CPXVIII - La casa de Dios es mía - Ginebra (3º Jurado)
Publicado: 24 Abr 2023 20:58
La casa de Dios es mía
(basado en una historia real)
Ay, este curita, que se me escapa cuando creo que lo voy a atrapar. Aparece cuando menos me lo espero, sobre todo por la noche, cuando me lavo los dientes, y ya no para de contarme cosas hasta que me acuesto. No es momento, no me voy a poner a escribir a esas horas. Pero se mete en mi cabeza y, sin ningún tipo de remordimiento, habla y habla hasta que me duermo. Siempre pienso que me acordaré, pero a la que me pongo delante del papel, se esconde en lo más recóndito de mi mente. Creo que a veces incluso me abandona. Es cruel, vanidoso, egocéntrico y muy, muy paranoico. Percibo que quiere que lo cuente, sin embargo, se escapa raudo cuando lo intento. Vamos a ver si de una vez consigo atraparlo.
Entró un poco del revés, que decían los vecinos, sobre todo las vecinas. Se presentó una tarde de sábado para dar misa al día siguiente. Traía llave, pero se pasó igualmente por la taberna, a presentarse. Y a pedirlas, las llaves. Era muy celoso de sus cosas, no quería que nadie entrara en la parroquia sin su permiso. Ni a limpiar. Ni a ponerle flores a la virgen. Ni a rezar. Era su feudo.
Siempre andaba con prisas. No tenía paciencia con nadie, ni siquiera en el confesionario. Una vez me contó la ti Frasca que la avió con seis avemarías y un padrenuestro antes de que empezara a desgranar sus pecados. Ese día eran muchos, decía compungida. Pero las misas las alargaba. ¡Oh, sí! Que siestas más merecidas se habría pegado más de un aldeano si no fuera por lo que gritaba. Como un poseso. La mitad del sermón no lo entendía nadie. Ni a qué venía tanto dramatismo. Como si ellos fueran delincuentes. O asesinos. Eran, simplemente, unos pecadores normales, como buenos cristianos.
Don Amalio, que era un santo, siempre los trató bien. Los atendía ladeando un poco la cabeza, entrecerrados los ojos. Seguramente no los escuchaba del todo, porque siempre decía lo mismo, pero a ellos les daba igual, porque se sentían confortados por su tono de voz, por su paciencia, porque siempre los absolvía con poca cosa. Que no estaban para andar perdiendo el tiempo rezando padrenuestros a todas horas, el campo da mucho trabajo.
Pero ellos seguían tragando. Era mejor un cura con mala leche que no tener quién diera la misa el domingo. O las festividades mayores, como la fiesta del pueblo, allá por el mes de mayo. Con tantas flores. Y tanta gente. Y tan mudada. Y tantas canciones. Y tanto vino. Y tanta alegría después de un inverno feroz.
Primero fue el interior. Impoluto. Él solo reparó, restauró, limpió y pintó las paredes, pulió maderas, lavó cortinas, incluso el suelo aparecía brillante, resplandeciente, repetía con voz de pito doña Consuelo, la señora del alcalde.
¡Qué sermón el de aquel día! Tres de julio, santo Tomás Apóstol. Todavía lo recuerdan. Se les gira la mirada, se les abre la boca, rememoran aturdidos, porque no recuerdan ni una sola de las palabras del cura. Sólo el asombro. El momento místico. Casi mágico. Inquietante. Aquel día se les cerró el estómago. Se les atragantó algo. Algo sutil. Una emoción. Una sombra. Sin embargo, siguieron con la certidumbre de lo cotidiano unos días más.
El primero que lo vio fue el chico de los Morriños, que no se llamaban así, pero el peso de la tradición no atiende a finuras burocráticas y así se les conocía. Venía el chaval de pasar un buen rato con la hija del herrero. Lo dijo tal cual, así el cortocircuito neuronal que acusó el pobre muchacho. Nadie reparó en ello cuando lo contó, tal la confusión. Menos el herrero, que ya arreglaría cuentas con la chica.
Que no, que no voy borracho. Que no queda nada. Arrasado. Está todo arrasado. Todo mi trabajo destrozado, aniquilado, devastado, exterminado, repetía una y otra vez. Que los pobres aldeanos no sabían de dónde sacaba el muchacho tantos palabros, él, que no había querido estudiar. Nada de libros, ni de letras. Tierra. Cielo. Agua. Aire. Él mismo no acertaba a comprender si estaba más enfadado por la destrucción de su trabajo, como por el exterminio de todo rastro de vida del jardín de aquella iglesia que con tanto mimo había cuidado.
Estaba todo lleno de bichos, alegaba el cura cuando le preguntaban. Me ensuciaban la iglesia, replicaba indignado. ¡La casa de Dios!, clamaba al cielo. Estamos en el campo, respondían ellos, confusos. Por eso, hay mucho campo, no hace falta tener más. A la Virgen le gusta más así, ordenado y limpio. El pobre Fermín, el chico de los Morriños, lloraba. La hija del herrero gritaba. La Reme, la del bar, se ahogaba. Y así uno tras otro, con más o menos tiento, demostraron su desacuerdo con la decisión del párroco. Pero el mal ya estaba hecho y quién eran ellos para pedirle cuentas a la Virgen. Así que volvieron a lo suyo, que no era poco. Y el hombre siguió con sus misas vociferantes, con su obsesión por el orden y la limpieza, y con su mala leche. Sin embargo, a la siguiente primavera…
Fue un invierno muy duro, seco y frío como no recordaban ni los más viejos, ni siquiera la ti Paca, que rozaba los cien años, más o menos, ni ella misma lo sabía. Pero a finales de abril la lluvia se ensañó con aquella tierra y la primavera se impuso. Amapolas, margaritas, prímulas, salvia, romero, tomillo, verbena, caléndula, lavanda, jaras. Como nunca. Adornaban los caminos, se apoderaban de los trigales, subían por las laderas de la sierra y explotaban en los parterres. Su aroma ensalzaba los sentidos, sus colores alegraban el espíritu, embriagaban. Menos en la iglesia. Allí ni siquiera se escuchaba el trino de los pájaros. Lo que un día fue un bonito jardín, se marchitaba yermo bajo el cemento, como una lápida gigante que guardara celosa su interior. Silencioso y melancólico, se mostraba desnudo, avergonzado, mientras su meticuloso protector se crecía, implacable, ante el mundo.
Sin embargo, la ambición, la locura, la sinrazón a veces pasa cuentas. Se le podrían haber enfrentado, como en su última parroquia. Pero no. Las cuentas vinieron por otro lado.
Una vez a la semana barría y fregaba los suelos. En el interior era fácil. Como bailar. A veces lo hacía, soñando en un coro de ángeles y cantando canciones de amor. El enlosado del jardín, ahora patio en bruto, costaba más. Fuera no cantaba. Curvaba sus labios hacia abajo y no levantaba la mirada del suelo. El ceño fruncido. Concentrado. Por eso la vio. Una brizna de yerba había logrado abrir una grieta para asomarse al sol. Por supuesto, la arrancó. Al día siguiente, un olor dulzón lo despertó. Inquieto, se asomó a la ventana. Unas flores de un tímido color violeta habían aparecido en el murete. Las descuajaringó. Fue el principio del fin.
El inicio fue lento, sutil incluso. Unas flores aquí. Unas briznas de verde allá. El brote de un arbusto tras el ábside. Sin embargo, cuánto más se enfurecía y más fuerte aplastaba, arrancaba y talaba, más osada devenía la naturaleza. Ni químicos, ni tijeras, ni hachas, ni máquinas. Nada consiguió frenar aquella locura. Las flores se multiplicaban y los árboles brotaban y crecían desaforados. Primero un pino, luego un olivo, más adelante dos castaños, un eucalipto, dos almendros, una encina y un peral enano; pero también zarzales, brezo, escobas, azalea, lavanda. Reventaron el cemento y se adueñaron de suelos, paredes, muros. Ah, y los pájaros, ¡como entonaban sus cantos!
Se volvió loco del todo. El detonante fue la hiedra. Empezó a envolver el templo como si quisiera aplastarlo con sus ramas fuertes y nudosas. Por suerte, los vecinos estaban allí, atónitos, contemplando cómo su iglesia desaparecía bajo una cárcel de mil colores, cuando lo vieron llegar con dos garrafas de gasolina, la mirada perdida, completamente ido.
Fue el Morriño chico, el afligido jardinero, ya novio formal con la Manuela, la del herrero, quien se lanzó sobre el sacrílego. Era fuerte, el hombre, en el forcejeo le rompió la nariz al pobre chaval, pero la Manuela, que no lo tragaba por lo de los sermones incendiarios y viendo a su querido sangrar de aquella manera, se le tiró encima cual mula salvaje. Y allí se armó la de Dios es Cristo, nunca mejor dicho. Unos gritaban, otros pegaban, algunas lloraban, otras jaleaban, los niños corrían, los perros ladraban y los gatos miraban con proverbial parsimonia.
La trifulca se cobró varios heridos de poca importancia y al cura apartado de la vida religiosa. Y de la vida en general, pues acabó en un sanatorio de Valladolid donde cuentan que se entretiene podando el jardín custodiado por dos fornidos celadores. El templo se salvó. Cuando llegaron los sanitarios, la Guardia Civil, los técnicos del ayuntamiento, un periodista en prácticas y dos regidores del Concejo, la hiedra había desaparecido. Nunca, nadie consiguió explicarlo. Lo demás sí. Fue la lluvia tan persistente la que hizo brotar tanta vegetación. No, fue la Virgen, decían otros. ¡Qué va! Vociferaban algunos, el jardinero seguro que saboteó al cura.
En realidad, da igual. La iglesia recuperó su fisonomía, no estaba tan limpia, cortesía de las golondrinas, que insistieron en hacer sus nidos en los bajantes del tejado, pero lucía esplendorosa, como antes. Quizá mejor, más luminosa, más mimada incluso. Y en la aldea… bueno, en aquel pequeño caserío la vida siguió. Eso sí, con un cura como Dios manda y mucho trabajo, como siempre. Sólo allí se habló de aquello por siempre jamás, historia que se explicó de padres a hijos y de abuelos a nietos al amor de la lumbre, hasta convertirla en leyenda y en objeto de guasa para la familia del herrero, quizá por aquella nariz torcida que todos lucían con orgullo.
(basado en una historia real)
Ay, este curita, que se me escapa cuando creo que lo voy a atrapar. Aparece cuando menos me lo espero, sobre todo por la noche, cuando me lavo los dientes, y ya no para de contarme cosas hasta que me acuesto. No es momento, no me voy a poner a escribir a esas horas. Pero se mete en mi cabeza y, sin ningún tipo de remordimiento, habla y habla hasta que me duermo. Siempre pienso que me acordaré, pero a la que me pongo delante del papel, se esconde en lo más recóndito de mi mente. Creo que a veces incluso me abandona. Es cruel, vanidoso, egocéntrico y muy, muy paranoico. Percibo que quiere que lo cuente, sin embargo, se escapa raudo cuando lo intento. Vamos a ver si de una vez consigo atraparlo.
Entró un poco del revés, que decían los vecinos, sobre todo las vecinas. Se presentó una tarde de sábado para dar misa al día siguiente. Traía llave, pero se pasó igualmente por la taberna, a presentarse. Y a pedirlas, las llaves. Era muy celoso de sus cosas, no quería que nadie entrara en la parroquia sin su permiso. Ni a limpiar. Ni a ponerle flores a la virgen. Ni a rezar. Era su feudo.
Siempre andaba con prisas. No tenía paciencia con nadie, ni siquiera en el confesionario. Una vez me contó la ti Frasca que la avió con seis avemarías y un padrenuestro antes de que empezara a desgranar sus pecados. Ese día eran muchos, decía compungida. Pero las misas las alargaba. ¡Oh, sí! Que siestas más merecidas se habría pegado más de un aldeano si no fuera por lo que gritaba. Como un poseso. La mitad del sermón no lo entendía nadie. Ni a qué venía tanto dramatismo. Como si ellos fueran delincuentes. O asesinos. Eran, simplemente, unos pecadores normales, como buenos cristianos.
Don Amalio, que era un santo, siempre los trató bien. Los atendía ladeando un poco la cabeza, entrecerrados los ojos. Seguramente no los escuchaba del todo, porque siempre decía lo mismo, pero a ellos les daba igual, porque se sentían confortados por su tono de voz, por su paciencia, porque siempre los absolvía con poca cosa. Que no estaban para andar perdiendo el tiempo rezando padrenuestros a todas horas, el campo da mucho trabajo.
Pero ellos seguían tragando. Era mejor un cura con mala leche que no tener quién diera la misa el domingo. O las festividades mayores, como la fiesta del pueblo, allá por el mes de mayo. Con tantas flores. Y tanta gente. Y tan mudada. Y tantas canciones. Y tanto vino. Y tanta alegría después de un inverno feroz.
Primero fue el interior. Impoluto. Él solo reparó, restauró, limpió y pintó las paredes, pulió maderas, lavó cortinas, incluso el suelo aparecía brillante, resplandeciente, repetía con voz de pito doña Consuelo, la señora del alcalde.
¡Qué sermón el de aquel día! Tres de julio, santo Tomás Apóstol. Todavía lo recuerdan. Se les gira la mirada, se les abre la boca, rememoran aturdidos, porque no recuerdan ni una sola de las palabras del cura. Sólo el asombro. El momento místico. Casi mágico. Inquietante. Aquel día se les cerró el estómago. Se les atragantó algo. Algo sutil. Una emoción. Una sombra. Sin embargo, siguieron con la certidumbre de lo cotidiano unos días más.
El primero que lo vio fue el chico de los Morriños, que no se llamaban así, pero el peso de la tradición no atiende a finuras burocráticas y así se les conocía. Venía el chaval de pasar un buen rato con la hija del herrero. Lo dijo tal cual, así el cortocircuito neuronal que acusó el pobre muchacho. Nadie reparó en ello cuando lo contó, tal la confusión. Menos el herrero, que ya arreglaría cuentas con la chica.
Que no, que no voy borracho. Que no queda nada. Arrasado. Está todo arrasado. Todo mi trabajo destrozado, aniquilado, devastado, exterminado, repetía una y otra vez. Que los pobres aldeanos no sabían de dónde sacaba el muchacho tantos palabros, él, que no había querido estudiar. Nada de libros, ni de letras. Tierra. Cielo. Agua. Aire. Él mismo no acertaba a comprender si estaba más enfadado por la destrucción de su trabajo, como por el exterminio de todo rastro de vida del jardín de aquella iglesia que con tanto mimo había cuidado.
Estaba todo lleno de bichos, alegaba el cura cuando le preguntaban. Me ensuciaban la iglesia, replicaba indignado. ¡La casa de Dios!, clamaba al cielo. Estamos en el campo, respondían ellos, confusos. Por eso, hay mucho campo, no hace falta tener más. A la Virgen le gusta más así, ordenado y limpio. El pobre Fermín, el chico de los Morriños, lloraba. La hija del herrero gritaba. La Reme, la del bar, se ahogaba. Y así uno tras otro, con más o menos tiento, demostraron su desacuerdo con la decisión del párroco. Pero el mal ya estaba hecho y quién eran ellos para pedirle cuentas a la Virgen. Así que volvieron a lo suyo, que no era poco. Y el hombre siguió con sus misas vociferantes, con su obsesión por el orden y la limpieza, y con su mala leche. Sin embargo, a la siguiente primavera…
Fue un invierno muy duro, seco y frío como no recordaban ni los más viejos, ni siquiera la ti Paca, que rozaba los cien años, más o menos, ni ella misma lo sabía. Pero a finales de abril la lluvia se ensañó con aquella tierra y la primavera se impuso. Amapolas, margaritas, prímulas, salvia, romero, tomillo, verbena, caléndula, lavanda, jaras. Como nunca. Adornaban los caminos, se apoderaban de los trigales, subían por las laderas de la sierra y explotaban en los parterres. Su aroma ensalzaba los sentidos, sus colores alegraban el espíritu, embriagaban. Menos en la iglesia. Allí ni siquiera se escuchaba el trino de los pájaros. Lo que un día fue un bonito jardín, se marchitaba yermo bajo el cemento, como una lápida gigante que guardara celosa su interior. Silencioso y melancólico, se mostraba desnudo, avergonzado, mientras su meticuloso protector se crecía, implacable, ante el mundo.
Sin embargo, la ambición, la locura, la sinrazón a veces pasa cuentas. Se le podrían haber enfrentado, como en su última parroquia. Pero no. Las cuentas vinieron por otro lado.
Una vez a la semana barría y fregaba los suelos. En el interior era fácil. Como bailar. A veces lo hacía, soñando en un coro de ángeles y cantando canciones de amor. El enlosado del jardín, ahora patio en bruto, costaba más. Fuera no cantaba. Curvaba sus labios hacia abajo y no levantaba la mirada del suelo. El ceño fruncido. Concentrado. Por eso la vio. Una brizna de yerba había logrado abrir una grieta para asomarse al sol. Por supuesto, la arrancó. Al día siguiente, un olor dulzón lo despertó. Inquieto, se asomó a la ventana. Unas flores de un tímido color violeta habían aparecido en el murete. Las descuajaringó. Fue el principio del fin.
El inicio fue lento, sutil incluso. Unas flores aquí. Unas briznas de verde allá. El brote de un arbusto tras el ábside. Sin embargo, cuánto más se enfurecía y más fuerte aplastaba, arrancaba y talaba, más osada devenía la naturaleza. Ni químicos, ni tijeras, ni hachas, ni máquinas. Nada consiguió frenar aquella locura. Las flores se multiplicaban y los árboles brotaban y crecían desaforados. Primero un pino, luego un olivo, más adelante dos castaños, un eucalipto, dos almendros, una encina y un peral enano; pero también zarzales, brezo, escobas, azalea, lavanda. Reventaron el cemento y se adueñaron de suelos, paredes, muros. Ah, y los pájaros, ¡como entonaban sus cantos!
Se volvió loco del todo. El detonante fue la hiedra. Empezó a envolver el templo como si quisiera aplastarlo con sus ramas fuertes y nudosas. Por suerte, los vecinos estaban allí, atónitos, contemplando cómo su iglesia desaparecía bajo una cárcel de mil colores, cuando lo vieron llegar con dos garrafas de gasolina, la mirada perdida, completamente ido.
Fue el Morriño chico, el afligido jardinero, ya novio formal con la Manuela, la del herrero, quien se lanzó sobre el sacrílego. Era fuerte, el hombre, en el forcejeo le rompió la nariz al pobre chaval, pero la Manuela, que no lo tragaba por lo de los sermones incendiarios y viendo a su querido sangrar de aquella manera, se le tiró encima cual mula salvaje. Y allí se armó la de Dios es Cristo, nunca mejor dicho. Unos gritaban, otros pegaban, algunas lloraban, otras jaleaban, los niños corrían, los perros ladraban y los gatos miraban con proverbial parsimonia.
La trifulca se cobró varios heridos de poca importancia y al cura apartado de la vida religiosa. Y de la vida en general, pues acabó en un sanatorio de Valladolid donde cuentan que se entretiene podando el jardín custodiado por dos fornidos celadores. El templo se salvó. Cuando llegaron los sanitarios, la Guardia Civil, los técnicos del ayuntamiento, un periodista en prácticas y dos regidores del Concejo, la hiedra había desaparecido. Nunca, nadie consiguió explicarlo. Lo demás sí. Fue la lluvia tan persistente la que hizo brotar tanta vegetación. No, fue la Virgen, decían otros. ¡Qué va! Vociferaban algunos, el jardinero seguro que saboteó al cura.
En realidad, da igual. La iglesia recuperó su fisonomía, no estaba tan limpia, cortesía de las golondrinas, que insistieron en hacer sus nidos en los bajantes del tejado, pero lucía esplendorosa, como antes. Quizá mejor, más luminosa, más mimada incluso. Y en la aldea… bueno, en aquel pequeño caserío la vida siguió. Eso sí, con un cura como Dios manda y mucho trabajo, como siempre. Sólo allí se habló de aquello por siempre jamás, historia que se explicó de padres a hijos y de abuelos a nietos al amor de la lumbre, hasta convertirla en leyenda y en objeto de guasa para la familia del herrero, quizá por aquella nariz torcida que todos lucían con orgullo.