CP XVI -Cuento de muñecos...- Dama Luna (Mención Jurado, 2º Pop)
Publicado: 22 Abr 2021 21:11
UN CUENTO DE MUÑECOS DE MADERA
El señor García, tal y como él mismo confesaría a cualquiera que tuviese a bien preguntarle, era lo que, por lo común, se conoce como un tipo corriente: ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, y de mediana edad. Tenía un empleo cómodo, satisfactorio en lo económico y aburrido, por lo general, en cuanto al desempeño.
A nine-to-five job, que diría un inglés, de esos que apenas requieren nada más allá de la propia presencia en el puesto.
No había en su intelecto ni en su apariencia nada que llamase la atención por lo peculiar, lo incisivo o lo elevado: no era guapo, ni ingenioso, ni agudo en sus comentarios; del mismo modo que no era feo, ni estúpido, ni aburrido.
Era, en resumidas cuentas, un tipo gris en una ciudad de provincias.
En realidad, alguien como el señor García no debería haber llamado la atención de quien tuviera alguna cosa que contar, y no lo habría hecho aquí tampoco de no ser por su secreto.
Desde hacía cosa de tres meses, o tres meses y medio a lo sumo, cada tarde, después de tomar una ronda de anodinas cervezas con los individuos anodinos que componían su círculo de amigos, el señor García corría a trabajar en su apartamento en un proyecto que le tenía entusiasmado. Cabe señalar que, entre sus relaciones, el señor García no contaba con una amiga especial, una “novieta” o una pareja en cualquiera de sus grados. Siempre había sido apocado con las mujeres, daba igual que fueran estas hermosas o mediocres (si bien es cierto que, por preferir, el señor García prefería a las mujeres bellas, sin importarle lo poco o nada que él habría podido ofrecer a cambio).
Sea como fuere, nuestro hombre no estaba dispuesto a desperdiciar esperando a su media naranja lo que le restaba de juventud, entendiéndose esta en términos modernos y no en lo que, pongamos hace tres o cuatro décadas, se entendía antes por “un hombre joven”. Por tanto, el señor García decidió fabricarse para su propio disfrute a La Mujer.
Así, en mayúsculas.
A pesar de poseer cierto talento natural para la escultura que a más de uno habría sorprendido, el señor García había optado hacía largo tiempo por no cultivar una afición tan poco lucrativa: no era tan hábil como para labrarse un futuro en el terreno artístico y carecía de la imaginación necesaria para crear algo que se alejara lo más mínimo de lo que ya existía. Es decir, o copiaba a los maestros clásicos, o copiaba a los artistas comerciales. Poco dispuesto a perder el tiempo en cosas que no arrojaran resultados prácticos, había abandonado sus artes, y nunca se había arrepentido.
Sin embargo, y toda vez que El Secreto había conseguido filtrarse en sus pensamientos con la intensidad suficiente como para convertirse en casi una obsesión, el señor García había vuelto a las andadas. Desalojó una de las habitaciones de su apartamento, ubicado en una moderna zona confortable de la ciudad, y se dispuso a amueblar como es debido su taller. Al principio, la elección del material se le antojó cuestión complicada, pero no tardó en comprender que lo mejor sería trabajar con madera.
“Y así”, pensó, “en cuanto la tenga lista, le insuflaré vida como en el cuento, y tendré para mí a la más maravillosa mujer que un hombre pueda imaginar”.
La escultura, o, como la llamaba él con cariño, su muñeca, le dio más guerra de lo esperado. Hacía mucho que no esculpía y tuvo que desechar varias pruebas: en la primera intentona, el cuerpo le quedó demasiado alargado. Ya que podía permitirse el lujo de elegir, el señor García iba a alumbrar una muñeca curvilínea, de pechos enormes, sinuosa cintura y nalgas firmes. Una mujer delgaducha no le servía.
De un hachazo, destruyó el primer prototipo y lanzó los restos a la chimenea.
La segunda le quedó más sensual, y tan proporcionada como una actriz de películas subidas de tono. Por desgracia, le salió muy alta, más alta que él. ¿Para que iba a desear nadie una mujer que lo mirara desde lo alto? Molesto con su fallo, porque ya había empezado a definir los rasgos de la cara (le pareció que los ojos le miraban con desdén), se deshizo de ella a hachazos, con más saña que con la anterior, y de nuevo lanzó su creación a las llamas. La observó mientras se consumía con una sonrisa despectiva dibujada en el rostro, y lo último en desaparecer fueron los ojos de ella.
La tercera le salió cabezona, y aquella fue la peor, pues alguna extraña asociación freudiana le convenció de que una cabeza grande simbolizaba una inteligencia superior, y entonces el señor García no solo se sintió molesto, sino inquieto, desasosegado y dolido. De un solo tajo cercenó la incómoda cabeza y la hizo quemar entera.
Todo esto, relatado de forma tan concisa, podría llevarnos al equívoco de asumir que nuestro héroe trabajó duro durante unas cuantas horas, o a lo sumo, unas cuantas tardes. No, nada más lejos de la realidad.
Ya había dedicado tres meses enteros a su creación, y lo único que había obtenido eran rotundos fracasos.
Por fortuna, no era el señor García hombre dado a dejarse llevar por raptures, y nadie de entre sus conocidos o familiares, ni entre sus compañeros de oficina, percibieron en él cambio alguno que les preocupase. Trabajaba y se relacionaba de igual modo que venía haciendo todos esos años; nada, ni en su aspecto ni en su temperamento ni en su forma de hablar, hacía sospechar que estuviese perpetrando sus nefandos crímenes.
Hasta que, por fin, un día que había amanecido como otro cualquiera, consiguió el buen señor dar con la tecla adecuada: la silueta de la muñeca, ahora sí, era perfecta para él. Esbelta, sin resultar intimidante en su envergadura; sinuosa y más que dotada como una venus prehistórica (solo que con el vientre plano, por aquello de que resultara más al gusto actual); con una cabeza acorde al tamaño del cuerpo que, en opinión del gris García, presagiaba una inteligencia más bien somera. Talló para ella una melena abundante, pero no acabó de convencerle, y la peló moda y lironda. Encargó en Amazon una peluca rubia y aguardó con paciencia a que se la enviaran a casa.
Mientras tanto, repasó con mimo cada detalle del cuerpo magnífico de su muñeca, deteniéndose con especial esmero en los pezones: los quería prominentes, enhiestos, obscenos en una antinatural longitud, casi dos pequeños falos. Los pulió y los barnizó con cuidado hasta que lograron la apariencia deseada, y tan sensuales y admirables quedaron, que nuestro pobre señor Gris alcanzó un glorioso clímax después de acariciarlos durante horas.
El asunto del color le ocasionó más inquietud. No era tan capaz con los pinceles como con las gubias, y, por supuesto, no quería que una pintura incorrecta arruinase su trabajo. Sopesó la idea de contratar a un pintor para que terminara su creación, pero el mero hecho de imaginar las manos desnudas de otro hombre mancillando a su beldad le hacía estremecerse de rabia. Lo imaginó con claridad: el otro, posiblemente grande y probablemente peludo, con pringosas manchas de pintura en su uniforme mugriento, rozando aquellos hombros, aquellas caderas, aquellos pezones sublimes. Gozando de cada centímetro de piel arbórea, y quizá, en el peor de los casos, lamiendo la curvatura del pecho, de los muslos, de las contundentes nalgas.
Sufrió un arrebato de celos que le obligó a golpear a la escultura.
Pero ella, orgullosa y perfecta, soportó los golpes con estoica determinación, la mirada vacía clavada en la pared del taller.
Perdonándolo, sin duda.
Recibió la peluca días más tarde y con primor la acomodó sobre la infecunda cabeza. Con aquella melena rizada y lujuriosa, la muñeca parecía un poco ligera de cascos. El señor García no pudo contener el empuje de su palpitante virilidad. ¿Qué otra cosa puede desear una mujer tan decididamente sensual, que el envite poderoso de un hombre? El buen Gris temblaba cuando se acercó a ella. Con deleite acarició el cuello, la fina nariz, lo párpados ciegos, y el lugar donde debería haber una boca y no la había (puesto que no necesitaba hablar, había decidido que era un órgano prescindible, y evitó así la complejidad de tallar unos labios voluptuosos).
Nunca había imaginado, en sus anteriores citas consigo mismo, que el placer físico pudiera ser a la vez tan sutil y tan animal.
Con todo, la melena exuberante no acababa de convencerle. Su muñeca no era una puta, y con ese pelo espeso semejaba lo que no era, así que encargó otra peluca más adecuada: morena, corta, leve.
“Un tanto intelectual”, se dijo, aunque no le disgustó el resultado.
Compró nuestro hombre lencería en abundancia, en un comercio lo bastante alejado de su barrio como para no levantar suspicacias impertinentes, y cada noche vestía a su creación. Alternaba los modelos más sofisticados de encaje negro con otros más puritanos de color carne, amplios, severos. Compró unas gafas y unos tacones, un bolso de serpiente y un collar muy caro.
Su muñeca, que aún carecía de nombre, era complaciente en todos los papeles que le tocaba asumir: ahora una mujer dominante que exigía más de lo que podía darle, ahora una matrona de gustos caros que se dejaba hacer, ahora una joven sencilla que requería un maestro.
Cada noche, el señor García se entregaba a su muñeca con ardor, y antes y después le suplicaba en tono arrebatado que no cambiase, que siguiera siempre igual, pues le tenía loco. Que en ocasiones se enfurecía cuando lo observaba con aires desde un poquito más abajo que él; pero que era el sueño de todo hombre, y que él era afortunado de poseerla.
Porque, en efecto, la poseía, en todos los sentidos imaginables, y aun cuando él perdía los papeles y la empujaba, la tiraba al suelo y la cubría tanto de besos como de patadas, ella lo soportaba todo, igual que él.
Un día, el señor García tuvo una idea. Pensó que sería divertido y excitante intercambiar los papeles. Que, por una vez, él fuera el muñeco de madera y ella la mujer que lo amaba.
—¿Qué opinas, preciosidad? ¿Qué harías si yo fuera el hombre a tu disposición, y tú mi señora? Haz realidad ese sueño tuyo. ¡Hazme tu muñeco!
La muñeca abrió los ojos y deslizó la mirada sobre el cuerpo corriente del señor García.
Se oyó un crujido y luego una nube de serrín ascendió con ligereza entre ambos. El señor García sonrió, miró con coquetería, y por fin dejó escapar una risita tímida.
La muñeca alzó una mano. El señor García sintió que la suya propia se paralizaba. Un cosquilleo, ni desagradable ni lo contrario, le invadió desde los pies. Fue ascendiendo por las piernas, por la blanda barriga, por los hombros rendidos. Hasta llegar al cuello. En un torpe intento de parecer más alto, nuestro Gris irguió la barbilla, y entonces perdió la noción de cuanto lo rodeaba.
A excepción, claro está, de su hermosa muñeca, que dominaba el espacio alrededor. La creación se rascó la cabeza por debajo de la peluca y giró la cabeza con lentitud. Divisó el hacha que había segado la no-vida de sus hermanas.
Fue hasta ella, y la tomó entre sus manos. Sin vacilar, caminó hasta el señor G.
Dejó caer el hacha y la cabeza del muñeco rodó por el suelo, produciendo un ruedo sordo. A machetazos, la muñeca redujo el cuerpo corriente del señor García a un montón de astillas. Las recogió con cuidado y las arrojó a la chimenea, aunque no se quedó a ver cómo ardían.
Como no tenía boca, no podía hablar. Pero sí que pensaba.
Y la muñeca pensó:
“¿Para qué iba a desear convertirte en mi muñeco? ¿Para terminar pareciéndome a ti?”
El señor García, tal y como él mismo confesaría a cualquiera que tuviese a bien preguntarle, era lo que, por lo común, se conoce como un tipo corriente: ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, y de mediana edad. Tenía un empleo cómodo, satisfactorio en lo económico y aburrido, por lo general, en cuanto al desempeño.
A nine-to-five job, que diría un inglés, de esos que apenas requieren nada más allá de la propia presencia en el puesto.
No había en su intelecto ni en su apariencia nada que llamase la atención por lo peculiar, lo incisivo o lo elevado: no era guapo, ni ingenioso, ni agudo en sus comentarios; del mismo modo que no era feo, ni estúpido, ni aburrido.
Era, en resumidas cuentas, un tipo gris en una ciudad de provincias.
En realidad, alguien como el señor García no debería haber llamado la atención de quien tuviera alguna cosa que contar, y no lo habría hecho aquí tampoco de no ser por su secreto.
Desde hacía cosa de tres meses, o tres meses y medio a lo sumo, cada tarde, después de tomar una ronda de anodinas cervezas con los individuos anodinos que componían su círculo de amigos, el señor García corría a trabajar en su apartamento en un proyecto que le tenía entusiasmado. Cabe señalar que, entre sus relaciones, el señor García no contaba con una amiga especial, una “novieta” o una pareja en cualquiera de sus grados. Siempre había sido apocado con las mujeres, daba igual que fueran estas hermosas o mediocres (si bien es cierto que, por preferir, el señor García prefería a las mujeres bellas, sin importarle lo poco o nada que él habría podido ofrecer a cambio).
Sea como fuere, nuestro hombre no estaba dispuesto a desperdiciar esperando a su media naranja lo que le restaba de juventud, entendiéndose esta en términos modernos y no en lo que, pongamos hace tres o cuatro décadas, se entendía antes por “un hombre joven”. Por tanto, el señor García decidió fabricarse para su propio disfrute a La Mujer.
Así, en mayúsculas.
A pesar de poseer cierto talento natural para la escultura que a más de uno habría sorprendido, el señor García había optado hacía largo tiempo por no cultivar una afición tan poco lucrativa: no era tan hábil como para labrarse un futuro en el terreno artístico y carecía de la imaginación necesaria para crear algo que se alejara lo más mínimo de lo que ya existía. Es decir, o copiaba a los maestros clásicos, o copiaba a los artistas comerciales. Poco dispuesto a perder el tiempo en cosas que no arrojaran resultados prácticos, había abandonado sus artes, y nunca se había arrepentido.
Sin embargo, y toda vez que El Secreto había conseguido filtrarse en sus pensamientos con la intensidad suficiente como para convertirse en casi una obsesión, el señor García había vuelto a las andadas. Desalojó una de las habitaciones de su apartamento, ubicado en una moderna zona confortable de la ciudad, y se dispuso a amueblar como es debido su taller. Al principio, la elección del material se le antojó cuestión complicada, pero no tardó en comprender que lo mejor sería trabajar con madera.
“Y así”, pensó, “en cuanto la tenga lista, le insuflaré vida como en el cuento, y tendré para mí a la más maravillosa mujer que un hombre pueda imaginar”.
La escultura, o, como la llamaba él con cariño, su muñeca, le dio más guerra de lo esperado. Hacía mucho que no esculpía y tuvo que desechar varias pruebas: en la primera intentona, el cuerpo le quedó demasiado alargado. Ya que podía permitirse el lujo de elegir, el señor García iba a alumbrar una muñeca curvilínea, de pechos enormes, sinuosa cintura y nalgas firmes. Una mujer delgaducha no le servía.
De un hachazo, destruyó el primer prototipo y lanzó los restos a la chimenea.
La segunda le quedó más sensual, y tan proporcionada como una actriz de películas subidas de tono. Por desgracia, le salió muy alta, más alta que él. ¿Para que iba a desear nadie una mujer que lo mirara desde lo alto? Molesto con su fallo, porque ya había empezado a definir los rasgos de la cara (le pareció que los ojos le miraban con desdén), se deshizo de ella a hachazos, con más saña que con la anterior, y de nuevo lanzó su creación a las llamas. La observó mientras se consumía con una sonrisa despectiva dibujada en el rostro, y lo último en desaparecer fueron los ojos de ella.
La tercera le salió cabezona, y aquella fue la peor, pues alguna extraña asociación freudiana le convenció de que una cabeza grande simbolizaba una inteligencia superior, y entonces el señor García no solo se sintió molesto, sino inquieto, desasosegado y dolido. De un solo tajo cercenó la incómoda cabeza y la hizo quemar entera.
Todo esto, relatado de forma tan concisa, podría llevarnos al equívoco de asumir que nuestro héroe trabajó duro durante unas cuantas horas, o a lo sumo, unas cuantas tardes. No, nada más lejos de la realidad.
Ya había dedicado tres meses enteros a su creación, y lo único que había obtenido eran rotundos fracasos.
Por fortuna, no era el señor García hombre dado a dejarse llevar por raptures, y nadie de entre sus conocidos o familiares, ni entre sus compañeros de oficina, percibieron en él cambio alguno que les preocupase. Trabajaba y se relacionaba de igual modo que venía haciendo todos esos años; nada, ni en su aspecto ni en su temperamento ni en su forma de hablar, hacía sospechar que estuviese perpetrando sus nefandos crímenes.
Hasta que, por fin, un día que había amanecido como otro cualquiera, consiguió el buen señor dar con la tecla adecuada: la silueta de la muñeca, ahora sí, era perfecta para él. Esbelta, sin resultar intimidante en su envergadura; sinuosa y más que dotada como una venus prehistórica (solo que con el vientre plano, por aquello de que resultara más al gusto actual); con una cabeza acorde al tamaño del cuerpo que, en opinión del gris García, presagiaba una inteligencia más bien somera. Talló para ella una melena abundante, pero no acabó de convencerle, y la peló moda y lironda. Encargó en Amazon una peluca rubia y aguardó con paciencia a que se la enviaran a casa.
Mientras tanto, repasó con mimo cada detalle del cuerpo magnífico de su muñeca, deteniéndose con especial esmero en los pezones: los quería prominentes, enhiestos, obscenos en una antinatural longitud, casi dos pequeños falos. Los pulió y los barnizó con cuidado hasta que lograron la apariencia deseada, y tan sensuales y admirables quedaron, que nuestro pobre señor Gris alcanzó un glorioso clímax después de acariciarlos durante horas.
El asunto del color le ocasionó más inquietud. No era tan capaz con los pinceles como con las gubias, y, por supuesto, no quería que una pintura incorrecta arruinase su trabajo. Sopesó la idea de contratar a un pintor para que terminara su creación, pero el mero hecho de imaginar las manos desnudas de otro hombre mancillando a su beldad le hacía estremecerse de rabia. Lo imaginó con claridad: el otro, posiblemente grande y probablemente peludo, con pringosas manchas de pintura en su uniforme mugriento, rozando aquellos hombros, aquellas caderas, aquellos pezones sublimes. Gozando de cada centímetro de piel arbórea, y quizá, en el peor de los casos, lamiendo la curvatura del pecho, de los muslos, de las contundentes nalgas.
Sufrió un arrebato de celos que le obligó a golpear a la escultura.
Pero ella, orgullosa y perfecta, soportó los golpes con estoica determinación, la mirada vacía clavada en la pared del taller.
Perdonándolo, sin duda.
Recibió la peluca días más tarde y con primor la acomodó sobre la infecunda cabeza. Con aquella melena rizada y lujuriosa, la muñeca parecía un poco ligera de cascos. El señor García no pudo contener el empuje de su palpitante virilidad. ¿Qué otra cosa puede desear una mujer tan decididamente sensual, que el envite poderoso de un hombre? El buen Gris temblaba cuando se acercó a ella. Con deleite acarició el cuello, la fina nariz, lo párpados ciegos, y el lugar donde debería haber una boca y no la había (puesto que no necesitaba hablar, había decidido que era un órgano prescindible, y evitó así la complejidad de tallar unos labios voluptuosos).
Nunca había imaginado, en sus anteriores citas consigo mismo, que el placer físico pudiera ser a la vez tan sutil y tan animal.
Con todo, la melena exuberante no acababa de convencerle. Su muñeca no era una puta, y con ese pelo espeso semejaba lo que no era, así que encargó otra peluca más adecuada: morena, corta, leve.
“Un tanto intelectual”, se dijo, aunque no le disgustó el resultado.
Compró nuestro hombre lencería en abundancia, en un comercio lo bastante alejado de su barrio como para no levantar suspicacias impertinentes, y cada noche vestía a su creación. Alternaba los modelos más sofisticados de encaje negro con otros más puritanos de color carne, amplios, severos. Compró unas gafas y unos tacones, un bolso de serpiente y un collar muy caro.
Su muñeca, que aún carecía de nombre, era complaciente en todos los papeles que le tocaba asumir: ahora una mujer dominante que exigía más de lo que podía darle, ahora una matrona de gustos caros que se dejaba hacer, ahora una joven sencilla que requería un maestro.
Cada noche, el señor García se entregaba a su muñeca con ardor, y antes y después le suplicaba en tono arrebatado que no cambiase, que siguiera siempre igual, pues le tenía loco. Que en ocasiones se enfurecía cuando lo observaba con aires desde un poquito más abajo que él; pero que era el sueño de todo hombre, y que él era afortunado de poseerla.
Porque, en efecto, la poseía, en todos los sentidos imaginables, y aun cuando él perdía los papeles y la empujaba, la tiraba al suelo y la cubría tanto de besos como de patadas, ella lo soportaba todo, igual que él.
Un día, el señor García tuvo una idea. Pensó que sería divertido y excitante intercambiar los papeles. Que, por una vez, él fuera el muñeco de madera y ella la mujer que lo amaba.
—¿Qué opinas, preciosidad? ¿Qué harías si yo fuera el hombre a tu disposición, y tú mi señora? Haz realidad ese sueño tuyo. ¡Hazme tu muñeco!
La muñeca abrió los ojos y deslizó la mirada sobre el cuerpo corriente del señor García.
Se oyó un crujido y luego una nube de serrín ascendió con ligereza entre ambos. El señor García sonrió, miró con coquetería, y por fin dejó escapar una risita tímida.
La muñeca alzó una mano. El señor García sintió que la suya propia se paralizaba. Un cosquilleo, ni desagradable ni lo contrario, le invadió desde los pies. Fue ascendiendo por las piernas, por la blanda barriga, por los hombros rendidos. Hasta llegar al cuello. En un torpe intento de parecer más alto, nuestro Gris irguió la barbilla, y entonces perdió la noción de cuanto lo rodeaba.
A excepción, claro está, de su hermosa muñeca, que dominaba el espacio alrededor. La creación se rascó la cabeza por debajo de la peluca y giró la cabeza con lentitud. Divisó el hacha que había segado la no-vida de sus hermanas.
Fue hasta ella, y la tomó entre sus manos. Sin vacilar, caminó hasta el señor G.
Dejó caer el hacha y la cabeza del muñeco rodó por el suelo, produciendo un ruedo sordo. A machetazos, la muñeca redujo el cuerpo corriente del señor García a un montón de astillas. Las recogió con cuidado y las arrojó a la chimenea, aunque no se quedó a ver cómo ardían.
Como no tenía boca, no podía hablar. Pero sí que pensaba.
Y la muñeca pensó:
“¿Para qué iba a desear convertirte en mi muñeco? ¿Para terminar pareciéndome a ti?”