CPVII: Donde se tejen los nombres (Ganador popular)- Meiko
Publicado: 12 Abr 2012 16:26
Donde se tejen los nombres
Salzburgo, año 1541
Los primeros recuerdos del homúnculo iban asociados a un gran sentimiento de afecto y admiración por su maestro y creador. No era de extrañar: además de darle la vida, Paracelso le enseñó todo lo que sabía sobre el mundo. Los dos meses iniciales le inculcó lo básico, desde caminar hasta hablar y escribir. A partir del tercero le fue explicando la apariencia y las aplicaciones de miles de plantas y minerales y, poco a poco, empezó a enseñarle todos los conocimientos que él mismo tenía sobre alquimia y medicina. El homúnculo dormía poco, estudiaba mucho y comprendía todo rápido. Fueron tiempos agradables y felices, llenos de bienestar y cariño para ambos.
En aquel entonces, en un arranque de entusiasmo, Paracelso había hecho públicas diversas anotaciones que referían el proceso de fabricación de un homúnculo aunque, por supuesto, omitía secretamente parte de los ingredientes. No había podido evitar alardear frente al resto de alquimistas, retándoles incluso a que, según su sesgada receta, consiguieran crear uno ellos mismos. Aunque no le mostró a nadie el homúnculo, a partir de entonces el interés y la curiosidad de la gente creció muchísimo y las visitas a la casa se multiplicaron. Paracelso tuvo que aleccionar al homúnculo sobre el arte de esconderse de otros seres humanos para evitar que le capturaran y experimentaran con él. También le advirtió que era peligroso salir de la casa incluso si era para pasear por el bosque porque algún animal le podría atacar debido a su ridículo tamaño.
El homúnculo aprendía todo vorazmente, sin hacer peticiones y sin interrumpir demasiado, lleno de respeto por su maestro. También mostraba interés y hasta pasión por todo cuanto le enseñaba. Tenía tantas ansias de conocimiento que anhelaba ver qué había más allá de la casa. Con esto en mente, empezó a experimentar por sí mismo y, aplicando sus conocimientos alquímicos adquiridos, consiguió crear su primer veneno por contacto. Tenía la consistencia de un ungüento. Lo aplicó a la parte externa de su grisácea capa, que se tornó casi violeta en el proceso. Para evitar tocarla al ponérsela, se confeccionó unos guantes caseros. Así, colocándose la capa siempre con las manos cubiertas y envolviéndose bien en ella, podría salir de la casa sin miedo ni a animales ni a humanos. Se ocultaría cuando saliera pero si, por un descuido, alguien le descubría e intentaba cogerle moriría casi en el acto.
Gracias a este ingenio, y pese a las advertencias del alquimista, el homúnculo empezó a salir a escondidas cuando éste iba a visitar enfermos o dormía. A veces iba al bosque a deleitarse con la naturaleza, o incluso a recoger alguna planta. Otras veces seguía a su maestro en sus visitas y observaba a través de las ventanas o de alguna grieta el interior de los hogares. Al principio sólo se interesaba por lo que Paracelso hacía o diagnosticaba, pero poco a poco se fue fijando en muchos más detalles: el cariño con el que se trataban los familiares, las miradas, las muestras de afecto, y por encima de todo, los nombres. Le parecía casi mágico que cada individuo tuviera un nombre para él solo y que todos le llamaran por él. Las modulaciones de la voz con que se pronunciaba cada nombre eran aún más interesantes, tanto si éstos se decían con amor, respeto, condescendencia, rencor o amistad. Cada matiz era tan fascinante que volvía a dotar al nombre en sí de un significado profundo y renovado. Un día, cuando volvía a escondidas a la casa después de una de estas excursiones, dirigió su mirada hacia la tablilla de madera labrada que había en la puerta. En ella se podía leer: “Dr. Theophrastus Paracelso von Hohenheim”. Desde entonces, el homúnculo empezó a anhelar tener un nombre para él solo, un nombre por el que le pudieran llamar los demás y que, tal vez, hasta pudiera estar grabado en una tablilla.
Una noche, después de la frugal cena y antes de que el cabo de la vela se consumiera del todo, el homúnculo se armó de valor y decidió pedirle a su maestro un nombre:
-Maestro, ¿por qué no me das un nombre por el que me puedas llamar?
-Lo tienes, te llamo homúnculo.
-Pero homúnculo no es un nombre. Si es el nombre de mi especie, entonces no es sólo para mí.
-Puesto que eres el único de tu especie y no creo que haya ningún otro nunca, creo que sí es sólo para ti.
-Pero maestro, no es un nombre que pueda tallar en una tablilla, como la de tu puerta.
-¿Y dónde pondrías tú una tablilla con tu nombre? Te he explicado los peligros de que te vean los humanos y la importancia de ocultarse.
-Pondría mi tablilla clavada en la pared, incluso medio oculta por algún estante. Así, tan sólo para que tú y yo la viéramos. Me basta con que una sola persona me llame por mi nombre, especialmente si esa persona es mi creador.
-No entiendo qué tiene de malo el nombre de homúnculo.
-Maestro, ¡suena tan despectivo! ¿Es lícito llamar a cada uno según sus defectos? ¿Sólo por ser tan pequeño merezco que se me recuerde a cada momento?
Ante la insistencia inesperada de su aprendiz, Paracelso improvisó una evasiva para zanjar la cuestión.
-No es tan fácil darte un nombre. Hay un lugar oculto en el bosque donde se tejen los nombres de los seres creados, como tú, y donde sólo puede ir cada cierto tiempo el creador de cada vida a por el nombre de su criatura.
-¿Y cuándo podrás ir, maestro? ¿Cuándo tendré mi nombre? ¿Es largo el viaje? ¿Podría grabarlo después en una tabla?
El cabo de la vela agonizó dejando en ese momento la estancia en la penumbra. Al homúnculo le pareció ver, justo antes de apagarse la luz, un destello de odio y hastío en los ojos del alquimista. Con voz seca, el maestro cortó la conversación:
-No me encuentro bien. Tengo que dormir y descansar. Ya hablaremos otro día.
Desde aquella noche el homúnculo notó cada vez más huraño a su maestro. Hablaba poco, y sólo lo hacía cuando era necesario. El resignado aprendiz pensó que sería mejor aplicarse con la alquimia, aprender más de las notas de su maestro y así demostrar que era merecedor de un nombre y un respeto. Pensaba que tal vez esa escasez de palabras se debía a cierto enfado por su osadía de pedir sin dar nada a cambio. De modo que estudió a todas horas, revisando cada nota y cada prueba. Aunó lo volátil y lo fijo una y otra vez. Pesó con cuidado azogue, azufre, sal y otros tantos ingredientes mientras buscaba la cura a diversas enfermedades en las mezclas que pasaban por su atanor. Ayudó así a Paracelso con incontables experimentos, esperando de este modo compensarle por la molestia de viajar allí donde se tejen los nombres por él. Al dormirse, siempre soñaba cómo sería ese lugar. La mayoría de las veces se le representaba en su mente un claro rodeado de espesos árboles. En ellos había cientos de arañas tejiendo y tejiendo, y de sus patitas iban saliendo hilos que decían Wilhelm, Gotthold, Dieter, etc. Y el homúnculo deseaba con todas su fuerzas que alguno de aquellos bonitos nombres fuese el suyo.
Pero, una de esas tardes de estudio, descubrió por ciertas notas la intencionalidad de su maestro en el momento de crearle. Todo el afecto que sentía por Paracelso, el respeto y la admiración que le tenía, sufrieron un duro golpe. Y es que el alquimista en ningún momento había buscado crear una nueva vida, sino que su experimento iba enfocado a la consecución de la piedra filosofal. Con ella, pensaba transmutar el plomo en oro e incluso encontrar alguna aplicación médica extraordinaria. De modo que él no había sido más que un experimento fallido, tan sólo un error que ahora reclamaba cuidados y nombre propio. Se sintió herido, pero creyó comprender por qué desde aquella conversación, en apariencia tan inofensiva, su maestro estaba hosco y reflexivo. A menudo trabajaba a solas en experimentos que no compartía con su aprendiz. Y a veces, cuando creía que no era observado, asomaba a sus labios una sonrisa rígida y torcida que, acompañada de la mirada perdida, fija sobre la telaraña del rincón, inflingía en el homúnculo cierta sensación de intranquilidad. El amenazador vacío de aquella mirada le robaba hasta el sueño. Incluso cierta mañana en que fue un galeno a la casa, oyó desde su escondite cómo Paracelso negaba de forma vehemente que tuviera a su cuidado a ningún homúnculo. Le oyó contar a su interlocutor cómo, supuestamente, había descubierto que dicha especie se volvía contra su creador y, poco tiempo después de nacer, huía. Aseveró fríamente que, debido a esta insubordinación, era mejor si no se creaban más, y que podría ser más práctico un golem. Un golem sin alma, ni voluntad. El homúnculo sintió cómo algo se rompía en su interior. No, no iba a ir donde se tejen los nombres por mucho que se esforzara. Es más, tal vez tan sólo esa petición había supuesto para su maestro una prueba de rebeldía contra él. Abatido, sintió que no sólo era un experimento fallido, sino que además era un estorbo, el recuerdo constante de un error. Estos descubrimientos, unidos al comportamiento cada vez más esquivo de su maestro, le convencieron de que Paracelso intentaría deshacerse de él.
Y en efecto, el propio Paracelso no se esforzaba en ocultar cierto fastidio al hablar con el homúnculo o sobre él, llegando casi a ignorarle incluso mientras trabajaban junto a la retorta y esperaban con expectación los resultados. El homúnculo sentía cómo se iba rompiendo hasta el último lazo que unía a creador y criatura. Y así, la criatura en cuestión empezó a volverse cada vez más temerosa e inquieta. Apenas dormía, y si lo hacía siempre era cuando Paracelso salía a ver a sus enfermos o estaba a su vez durmiendo.
Pasó el tiempo y las intenciones del maestro empezaron a ser cada vez más obvias para el aprendiz, que sentía cómo la tensión aumentaba progresivamente hasta ser un ente real y palpable entre ellos. Claro, que los continuos reveses caseros también contribuyeron bastante a ello. En cierta ocasión, el homúnculo vio a Paracelso echar acónito en la comida que estaba guisando. Cuando le preguntó por la presencia de un veneno en la olla, éste contestó:
-Sólo la cantidad hace de algo un veneno, y la dosis de acónito que hay en nuestro almuerzo es insignificante. Sólo es otro experimento, igual de importante que el resto.
-¡Pero tal vez, para mi cuerpo de apenas treinta centímetros, la cantidad es letal! –quiso gritar el homúnculo, pero no llegó a salir su voz de la garganta.
Está claro que el homúnculo no tocó ya ninguna comida de la casa, ni siquiera pan. Tal vez tendría acónito, o belladona, o acaso cicuta. ¿Cómo fiarse? ¿Desde cuándo su maestro experimentaba con él mismo? ¿Era eso creíble? Su experiencia le decía que no. Además, ciertamente la dosis era muy pequeña como para matar a Paracelso, y por tanto tal vez también era demasiado pequeña como para experimentar en su propio cuerpo cualquier cambio, ni para bien ni para mal.
Sin embargo, la gente rumoreaba que Paracelso estaba enfermo, que iba perdiendo fuerzas y ánimo, que cada vez se dejaba ver menos por la ciudad. Incluso el pequeño aprendiz oía estos rumores cuando se agazapaba bajo la ventana abierta en las largas tardes de estío. Pero él sabía que no era eso. Sabía que el alquimista sólo intentaba deshacer lo que había hecho. Al anochecer, amparándose en las sombras, salía a recoger frutos silvestres para poder alimentarse sin tocar nada que pudiera pasar por la mano de su maestro.
Pasaron varias semanas más, durante las cuales los accidentes domésticos empezaron a ser cada vez más frecuentes. Además de los distintos aderezos alimenticios, de origen más bien dudoso, accidentalmente, caían sin cesar de las manos de su maestro toda suerte de objetos e instrumental de laboratorio, ¡y todos caían peligrosamente cerca del homúnculo! Un día era un mortero, al siguiente alguna poción extraña, al otro un escalpelo. Paracelso apenas se disculpaba o, si el aprendiz se atrevía a decirle algo, hablaba secamente de la creciente debilidad de sus manos, que apenas le permitían ya sostener objetos. Temblaba a menudo mientras trabajaba, apenas salía a la calle y parecía constantemente de mal humor. El homúnculo cada vez tenía más miedo y dudaba más de sus intenciones. Creía ver en todas las palabras del alquimista dobles significados, y descubrir en todas su miradas un brillo que se le antojaba cruel. Por todo esto, se acostumbró a observar receloso todos sus movimientos.
La situación entre ambos estaba muy tensa cuando llegó aquella sombría madrugada. No había asomado apenas el alba, que se filtraba por la ventana con una luz pálida y mortecina, cuando Paracelso llamó a su discípulo a su lecho. El homúnculo entraba casualmente en ese momento a hurtadillas por la ventana, ataviado con sus guantes, sus botas y su capa. Había ido a recoger manzanas silvestres para desayunar. Ante el miedo por el motivo por el que le había llamado Paracelso, y con miedo a que hubiera notado su salida nocturna, dejó deprisa las manzanas en un rincón. Después cogió el escalpelo que estaba junto al alambique y, aprovechando la escasa iluminación de la habitación, lo ocultó lo mejor que pudo con su propia figura. Sólo por si tenía que defenderse, claro. Pensando esto subió a la cama y se posicionó a la altura de la cabeza del maestro.
-Hoy no tengo casi fuerzas para levantarme –empezó quejumbroso el alquimista-. Pero es veinticuatro de septiembre, hace seis meses que concluyó el experimento que te permitió existir. Yo buscaba transmutar el plomo en oro y, sin esperarlo, creé una vida. Últimamente he reflexionado, y sé que ha llegado el momento de corregir el error que tuve entonces.
Un destello asomó a su mirada y, mientras decía estas palabras, por entre los ropajes de la cama se alzó con brusquedad su brazo derecho sosteniendo un utensilio alargado y opaco. El homúnculo se asustó pese a que no distinguía el objeto que asía la mano de su maestro en aquella semi penumbra. Pese a todo, intentó apartarse del alquimista, pero éste alargó su brazo izquierdo asiendo una de las piernas de su aprendiz para que no se fuera. El homúnculo recordó entonces, presa del pánico, el escalpelo y, asiéndolo con ambas manos, se lanzó con todas su fuerzas sobre la garganta de su maestro. Buscaba clavar el filo a la altura del cuello, donde debía estar la carótida. Sin embargo, Paracelso soltó al homúnculo y se giró rápidamente usando su brazo de escudo, por lo que el escalpelo tan sólo quedó clavado en dicha extremidad.
-Pero qué haces, ¿te has asustado? ¡Por poco me matas! – gimió Paracelso entre triste y sorprendido.
La sangre empezó a brotar corriendo por las sábanas y los pliegues de la almohada mientras el alquimista, débil y enfermo, intentaba sobreponerse y arrancar la afilada hoja de su brazo herido. El homúnculo, mientras, había corrido hasta el objeto que poco antes levantaba su maestro y que había caído olvidado sobre la cama. Al acercarse, con las primeras luces del alba, distinguió una pequeña tablilla grabada. Con las manos temblorosas la sostuvo y leyó emocionado “Egbert von Hohenheim”.
El homúnculo se entusiasmó hasta casi el desmayo. ¡Así que había ido donde se tejen los nombres por él! ¡Y hasta lo había grabado en una tablilla después! Le brillaban los ojos y le palpitaba el corazón a una velocidad insólita. Casi notaba cómo el alma se ensanchaba en su interior. En ese momento volvió su mirada llena de lágrimas de afecto y emoción a su maestro, del cual había dudado, al cual había agredido y casi matado. Y sin embargo, ese maestro suyo que también era su creador, estaba enfermo de verdad -¡ahora lo sabía!-, y le había traído un nombre. ¡Un nombre para él solo!
El alquimista vio la emoción de su aprendiz, y con voz afable le dijo:
-No te preocupes, sé que te has asustado. Ven y ayúdame. Ya has visto que últimamente no tengo fuerza en las manos, no han funcionado las medicinas en la comida, y no puedo sacar este arma ni parar la hemorragia. Ya hablaremos tranquilamente después.
¿Qué eran esas palabras sino una mano tendida y un perdón? Así, y con un gran esfuerzo, aprendiz y maestro con las manos y las fuerzas unidas consiguieron sacar el filo del brazo. El escalpelo ensangrentado cayó al suelo con un ruido hiriente que recordó de nuevo al homúnculo su cruel desliz. Pero ahora todo era distinto. Iba a ser mejor de ahí en adelante, tenía un nombre que le redimía y le motivaba. Sí, siendo sólo homúnculo había cometido errores, pero ahora era un ente nuevo con un nuevo nombre, y solucionaría todo. Lo primero era parar aquella hemorragia y preparar una medicina. Y luego pediría disculpas debidamente, agradecería su nombre, y se aplicaría al máximo para encontrar la cura a la enfermedad que tanto debilitaba y preocupaba a su maestro. Y, con esto en mente, arrancándose su propia capa intentó aplicar un vendaje alrededor de la herida.
La sangre dejó de correr, pese a que su intenso olor metálico continuaba llenado toda la estancia. El homúnculo cogió un mortero que había sobre un anaquel y, quitándose los guantes ensangrentados, preparó con cuidado una receta a base de láudano que su maestro le había enseñado y que era eficaz contra el dolor. Una vez terminada, sirvió con cuidado la mezcla en un cuenco. Cuando volvió a llevárselo a la cama vio, con la luz cada vez más clara del día, que la piel de su maestro se había llenado de pequeñas quemaduras y eczemas, y que respiraba con dificultad. Con horror y un grito de dolor fijó su vista en la capa, antes grisácea, desde hace tiempo casi violeta debido al veneno aplicado, que estaba anudada al brazo del alquimista.
Paracelso intentó articular alguna palabra, pero ya no podía. Sólo veía al homúnculo llorando y gritando frente a su cara. Los eczemas se multiplicaron por su piel, borrando en su rostro la luz de la mañana. Vio por un instante el intenso brillo de unos ojos, pequeños y dolientes, y después ya no vio nada.
El homúnculo se quedó paralizado, solo y desesperado. Primero, la luz del sol y, al anochecer, la de la luna entraron por la ventana alumbrándole en la misma posición, casi inerte, y con la misma contracción en sus labios, con la tablilla en la mano y los ojos perdidos en algún punto de la negra pared. Ahora ya tenía un nombre, y nadie le llamaba por él.
Salzburgo, año 1541
Los primeros recuerdos del homúnculo iban asociados a un gran sentimiento de afecto y admiración por su maestro y creador. No era de extrañar: además de darle la vida, Paracelso le enseñó todo lo que sabía sobre el mundo. Los dos meses iniciales le inculcó lo básico, desde caminar hasta hablar y escribir. A partir del tercero le fue explicando la apariencia y las aplicaciones de miles de plantas y minerales y, poco a poco, empezó a enseñarle todos los conocimientos que él mismo tenía sobre alquimia y medicina. El homúnculo dormía poco, estudiaba mucho y comprendía todo rápido. Fueron tiempos agradables y felices, llenos de bienestar y cariño para ambos.
En aquel entonces, en un arranque de entusiasmo, Paracelso había hecho públicas diversas anotaciones que referían el proceso de fabricación de un homúnculo aunque, por supuesto, omitía secretamente parte de los ingredientes. No había podido evitar alardear frente al resto de alquimistas, retándoles incluso a que, según su sesgada receta, consiguieran crear uno ellos mismos. Aunque no le mostró a nadie el homúnculo, a partir de entonces el interés y la curiosidad de la gente creció muchísimo y las visitas a la casa se multiplicaron. Paracelso tuvo que aleccionar al homúnculo sobre el arte de esconderse de otros seres humanos para evitar que le capturaran y experimentaran con él. También le advirtió que era peligroso salir de la casa incluso si era para pasear por el bosque porque algún animal le podría atacar debido a su ridículo tamaño.
El homúnculo aprendía todo vorazmente, sin hacer peticiones y sin interrumpir demasiado, lleno de respeto por su maestro. También mostraba interés y hasta pasión por todo cuanto le enseñaba. Tenía tantas ansias de conocimiento que anhelaba ver qué había más allá de la casa. Con esto en mente, empezó a experimentar por sí mismo y, aplicando sus conocimientos alquímicos adquiridos, consiguió crear su primer veneno por contacto. Tenía la consistencia de un ungüento. Lo aplicó a la parte externa de su grisácea capa, que se tornó casi violeta en el proceso. Para evitar tocarla al ponérsela, se confeccionó unos guantes caseros. Así, colocándose la capa siempre con las manos cubiertas y envolviéndose bien en ella, podría salir de la casa sin miedo ni a animales ni a humanos. Se ocultaría cuando saliera pero si, por un descuido, alguien le descubría e intentaba cogerle moriría casi en el acto.
Gracias a este ingenio, y pese a las advertencias del alquimista, el homúnculo empezó a salir a escondidas cuando éste iba a visitar enfermos o dormía. A veces iba al bosque a deleitarse con la naturaleza, o incluso a recoger alguna planta. Otras veces seguía a su maestro en sus visitas y observaba a través de las ventanas o de alguna grieta el interior de los hogares. Al principio sólo se interesaba por lo que Paracelso hacía o diagnosticaba, pero poco a poco se fue fijando en muchos más detalles: el cariño con el que se trataban los familiares, las miradas, las muestras de afecto, y por encima de todo, los nombres. Le parecía casi mágico que cada individuo tuviera un nombre para él solo y que todos le llamaran por él. Las modulaciones de la voz con que se pronunciaba cada nombre eran aún más interesantes, tanto si éstos se decían con amor, respeto, condescendencia, rencor o amistad. Cada matiz era tan fascinante que volvía a dotar al nombre en sí de un significado profundo y renovado. Un día, cuando volvía a escondidas a la casa después de una de estas excursiones, dirigió su mirada hacia la tablilla de madera labrada que había en la puerta. En ella se podía leer: “Dr. Theophrastus Paracelso von Hohenheim”. Desde entonces, el homúnculo empezó a anhelar tener un nombre para él solo, un nombre por el que le pudieran llamar los demás y que, tal vez, hasta pudiera estar grabado en una tablilla.
Una noche, después de la frugal cena y antes de que el cabo de la vela se consumiera del todo, el homúnculo se armó de valor y decidió pedirle a su maestro un nombre:
-Maestro, ¿por qué no me das un nombre por el que me puedas llamar?
-Lo tienes, te llamo homúnculo.
-Pero homúnculo no es un nombre. Si es el nombre de mi especie, entonces no es sólo para mí.
-Puesto que eres el único de tu especie y no creo que haya ningún otro nunca, creo que sí es sólo para ti.
-Pero maestro, no es un nombre que pueda tallar en una tablilla, como la de tu puerta.
-¿Y dónde pondrías tú una tablilla con tu nombre? Te he explicado los peligros de que te vean los humanos y la importancia de ocultarse.
-Pondría mi tablilla clavada en la pared, incluso medio oculta por algún estante. Así, tan sólo para que tú y yo la viéramos. Me basta con que una sola persona me llame por mi nombre, especialmente si esa persona es mi creador.
-No entiendo qué tiene de malo el nombre de homúnculo.
-Maestro, ¡suena tan despectivo! ¿Es lícito llamar a cada uno según sus defectos? ¿Sólo por ser tan pequeño merezco que se me recuerde a cada momento?
Ante la insistencia inesperada de su aprendiz, Paracelso improvisó una evasiva para zanjar la cuestión.
-No es tan fácil darte un nombre. Hay un lugar oculto en el bosque donde se tejen los nombres de los seres creados, como tú, y donde sólo puede ir cada cierto tiempo el creador de cada vida a por el nombre de su criatura.
-¿Y cuándo podrás ir, maestro? ¿Cuándo tendré mi nombre? ¿Es largo el viaje? ¿Podría grabarlo después en una tabla?
El cabo de la vela agonizó dejando en ese momento la estancia en la penumbra. Al homúnculo le pareció ver, justo antes de apagarse la luz, un destello de odio y hastío en los ojos del alquimista. Con voz seca, el maestro cortó la conversación:
-No me encuentro bien. Tengo que dormir y descansar. Ya hablaremos otro día.
Desde aquella noche el homúnculo notó cada vez más huraño a su maestro. Hablaba poco, y sólo lo hacía cuando era necesario. El resignado aprendiz pensó que sería mejor aplicarse con la alquimia, aprender más de las notas de su maestro y así demostrar que era merecedor de un nombre y un respeto. Pensaba que tal vez esa escasez de palabras se debía a cierto enfado por su osadía de pedir sin dar nada a cambio. De modo que estudió a todas horas, revisando cada nota y cada prueba. Aunó lo volátil y lo fijo una y otra vez. Pesó con cuidado azogue, azufre, sal y otros tantos ingredientes mientras buscaba la cura a diversas enfermedades en las mezclas que pasaban por su atanor. Ayudó así a Paracelso con incontables experimentos, esperando de este modo compensarle por la molestia de viajar allí donde se tejen los nombres por él. Al dormirse, siempre soñaba cómo sería ese lugar. La mayoría de las veces se le representaba en su mente un claro rodeado de espesos árboles. En ellos había cientos de arañas tejiendo y tejiendo, y de sus patitas iban saliendo hilos que decían Wilhelm, Gotthold, Dieter, etc. Y el homúnculo deseaba con todas su fuerzas que alguno de aquellos bonitos nombres fuese el suyo.
Pero, una de esas tardes de estudio, descubrió por ciertas notas la intencionalidad de su maestro en el momento de crearle. Todo el afecto que sentía por Paracelso, el respeto y la admiración que le tenía, sufrieron un duro golpe. Y es que el alquimista en ningún momento había buscado crear una nueva vida, sino que su experimento iba enfocado a la consecución de la piedra filosofal. Con ella, pensaba transmutar el plomo en oro e incluso encontrar alguna aplicación médica extraordinaria. De modo que él no había sido más que un experimento fallido, tan sólo un error que ahora reclamaba cuidados y nombre propio. Se sintió herido, pero creyó comprender por qué desde aquella conversación, en apariencia tan inofensiva, su maestro estaba hosco y reflexivo. A menudo trabajaba a solas en experimentos que no compartía con su aprendiz. Y a veces, cuando creía que no era observado, asomaba a sus labios una sonrisa rígida y torcida que, acompañada de la mirada perdida, fija sobre la telaraña del rincón, inflingía en el homúnculo cierta sensación de intranquilidad. El amenazador vacío de aquella mirada le robaba hasta el sueño. Incluso cierta mañana en que fue un galeno a la casa, oyó desde su escondite cómo Paracelso negaba de forma vehemente que tuviera a su cuidado a ningún homúnculo. Le oyó contar a su interlocutor cómo, supuestamente, había descubierto que dicha especie se volvía contra su creador y, poco tiempo después de nacer, huía. Aseveró fríamente que, debido a esta insubordinación, era mejor si no se creaban más, y que podría ser más práctico un golem. Un golem sin alma, ni voluntad. El homúnculo sintió cómo algo se rompía en su interior. No, no iba a ir donde se tejen los nombres por mucho que se esforzara. Es más, tal vez tan sólo esa petición había supuesto para su maestro una prueba de rebeldía contra él. Abatido, sintió que no sólo era un experimento fallido, sino que además era un estorbo, el recuerdo constante de un error. Estos descubrimientos, unidos al comportamiento cada vez más esquivo de su maestro, le convencieron de que Paracelso intentaría deshacerse de él.
Y en efecto, el propio Paracelso no se esforzaba en ocultar cierto fastidio al hablar con el homúnculo o sobre él, llegando casi a ignorarle incluso mientras trabajaban junto a la retorta y esperaban con expectación los resultados. El homúnculo sentía cómo se iba rompiendo hasta el último lazo que unía a creador y criatura. Y así, la criatura en cuestión empezó a volverse cada vez más temerosa e inquieta. Apenas dormía, y si lo hacía siempre era cuando Paracelso salía a ver a sus enfermos o estaba a su vez durmiendo.
Pasó el tiempo y las intenciones del maestro empezaron a ser cada vez más obvias para el aprendiz, que sentía cómo la tensión aumentaba progresivamente hasta ser un ente real y palpable entre ellos. Claro, que los continuos reveses caseros también contribuyeron bastante a ello. En cierta ocasión, el homúnculo vio a Paracelso echar acónito en la comida que estaba guisando. Cuando le preguntó por la presencia de un veneno en la olla, éste contestó:
-Sólo la cantidad hace de algo un veneno, y la dosis de acónito que hay en nuestro almuerzo es insignificante. Sólo es otro experimento, igual de importante que el resto.
-¡Pero tal vez, para mi cuerpo de apenas treinta centímetros, la cantidad es letal! –quiso gritar el homúnculo, pero no llegó a salir su voz de la garganta.
Está claro que el homúnculo no tocó ya ninguna comida de la casa, ni siquiera pan. Tal vez tendría acónito, o belladona, o acaso cicuta. ¿Cómo fiarse? ¿Desde cuándo su maestro experimentaba con él mismo? ¿Era eso creíble? Su experiencia le decía que no. Además, ciertamente la dosis era muy pequeña como para matar a Paracelso, y por tanto tal vez también era demasiado pequeña como para experimentar en su propio cuerpo cualquier cambio, ni para bien ni para mal.
Sin embargo, la gente rumoreaba que Paracelso estaba enfermo, que iba perdiendo fuerzas y ánimo, que cada vez se dejaba ver menos por la ciudad. Incluso el pequeño aprendiz oía estos rumores cuando se agazapaba bajo la ventana abierta en las largas tardes de estío. Pero él sabía que no era eso. Sabía que el alquimista sólo intentaba deshacer lo que había hecho. Al anochecer, amparándose en las sombras, salía a recoger frutos silvestres para poder alimentarse sin tocar nada que pudiera pasar por la mano de su maestro.
Pasaron varias semanas más, durante las cuales los accidentes domésticos empezaron a ser cada vez más frecuentes. Además de los distintos aderezos alimenticios, de origen más bien dudoso, accidentalmente, caían sin cesar de las manos de su maestro toda suerte de objetos e instrumental de laboratorio, ¡y todos caían peligrosamente cerca del homúnculo! Un día era un mortero, al siguiente alguna poción extraña, al otro un escalpelo. Paracelso apenas se disculpaba o, si el aprendiz se atrevía a decirle algo, hablaba secamente de la creciente debilidad de sus manos, que apenas le permitían ya sostener objetos. Temblaba a menudo mientras trabajaba, apenas salía a la calle y parecía constantemente de mal humor. El homúnculo cada vez tenía más miedo y dudaba más de sus intenciones. Creía ver en todas las palabras del alquimista dobles significados, y descubrir en todas su miradas un brillo que se le antojaba cruel. Por todo esto, se acostumbró a observar receloso todos sus movimientos.
La situación entre ambos estaba muy tensa cuando llegó aquella sombría madrugada. No había asomado apenas el alba, que se filtraba por la ventana con una luz pálida y mortecina, cuando Paracelso llamó a su discípulo a su lecho. El homúnculo entraba casualmente en ese momento a hurtadillas por la ventana, ataviado con sus guantes, sus botas y su capa. Había ido a recoger manzanas silvestres para desayunar. Ante el miedo por el motivo por el que le había llamado Paracelso, y con miedo a que hubiera notado su salida nocturna, dejó deprisa las manzanas en un rincón. Después cogió el escalpelo que estaba junto al alambique y, aprovechando la escasa iluminación de la habitación, lo ocultó lo mejor que pudo con su propia figura. Sólo por si tenía que defenderse, claro. Pensando esto subió a la cama y se posicionó a la altura de la cabeza del maestro.
-Hoy no tengo casi fuerzas para levantarme –empezó quejumbroso el alquimista-. Pero es veinticuatro de septiembre, hace seis meses que concluyó el experimento que te permitió existir. Yo buscaba transmutar el plomo en oro y, sin esperarlo, creé una vida. Últimamente he reflexionado, y sé que ha llegado el momento de corregir el error que tuve entonces.
Un destello asomó a su mirada y, mientras decía estas palabras, por entre los ropajes de la cama se alzó con brusquedad su brazo derecho sosteniendo un utensilio alargado y opaco. El homúnculo se asustó pese a que no distinguía el objeto que asía la mano de su maestro en aquella semi penumbra. Pese a todo, intentó apartarse del alquimista, pero éste alargó su brazo izquierdo asiendo una de las piernas de su aprendiz para que no se fuera. El homúnculo recordó entonces, presa del pánico, el escalpelo y, asiéndolo con ambas manos, se lanzó con todas su fuerzas sobre la garganta de su maestro. Buscaba clavar el filo a la altura del cuello, donde debía estar la carótida. Sin embargo, Paracelso soltó al homúnculo y se giró rápidamente usando su brazo de escudo, por lo que el escalpelo tan sólo quedó clavado en dicha extremidad.
-Pero qué haces, ¿te has asustado? ¡Por poco me matas! – gimió Paracelso entre triste y sorprendido.
La sangre empezó a brotar corriendo por las sábanas y los pliegues de la almohada mientras el alquimista, débil y enfermo, intentaba sobreponerse y arrancar la afilada hoja de su brazo herido. El homúnculo, mientras, había corrido hasta el objeto que poco antes levantaba su maestro y que había caído olvidado sobre la cama. Al acercarse, con las primeras luces del alba, distinguió una pequeña tablilla grabada. Con las manos temblorosas la sostuvo y leyó emocionado “Egbert von Hohenheim”.
El homúnculo se entusiasmó hasta casi el desmayo. ¡Así que había ido donde se tejen los nombres por él! ¡Y hasta lo había grabado en una tablilla después! Le brillaban los ojos y le palpitaba el corazón a una velocidad insólita. Casi notaba cómo el alma se ensanchaba en su interior. En ese momento volvió su mirada llena de lágrimas de afecto y emoción a su maestro, del cual había dudado, al cual había agredido y casi matado. Y sin embargo, ese maestro suyo que también era su creador, estaba enfermo de verdad -¡ahora lo sabía!-, y le había traído un nombre. ¡Un nombre para él solo!
El alquimista vio la emoción de su aprendiz, y con voz afable le dijo:
-No te preocupes, sé que te has asustado. Ven y ayúdame. Ya has visto que últimamente no tengo fuerza en las manos, no han funcionado las medicinas en la comida, y no puedo sacar este arma ni parar la hemorragia. Ya hablaremos tranquilamente después.
¿Qué eran esas palabras sino una mano tendida y un perdón? Así, y con un gran esfuerzo, aprendiz y maestro con las manos y las fuerzas unidas consiguieron sacar el filo del brazo. El escalpelo ensangrentado cayó al suelo con un ruido hiriente que recordó de nuevo al homúnculo su cruel desliz. Pero ahora todo era distinto. Iba a ser mejor de ahí en adelante, tenía un nombre que le redimía y le motivaba. Sí, siendo sólo homúnculo había cometido errores, pero ahora era un ente nuevo con un nuevo nombre, y solucionaría todo. Lo primero era parar aquella hemorragia y preparar una medicina. Y luego pediría disculpas debidamente, agradecería su nombre, y se aplicaría al máximo para encontrar la cura a la enfermedad que tanto debilitaba y preocupaba a su maestro. Y, con esto en mente, arrancándose su propia capa intentó aplicar un vendaje alrededor de la herida.
La sangre dejó de correr, pese a que su intenso olor metálico continuaba llenado toda la estancia. El homúnculo cogió un mortero que había sobre un anaquel y, quitándose los guantes ensangrentados, preparó con cuidado una receta a base de láudano que su maestro le había enseñado y que era eficaz contra el dolor. Una vez terminada, sirvió con cuidado la mezcla en un cuenco. Cuando volvió a llevárselo a la cama vio, con la luz cada vez más clara del día, que la piel de su maestro se había llenado de pequeñas quemaduras y eczemas, y que respiraba con dificultad. Con horror y un grito de dolor fijó su vista en la capa, antes grisácea, desde hace tiempo casi violeta debido al veneno aplicado, que estaba anudada al brazo del alquimista.
Paracelso intentó articular alguna palabra, pero ya no podía. Sólo veía al homúnculo llorando y gritando frente a su cara. Los eczemas se multiplicaron por su piel, borrando en su rostro la luz de la mañana. Vio por un instante el intenso brillo de unos ojos, pequeños y dolientes, y después ya no vio nada.
El homúnculo se quedó paralizado, solo y desesperado. Primero, la luz del sol y, al anochecer, la de la luna entraron por la ventana alumbrándole en la misma posición, casi inerte, y con la misma contracción en sus labios, con la tablilla en la mano y los ojos perdidos en algún punto de la negra pared. Ahora ya tenía un nombre, y nadie le llamaba por él.