Despertaba cada día al amanecer, los ojos hinchados me ardían y el cuerpo me dolía por el esfuerzo del llanto. Mi único deseo, cuando llegaba el sueño, era que mis pulmones no funcionaran más, que mi corazón se detuviera, o que a mi cerebro le llegara un coágulo y colapsara. Pero no, día a día abría los ojos. No me quedaba más remedio que levantarme, sin vida por dentro, obligaba a vivir por fuera. Mi mundo se había derrumbado y con él, mi alegría, mis ganas de vivir, y lo peor, el amor que recibía a diario se había convertido en un odio extremo que no me dejaba en paz. Debido a las amenazas recibidas, nadie, entre mis allegados, sabía la aflicción que estaba padeciendo. Me mostraba bien con mi familia y vecinos, servicial para quien lo necesitara. Pero cuando entraba a mi casa, me transformaba en un ser indefenso, débil, sin carácter, destrozado en mi interior y denigrado por el maltrato exterior.
Despertaba cada día al amanecer, deseosa de que ese día, al salir a por los recados, me atropellara un coche, me cayera encima un árbol, o quizás un balazo, mal dirigido, fuera hacia mi cabeza. Porque el tener que ir al centro comercial era un tortura. Sentía las miradas de odio que me dirigían, los que se hallaban sentados en las terrazas o en las sillas frente a sus casas, y me causaban tanto desasosiego, que deseaba no salir más. Al acabar mi terrorífico día, cuando llegaba la noche, me retiraba a mi habitación, me cambiaba de ropa, agotada, deprimida, asustada, y me metía en la cama a esperar el siguiente. Me costaba creer lo que estaba viviendo: conversaciones en las que me lastimaba en lo más hondo de mi ser, palabras de un desagrado extremo hacia mi persona, una violencia verbal sin límites que sabía que nunca tendría fin. Parecía que un ser demoníaco se había instalado en mi casa y me trataba como a un títere, moviéndome a su antojo de un lado a otro, haciéndome limpiar todo el día, como castigo por el mal que había hecho. Era tanto el daño, que al terminar de fregar todo el suelo, dejándolo impecable, unos minutos más tarde, estaba más sucio que antes. Me quedaba mirándolo, decaída, extenuada, y escuchaba su voz irónica bien cerca de mi oído:
—Deberías limpiar mejor, ¿no te parece?
Despertaba cada día al amanecer, los ojos me dolían por las abundantes lágrimas que habían caído por mis mejillas antes de que el sueño se apoderara de mí. Ese que me llevaba de la mano por los lugares más oscuros, llenos de alimañas que me querían destruir. Mis noches eran de tal crueldad como lo eran los días, con una sola diferencia: de ellas despertaba y me salvaba. De los otros no podía hacerlo. Me preguntaba cómo la culpa me había hecho caer tan bajo, cómo podía permitir que alguien abusara de mí de la forma más humillante y que yo no pudiera defenderme, porque con una sola frase, con una solamente, referida al horror vivido, me hundía de tal manera que era imposible responderle. Ya no poseía personalidad, ya no tenía energía en mi cuerpo, me la había quitado y me quedaba callada, mi pecado me cercaba, sentía que eran las paredes que me querían aplastar.
Despertaba cada día al amanecer, y mi primer pensamiento era lo ocurrido hacía un año atrás…
Cuando hallé a mi bebé sin respirar en su camita. Dijeron que había sido muerte súbita. Cómo grité, lloré, maldecí ¡Cuánto dolor sentí! Creí que se me rompía el corazón, el alma, la vida. Siempre había sido una madre atenta, que pasaba los días y noches enteras con él, que nunca dejé que llorara sin mecerlo horas y horas en mis brazos, que lo amaba con locura, que era todo para mí, y lo había perdido…
Esa maldita noche no lo escuché llorar, lo tenía conmigo en el dormitorio, como siempre, y estaba sola, no debí haber tomado esa pastilla para dormir, pero es que descansaba tan poco y estaba tan agotada. La culpa me tiene destrozada y sé que nunca me lo perdonaré y tampoco me lo perdonará, siento en todo mi ser el odio que aflora en sus ojos al verme…
También recordaba cuando vivíamos felices, me esmeraba en todo para que estuviéramos en paz y armonía. Después del hecho, la casa se volvió oscura, gélida, llena de perversos fantasmas que andaban de un lado al otro, persiguiéndome, susurrándome con esas voces horrendas, que había sido la maligna madre que asesinó a su bebé. Hasta los adornos parecían moverse y señalarme como la infame que dejaba que su bebé llorara sin despertarse para socorrerlo. Era un verdadero infierno.
Despertaba cada día al amanecer, pensando en escapar, en huir de ese monstruo que, viviendo en mi casa, me hacía sufrir de la forma más horrible. Porque, además de las palabras escalofriantes que me dirigía, ya eran tres veces las que había intentado pegarme. Una lo consiguió y las otras dos me persiguió hasta que logré llegar al dormitorio y cerrar la puerta con llave. Desde adentro, escuchaba sus hirientes palabras que me dejaban en claro que nunca podría irme de allí, que era dependiente, en todos mis sentidos, de su ferocidad. Olía el sudor de su cuerpo a través de la puerta y me producía un asco enorme, vomitaba, sentada en el suelo, suplicando que alguien, no sé quién, me ayudara.
Despertaba cada día al amanecer, ya no abría más la persiana de mi habitación, no me interesaba ver la luz del día, tenía bastante con salir de compras. No me importaba si el sol estaba en todo su esplendor o la lluvia cubría las calles. Prefería la oscuridad, para no verme, para no verle. Tampoco prendía la televisión, no quería escuchar a nadie, no quería saber nada del mundo. Estaba ensimismada en el que vivía, ese espantoso y malévolo que me tenía atrapada. Miraba el móvil, que había comprado sin que lo supiera y lo mantenía escondido. Pensaba en las esas personas que tenía en el chat, que no imaginaban mi calvario. Y para qué contárselo si nadie podría hacer nada por mí. Y las que eran reales, solo las veía en las fiestas, pues nadie venía a mi casa. Una vez intenté decirle a una prima, por lo bajo, que mi vida era un verdadero infierno, pero no le dio importancia a mis palabras. Me dejó pasmada, cuando, mirándome, con frialdad, me dijo:
—No creo que sea tan horrorosa como la pintas, estás exagerando, siempre has sido tan exagerada.
Despertaba cada día al amanecer, muchas veces retomando el llanto de la noche, sin querer levantarme, sin querer salir del único lugar de la casa donde expresaba mis emociones. Pero no podía. A media mañana, escuchaba sus horrendos pasos en el corredor, luego abría la puerta y, como todos los días, había mucho para limpiar, y ese era mi trabajo, porque, en definitiva, mi manutención, decía, era por ello. Hubo algún día en que dije que me buscaría un trabajo, mas, solo logré escuchar sus escalofriantes y largas carcajadas:
—¿No te das cuenta de que lo hiciste cuando eras más joven y nadie te llamó? Ahora, con casi cuarenta años, eres mucho mayor, ya nadie te quiere, ni te van a querer en ningún lugar. Imagínate que ni tu familia te quiere.
Recordé cuando me lo dijo la primera vez. Habíamos pasado la navidad en casa de unos parientes, yo no demostraba lo mal que estaba, al contrario, conversaba y sonreía, pero sentía su mirada en mi nuca como queriendo retorcérmela, no hablaba, estaba siempre expectante de mis movimientos y conversaciones. No soportaba que sonriera, ni siquiera con mi familia, y menos que por un pequeño lapso de tiempo lo pasara bien. Al llegar a mi casa, la sonrisa diabólica asomó a su rostro y me contó que me trataban bien porque me tenían lástima. Le dije que no, que ellos me querían de verdad, pero me acusó el golpe más desalmado:
—No creo que te quieran más en sus casas, les conté de tu comportamiento errático y que, al llevarte al psiquiatra, diagnosticó principio de demencia. No te invitarán más a pasar las fiestas con ellos.
Mi mirada, antes con algo de fuerza, cayó al suelo. Esa noche, tomé un cuchillo de la cocina y, cuando se apagaron las luces, me corté las venas de ambos brazos. Miraba, impávida, la sangre caliente correr por mis brazos, la toqué con un dedo y me lo llevé a la boca, tenía un sabor metálico y salado. Me di la vuelta y vomité, mientras percibía las horripilantes risas de los fantasmas que habitaban en mi dormitorio. Cuando desperté, tenía los brazos vendados torpemente y estaba medio drogada por los somníferos, mirando vagamente la sonrisa demoníaca en su rostro y escuchando:
—¿Cuántas veces vas a seguir siendo la idiota de siempre? Ya no lo soporto, así que te daré una oportunidad más, pero si lo vuelves a hacer, dormiremos en la misma habitación, ¿está claro? Ahora vas a ir al psiquiatra para que te aumente la medicación. Te estás volviendo muy atrevida.
Incliné la cabeza, afirmando. Las lágrimas no paraban de rodar por mis mejillas.
Despertaba cada día al amanecer, las pastillas que me recetó el psiquiatra generaron temblores en mi cuerpo, sentía los nervios a flor de piel. Me era difícil salir de la cama y hasta caminar para hacer las tareas de la casa. Una tarde, entrando al edificio, después de las compras, una vecina que salía notó mi cambio y me preguntó qué me pasaba. Yo tenía prohibido hablar de lo que sucedía en casa con mis vecinos; todas las ofensas que me decía siempre eran en voz baja y tampoco dejaba que yo subiera la mía, por tanto nadie oía nada. Le dije a mi vecina, intentando sonreír, que estaba un poco mareada pero que ya se me pasaría. Recuerdo que me miró extrañada, sentí que no me creyó. La saludé y entré rápidamente al ascensor. Para mi desgracia, escuchó la conversación con la joven. Su furia vino sobre mí, ese fue el día en que no solo amenazó con pegarme, ese día me dio vuelta la cara de una bofetada.
Despertaba cada día al amanecer, hoy tenía consulta con el psiquiatra. Ni siquiera allí era libre, siempre me acompañaba y entraba a la sesión conmigo, escuchaba sin decir una palabra. El médico escuchaba mis lamentos pero nada decía sobre ellos, se limitaba a recetarme psicofármacos cada vez más fuertes y mi cuerpo y mente se resentían. Me estaba convirtiendo en una zombi. Limpiaba todo el día, a veces tres o cuatro veces lo mismo que se ensuciaba cada vez que terminaba de limpiarlo. Comencé a olvidarme de algunas cosas, la mayoría eran sin importancia, pero caí en la cuenta de que el nombre más importante de mi vida, el de mi bebé, muchas veces se me iba de la cabeza. A raíz de ello, comencé a escribir en mi libreta secreta su nombre todas las noches, el que quedaba borroneado por las lágrimas que me causaba recordar todo lo ocurrido.
Despertaba cada día al amanecer, ya no quería abrir los ojos, no quería ver mi casa, y menos al demonio que allí habitaba. Con un miedo espantoso, sentí sus pasos. Al querer abrir la puerta de mi habitación, no pudo. La había cerrado con llave. Ya no quería que entrara. Los fantasmas de la noche me lo habían aconsejado: “Va a matarte, cierra con llave. Ahora, bailemos hasta el alba”, y reían terroríficamente, toda la noche.
Llamó a la puerta y le dije que no iba a abrirle, que me dejara en paz. Sentí que me temblaba todo el cuerpo cuando comenzó a martillar suavemente los goznes de la puerta y, poco a poco, pudo retirarla sin hacer mucho ruido. Entró al dormitorio y me dijo que me levantara, que estaba todo atrasado en la casa, que tenía mucho por hacer. Le dije que estaba muy cansada que contratara a una criada porque yo me iba de la casa. Se rio con sus malditas carcajadas y me preguntó adónde. Le dije que eso ya no me importaba, dormir bajo un puente sería mejor que vivir en esa casa. Su rostro se tornó grave y comencé a temblar de nuevo; dijo que nunca me dejaría salir de allí. Me levanté y, todavía tiritando, le dije que si tenía que salir corriendo en ese momento, en camisón, ya no me importaba. Tomó mi brazo con fuerza y yo, recurriendo a toda la mía, logré soltarme y salir disparada a la puerta de entrada, abrí la primera cerradura y cuando alcancé a la segunda me tomó por los cabellos y me tiró al suelo. Intenté gritar, por primera vez pidiendo ayuda, sin recordar que a esa hora solo estaban en el edificio dos ancianas que vivían en el primer piso y eran muy sordas. Con los cabellos en su mano me arrastró hasta mi habitación y dijo que me vistiera y me pusiera a limpiar. Además, a la fuerza me hizo ingerir las pastillas que había recetado el psiquiatra.
Despertaba cada día al amanecer, ahora en mi dormitorio sin la puerta que me cobijaba, ya no podía prender el móvil. No tenía mi rato de intimidad, no tenía nada… Me levanté, anduve por la sombría y tenebrosa casa, rodeada de los fantasmas que me perseguían, danzando y riendo, que me daban un terror inmenso y luego me acosté. Cuando se levantó me miró desde en el pasillo y me dijo que ya era hora, yo hice de cuenta que no había escuchado. Se acercó y como siempre, con su boca muy cerca de mi oreja, me dijo:
—Levántate o te saco de los pelos.
Su cara cambió de pronto, hizo un gesto de asombro, me miró sin entender y bajó la vista, la enorme cuchilla estaba bien enterrada en su abdomen, me volvió a mirar y dijo muy bajo: “Te mataré”. Fueron sus últimas palabras. Hundí más la cuchilla. Palideció por completo y cayó sobre mí. Logré salir por debajo, me lavé, vestí y fui al garaje. Después de limpiar la sangre que escurría por su cuerpo, lo envolví en una gruesa tela, lo até con firmes cuerdas, lo llevé hasta el garaje y lo puse en el maletero del coche, cerré y volví por otro envoltorio donde estaba mi colchón enroscado y la ropa, todo ensangrentado y lo puse junto al cuerpo. Hice más de quinientos quilómetros, hasta llegar al embarcadero vacío de un tío fallecido. Allí coloqué todo en una lancha a motor, junto con una pesadísima y oxidada ancla y, gracias a que le quedaba algo de combustible, entré al mar. Cuando estaba lejos de toda vista humana, até fuertemente con alambres el ancla a ambos bultos y, con toda la fuerza que pude, los tiré al agua. Miré como se sumergían con rapidez. Al volver a casa, limpié mi habitación y puse en cajas toda su ropa, calzado y accesorios personales, todo.
Despertaba cada día al amanecer, bajé las cajas, llené el auto con ellas, y tras viajar unas dos horas, doné todo, bajo otro nombre, a una capilla. Volví, no sin antes pasar por el agente de bienes raíces, para que viniera a tasar la casa. No podría seguir viviendo en ella. Al agente, un antiguo conocido de la familia de toda la vida, le dije que, dado que ahora estaba sola, no tenía sentido vivir en un lugar tan grande y con tantos malos recuerdos. Noté que me miraba sin pestañear, me pareció raro por lo que le aclaré:
—Son esas cosas que pasan, vivíamos tan bien aquí, pero las personas ya mayores añoran volver al lugar donde nacieron. Mi madre ha sido una de ellas, ayer partió para su pueblecito en Italia. Por ello opté por venderla y buscar un piso más pequeño, además, lo que pasó con mi bebé aquí, me hace mucho daño.
—¿De dónde sacaste todo eso? —expresó el agente con cara de gran asombro—. Tu madre falleció hace varios años, además, nunca has tenido un bebé, siempre viviste aquí sola —y añadió, un tanto atemorizado—: Me estás asustando, ¿te encuentras bien?
***
Nota: Los abusos verbales son lo suficientemente tóxicos para dejar paralizada a la persona afectada y lo escasamente violentos en su forma de emitirlos para que nadie del exterior sepa lo terrible que pasa dentro de la casa. En caso de padecerlos, se debe acudir de forma inmediata a un centro de ayuda.