Leo?
—Señora, por favor, sé que es difícil, pero tiene que responder. ¿La ha atacado su marido?
—¿Atacarme? No, él no haría eso. Hizo una broma de mal gusto, pero nada más… Solo era una broma —Miro a mi alrededor, buscándolo, pero es imposible entre tanta gente—. ¿Dónde está? Creo que estaba sangrando. ¿Sigue sangrando?
La mujer suspira con tristeza.
—No, señora. Ya no.
—Menos mal —Me retuerzo las manos con nerviosismo, no entiendo por qué me tiemblan tanto.
—Necesito que venga conmigo, señora.
—¿Con usted? ¿Adónde?
—Al hospital, primero. Luego, a comisaría.
—¿Tengo que ir? —digo, intentando protestar, aunque sé que el cansancio no me dejará oponer demasiada resistencia—. He tenido un día horrible.
—Lo sé, señora. Pero ya se ha acabado.
Se levanta de la silla y me ayuda a hacer lo mismo. Coloca una mano en mi brazo y la otra en mi espalda y, con un ademán cuidadoso pero firme, me dirige hacia la puerta. Mientras salimos, apenas me fijo en las personas que hay en el salón de mi casa, o en la camilla cubierta con una sábana. La sirena de la ambulancia ha parado, parece que por fin podré descansar.
Caminamos hacia el ascensor. Dos vecinas en bata nos observan desde la escalera. Me gustaría saludarlas, pero noto que mi mente se va nublando de nuevo, las transforma en entes de humo.
—¡Quién lo iba a decir! —comenta uno de los espectros—. Con lo educados que parecían.
—Este barrio está cada vez peor —añade el otro.
—A ver, desde el principio —me dice Leo—. ¿Qué ha pasado?
Cansada, dejo escapar un suspiro de frustración. Cada vez que discutimos es igual, en un momento dado Leo desconecta, casi como si alguien pulsara un interruptor en su cabeza, para convertirse en el psicólogo que todo lo analiza con frialdad. Reconozco los signos de la metamorfosis: sentado frente a mí, adopta una postura erguida y desenvuelta, con ese aire casual y relajado de quien siente que está por encima de la situación. Carraspea, preparando su seductora voz de barítono, una voz que te hace dudar de tus convicciones. «No es culpa mía», dice cuando se lo reprocho, «es deformación profesional». ¿No se da cuenta de que ahora no necesito a un terapeuta, sino a mi marido?
—¿Por qué tenemos que hablar de esto? —protesto.
Él no contesta. Conozco esta técnica, la usa con sus pacientes. Permanece callado, mirándolos fijamente, moldeando el incómodo silencio como un embrujo que les hace hablar. Ellos intentan romper el sortilegio con una conversación banal, comentan el tiempo, el tráfico, la decoración de la consulta, pero Leo no cede. Mantiene una expresión impenetrable hasta que se rinden y le ofrecen su psique en sacrificio, regurgitando todos los problemas, miedos, traumas y complejos.
Y está haciendo lo mismo conmigo. Veo la preocupación en sus ojos, pero no el cariño. Casi parece una persona distinta. ¿Cómo lo hace? ¿Cómo consigue dividir su alma y tratarme como a una extraña?
—En serio —Todavía no me quiero dar por vencida—, ¿de qué sirve que te lo cuente? Acaba de ocurrir, tú estabas aquí delante…
—No, no estaba —responde, lacónico.
—Ah, ¿no? ¿Tenemos que fingir que soy tu paciente hasta en eso?
—Solo necesito saber lo que ha pasado.
La quietud que sigue a su pregunta se ve rota por el sonido de una sirena que pasa por la calle. Policía o ambulancia, pienso. Todas las noches lo mismo, en este barrio de mierda. Robos, atracos y peleas, ¿por qué nos tuvimos que mudar aquí? Respiro hondo. Estoy demasiado cansada.
—Vale, tú ganas. Acabemos con esto.
Leo no replica, ni siquiera hace un gesto. Se limita a examinarme desde el azul glacial de sus ojos con una mirada inquisitiva.
—Supongo que querrás que te cuente todo lo que me ha pasado hoy —empiezo a decirle—. ¿No es eso lo que te gusta, analizar todos los acontecimientos hasta llegar al origen del problema? Muy bien, como quieras: esta mañana he ido a trabajar y me han despedido.
Ante su prolongado mutismo, suelto una cínica risotada que me deja un poso de congoja en el diafragma.
—Lo sé —continúo—, no ha sido el mejor comienzo, ¿verdad? No lo vi venir, lo admito. Cuando mi jefe me llamó a su despacho, pensaba que hablaríamos de las tareas pendientes desde la última reunión. Pero entonces he visto su cara. Algo iba mal.
»Ha empezado con las chorradas de costumbre. Que si ha sido un año complicado, que si han intentado minimizar los riesgos… Y entonces ha llegado al punto: yo sobraba. Bueno, no ha dicho la palabra “sobrar”, ha usado otra más elegante: redundante. Dudaban entre echarme a mí o a Elena, pero ella está de cuatro meses y no quieren dar mala imagen. Pero que se prepare, en cuanto dé a luz la echarán a ella también —al decirlo, noto que de mi boca sale más veneno que otra cosa, pero no puedo parar. Leo me mira con incomodidad, lo que me provoca un relámpago de placer. El hombre de hielo tiene sentimientos, después de todo.
—Vamos a centrarnos en lo importante —responde, interrumpiéndome—: ¿Se puso violento?
La pregunta me coge desprevenida.
—¿Violento? No, hombre, no. Mi jefe... bueno, mi ex-jefe, es un cabrón, pero nunca haría eso. Tampoco lo voy a defender, es de los que dicen que apoyan la igualdad y a las mujeres y luego se les queda mirando el culo cuando pasan… Hipócrita y asqueroso, sí, pero violento, no.
Por un momento, Leo parece decepcionado ante mi respuesta. ¿Habría preferido que mi jefe me pegara? Es difícil leer su expresión. La lámpara del salón, con su temblorosa luz amarillenta, coquetea con las sombras de su rostro. Incluso el color de sus ojos parece alternarse entre el azul y el pardo. Me pregunto si mi marido tendrá dos naturalezas.
—Aun así —sigo contando—, se veía que no quería echarme. Incluso me ha ofrecido una carta de recomendación. Como si sirviera de algo… ¿Te imaginas? «Es una buena empleada, pero no lo bastante como para trabajar aquí».
Vuelvo a reír, con más amargura que antes. Me gustaría que Leo me parara, me sujetara por los brazos, me abrazara y me mintiera diciendo que todo va a salir bien. Pero nada, no reacciona, solo las sirenas que pasan de vez en cuando por la calle quiebran el silencio opresivo de la habitación. Decido continuar:
—Total, que cuando volví a mi mesa alguien había metido mis cosas en una caja, como en las películas. Los demás habían salido para comer, así que ni he podido decirles adiós. Al volver, se habrán encontrado mi mesa vacía. Es increíble, ¿verdad? Es tan fácil borrar tu existencia… Casi como en ese libro que te gusta tanto. Increíble y aterrador.
—¿Qué pasó después? —pregunta Leo, con una mezcla de preocupación, cansancio e impaciencia.
—Pues nada, me he ido a darme una vuelta. No podía ir a casa, necesitaba despejarme un poco. Quería pensar en qué hacer a partir de ahora… Y entonces me han llamado. ¿Adivina quién? La casera. Dice que no nos renueva el contrato, que va a vender el piso, así que en tres meses tenemos que dejar la casa.
»He intentado razonar con ella. No será fácil encontrar otro piso estando yo en el paro, pero me ha dicho que no era su problema. Le he dicho que era una zorra y después ha colgado. La muy zorra.
—Al grano, por favor.
—¿Qué pasa? ¿Te molesta que la haya insultado? ¿Que le haya dicho “zorra”? Pues lo siento, pero es lo que es. Una zorra.
Siento que mi corazón se acelera, un presagio de la pelea que intuyo inminente. No es que me moleste tener que irnos de este piso, no. Lo que me exaspera es que a Leo no parezca importarle. A fin de cuentas, fue él quien quiso alquilarlo. Yo habría preferido algo en el centro, bien comunicado, en una zona buena, con jardines y tiendas cerca. Pero no, eran demasiado caros, decía él. Mejor en ese barrio a las afueras, argumentó, tendremos el doble de espacio a la mitad de precio. ¿Un barrio malo? No, eso era antes, comentó el de la agencia, ahora está en plena recuperación, se están mudando muchas parejas jóvenes como vosotros. Y Leo encantado de escuchar esa mentira. Vamos a estar muy bien, ya lo verás. Ahorraremos dinero y podremos invitar a todos nuestros amigos a cenar, sin preocuparnos de cuántos sean.
Y yo acepté. Con la boca pequeña, pero acepté. Y ahora, dos años después, me pongo a insultar por teléfono ante la idea de dejar esta casa. Una casa a la que nuestros amigos nunca han venido porque nadie quiere aparcar en un barrio en el que roban coches todos los días.
Ante la impasibilidad de mi marido, retomo mi relato:
—Pues eso, después de la llamada he cogido el autobús para volver a casa. Había atasco y he tardado casi una hora en llegar aquí. Estaba sujetando la caja con mis cosas de la oficina, mirando por la ventana, intentando no pensar en los problemas y... me he distraído. No sé cuánto tiempo ha pasado, pero cuando me he querido dar cuenta, ya no tenía mi bolso. Me lo han robado mientras estaba sentada.
—¿Ha usado la violencia?
—¿Quién, el ladrón? No, ni siquiera me he enterado. Tampoco sé si era hombre o mujer, el autobús iba lleno. Pero, ¿sabes qué? Me ha dado igual. Solo quería volver a casa… contigo.
Un destello de emoción atraviesa los ojos pardo-azulados de Leo, pero no acierto a distinguir de qué tipo.
—Cuando he llegado, esperaba algo de empatía, pero nos hemos peleado. Y lo peor es que no tengo claro el motivo. No ha sido por el despido o por lo del piso, te has puesto a discutir antes de que te lo contara.
Leo no responde, se limita a escribir lo que digo en una diminuta libreta. Hasta ahora no me he dado cuenta de que estaba tomando notas, lo que hace que sea todo aún más triste. No me ve como a su mujer, solo soy un paciente más.
—Si te digo la verdad, una parte de mí se esperaba la pelea. Raro, ¿verdad? —le digo desafiante, cada vez más irritada por su silencio—. ¿Qué piensas de eso, genio? ¿He provocado la pelea de forma inconsciente? Dímelo, genio. Eso es lo que eres, ¿no, Leo? Mi marido, el genio.
—No, no lo soy —Por primera vez en la conversación, parece molesto.
—Aunque puede que tengas razón. Creo que he estado incubando esta pelea durante meses. No por nada importante, las grandes peleas nunca pasan por problemas serios, más bien lo contrario…
Me fijo en el portarretratos que hay sobre la mesita de café. Es una foto de nosotros en Florencia, abrazados y sonrientes.
—Es como en esa foto, ¿te acuerdas? En el Ponte Vecchio, los típicos turistas. Parecemos felices, ¿verdad? Y eso que yo estaba enfadada por algo que acababas de decir. Algo sobre mi forma de planear los viajes. No fue una pelea, solo un comentario, una diminuta gota de desdén que olvidaste nada más soltarla…
»Y yo no dije nada. ¿Para qué? Era solo una tontería, algo que nos enseñan a pasar por alto desde que somos niñas. No te alteres por esas cosas, no seas histérica, eso es lo que te dicen. No quise estropear la foto, teníamos el fondo perfecto y la sonrisa perfecta. Eso tenía que ser suficiente, ¿no?
»Pero no funciona así, ahora me queda claro. Esas tonterías, esos enfados no resueltos, se acumulan, se amontonan. Hasta que un día ya no puedes guardar más veneno en la boca y te mueres por tener un motivo para pelear.
—Nos estamos desviando de la cuestión —señala Leo, que no ha dejado de escribir en su cuaderno.
—¿Perdona? —contesto con creciente ira—. Eres tú el que quería hacer este juego de la terapia, ¿qué más quieres que te diga? He admitido mi parte de culpa, lo mínimo que podrías hacer es admitir la tuya. Te recuerdo que yo no era la única que gritaba durante la pelea.
—Lo sé… Los vecinos se han quejado del ruido.
—¿Los vecinos? ¿Y a quién le importan los vecinos?
Otra sirena atraviesa la calle. Esta noche parecen ser más frecuentes que de costumbre. Quizás no sea una mala noticia lo de que nos vayamos, está claro que el barrio va a peor, me digo. De repente, un pensamiento me asalta.
—De hecho, ahora me doy cuenta de algo: mientras nos estábamos gritando, conocía mis motivos para pelear… pero no los tuyos.
Él me mira con seriedad.
—¿Por qué discutías tú, Leo? —insisto.
—Yo no estaba discutiendo.
—Recuerdo habértelo preguntado… Y tú has dicho… —Siento que mi mente lucha por abrirse camino entre una jungla de confusión y frases enmarañadas—. Tú has dicho que… estabas con otra persona.
—¿Y qué más? —me pregunta con una mirada de interés. Sus ojos son marrones, ¿los ha tenido siempre así?
—Has dicho que… no era una aventura. Que era algo serio. Que tú y yo no nos entendíamos. Has dicho que… querías irte.
—Y después, ¿qué ha pasado?
Otro pensamiento me golpea. Parece la sombra de un recuerdo, pero no, es demasiado surrealista, no puede ser… Las manos me tiemblan y, por primera vez durante toda la conversación, noto que me duelen.
—Después… creo que me he echado a reír. No era posible. La gente del trabajo ya se ha olvidado de mí, y dentro de poco no quedará nada mío en esta casa… Y ahora tú venías a decirme que también me querías borrar de tu existencia. ¿Y por qué? ¿Por una abogada que habías conocido en el edificio donde está tu consulta? Sin casa, ni trabajo, ni familia, ¿qué iba a hacer yo? ¿Desaparecer?
Mientras pronuncio esas palabras me doy cuenta de lo absurdo que suena todo. Estoy cansada y confundida, debo haber malinterpretado algo.
—Ahora que lo digo en voz alta me doy cuenta de que no iba en serio, estabas bromeando. Pero en ese momento no lo sabía. Y creo que ha sido entonces cuando me ha empezado a doler la mano.
—¿Se puso violento?
—¿Violento? ¿De quién estás hablando? Estábamos tú y yo solos, Leo. Estaba sujetando algo con la mano, algo que me hacía daño —Otro recuerdo se abre paso en la penumbra del salón—. Era un cuchillo. Un cuchillo de cocina. Fui hacia ti y… No podía creerme que bromearas sobre ponerme los cuernos, no después de lo que me ha pasado hoy.
—Por favor, es importante: ¿se puso violento?
Su voz suena cada vez más preocupada, incluso se ha suavizado. Ya no tiene voz de barítono, sino de contralto. La mano me duele cada vez más y las sirenas hacen que sea difícil recordar con claridad.
—Creo que… te apuñalé —mientras lo digo, levanto la vista para mirarlo bien—. Madre mía, Leo, te apuñalé —Siento algo de alivio al ver que no tiene heridas visibles— ¿Estás bien? Creí que estabas sangrando.
Noto mis manos pegajosas y entonces me doy cuenta de que están manchadas de sangre. Pero no es de Leo, no puede ser de Leo, él está bien. Su camisa oscura está intacta, con sus divisas y el rojo y amarillo de la insignia. ¿De quién es la sangre de mis manos?
—No, no estás sangrando —repito, examinándolo bien—. Menos mal.
—Señora, por favor, responda a la pregunta.
—¿Señora? ¿Qué señora, Leo? ¿Ahora me das de usted?
—Señora, ya se lo he dicho: no soy su marido.
No entiendo nada. El dolor de la mano es intenso y se ve superado solo por el de cabeza. Es como si cada aullido de la sirena estuviera dirigido a mí. ¿Es una ambulancia? ¿Está frente al portal? Este barrio está cada vez peor.
—Señora, necesito que responda a la pregunta.
Los ojos castaños de la mujer me miran con lástima y severidad. Tiene una voz de contralto, suave pero autoritaria. Viste ropa oscura y anota algo en un cuaderno.
—¿Se ha puesto violento su marido? ¿Le ha agredido?
Me doy cuenta de que a mi alrededor hay más gente de la que pensaba. Un vaivén de sombras blancas, azules y chalecos reflectantes. Y de Leo, ni rastro.
—¿Dónde está Leo?
—Señora, por favor, sé que es difícil, pero tiene que responder. ¿La ha atacado su marido?
—¿Atacarme? No, él no haría eso. Hizo una broma de mal gusto, pero nada más… Solo era una broma —Miro a mi alrededor, buscándolo, pero es imposible entre tanta gente—. ¿Dónde está? Creo que estaba sangrando. ¿Sigue sangrando?
La mujer suspira con tristeza.
—No, señora. Ya no.
—Menos mal —Me retuerzo las manos con nerviosismo, no entiendo por qué me tiemblan tanto.
—Necesito que venga conmigo, señora.
—¿Con usted? ¿Adónde?
—Al hospital, primero. Luego, a comisaría.
—¿Tengo que ir? —digo, intentando protestar, aunque sé que el cansancio no me dejará oponer demasiada resistencia—. He tenido un día horrible.
—Lo sé, señora. Pero ya se ha acabado.
Se levanta de la silla y me ayuda a hacer lo mismo. Coloca una mano en mi brazo y la otra en mi espalda y, con un ademán cuidadoso pero firme, me dirige hacia la puerta. Mientras salimos, apenas me fijo en las personas que hay en el salón de mi casa, o en la camilla cubierta con una sábana. La sirena de la ambulancia ha parado, parece que por fin podré descansar.
Caminamos hacia el ascensor. Dos vecinas en bata nos observan desde la escalera. Me gustaría saludarlas, pero noto que mi mente se va nublando de nuevo, las transforma en entes de humo.
—¡Quién lo iba a decir! —comenta uno de los espectros—. Con lo educados que parecían.
—Este barrio está cada vez peor —añade el otro.