Esta no es una historia de personas. Ni de animales, plantas, ciudades, océanos u otra criatura viviente o inerte, cualquiera de las cuales ya ha tenido páginas y páginas dedicadas. No, esta es una historia de palabras, de lo importantes que son, desde su primera acepción hasta la última.
El escenario de la historia no es una biblioteca, ni un teatro, ni tampoco un gran salón intelectual. Nada más lejos, amigos. La mayor parte de este relato transcurre en un pequeño pueblo, Villaledo del Segura. Tan aislado estaba, entre montañas y sierras, que rara vez se veían sus habitantes afectados por lo que ocurría fuera de él. Corría el año sesenta y ocho con sus pronunciamientos y revoluciones —tan graves que hicieron escapar a una reina— y no había en todo el país un alma que no hablara de la política. Bueno, sí que las había: en Villaledo del Segura. Si alguien hubiera ido hasta la taberna del pueblo y le hubiera dicho al tío Miguel lo que estaba ocurriendo, este se habría encogido de hombros y habría respondido «Pues lo que siempre ha pasado». Y luego, tanto él como el resto de lugareños habrían continuado con sus quehaceres como si nada.
Y entre ellos incluimos a Martín. Era este un hombre de muchas habilidades, pero en el pueblo era especialmente conocido por una en concreto: era el que mejor follaba. No había en toda la comarca quien pudiera disputarle tal honor, para pesar de muchos. Aunque hubieran decidido organizar una competición en tan mañosa habilidad, Martín habría ocupado el primer puesto en todas las categorías. No solo por el hecho de ser joven, fuerte y de buena planta, aunque eso ayudara, dicho sea de paso. Lo que le hacía imbatible eran el talento y la práctica, pues Martín se pasaba el día follando. De hecho, había convertido tal actividad en su oficio.
Martín ejercía su profesión en la planta baja de un edificio cuya fachada daba a la plaza del pueblo. Trabajaba siempre con ventanas y puertas abiertas, pues decía que el calor de tan exigente tarea llegaba a ser insoportable. Nadie se opuso a que lo hiciera de tal forma, es más, no eran pocos los que se acercaban para observar. Al salir de misa, las octogenarias solían pararse frente a la ventana y comentaban:
—Pues no es para tanto —decía una—. Mi Rodolfo lo hacía mejor.
—Anda, Eulalia —respondía la comadre—, pestañea un poco, que se te van a quedar los ojos secos de tanto mirar. Y no te acerques tanto, mujer, que te va a sacar un ojo.
¿Y quién podía reprocharles el descaro a las beatas señoras? La verdad es que era todo un espectáculo ver a ese portento de músculos, fuerza y sudor aplicarse en tal despliegue de técnica. ¡Qué energía! ¡Qué manejo de su herramienta! Pocos eran en el pueblo los que no habían disfrutado aún de los servicios de Martín. En la mayoría de los casos se trataba de amas de casa que, antes de ponerse a preparar el guiso para su familia, se veían en la necesidad. Intentaban remediar por sí mismas, pero, ¡ay, no siempre era posible! A pesar del gasto extraordinario que suponía, acababan acudiendo al local de Martín, del cual siempre salían satisfechas.
Pero no solo eran mujeres las que solicitaban sus habilidades. También tuvo clientes, y no pocos, entre los jornaleros y artesanos. Solían acudir a Martín cabizbajos y avergonzados por necesitar sus servicios, pues por aquel entonces muchos en el pueblo afirmaban que un hombre que se valiera debía ser capaz de resolver tal necesidad con sus propias manos. Sin embargo, no todos eran capaces y acababan yendo al local de Martín. A fin de cuentas, ¿no era él el que mejor follaba?
Pasaron los años y, con ellos, el cuerpo de Martín perdió su vigor, a la vez que su rostro se llenaba de arrugas. Aun así, no dejó que la vejez interrumpiera su labor, y hasta el último día en que tuvo aliento siguió follando, para deleite de sus convecinos. Fue tal la estima que obtuvo por parte de estos, que decidieron esculpir una placa conmemorativa en su honor. La colocaron en la fachada de su local, para que todo el mundo pudiera admirarla desde cualquier punto de la plaza, e inmortalizar así la importante labor que Martín había realizado.
El tiempo, que nada perdona, continuó su andadura y discurrió a lo largo de años, lustros y décadas. Por todo el país hubo cambios, crisis, pronunciamientos, guerras y mucho más. Se abrieron montañas, se construyeron vías de tren, carreteras comarcales, nacionales, autopistas y aeropuertos. Se instalaron cables de tensión, de telégrafos, telefonía, televisión, fibra óptica y tantas otras cosas que, poco a poco, sacarían a Villaledo del Segura del aislamiento en el que había vivido durante siglos. Las calles adoquinadas se asfaltaron y llenaron de coches, los toldos de los bares se cubrieron de sellos de marcas de cerveza, las tiendas de comestibles dieron paso a enormes supermercados y los cultivos alrededor del pueblo se transformaron en urbanizaciones y edificios de apartamentos pagados sobre plano. Los jóvenes se marcharon a las ciudades, impacientes por la lentitud del cambio, mientras que los viejos permanecieron en el pueblo, lamentando la rapidez del mismo.
Fue en esta época de agitación, influencers y pandemias cuando el nombre de Martín volvió a escucharse de nuevo. Ocurrió en el Mesón del Roble, antiguo local a las afueras del pueblo donde se servían los mejores platos de gastronomía rural de la zona. Aquel día se hallaban en el mesón tres personas de gran relevancia política para el pueblo: el alcalde y los dos únicos concejales del ayuntamiento.
Habían acudido al local para debatir la importante distribución de los fondos europeos que acababan de recibir. Tan comprometidos estaban con la labor, que decidieron allí mismo invertir parte de esos fondos en un surtido de quesos y jamón D.O.P., pues les pareció conveniente favorecer así la industria quesera y charcutera. También decidieron dedicar otra parte de dicha financiación al sector vinícola, como bien demostraron hasta en tres ocasiones durante la comida.
—No os paséis con los entrantes —advirtió la concejala Obdulia Dextrosa, representante del partido de derechas—, que también hay que reservar fondos para el sector de la construcción.
—¿Por “construcción” te refieres al chalet que le estás haciendo a tu hijo? —respondió con sorna Genaro Sinistrel, concejal y representante del partido de izquierdas.
—Que haya paz, que haya paz —intervino el alcalde don Rigoberto Mediócrez, procedente del partido de centro—. No hay que preocuparse, hay fondos para todos.
—Pues eso digo yo —replicó el concejal Sinistrel—. ¿Os parece bien que pidamos una pluma de ibérico para el centro?
—¿Tú no eras vegetariano? —preguntó la concejala.
—Eso era el año pasado.
—Antes de seguir pidiendo —dijo el alcalde—, hay otro asunto que debemos debatir. Como sabéis, recientemente hemos derribado uno de los edificios de la plaza.
—Sí —contestaron los otros dos al unísono, mientras saboreaban las croquetas de boletus que el camarero acababa de servir.
—Parece ser que se construyó después de la guerra y tapó parte de la fachada de otro edificio. Pues bien, en el trozo de pared que quedó tapado hemos descubierto una placa conmemorativa de mármol.
—¿Y qué conmemora la placa?
—Pues… no estamos seguros. La mayor parte del grabado se había quedado cubierto por una capa de escayola. La hemos llevado al taller de mi primo Marcial para que retire el yeso y podamos verla completamente. De momento —añadió el alcalde mientras sacaba el móvil y les enseñaba una foto— solo hemos logrado leer la parte de arriba de la placa. Mirad lo que pone.
Los otros dos inclinaron la cabeza sobre el teléfono del alcalde. La parte superior de la placa, bastante deteriorada, decía:
—¿Follador? —exclamó la concejala, con voz escandalizada— ¿Es una broma?
—Y yo que pensaba que en el pueblo eran todos unos santurrones —comentó Sinistrel, divertido.
—¡Eso! Tú tómatelo a risa.
—Si os he enseñado esto —volvió a mediar el alcalde— es porque tenemos que decidir qué hacer con la placa. ¿La restauramos y la colocamos otra vez en la fachada?
—¡No podemos colocar eso! —La voz de la señora Dextrosa se volvió aguda y tensa—. Es una ordinariez y una vulgaridad. Yo voto por destruirla y hacer como si nada.
—Muy bien, esa es una opción. ¿Tú que opinas, Genaro?
—Pues a mí, como comprenderéis, el hecho de que aparezca la palabra “follador” me la trae floja —respondió Sinistrel mientras se servía unas rodajas de lomo curado—. El único problema es que hay en mi partido una tía que quiere mi puesto y últimamente está diciendo que no hago nada por el feminismo ni las políticas de igualdad.
—¿Y qué tiene eso que ver?
—Pues tiene que ver porque si apoyo que se cuelgue una placa conmemorativa a un follador, quiero que se cuelgue otra placa en la misma plaza para conmemorar a una folladora.
—¿Estás loco? ¡Eso nunca! —replicó la concejala.
—Pues en ese caso, también voto por destruir la placa, así todos contentos.
El alcalde permaneció callado durante unos instantes, sopesando las respuestas de sus ediles. Ninguno de los motivos esgrimidos le pareció lo bastante razonable como para destruir la placa. Por otro lado, pensó, una inscripción con la palabra “follador” podía hacer que el pueblo no fuese tomado en serio, lo que dificultaría la búsqueda de patrocinadores para su campaña.
—Muy bien, pues así se hará —concluyó—. La placa será destruida. En fin —añadió, guardando el móvil y abriendo de nuevo el menú—. ¿Por dónde íbamos?
Siguieron debatiendo sobre los fondos europeos durante toda la comida y gran parte de la sobremesa, destinando una importante parte de la financiación al Mesón del Roble y las varias industrias asociadas al mismo, tales como la pastelería artesanal, la producción licorera italiana e incluso la importación cigarrera cubana.
Mientras tanto, a unos pocos kilómetros de allí, el escayolista Marcial Mediócrez casi había acabado de retirar los restos de yeso que cubrían la placa de mármol. Ya se podía leer toda la inscripción:
Mejor follador no hubo, pues nadie jamás sopló el fuelle mejor que Martín. Por ello, el pueblo de Villaledo le dedica esta placa y se compromete con orgullo a no olvidar nunca quién fue.
Justo en ese momento, cuando terminaba de limpiar los restos con su escobilla, recibió en el móvil un mensaje de su primo, el alcalde: Destruye la placa. Marcial no entendió bien el motivo por el que le habían encargado restaurar esa losa de mármol para después pedirle que se deshiciera de ella. Tras un breve titubeo, se encogió de hombros y cogió un enorme martillo que tenía en la estantería. De todas formas él iba a cobrar igual por el trabajo, lo que decidieran los políticos no era asunto suyo. Se situó frente a la placa, levantó el martillo y golpeó con fuerza. El mármol se resquebrajó, aunque mantuvo su integridad. Marcial repitió la operación, logrando que algunos trozos se desprendieran de la placa. Al tercer golpe, la inscripción se hizo añicos y las palabras se desvanecieron en diminutos fragmentos.