En medio de la vida, estamos en la muerte.
Anónimo
Desde hacía años, como todos los domingos, Elena se hallaba en la iglesia. Aún era temprano, pero ya tenía todo listo para recibir a los feligreses que vendrían a tomar el santo sacramento. Los monaguillos eran remolones y llegarían justo a tiempo, ni un minuto antes. Mas el padre Emilio no los regañaba, al contrario, sonreía negando con la cabeza: ¡sagrada juventud!
A la hora exacta, ya se encontraba todo preparado y casi todos los concurrentes habituales se hallaban sentados. El órgano comenzó a emitir una de las tantas loas al señor y todos cantaron, en tanto el padre y los chicos entraban por la puerta principal, con la cruz y los inciensos.
Al llegar al altar, después de que todos los procedimientos que implica dar una misa fueron realizados, el padre Emilio tomó un libro y comenzó a leer la voluntad de Dios. Elena aprovechó el momento, como lo hacía cada domingo, y se retiró a su casita cercana del predio de la iglesia.
Llegó cansada y sudorosa, pues era un verano muy caluroso, se dio una ducha rápida y se tendió en un sillón a descansar. Era una mujer pequeña, de porte delgado y algo baja. Sus rubios cabellos estaban siempre fuertemente apretados en un moño decorado con una pequeña diadema, regalo de una tía. Tenía cuarenta y dos años, vivía sola desde los treinta en que falleció su madre. Sus dos hermanas eran casadas y ninguna estaba dispuesta a proponerle que viviera con ellas.
Elena era muy hacendosa y su casa brillaba por dentro y por fuera. Su jardín era una verdadera maravilla: flores diversas adornaban los límites de la casita que se veía como las de los cuentos para niños. El interior era de una pulcritud excelsa, los muebles brillaban, las alfombras parecían recién puestas, la cocina y el baño resplandecían de pureza. Además, era una maravilla de persona, siempre dispuesta a ayudar a todo el que lo necesitara.
El sábado era su día de descanso, y lo dedicaba a lo que más amaba: leer. Su biblioteca, casi vacía al mudarse allí, se fue llenando de libros hasta que requirió de otra con iguales dimensiones, colocada en donde antiguamente había un hermoso dressoire con su espejo haciendo juego.
Aprendió a leer de muy pequeña, sus padres la alentaban a hacerlo y ella lo disfrutaba muchísimo. Tanto así, que cada mes pedía un libro, y sus padres, encantados por ello, le traían las mejores ediciones, con encuadernaciones bellísimas e imágenes encantadoras de las aventuras de sus personajes. Así fue pasando el tiempo, entre lecturas, juegos con sus hermanas y por supuesto sus estudios, escolares primeros y secundarios después. Al llegar a ese momento de su vida, supo que no había dinero para la universidad y, como alumna excelente que era, la tristeza la invadió. Tuvo que conformarse con quedarse en casa, leyendo, siempre leyendo y soñando, siempre soñando.
Los años pasaron y su padre falleció. Su madre, en tanto, estaba cada vez más necesitada de ayuda. Elena se dedicó con alma y vida a cuidarla; fueron muchos años, hasta que se quedó sola. Nunca pudo salir a divertirse y conocer a un hombre como lo habían hecho sus hermanas, las cuales se presentaron en la casa, a una semana de la muerte de su madre, reclamando las terceras partes de la casa.
Así fue que Elena recibió su parte y pudo comprar la casita adonde vivía actualmente, pero la soledad era asfixiante, no podía resistirla. Se dio cuenta de que nunca había sido feliz, ni siquiera sabía cómo era ese sentimiento, lo veía en otras personas y pensaba por qué a ella no le llegaba. En las noches su almohada se empapaba de llanto por el tiempo perdido y la felicidad negada. Además, se había enterado, hacía tiempo ya, que en el pueblo la llamaban: “La pequeña solitaria”, más sufrimiento, más llanto, más tristeza. Tan sola se sentía que algunas noches en que no había luna, iba sigilosamente al camposanto del predio de la iglesia y se sentaba a llorar en alguna tumba. No importaba de quién fuera, donde le parecía que había menos luz, allí se acomodaba y lloraba como una niña.
Una de esas noches, eligió la escalinata de un hermoso mausoleo y allí sacó su angustia, que se detuvo cuando oyó unos golpes muy suaves dentro del lugar. Al principio pensó que sería algún gato que había adentro, pero los volvió a escuchar, muy suavemente. Estaba segura de que venían de allí. No era una mujer temerosa con los muertos, siempre había dicho que los prefería antes que a los vivos, que tanta maldad podrían llegar a hacer. Al tocar la puerta del mausoleo, ésta se abrió. Era muy raro que un lugar tan lujoso quedara a merced de los ladrones de tumbas, sobre todo por el mármol de carrara y el bronce, que imperaban por todo el recinto. Sin miedo, entró y recorrió el lugar entre las estatuas y los féretros, cuando volvió a oír los suaves golpes. Quedó tiesa, porque los golpes provenían de uno de los sepulcros cubiertos de mármol. Aunque eso la asustó un poco, caminó hasta el lugar de donde salía el ruido y se quedó parada esperando. A los pocos minutos, volvieron a escucharse. Era obvio que allí había algo o alguien que estaba vivo, Elena sintió que un escalofrío le recorría todo el cuerpo, no sabía si salir corriendo o socorrer a quien pedía ayuda. ¿Y si fuera un fantasma espantoso que había allí y la torturara hasta matarla? Esto se preguntaba, cuando volvió a repetirse el ruido. Parada, mirando el féretro y temiendo que alguien hubiera sido enterrado vivo, prefirió no abandonar el lugar y auxiliar a quien lo necesitara, algo que hacía muy a menudo. Por ello, se colocó muy cerca del féretro y, con un susurro de voz, preguntó:
—¿Hay alguien allí? ¿Me escucha?
Sonaron varios golpes…
—¿Es una persona… fue enterrado… vivo?
Otra vez el ruido…
—Yo no puedo mover la lápida de mármol de arriba, iré a buscar al vigilante…
Los golpes fueron mucho más fuertes…
—¿Usted no quiere eso?
Nuevamente golpearon con vehemencia…
—Entonces voy a buscar alguna herramienta por aquí a ver si puedo mover el mármol.
Se oyó el ruido suave…
La mujer, con las piernas temblorosas, comenzó a caminar por el sitio, mirando para todos lados hasta que encontró un poste de bronce que oficiaba de candelabro. Lo sacó de lugar y, lentamente, mirándolo fijo, volvió hasta el féretro.
—Tengo un poste de hierro, voy a intentar mover la lápida.
Golpes suaves…
Otra vez usando toda su fuerza pudo comenzar a moverla, hasta que quedó al descubierto parte del ataúd de madera tallada. Lo observó, ahora con temor. Se preguntaba cómo estaría la persona allí dentro, cómo habría muerto, si sería hombre o mujer, y si haría mucho tiempo que lo habían enterrado.
Todas esas preguntas, pensó Elena, debería hacerlas antes de abrir el ataúd, al menos no se horrorizaría tanto sabiéndolo antes, por lo que, con voz más fuerte, dijo:
—Te voy a hacer unas preguntas, un golpe es sí, dos golpes es no, ¿está claro?
Se escuchó un suave golpe…
—¿Eres mujer?
Dos golpes…
—¿Moriste por alguna enfermedad?
Dos golpes… Elena se pudo tiesa…
—¿Te mataron?
Un golpe…
— ¿Fuiste asesinado por un malhechor?
Dos golpes…
—¿Por alguien de tu familia?
Un golpe…
—¿Pelearon? ¿Por eso te mató? —se dio cuenta de que algunas preguntas eran tontas.
Un golpe…
—¿Hace cuánto que pasó? Deme el número con los golpes.
Se oyó un golpe…
—¿Un mes?
Un golpe…
—Bien, intentaré alejar un poco más la lápida de mármol para poder acercarme al ataúd.
Un golpe…
Puso toda su fuerza en mover el mármol y logró correrlo un poco más, ya se veía la mitad del ataúd. Intentó llegar, pero tuvo la mala suerte de caer dentro del recinto donde se hallaba el cajón. Se encontraba pegada al mismo, y el miedo la superó, por lo que desesperada intentó subir tomándose de arriba de la pequeña pared de mármol y no lo lograba. En ese momento, escuchó a su lado varios golpes fuertes, como si no quisiera que se fuese. Se dio cuenta de que le estaba pidiendo que, ya que estaba allí, lo ayudara. Tenía su lógica, por lo que, ahora sí, aterrorizada igual decidió abrir el ataúd…
En la posición en que se encontraba, le era muy dificultoso hacerlo. Estaba de costado frente a los cerrojos, si los abría le darían en la cara. Pero pensó en el horror de ser enterrado vivo y comenzó a moverlos. Se dio cuenta de que las trancas estaban muy oxidadas y eso la alertó: ¿hace un mes que lo enterraron? No deberían estar tan viejas.
Siguió intentándolo hasta que, una a una, fueron abriéndose. Había llegado el momento de alzar la tapa del ataúd, pero para ello debía salir de la fosa y hacerlo desde arriba. Hizo muchos intentos por trepar la pequeña pared hasta que lo logró y salió. Desde allí y sirviéndose del mismo poste, con gran dificultad, la fue abriendo, hasta que la empujó hacia la otra pared. El cuerpo de un hombre apareció ante ella. Estaba cubierto por una tela blanca muy fina, como un encaje. Apenas se le veía la cara, solo atinó a ver que llevaba un traje marrón.
Con voz muy temblorosa solo pudo decir:
—¿Hola?
El encaje comenzó a moverse y de pronto, con mucha dificultad, el hombre se sentó, llevaba un sombrero de copa y el traje era de levita. Elena quedó maravillada, era guapísimo. Cuando él la miró no pronunció ninguna palabra, ni siquiera de agradecimiento. Logró pararse, era alto y delgado, con barba y bigote; se sacudió el traje, se quitó el sombrero y lo agitó, tenía polvo por todos lados. Con la ayuda de Elena pudo salir del féretro y lo único que hizo fue mirar hacia los lados, ninguna palabra salía de su boca. Entonces, Elena le preguntó dulcemente:
—¿Se siente usted bien, señor…?
Él por primera vez advirtió que ella estaba allí, que fue quien lo sacó de ese lugar y solo le hizo una señal de asentimiento con la cabeza. La mujer supuso que estaría en shock después de estar encerrado por un mes en un ataúd, no creía que pudiera salir contento después de estar allí. Su actitud era más que justificable.
—¿Quiere que vayamos a mi casa? Allí le prepararé un té caliente y se sentirá mejor.
Otra vez el hombre asintió con la cabeza.
Sin que nadie los viera, llegaron a la casa de Elena, acogedora y calentita porque había dejado la chimenea prendida. El hombre se sacó el sombrero, lo puso sobre la mesa del vestíbulo y, sin decir una palabra, se sentó frente al fuego.
En tanto ella le trajo una taza de té y unas tartitas en una bandeja, le acercó una mesita pequeña y allí la dejó. Después arrimó otro sillón cerca de él y le preguntó:
—¿Cómo se llama usted? ¿Cómo pudo pasarle eso tan terrible?
El hombre, con el rostro rojizo por el resplandor de las llamas de la chimenea, no respondió, solo se quedó mirándola, y nada dijo. Elena seguía justificándolo por la experiencia traumática que había tenido. Se levantó del sillón y le dijo que le prepararía el cuarto de huéspedes para que estuviera cómodo, el hombre asintió del mismo modo que las otras veces.
A la mañana siguiente, al levantarse y antes de ir a tomar un baño, la mujer abrió suavemente la puerta del dormitorio y observó al hombre acostado. No se había quitado el traje y tenía el sombrero en la mesita de luz. No había probado el agua que ella le dejó para la noche y estaba con los ojos muy abiertos. Cerró con mucho cuidado y entró al baño.
Cuando salió, fue directamente a su dormitorio y, después de ponerse uno de sus mejores vestidos y zapatos, se arregló el cabello, se puso algo de carmín en los labios y salió del dormitorio. Al cerrar la puerta, se quedó parada atónita en el umbral. El hombre estaba sentado frente al fuego con el traje, y el sombrero estaba en la pequeña mesa a su lado. Elena lo miraba y pensaba, al menos podría quitarse la chaqueta del traje, no creía que estuviera cómodo así. De todas formas, con su sonrisa más linda, le dijo:
—¡Buenos días! ¿Cómo ha dormido? ¿Ha pasado una buena noche?
Como un calco de todas sus respuestas, el hombre asintió con la cabeza. Ella admiró lo guapo que era y fue a la cocina a preparar el desayuno. Lo trajo en una bandeja y, luego de apartar el sombrero, lo puso en la mesita. Después se sirvió el suyo y lo tomó en la mesa del salón. Observó como él no bebía ni comía nada. Esperó un rato y levantó todo. Cuando terminó de lavar, volvió a sentarse en el sillón a su lado y decidió comenzar una conversación. Quizás era eso lo que necesitaba el pobre para aplacar el susto que había pasado.
—Usted no ha dicho una palabra, lo cual entiendo, por la experiencia traumática que tuvo. Pero creo que debería comenzar a sacarse todo ese horror que vivió y contárselo a alguien. Estoy dispuesta a escucharlo. ¿O aún no se siente con fuerzas para hacerlo?
Como respuesta, la cabeza del hombre fue de un lado a otro. No quería hablar, Elena decidió darle un día más. Si no llamaría a un médico para que lo viera. Había algo que no cuadraba y era su vestimenta, decidió informarse. Encontró en su biblioteca un libro sobre los atuendos de distintas épocas y lo repasó. El traje con levita y sombrero de copa se usó en el siglo XIX, ¿por qué este hombre vestía así, si hacía un mes que lo habían enterrado? Dejó el libro en la biblioteca y volvió a sentarse al lado del guapísimo extraño.
—Dígame, si hace un mes que lo enterraron, ¿por qué está vestido de esa forma?
Él la miraba y no decía nada, entonces, ella le dijo:
—Voy a llamar a un médico, usted necesita atención. No puede hablar por el susto que ha pasado, al menos al médico podrá decirle qué fue exactamente lo que le sucedió, si es que a mí no quiere contármelo. Pero hay algo que me llama la atención: si fue asesinado, dónde está la herida, ¿o fue envenenado?
Un asentimiento apareció en la cabeza del hombre.
—Pero se recuperó, porque está aquí vivo. Debo llamar a un médico urgente.
Al darse vuelta para tomar el teléfono, el hombre la tomó del brazo. La negativa se veía en su rostro.
—Bien, no llamaré al médico si usted no lo quiere. Pero si no me habla, ¿qué podré hacer?
Dígamelo, se lo ruego. Voy a regar mis plantas, piénselo y cuando vuelva quiero una respuesta.
Al abrir la puerta el sol entró por ella con todo su esplendor. El hombre, horrorizado, corrió hacia el dormitorio y cerró la puerta.
Elena estaba paralizada, recién en ese momento se dio cuenta de que nada tenía pies ni cabeza. Nada encajaba, las trabas oxidadas del ataúd, el atuendo del extraño, el no decir una palabra, pero entenderla, haber sobrevivido a un envenenamiento…
Además, pensaba, ¿cómo pudo mantenerse tan bien si todo pasó hace un mes? Tengo entendido que los cadáveres pasan por diferentes fases y este hombre se ve hermoso.
Decidida, cerró la puerta con llave y se dirigió al despacho del padre Emilio. Él tendría la respuesta a todo este misterio. Por suerte lo encontró solo, trabajando, se dieron los buenos días y le contó lo que había pasado la noche anterior. El cura la quedó mirando de una forma muy extraña, a lo cual ella preguntó:
—¿Qué pasa padre?
—Y después de todo lo que me contaste, me preguntas, “¿Qué pasa?”
—Es que no sé qué hice mal.
—Todo, hija mía, todo. Desenterraste a un muerto y te lo llevaste a tu casa, ¿te parece poco?
—No padre, usted no entiende, él golpeó el ataúd, está vivo.
—Todo es producto de tu imaginación, Elena, ese hombre está muerto, tú lo cargaste hasta tu casa y lo demás lo imaginaste.
—Padre, le digo que ese hombre está vivo, no habla por el suplicio que pasó allí dentro.
—Y se supone que lo envenenaron hace un mes y está vestido de levita y sombrero de copa. ¿Qué te pasa, Elena? Tú no eres mujer de inventar historias.
Desesperada, se puso a llorar, no podía creer que su propio párroco no le creyera, cuando todo lo que decía era verdad. El cura la tomó de una mano y le dijo que iba a buscar su crucifijo y el agua bendita e irían a la casa a sacar aquella cosa de allí.
—¡No se lo permitiré, padre! ¡Me gusta mucho, es la compañía que siempre quise tener, él se mejorará, yo lo ayudaré!
—Tienes que calmarte, querida mía, todo fue una terrible equivocación de tu parte, y es por ir al cementerio en las noches.
—¡Vamos al Mausoleo, allí le mostraré la tumba abierta y luego iremos a casa y se lo mostraré, por favor, padre, se lo suplico! —dijo ella entre llantos.
—Creo que debería ser al revés, vamos a tu casa y me lo muestras, después habrá tiempo de ir al cementerio.
—¡Sí! ¡Está bien! ¡Quiero que lo vea con sus propios ojos! Es un hombre vivo, y lo quiero…
El cura tomó sus utensilios y caminaron hasta la casa de Elena. Al llegar, ella abrió muy suavemente la puerta y al no ver a nadie, supuso que seguía en el dormitorio. Fueron hasta allí, abrieron la puerta y el cuarto estaba vacío. Emilio se quedó en el umbral de la habitación mirando si había algo extraño. En tanto, Elena fue hacia el baño, en donde creía que estaba el hombre. Al no encontrarlo allí, se dio la vuelta para decírselo al cura, cuando vio al individuo de espaldas a ella con un hacha en la mano, la que bajó sobre la cabeza del párroco. Elena dio un grito horroroso y corrió hacia la puerta, seguida del asesino portando el hacha. ¡Las llaves! Las había dejado sobre la mesa del salón. Logró esquivar el primer hachazo y al ser pequeña pudo escabullirse por debajo del brazo del hombre. Obtuvo las llaves, pero al darse vuelta lo tenía encima de ella, se agachó y se metió debajo de la mesa. El hombre daba hachazos en la misma, mientras ella corría por debajo para llegar a la puerta que daba al fondo, sabía que estaba abierta. Cuando lo logró, con el manojo de llaves la cerró por fuera y comenzó a gritar pidiendo auxilio.
Varios vecinos se acercaron y no daban crédito a lo que veían… Elena se encontraba toda manchada de sangre y tenía un hacha en su mano.