Caminábamos por una senda cada vez más oculta e impracticable a causa de la maleza que dificultaba nuestro paso. Aquellos brotes que, con las lluvias de primavera debieron de germinar tiernos, eran ahora hierbas altas y duras que dejaban en la ropa restos de pinchos y espigas. Y, sin embargo, recuerdo que el campo todavía conservaba parte de su verdor a pesar de la canícula.
—Parece que demos vueltas en círculo. ¿Se puede saber dónde estamos?
Sabía que Jacobo iba a protestar enseguida. A decir verdad yo también desconocía el lugar, pero no me importaba demasiado. Nos sentamos a la sombra de una carrasca, sobre las piedras amontonadas de lo que pudo haber sido una antigua masía. El continuo estridular de las cigarras sofocaba el trino de algún pajarillo y el siseo de una brisa cálida entre encinares y pinadas, entre unos campos de secano que rezumaban soledad y abandono. Pero también paz.
—Tendremos que beber algo, o moriremos de sed.
Jacobo parecía dispuesto a amargarme el día. En verdad, podía sonar extraño que mi hermano y yo hubiésemos salido al campo sin nada de comida o de agua. Tampoco la ropa con la que tocábamos en nuestros conciertos era la más adecuada. Lo cierto es que íbamos a actuar en un pueblo que conocíamos muy bien, pero por algún motivo habíamos acabado en aquel paraje deshabitado y tranquilo.
—Deja de lloriquear. Mira, allí al fondo hay unas choperas. Y donde hay chopos, hay agua.
—Quédate aquí si quieres, Adrián; yo me vuelvo. Si es que encuentro dónde hemos dejado el puñetero coche...
Decidí ignorar a Jacobo y disfrutar de la tranquilidad de aquel valle y de sus montañas sombreadas. Entrecerré los ojos y al momento creí percibir el crujido de unos pasos sobre el polvo del sendero.
—Pero, ¿qué coj...?—oí decir a mi hermano.
Me incorporé enseguida. Creía que había sido él, que se marchaba. Pero no estábamos solos. A poca distancia de donde nos hallábamos, nos observaba una mujer cargada con un cántaro. No era muy alta, pero sí muy delgada y morena. Debía de andar sobre la treintena, y su atuendo podría ser casi tan extraño como el nuestro. Llevaba su pelo recogido en una gruesa trenza, y cubría su cuerpo con una especie de áspera túnica que le llegaba hasta media pierna. Iba descalza.
Nos saludó con amabilidad, con una media sonrisa en su rostro que dejaba entrever que nuestra presencia no resultaba ser ninguna sorpresa para ella. Recuerdo que nos ofreció beber de su cántaro. Era extraño que no me encontrase sediento, sin embargo Jacobo no dudó en vaciar con ansia el contenido del ánfora.
—Lo siento. Creo que acabo de dejarte sin agua...
—No te preocupes. El río hace un recodo justo allí—señaló en la dirección de la que venía—. No está ni a cinco minutos.
Le pregunté por el pueblo más cercano y, para nuestra sorpresa, nos respondió que no había ninguno. Jacobo se irguió:
—¿Estás de coña? ¿Y dónde vives? ¿Aquí?
—Vivo por esta contornada, sí.
—Pero todo esto está tan... desierto...—empecé a decir.
Me miró con la misma expresión de perspicacia y su serena sonrisa, que no habían abandonado su rostro en ningún momento.
—Nos apañamos bien...
Jacobo enarcó una ceja:
—¿Nos?
—Sí, mi grupo y yo. Os hemos visto aparcar vuestro coche. De hecho, ahora mismo—echó una mirada en torno suyo, para volver a mirar a Jacobo de forma intencionada, como si disfrutase con la incomodidad que le iba causando—os observan. Por si no traéis buenas intenciones...
—Ya, claro. Seguro que os pensáis que podéis colonizar el monte a vuestro antojo. Ocupar patrimonio histórico, así, como si tal cosa ¿Qué os creéis, que esto no es propiedad de alguien?
—Nunca viene nadie por aquí. Y no nos preocupamos de lo que pase mañana. Si nos echasen, nos iríamos a otra parte.
—Y os echarán. Ya lo creo que os echarán. Ya verás cuando os llenen todo esto con mierdas de esas de alta tensión, y de placas solares, y de molinos...
Laia le sonrió con tristeza. Entonces decidí intervenir:
—Tío, no te pases.
—¡Venga, ya, Adri! No me jodas—explotó mi hermano—. Ya he escuchado bastantes gilipolleces. Quédate tú si quieres con esta panda de hippies del Neolítico; yo me piro.
Lo cierto es que sí, que me invadió el deseo de quedarme. Sabía que no debía. No sabía si podría. Me esperaba una vida “allí fuera”. Pero este paraje parecía reclamarme, como si deseara apoderarse de una parte de mi alma, la más primitiva, genuina, la más apegada a un entorno en el que se reflejaba y se reconocía. O quizá fuese Laia, no sé.
Me siento afortunado por tener un sueño recurrente, noche tras noche. Y vivir dentro de él es, simplemente, maravilloso.