CP III: "El dorado ceutí"- Leo
Moderadores: kassiopea, noramu
CP III: "El dorado ceutí"- Leo
4º. Concurso Primavera 2008
El Dorado ceutí
No sabía nadar. No era broma. Ni siquiera una ingenua excusa a la que agarrarse para evitar ser devuelto a su cruda realidad. No sabía nadar y así se lo dijo, entre lágrimas de desesperación, al Guardia Civil que con terco empeño rajaba la colchoneta hinchable que lo sostenía, a pocos metros de la costa marroquí.
Su vida pasaba, como un caballo desbocado, frente a él. El olor de la hierba en su pueblo natal… El sofocante e indolente sol que lo acompañaba y perseguía, como un vil maestro a su alumno, sin dar tregua, hora tras hora, día tras día. Su padre, encorvado, cogiendo con firmeza sus brazos, enseñándole a dar sus primeros pasos «Adelante, hijo. El mundo se abre camino bajo tus pies. Sigue andando. Nunca te detengas ». Sentada sobre un banco de madera, a lo lejos, estaba su madre, animándole desde la distancia, sonriente, llena de orgullo y agradecida -tras perder a su primogénito por la maldita malaria- de haber tenido la suerte de engendrar un niño sano, de mirada tan limpia y llena de vida. Sus primeros sinsabores y desengaños. Ilusiones y desilusiones. La vez aquella en que no pudo articular palabra cuando pretendía declararle amor eterno a una tímida muchacha de sonrisa juguetona, a los pies del baobab más grande e inmenso que sus jóvenes ojos habían visto, mientras el tiempo se paraba. La pérdida de la inocencia. El hambre, la injusticia, la sinrazón, la incomprensión. La promesa de una vida mejor. Cómo se despedía de su familia, mientras dejaba atrás su amado Senegal y enfilaba el camino a Mauritania, sin más transporte que unas viejas sandalias, por entre áridas llanuras, para acabar llegando a Marruecos, penúltima parada de su largo viaje hacia la tierra prometida. El lugar donde, con el sudor de su frente, reuniría lo necesario para poder volver y ofrecer a los suyos el retiro de una vejez digna. Cómo, junto a una pareja de Camerún, invirtió lo poco que tenía ahorrado en una especie de colchoneta de playa y la palabra de un avispado tratante que con gran convicción garantizaba el éxito en la incursión marítima, ofreciéndose él mismo a acompañarles en la travesía y arrastrarles hasta su destino. La luna, vigilante, mirándole desde lo más alto de la noche. El agua, cruelmente fría, despiadada, colándose entre las hendiduras del transporte improvisado, mientras braceaba sobre él, unidos unos con otros mediante un cordel y ligados, a su vez, al avezado nadador que unos metros más adelante los guiaba. La sonrisa en los labios al divisar, a lo lejos, la playa ceutí de Benzú. Las luces de una embarcación que se acerca. El miedo en el cuerpo. Alarma y desasosiego al comprobar cómo, despavorido, el astuto lazarillo y bien pagado timonel, se daba a la fuga, dejándolos a su suerte en mitad de un mar rebelde y traicionero. Los focos apuntándole con insolencia al rostro, como a un criminal. Como a un animal. La decepción más profunda cuando, remolcados, eran arrastrados de vuelta al punto de partida, entre severas advertencias y amenazas. El pánico absoluto, la desesperación, cuando, con dificultad, llegó a entender lo que aquellos armados hombres del orden, provenientes del ‘otro mundo’, les decían.
Como medida obligada pincharían sus colchonetas, a unos cien metros de la costa marroquí, asegurándose así, que, al menos esa noche, desistieran de su propósito. Protocolo habitual, nada más. Sin acritud.
No sabía nadar. No era broma, ni un absurdo pretexto.
Si alguna vez aprendió a aceptar con dignidad los reveses que la vida le propinase, con decoro y mesura, esa fría noche de Diciembre todos esos principios se esfumaron por completo. Gritó, lloró, imploró que no lo hicieran. Suplicó con su alma una clemencia que no llegaba. Rezó a todos los dioses por una oportunidad. «Aún no. No es mi hora. Tengo muchas cosas por hacer. Tengo mucho por lo que luchar. No quiero morir. Quiero vivir. Quiero vivir con todas mis fuerzas». Su única respuesta fueron las burlas de aquellos hombres que, tomando su imploración por un cuento, acabaron por rajar el malogrado colchón hinchable y le obligaron a tirarse al agua, condenándole a una muerte segura.
Solo cuando, momentos más tarde y después de tragar litros de agua salada, dejó de chapotear y sus angustiados gritos -lentamente- se ahogaban en la espuma, uno de los miembros del Instituto Armado allí presentes comprendió la gravedad de los hechos y, en un arrebato, se lanzó a su rescate. No sin dificultad consiguió subirlo nuevamente a la embarcación. Pidieron ayuda por radio a los llamados mehanies, la fuerza militar auxiliar de Marruecos, debido a la proximidad, pero estos se negaron a ofrecerla esgrimiendo un claro y contundente «Ya tenemos suficientes muertos. Quedaos vosotros con él», por lo que no tuvieron más remedio que hacerse cargo de la situación, dar media vuelta y, a todo trapo, dirigirse de regreso a Ceuta, mientras el muchacho agonizaba.
« Solo quiero vivir», acertaba a repetir, balbuceando, a la vez que agarraba la mano que uno de sus involuntarios verdugos le tendía. «Vas a salvarte. Ya casi estamos en suelo español. Aguanta», intentaban tranquilizarle, mientras –de soslayo- corría alguna lágrima.
Una hora tardó en llegar la ambulancia. Ya era tarde.
“Allí murió, en su El Dorado ceutí. No pudo conocer nada más allá que la playa. No llegó con vida al hospital”, publicaría, al día siguiente, algún diario nacional.
Tenía 29 años y un puñado de ilusiones en el bolsillo.
El Dorado ceutí
No sabía nadar. No era broma. Ni siquiera una ingenua excusa a la que agarrarse para evitar ser devuelto a su cruda realidad. No sabía nadar y así se lo dijo, entre lágrimas de desesperación, al Guardia Civil que con terco empeño rajaba la colchoneta hinchable que lo sostenía, a pocos metros de la costa marroquí.
Su vida pasaba, como un caballo desbocado, frente a él. El olor de la hierba en su pueblo natal… El sofocante e indolente sol que lo acompañaba y perseguía, como un vil maestro a su alumno, sin dar tregua, hora tras hora, día tras día. Su padre, encorvado, cogiendo con firmeza sus brazos, enseñándole a dar sus primeros pasos «Adelante, hijo. El mundo se abre camino bajo tus pies. Sigue andando. Nunca te detengas ». Sentada sobre un banco de madera, a lo lejos, estaba su madre, animándole desde la distancia, sonriente, llena de orgullo y agradecida -tras perder a su primogénito por la maldita malaria- de haber tenido la suerte de engendrar un niño sano, de mirada tan limpia y llena de vida. Sus primeros sinsabores y desengaños. Ilusiones y desilusiones. La vez aquella en que no pudo articular palabra cuando pretendía declararle amor eterno a una tímida muchacha de sonrisa juguetona, a los pies del baobab más grande e inmenso que sus jóvenes ojos habían visto, mientras el tiempo se paraba. La pérdida de la inocencia. El hambre, la injusticia, la sinrazón, la incomprensión. La promesa de una vida mejor. Cómo se despedía de su familia, mientras dejaba atrás su amado Senegal y enfilaba el camino a Mauritania, sin más transporte que unas viejas sandalias, por entre áridas llanuras, para acabar llegando a Marruecos, penúltima parada de su largo viaje hacia la tierra prometida. El lugar donde, con el sudor de su frente, reuniría lo necesario para poder volver y ofrecer a los suyos el retiro de una vejez digna. Cómo, junto a una pareja de Camerún, invirtió lo poco que tenía ahorrado en una especie de colchoneta de playa y la palabra de un avispado tratante que con gran convicción garantizaba el éxito en la incursión marítima, ofreciéndose él mismo a acompañarles en la travesía y arrastrarles hasta su destino. La luna, vigilante, mirándole desde lo más alto de la noche. El agua, cruelmente fría, despiadada, colándose entre las hendiduras del transporte improvisado, mientras braceaba sobre él, unidos unos con otros mediante un cordel y ligados, a su vez, al avezado nadador que unos metros más adelante los guiaba. La sonrisa en los labios al divisar, a lo lejos, la playa ceutí de Benzú. Las luces de una embarcación que se acerca. El miedo en el cuerpo. Alarma y desasosiego al comprobar cómo, despavorido, el astuto lazarillo y bien pagado timonel, se daba a la fuga, dejándolos a su suerte en mitad de un mar rebelde y traicionero. Los focos apuntándole con insolencia al rostro, como a un criminal. Como a un animal. La decepción más profunda cuando, remolcados, eran arrastrados de vuelta al punto de partida, entre severas advertencias y amenazas. El pánico absoluto, la desesperación, cuando, con dificultad, llegó a entender lo que aquellos armados hombres del orden, provenientes del ‘otro mundo’, les decían.
Como medida obligada pincharían sus colchonetas, a unos cien metros de la costa marroquí, asegurándose así, que, al menos esa noche, desistieran de su propósito. Protocolo habitual, nada más. Sin acritud.
No sabía nadar. No era broma, ni un absurdo pretexto.
Si alguna vez aprendió a aceptar con dignidad los reveses que la vida le propinase, con decoro y mesura, esa fría noche de Diciembre todos esos principios se esfumaron por completo. Gritó, lloró, imploró que no lo hicieran. Suplicó con su alma una clemencia que no llegaba. Rezó a todos los dioses por una oportunidad. «Aún no. No es mi hora. Tengo muchas cosas por hacer. Tengo mucho por lo que luchar. No quiero morir. Quiero vivir. Quiero vivir con todas mis fuerzas». Su única respuesta fueron las burlas de aquellos hombres que, tomando su imploración por un cuento, acabaron por rajar el malogrado colchón hinchable y le obligaron a tirarse al agua, condenándole a una muerte segura.
Solo cuando, momentos más tarde y después de tragar litros de agua salada, dejó de chapotear y sus angustiados gritos -lentamente- se ahogaban en la espuma, uno de los miembros del Instituto Armado allí presentes comprendió la gravedad de los hechos y, en un arrebato, se lanzó a su rescate. No sin dificultad consiguió subirlo nuevamente a la embarcación. Pidieron ayuda por radio a los llamados mehanies, la fuerza militar auxiliar de Marruecos, debido a la proximidad, pero estos se negaron a ofrecerla esgrimiendo un claro y contundente «Ya tenemos suficientes muertos. Quedaos vosotros con él», por lo que no tuvieron más remedio que hacerse cargo de la situación, dar media vuelta y, a todo trapo, dirigirse de regreso a Ceuta, mientras el muchacho agonizaba.
« Solo quiero vivir», acertaba a repetir, balbuceando, a la vez que agarraba la mano que uno de sus involuntarios verdugos le tendía. «Vas a salvarte. Ya casi estamos en suelo español. Aguanta», intentaban tranquilizarle, mientras –de soslayo- corría alguna lágrima.
Una hora tardó en llegar la ambulancia. Ya era tarde.
“Allí murió, en su El Dorado ceutí. No pudo conocer nada más allá que la playa. No llegó con vida al hospital”, publicaría, al día siguiente, algún diario nacional.
Tenía 29 años y un puñado de ilusiones en el bolsillo.
Última edición por Arwen_77 el 30 Abr 2008 20:22, editado 1 vez en total.
- El Ekilibrio
- No puedo evitarlo
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Muy buen intento y dignísimo relato. Además de ser una temática que a mi personalmente me llega ya desde la primera sílaba, debo decir que técnicamente es un buen relato de denuncia de unos hechos que, aunque lamentablemente habituales, no dejan de sorprendernos y herirnos. Aunque son heridas leves ya que a muy pocos movilizan...
Estoy convencido que esa piedra filosofal del poeta que busca el texto más hermoso no se encuentra en el amor carnal, sino en el amor entre seres. Aquel que consiga con su texto movilizar y sensibilizar a las personas ante una tragedia como la que describe este cuento, habrá escrito el texto más hermoso del mundo.
Slds
Estoy convencido que esa piedra filosofal del poeta que busca el texto más hermoso no se encuentra en el amor carnal, sino en el amor entre seres. Aquel que consiga con su texto movilizar y sensibilizar a las personas ante una tragedia como la que describe este cuento, habrá escrito el texto más hermoso del mundo.
Slds
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Me ha parecido muy hermoso. Muy bien llevado. Creo que es un relato muy conseguido, pero del que conozco el final desde la primera frase. Esto no desvencija el trabajo ni quiere decir demasiado, porque la sorpresa no debe de ser siempre inherente al relato, pero me da la sensación de haber leído esto en otra ocasión, y que lo que cuenta ya me lo han contado de mil maneras distintas. Claro que no por haber tomado mucha tarta de queso ha de dejar de gustar la tarta, o el queso. O ambas.
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- al_bertini
- Vadertini
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