La segunda oportunidad (II relatos)

Relatos que optan al premio popular del concurso.

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julia
La mamma
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La segunda oportunidad (II relatos)

Mensaje por julia »

El invierno había sido particularmente aburrido y los dos solos en casa en esta época del año en que el día es tan corto… sí, la televisión ayudaba a mantener algún diálogo, que pronto se acababa por falta de interés.
Ana, sumida en sus pensamientos, no pudo reprimir unas lágrimas. Se quitó las gafas y pasó la palma de la mano por sus mejillas.
No habían tenido hijos porque no vinieron, pero tampoco los habían echado en falta. Su marido y ella vivían bien, sin estrecheces, pero tampoco se trataba de dilapidar; a pesar de que ahora que se hacían mayores, a ella la casa se le venía encima. Su marido tenía sus tertulias con sus convecinos sobre las tierras, los vehículos, sulfatar, podar, el agua… exhaló un suspiro. Dejó la labor en la silla, se acercó al balcón y, mientras su mirada se perdía por la plaza que daba a la iglesia, pensó que algo habría que hacer, pues no quería seguir así.
Ana estaba nerviosa. Le había costado lo suyo convencer a su marido de que quería traerse un niño a casa y, tras ensayar diferentes formas para poder decírselo, se armó de valor y se lo propuso. Su marido soltó un sonoro exabrupto pensando que se había trastocado e intentó disuadirla con una larga perorata. Sin embargo, ella le conocía bien y sabía que era como el perro ladrador, poco mordedor, y al fin cedió a su petición, e incluso llegó a impacientarse por tanto papeleo y el tiempo de espera pero, finalmente, había llegado el día… Habían viajado desde su pueblo de origen hasta Barcelona. Habían conseguido, tras muchas negociaciones que un miembro de la ONG que operaba en el Senegal y que era de Barcelona, acompañara al muchacho.



El niño, junto al cooperante, viajaba en el viejo “jeep” perteneciente al centro donde estaban acogidos, a través de una larga carretera llena de baches, hasta el aeropuerto de la capital senegalesa
Miraba todo con ojos de asombro. Él solamente había salido de su aldea después del horrible ataque que padecieron, de gentes contrarias de su mismo país, en el que murió toda su familia.
Aún, muchas noches al cerrar los ojos, recordaba los terribles momentos vividos en su casa. Estaban todos, era la hora de la comida. El se encontraba sentado en un rincón entretenido con algo entre las manos. No había mucha luz, la justa para verse, cuando aparecieron en la puerta aquellos hombres gritando, con armas de fuego, disparando contra todo lo vivo que se movía, contra sus padres, contra sus hermanos mayores… notó como los cuerpos calientes caían sobre él y quedó mudo de terror, allí, debajo, sintiendo como la sangre caliente le mojaba el cuerpo, pero no se movió. No podía.
No lograba recordar cuánto tiempo estuvo allí, debajo, tan muerto como sus padres y hermanos. Todo era silencio a su alrededor, no se oía nada en la pequeña aldea. Pensó que no se levantaría nunca más, quería irse con ellos…
De pronto se oyeron otras voces. No eran las mismas de antes. Apenas respiraba del miedo que tenía. Oyó que entraban en su casa. Notó como le quitaban el peso de los cuerpos de sus padres y, al quedar al descubierto, tan solo sus grandes ojos delataban que estaba vivo.
Esta vez eran hombres blancos. Ya los había visto alguna vez antes. Traían medicinas y caramelos. Lo auparon e intentaron tranquilizarle, pero no pudo evitar que el miedo pasado saliera por sus ojos a través de un mar de lágrimas.
Esta fue la primera vez que salió de su pueblo. Fue a vivir con otras gentes desconocidas, mujeres y niños. Un fuerte frenazo del “jeep” le hizo volver a la realidad del momento. Bajaron del coche y tras un papeleo subieron a lo que, le explicó el cooperante que le acompañaba, era un avión, que iban a viajar por el aire a otro país, donde le esperaban unos nuevos padres y que todo sería mucho mejor para él a partir de ahora. Le abrochó el cinturón adaptándolo a sus medidas, maniobra que siguió con asombro. Cuando el ruido de los motores presagió la inminente salida, el niño cogió la mano de su acompañante, mientras le miraba con sus grandes ojos temerosos.
El chico tenía unos siete años, delgado, moreno y con grandes ojos que destacaban en su rostro. A pesar de que tanto él como nosotros teníamos fotografías de cada uno, al muchacho se le veía un poco asustado y le costó separarse de la persona que conocía y que, de algún modo, le unía a la vida que había dejado atrás.
Ya en nuestra casa y después de enseñarle donde estaba el baño, la cocina, las demás dependencias, su habitación y el armario con su ropa, cenamos entre sonrisas y silencios y con sus grandes ojos mirándolo todo.
En la intimidad de nuestro dormitorio mi marido murmuraba “es lo que se dice moreno, moreno, moreno…” Yo dormí poco y me levanté varias veces sigilosamente, para ver cómo estaba, pero dormía profundamente. El viaje y las emociones le habían rendido.
Por la mañana, una vez vestido y arreglado, lo llevamos a conocer el pueblo y a la gente, y a que la gente le conocieran a él. Los chicos del pueblo le miraban con curiosidad y asentían cuando les pedíamos su colaboración para que aprendiera el idioma jugando con ellos, pero sospechábamos que no sería tarea fácil.
Los días siguientes no fueron mejores; los chicos jugaban entre ellos y él se quedaba solo. Había que hacer algo que les moviera a intimar con él.
Por la noche le expliqué mis temores a mi marido respecto a que el niño se sentía descolocado y no se atrevía a participar. Me dijo que esto lo arreglaba él en un periquete y al día siguiente se presentó en casa con un balón de reglamento. Había visto un montón de veces jugar a los chicos del pueblo con una pelota de goma y tenía la certeza de que en cuanto vieran el balón, no podrían resistirse. En cuanto nuestro niño se presentó tímidamente en la plaza con su flamante balón, la chiquillería se abalanzó sobre él dispuestos a no perder la oportunidad de jugar con esa “joya”. ¡Por fin jugaban todos!
El chico no era tonto y pronto aprendería, pero había que estimularle y, aprovechando el buen entendimiento del momento, le inscribí en una excursión de un día que organizaba la parroquia.

Le equipé con su mochila, su comida y algún dinero por si los otros chicos compraban algo, y fuimos a despedirle al autocar como los demás padres.
Desde su asiento en la ventanilla, nos miraba con sus grandes ojos inquisitivos. No sé si entendía muy bien a lo que iba, pero esperábamos que eso reforzara su amistad con los muchachos.
Ya anochecido, nos reunimos los padres en la plaza esperando la llegada del autocar. No podía reprimir una cierta inquietud por saber cómo había transcurrido la jornada.
Naturalmente, lo vimos enseguida que apareció el coche. ¡Era tan moreno, que destacaba irremisiblemente! Agité los brazos para que nos reconociera entre la gente, pero tardaba en bajar y me temía lo peor. Seguramente había pasado un mal día. Me inquieté, no debí enviarle de excursión tan pronto…
Salió el último. Me situé delante de la puerta para ayudarle a bajar, cuando me sorprendió con un ¡mamá! Y se echó en mis brazos. Lo apreté junto a mí fuertemente, mientras mi marido se unía a nuestro abrazo. ¡Nos había echado en falta tan sólo por estar unas horas fuera de casa! Cogidos de la mano, volvimos a nuestro hogar felices con nuestro muchacho, moreno, muy moreno.
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nosin
Vivo aquí
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Mensaje por nosin »

¡Qué emotivo final! Sniffff
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takeo
GANADOR del III Concurso de relatos
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Mensaje por takeo »

Vamos a dar otra vuelta a esto
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Protos
Foroadicto
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Mensaje por Protos »

¡Cuánta ternura le ha añadido la exclamación "¡mamá!" al relato! Me encantan estas narraciones en las que tan bien quedan expresados los sentimientos.
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