Salí de mi habitación con celeridad y recorrí los interminables pasillos en busca de la fuente de aquel alboroto. De las varias salas y corredores de la casa surgían criados que se unieron a mi carrera, hasta que parecimos un pelotón que se dirigía al combate.
Al llegar al laboratorio, de donde provenía el sonido que nos había alterado, notamos que la voz de la señora Harding, el ama de llaves, se había quebrado en sollozos. Cuando entramos, la mujer se hallaba de rodillas frente a la campana de cristal de nueve pies de altura situada en el centro del laboratorio. La jaula de las mariposas. En su interior, bajo el revoloteo de una docena de Danaus chrysippus —mariposas tigre—, se hallaba el cuerpo sin vida del profesor Lowe.
La mayoría de los agentes de policía deambularon por la casa sin saber bien qué hacer. Era evidente que habían participado en pocos casos de asesinato. El único que parecía saber lo que hacía —aunque yo sospechaba que era más apariencia que otra cosa— era el inspector que los comandaba, un hombrecillo enjuto y con bigote que daba órdenes con expresión molesta.
—¡No se queden ahí parados! —dijo a varios agentes que se arremolinaban alrededor de la campana de cristal, con expresión de curiosidad—. Encuentren una manera de abrir esta cosa.
—Solo hay una forma de acceder al interior —intervine yo. El inspector se volvió y me observó con mirada inquisitiva.
—¿Y usted es…? —preguntó.
—Caroline Lowe, soy la sobrina del profesor.
—La sobrina, entiendo… —Parecía sopesar mi respuesta palabra por palabra, hasta que se dio cuenta de la indelicadeza y añadió de forma mecánica—: Perdone, le acompaño en el sentimiento.
—Se lo agradezco.
—¿Ha dicho que sabe cómo acceder a esta…?
—Es una campana de cristal, inspector. El profesor la usaba como jaula para mariposas vivas. Y sí, solo hay un modo de entrar, a través de esa trampilla —Señalé la trampilla negra que había en el suelo, justo en el centro de la campana, junto al cuerpo sin vida del profesor—. Está conectada al sótano que hay bajo el laboratorio.
—¿Esa es la única entrada? Pero… ¡eso no puede ser! Se ve desde aquí que está cerrada con pestillo desde dentro.
—Así es.
—Disculpe, señorita Lowe, pero no entiendo nada. ¿Para qué sirve un pestillo en la parte interior de esta… “jaula de mariposas”, o como se llame? ¿Acaso las mariposas pueden abrirlo?
—Por supuesto que no, inspector. El pestillo lo usaba el profesor Lowe. A veces se metía en la campana para reflexionar.
—¿Y se encerraba?
—Sí —respondí, consciente de lo extraño que resultaba—. Era un hombre un tanto… excéntrico. No le gustaba que le molestaran.
—Ya veo, ya. ¿Y qué es esto? —dijo el policía, señalando un ventanuco de cristal del tamaño de un puño que había en la superficie de la campana.
—Es un ojo de buey. Se abre para introducir las mariposas en la jaula, y después se cierra de forma hermética. Obviamente, es demasiado pequeño como para que una persona salga a través de él.
—Parece usted saber mucho sobre el laboratorio de su tío.
—Es que en los últimos años he trabajado como su asistente.
—¿En serio? ¿Usted? —El inspector me miró incrédulo.
—¿Qué sucede, inspector? —inquirió una voz femenina a nuestras espaldas—. ¿Acaso piensa que las mujeres servimos solos para cocinar y criar niños?
Ambos nos giramos para encontrarnos cara a cara con una mujer joven, no mucho mayor que yo, bien vestida y con mirada de interés, que entraba en el laboratorio. Tras ella, con cara de pocos amigos, venía Hartford, mayordomo de la casa.
—¡Le he dicho que no puede entrar aquí! —exclamó el criado, furioso de ver sus dominios invadidos por tanta gente.
—¿Quién es usted? —preguntó el inspector a la recién llegada.
—Inspector —dije yo—, le presento a Emma Marple. Su familia vive en la mansión que hay al otro lado del camino.
—¿Marple? ¿No será pariente de sir Rufus Marple?
—Así es —respondió ella con una sonrisa seductora—, veo que conoce a mi padre.
—¡Y quién no lo conoce! —El tono de voz del inspector se había vuelto más cauto, al darse cuenta de estar hablando con alguien importante—. ¿Puedo preguntarle qué hace aquí, señorita Marple?
—Me he enterado de la trágica muerte del profesor Lowe y he venido por si podía ayudar.
—¿Ayudar?
—Sí, verá, me he pasado la vida leyendo novelas de misterio y casos de crónica en los periódicos. Soy algo así como una detective aficionada.
El inspector pareció molesto ante la intromisión de la joven, algo que comprendí. Acababa de morir alguien y ella parecía tomárselo como un juego. El policía no quiso ser descortés ante alguien influyente, por lo que decidió concluir la conversación:
—Si me disculpan, ahora tengo que volver a mi trabajo —volviéndose a los demás agentes, empezó a gritar órdenes—: ¡Bueno, ya está bien de holgazanear! Entrad por el sótano y romped la trampilla desde abajo. Tenemos que acceder al cuerpo lo antes posible.
—¿Romper la trampilla? —exclamó Hartford, con la mirada desencajada—. ¡No pueden hacer eso! ¡Este es el laboratorio del profesor! ¿Cómo se atreven?
De nada sirvieron los lamentos del mayordomo, los policías entraron en el sótano y empezaron a dar golpes con un martillo, hasta que la trampilla cedió. Acto seguido, procedieron a sacar el cuerpo del profesor. Desde el otro lado del laboratorio, la señorita Marple y yo contemplábamos la escena.
—¡Qué forma tan intrigante de morir! —comentó ella—. ¿Cree usted que ha sido una muerte natural, señorita Lowe?
—Me es difícil responder a eso, señorita Marple, pues no soy policía ni médico.
—No, por supuesto, pero podemos hacer conjeturas, ¿no cree? Su tío no parecía tener problemas de salud.
—No, estaba muy sano.
—Y tan lleno de vida, siempre trabajando. He oído que en los últimos años ha publicado muchísimos trabajos científicos.
—Así es, principalmente de biología y botánica.
—¿Es posible que se quedara sin aire dentro de la campana?
—Lo dudo, pues de ser así habrían muerto también las mariposas.
—Sí, es cierto —murmuró mi vecina mientras cavilaba—. Y eso también descarta que vertieran algún tipo de gas venenoso.
—Eso creo yo también.
—¿Y las propias mariposas? ¿Tienen algún tipo de veneno?
—Es una buena observación. En efecto, estas mariposas son tóxicas, pero no lo bastante como para matar. Su veneno sirve para darles mal sabor y que los animales eviten comérselas, pero aparte de eso son inofensivas. Además —añadí—, dudo que el profesor se haya comido una.
Emma asintió en silencio, parecía decepcionada ante mi explicación. Supuse que la teoría del veneno de la mariposa habría sido una solución muy elegante en esas novelas que tanto le gustaba leer.
—Esa joven entrometida ha venido de nuevo —dijo, con tono despectivo.
—No sea insolente, Hartford —contesté, levantando la vista del libro—. Hágala pasar.
El mayordomo volvió a salir, no sin antes echarme una mirada de odio. Estaba claro que detestaba que yo le diera órdenes. Poco después entró la señorita Marple. Nos saludamos con cierta formalidad —sobre todo por mi parte— y le pedí que se acomodara.
—Qué silencioso está todo esto sin policías —comentó, dándome a entender que quería hablar del suceso del día anterior.
—Sí, en cuanto sacaron el cuerpo del profesor de la campana se fueron todos.
—¿Han confirmado la causa de la muerte?
—Aún no. El inspector me dijo que vendría en cuanto supiera algo.
—Entiendo —Emma sopesaba toda la información que le iba dando—. ¿Llegaron a interrogar a los criados?
—Creo que sí —dije con vaguedad, intentando recordar—, aunque ninguno llegó a arrojar luz al asunto.
—Es lo que me temía. Ese inspector no me pareció el más adecuado para resolver este misterio.
—¿Y usted sí lo es?
—Bueno, es posible —respondió, ignorando el tono de sorna de mi voz—. En muchos sentidos, las mujeres tenemos una inteligencia de la que los hombres carecen.
—Habla usted como una sufragista.
—¡Y a mucha honra! Mi madre es muy amiga de la señora Pankhurst, y mi padre apoya el derecho al voto —ante mi silencio, añadió—: No sea modesta, señorita Lowe, sé que usted es más de lo que aparenta.
—Ah, ¿sí? —pregunté intrigada.
—Sí. Usted ha trabajado con su tío en el laboratorio, no se ha limitado a coser y buscar marido. Estoy segura de que, con el tiempo, llegará a ser usted una bióloga tan importante como él.
—Si usted lo dice… —respondí, decepcionada por su respuesta.
A pesar de mis esfuerzos por reconducir la conversación hacia otros temas, la señorita Marple volvía una y otra vez al asunto de la muerte del profesor Lowe. Finalmente, se atrevió a pedir lo que deseaba:
—Señorita Lowe —dijo, tomándome las manos—, ¿me permitiría examinar el laboratorio?
—¿Con qué objetivo?
—Para buscar algo, una pista, cualquier cosa que nos desvele este misterio. A veces, la respuesta está en los detalles que pasamos por alto.
Convencida de que no dejaría de insistir, acabé cediendo a su petición y nos dirigimos al laboratorio. Mientras abría la puerta con mi llave, Emma siguió interrogándome:
—¿Quién más tiene esta llave?
—Solo la señora Harding, Hartford y yo.
—Interesante…
—Supongo que eso nos convierte en sospechosos.
—Me temo que sí. Además, usted es el único pariente vivo de su tío, por lo que podría albergar un motivo económico. ¿Han leído ya su testamento?
—Aún no —dije con desinterés ante tales elucubraciones—, pero no creo que este me mantenga en la lista de sospechosos. El profesor Lowe me acogió cuando me quedé huérfana, pero lo hizo solo por puro deber familiar. Nunca mostró afecto alguno y dudo que me dejara nada en su testamento.
—Aun así, le abrió la puerta del mundo de la ciencia, eso es un tipo de afecto, ¿no cree? —replicó la señorita Marple mientras entrábamos en el laboratorio—. Perdone que sea tan franca, Caroline. ¿Puedo llamarla Caroline? Es que siento que tenemos mucho en común, usted y yo: las dos adoramos la ciencia. Usted las ciencias naturales y yo la ciencia lógica.
—¿En serio?
—Sí. Para mí la ciencia es algo tan puro, tan limpio, tan exacto… Si todo el mundo hablara su lenguaje, no habría caos en el mundo.
—Tiene usted un modo muy particular de pensar.
—No es la primera que me lo dice —dijo con una sonrisa, justo antes de sumergirse de nuevo en su investigación—. ¿Y qué me dice de Hartford y la señora Harding? El mayordomo parecía bastante molesto por la presencia de policías ayer.
—Sí, es cierto —admití, recordando la resistencia que Hartford opuso a que rompieran la trampilla.
—¿Sabe si tuvo algún desacuerdo con su tío?
—No, que yo sepa —Me estaba cansando de tanta pregunta, por lo que decidí dirigir su atención hacia otro lado—. ¿Hay algo que quiera examinar en este laboratorio?
Emma se dio cuenta de que no había prestado atención a la sala mientras me hacía las preguntas, por lo que decidió callar y concentrarse en los objetos que la poblaban. Caminó alrededor de las mesas y echó una ojeada a los estantes repletos de libros y tratados. Acabó su inspección frente a la campana de cristal vacía.
—¡Qué raro! —dijo, señalando el interior—. La trampilla y su pestillo parecen estar intactos. Creí que la rompieron para sacar el cadáver.
—Sí —respondí—, pero Hartford mandó que la repararan en cuanto se fue la policía.
—¿En serio? ¡Qué comportamiento tan extraño!
—Hartford sentía adoración por el profesor —dije, atreviéndome a hacer una suposición—, es posible que mantener el laboratorio intacto sea una forma de honrar su memoria.
—Puede ser, pero aun así es sospechoso.
Permanecimos allí un buen rato. Dejé que la señorita Marple examinara todo de forma meticulosa. Temía que, si no lo hacía, nos visitaría a diario. Cuando ya parecía haber terminado, se volvió hacia mí con un inquietante brillo en la mirada:
—¿Le importa si entro en la campana? —preguntó con avidez.
—¿Cómo dice?
—Sí, para ver las cosas desde el punto de vista del profesor… Quizás así halle la clave del enigma.
Me pareció una idea extraña, pero llegados a ese punto quizás fuera la única forma de quitármela de encima, así que accedí.
—¿Sería posible meter también las mariposas? —añadió—. De esa forma recrearíamos la situación con exactitud.
—De acuerdo. Para meterlas tendré que usar esta máquina —dije, señalando a un dispositivo que había junto a la campana y que tenía aspecto de fuelle grande del que salía un grueso tubo de cuero.
—¡Qué curioso! ¿Qué hace este aparato?
—Las mariposas están en el tambor, y la máquina genera aire para conducirlas a través del tubo, que se inserta en el ojo de buey de la campana. Así entran en ella.
—Ah, entiendo. Muy ingenioso.
Sin más espera, la señorita Marple accedió al sótano y, pocos instantes después, reapareció en la campana a través de la trampilla.
—Si no le importa —dijo desde dentro—, voy a echar el pestillo, para estar en las mismas condiciones que su tío.
Asentí sin decir nada y me dispuse a preparar la máquina. Mientras tanto, ella cerró la trampilla, lo que le costó varios minutos, debido a la fuerza que había que emplear para mover el grueso pestillo. Cuando lo hubo logrado, coloqué el tubo de cuero en el ojo de buey y accioné la máquina, cuyo ruido inundó el laboratorio con un intenso ronroneo. Emma me miró con extrañeza ante tal sonido, pero le hice un gesto con la mano para indicarle que era normal. A la espera de que aparecieran las mariposas, mi vecina se detuvo a observar el interior de la campana, esperando hallar algo que se le hubiera pasado a la policía.
Por mi parte, yo me entretuve contemplando la máquina en funcionamiento, con el enorme fuelle que se hinchaba y deshinchaba con una cadencia constante. Me sentía orgullosa de aquello. Era una variación de la bomba de vacío de von Guericke, pero yo le había añadido un mecanismo similar al del motor de los automóviles para que funcionara sin fuerza manual. Me pregunté cuánto tiempo tardaría la perspicaz señorita Marple en darse cuenta de que la bomba estaba succionando el aire de la campana.
—Se ha equivocado usted en tres cosas, señorita Marple —empecé a decir, a pesar de que sabía que ella no podía oírme con el ruido del motor—. Para empezar, ha juzgado mal al profesor Lowe. No era un gran científico. Lo único de grande que tenía fue el ser un fraude. Desde que me acogió, siendo yo una niña, se dio cuenta de mi talento para la ciencia, y lo espoleó con el único propósito de explotarlo. Todos sus estudios y publicaciones los he escrito yo, ¡todos!
Emma me miró con extrañeza. Se daba cuenta de que le estaba hablando, pero no era capaz de escuchar ni una palabra. Por un momento, pareció perder interés por la campana y se concentró en mis labios.
—Lo segundo en lo que se ha equivocado —proseguí— es al hablar de mí. ¿Cómo se atreve a decir que usted y yo somos iguales? Yo me he pasado la vida estudiando y trabajando, sabiendo que el profesor habría podido echarme si no obedecía, mientras que usted ha vivido en un hogar privilegiado y se ha dedicado a leer tontas noveluchas de misterio. ¿De verdad cree que tenemos mucho en común?
La joven seguía contemplándome desde la jaula de cristal, casi hipnotizada por el movimiento de mis labios. Yo no tenía claro por qué le estaba confesando todo aquello a alguien que no podía escuchar mis palabras, pero, por algún motivo, necesitaba hacerlo:
—¿Sabe lo que me hizo el profesor el otro día, cuando le pedí que incluyera mi nombre en una de las publicaciones? Me dio una bofetada. Dijo que era una insolente, y que, si no dejaba de pedir crédito, me echaría de la casa y me acusaría de intentar robar sus investigaciones. Esa misma tarde lo hallé en la campana. Se había encerrado para reflexionar y se había quedado dormido. Fue muy sencillo colocar el tubo de la bomba de vacío en el ojo de buey, justo como he hecho ahora…
En aquel momento, Emma debió notar que el aire escaseaba, porque su cuerpo tembló ligeramente y su semblante adquirió una expresión grave. Miró hacia el tubo de cuero conectado al ojo de buey y, de alguna forma, comprendió. Se dirigió todo lo rápido que pudo hacia la trampilla e intentó descorrer el pestillo, pero estaba tan duro como antes y sus fuerzas empezaban a flaquear. Apenas logró moverlo una pulgada.
—Pero en lo que más se ha equivocado usted —señalé, continuando con mi monólogo— es al hablar de la ciencia. Ahí me he dado cuenta de que usted no sabe nada de ella —En ese momento, Emma se llevó las manos al pecho. La falta de aire hacía que sus pulmones se expandieran cada vez menos—. La ciencia no es algo puro, limpio y exacto. Y menos las ciencias naturales. No están libres del caos, porque la naturaleza está en el mismo caos. Vive de él y le da impulso a la vez. La ciencia es movimiento, violencia, pasión y sufrimiento. Se halla tanto en la llama de la vida como en el colosal vacío de la muerte…
Seguí hablando, no recuerdo todo lo que dije ni cuánto tiempo duró. Desde el interior de la campana, la señorita Marple se retorcía, sus ojos se desencajaron y su boca se abrió una y otra vez, intentando respirar un aire que no existía. Tras una breve pero cautivadora lucha, la vida se esfumó de su cuerpo con la súbita rapidez de un atardecer que se esconde.
Apagué la máquina y dejé que el aire volviera a llenar la campana. Desconecté el tubo del ojo de buey y, a punto estaba de cerrarlo, cuando recordé algo. Me dirigí al otro lado del laboratorio. En una caja cuyas paredes estaban hechas de redecilla, se encontraban las mariposas. Con sumo cuidado, llevé la caja hasta la campana y, con paciencia, dejé que entraran poco a poco a través del ventanuco de cristal. Después lo cerré y di unos pasos hacia atrás. Las doce mariposas tigre revolotearon por toda la cúpula transparente. Un par de ellas se posaron en el cuerpo inerte de Emma. Les debió parecer de poco interés, pues, tras examinarlo durante unos instantes, remontaron el vuelo.