CIFI:Ecos - Desierto - (Finalista Jurado y 3º Popular)
Publicado: 14 Oct 2012 12:31
ECOS
–¿Y dice usted que podrá hacerlo desaparecer?
–Para eso he sido entrenado, amigo –contestó Takeru.
–No se propase, señor Isawa, no soy su amigo –dijo Abel Donaldson, disgustado ante la actitud descarada del cazabits que visualizaba frente a sí gracias a la conexión épsilon–. Me he puesto en contacto con su empresa porque me han dicho que es usted el mejor.
–Bueno… usted lo ha dicho, no yo.
–Tampoco me gusta la falsa modestia. No me gusta este asunto y no me gustan los hombres como usted, así que tratemos de hacerlo lo menos personal posible, ¿entendido?
–¿Los hombres como yo?
–Sí, vosotros. Oshi-iro, exorcistas, cazadores de bits o como quiera que os llamen ahora.
–Entendido, señor Donaldson. Pero sin información de carácter personal me será imposible trabajar. Necesito algo por donde empezar la búsqueda del eco.
–¿Del eco?
–Sí, claro. Es de lo que estamos hablando, ¿no?
–Se refiere a la…
–Claro ¿Cómo lo llama si no?
–No lo sé, la verdad –Abel Donaldson se revolvió inquieto en el sillón desde donde mantenía la conferencia virtual. El avatar que había elegido para aquella conversación, un hombre maduro de mirada severa y traje azul con raya diplomática, se rascó la nuca, reflejando la emoción de su usuario–… quizá, ¿fantasma?
–Eso resulta un tanto anticuado, ¿no cree? –Abel sintió un escalofrío de asco al escuchar la risa rasposa de Takeru Isawa, que parecía el carraspeo de un viejo motor de combustión–. No se preocupe, por mí puede llamarlo como quiera, pero necesitaré más datos de los que me ha dado hasta ahora.
–Está bien –después de un momento en el que Abel pareció ordenar sus pensamientos, comenzó a plantear la situación–. La primera vez que la vi fue apenas un destello en uno de los márgenes de la visión. No tengo muy claro a qué pudo corresponder, fue como una imagen inducida, pero sentí… algo, una corriente de aire en la cara, como si hubiera pasado a mi lado. Me asustó.
–¿La reconoció entonces?
–No en ese momento.
–¿Tiene una imagen para que me haga una idea de su aspecto?
–No. He intentado grabarla en varias ocasiones, pero siempre aparece una distorsión que impide una imagen clara.
–Trate de evocarla, entonces, y muéstrela en pantalla.
–Me… me da miedo, señor Isawa. No quiero que venga todo, con la evocación.
–Me temo que debo insistir. Por lo que me ha dicho, en ningún momento se ha mostrado hostil, ¿no es así? Además, ¿qué daño podría hacerle?
Abel no contestó. Cerró lo ojos y se concentró en los recuerdos que atesoraba de Clara antes de que ella muriera. La imagen de la mujer apareció con claridad en su mente y su implante neuronal Ngaru de última generación, el mismo en el que ella había estado trabajando, la mostró en pantalla con una claridad inquietante.
No cabía duda de que era una mujer hermosa. Su figura era alta y delgada, pero no tanto que perdiera las formas de mujer. Poseía una cabellera rubia que caía por su espalda como una cascada salvaje y sus ojos producían también cierta sensación dorada, como de miel joven, y atrapaban la luz a su alrededor para devolverla cambiada por sus matices. Sin embargo, había algo en su expresión que producía rechazo. No inmediatamente, no en la primera arrobada mirada, sino tras unos instantes. Era un sutil gesto de fastidio que torcía su boca, su barbilla y hasta su nariz, una sombra clavada en el rostro que reflejaba la presencia de un espíritu triste tras aquel bello rostro.
–Es una mujer hermosa –dijo Takeru.
–Era, por favor, señor Isawa. Está muerta. Lo que aparece en mi casa no es más que… ¿cómo lo ha llamado antes? ¿Un eco?
–Eso es. Aprende usted rápido, señor Donaldson.
–Para eso he sido entrenado, señor Isawa.
El avatar del oshi-iro, una figura con el rostro oculto por las sombras, pareció sonreír con malicia.
–Me pondré a ello, señor Donaldson. Le llamaré de nuevo cuando tenga algo.
***
–No hay duda, señor Donaldson, está embarazada.
–Entonces no hay nada que hacer.
En Osmon Industries, en el Departamento para la Promoción de la Asimilación de Productos Biocibernéticos, trabajaban con radiación de inducción de modificación genética por resonancia, con potenciales efectos teratógenos. Cualquier mujer embarazada que trabajara bajo aquella atmósfera podría poner en peligro al feto, pero además, la Federación era muy estricta con las normas del control poblacional en el Anillo exterior. Y ella ya había sido advertida en una ocasión.
–Está perdida. No podrá seguir.
Abel sintió una fluctuación, como un leve parpadeo sobre el archivo de memoria que estaba consultando en ese momento. Las sensaciones inducidas con los nuevos implantes eran tan reales y se acoplaban tan perfectamente sobre las biológicas que en muchas ocasiones costaba distinguir lo que era real de lo que era inducido. Había quienes ya ni se molestaban en decorar sus casas o en comprar anticuados paneles de proyección. Se limitaban a descargar patrones de iluminación o decorado virtual y lo insertaban a tiempo real sobre sus percepciones biológicas, creando su propio mundo perfecto.
–Le recomiendo que cierre toda la información concerniente al eco, señor Donaldson –la voz de Takeru Isawa se filtró con un zumbido–. Verme trabajar puede no ser muy agradable.
–¿Tiene que eliminar todo…?
–Todo y mucho más de lo que imagina. Desconecte.
Abel dudó un instante, después envió la orden hacia su implante y rompió toda conexión con la Red. Entonces, un vértigo terrorífico le atrapó. Nunca hubiese imaginado que la sensación fuese tan brutal. De repente, la oscuridad apenas velada por las luces de los monitores, el silencio absoluto, la sensación de ausencia incluso dentro de sí mismo… de que no había absolutamente nada vivo a su alrededor. Estuvo a punto de sucumbir al pánico y restaurar la conexión, pero después respiró hondo, despacio, y consiguió serenarse.
No podía recordar cuándo había sido la última vez que había desconectado. Hasta donde podía recordar, había trabajado, se había comunicado, se había divertido… había vivido, siempre en perpetuo contacto con la Red. Como todos sus iguales. Era precisamente aquella interacción continua entre sus propias ondas cerebrales y la Red lo que, según le había explicado Isawa, producía esas reverberaciones, esos… ecos.
Lógicamente, no se sentía cómodo ante los ilimitados poderes que había entregado a ese hombre. Le había dado acceso pleno a su banco de memoria virtual en nube, algo que nunca hubiese hecho por propia voluntad. No tenía elección. La gente normal se pasaba la vida tratando de no llamar la atención de personas con las aptitudes de Takeru Isawa –la palabra pirata ni siquiera se mencionaba por miedo reverencial–, ya que una vez ellos decidían entrar en tu vida, tratar de impedírselo era pura fantasía. Si Abel no le hubiera dado sus códigos de acceso, lo único que hubiese logrado habría sido ponerlo en su contra. Y ya no podía; por muy repugnante que le pareciese, por muy espeluznante que fuera el presentimiento que había tenido al hablar con él, ya no tenía más remedio que confiar en ese hombre. Los técnicos de la Federación no perdían el tiempo con un problema como el suyo, resultaba muy caro y demasiado impopular.
***
–¡Creía que sabía lo que estaba haciendo!
–Conserve la calma, por favor ¿Qué ha sucedido?
–¡Que ha vuelto! ¡Que sigue aquí!
–Ayer trabajé hasta tarde en su caso, señor Donaldson. A veces, al manipular los archivos redundantes, los que quedan asociados a los mismos canales se hiperactivan durante unos instantes y la manifestación puede reproducirse de manera incluso más intensa, más irritada, antes de terminar de desaparecer.
–¡No, señor Isawa! Ha sido esta mañana, y ha sido mucho más directa que en otras ocasiones… ¡Me ha mirado, mierda! ¡Casi me meo encima, por Dios!
–A ver, cálmese y cuénteme qué ha pasado.
–No ha sido como otras veces. Antes simplemente la veía atravesar mi apartamento, caminando y mirando a su alrededor como si no estuviera realmente allí. En una ocasión incluso atravesó la pared de mi dormitorio y los pies de mi cama. Pero nunca había interactuado conmigo.
–Tampoco lo ha hecho esta vez, ¿no?
–Sí que lo ha hecho. He entrado en la cocina y estaba allí, sentada. Me he quedado clavado en el sitio, pasmado y, como si me hubiera sentido, se ha girado y ha clavado su mirada en mí. Directamente, señor Isawa, no era una ilusión, me ha mirado con esos ojos amarillos de lobo que tenía y se me ha puesto toda la carne de gallina ¡Sabía lo que estábamos haciendo!
–Tranquilo, Abel, tranquilo. Ella no puede “saber” nada. Recuerde, no es más que un montón de información almacenada en la Red… unos y ceros, señor Donaldson.
–No me lo ha parecido en esta ocasión.
–No se preocupe. No es algo frecuente pero puede suceder. Necesito que se concentre ahora y piense detenidamente: ¿estaba pensando en ella esta mañana, antes de verla?
–¿Que si estaba pensando en ella?
–Sí, no es una pregunta difícil.
–¿Qué cree que…?
–No creo nada, señor Donaldson. Lógicamente, acabábamos de cerrar un trato y sería normal que estuviera dándole vueltas al asunto, esperando ver el resultado.
Más tranquilo ante las palabras del oshi-iro, Abel pareció relajarse. Después de un momento, más confiado, contestó.
–En ese momento no estaba pensando en ella, pero es cierto que quizá…
–¿Qué, señor Donaldson?
–Es posible que anoche soñara con ella.
Takeru no contestó inmediatamente, su silencio resultó ya suficientemente significativo.
–¿Es eso importante? ¿Hay algún problema?
–Nada que no pueda resolverse –respondió Takeru después de un minuto–. Pero complica algo más las cosas.
–¿Por qué?
–Me temo que su propio cerebro sirve como huésped para los archivos redundantes del eco, señor Donaldson.
–¿Y eso qué quiere decir?
–Que está dentro de su cabeza. Literalmente. Puedo arreglarlo, no será gran problema, lo he hecho otras veces, pero necesitaré que venga aquí.
–¿Cómo? Eso no puede ser… de ninguna de las maneras.
–¿Quiere que desaparezca o no? No puedo acceder a su implante a través de la Red con seguridad. Necesitaré mi equipo; y mi equipo está aquí.
–¿Quiere usted que… baje? ¿A Singapur?
–Eso es.
–Es de locos.
–Por mí no hay problema. Yo no cobro y usted sigue desayunando con su… ¿cómo lo llamó ayer? Su fantasma, ¿no?
–Está bien. Iré. Mándeme su dirección.
–Señor Donaldson, ¿me permite una pregunta?
–Diga.
–¿Qué le hizo?
Abel cortó la conexión.
***
–Abel, eres un buen hombre, y de verdad me siento halagada…
–¿Pero?
–¿De verdad es necesario uno?
–No, creo que no.
El Anillo. Había pasado poco más de un siglo desde que Clarke escribiera Las fuentes del paraíso pero posiblemente ni siquiera él hubiese llegado a soñar con que en tan poco tiempo se hubiese logrado anclar a órbita geosincrónica una estructura de tal tamaño. El ascensor espacial fue el principio. Una vez controlados los costes de enviar material fuera de la atmósfera, la Federación no había escatimado recursos hasta terminar el sueño de la clase “alta” de la sociedad, literalmente. Abel contempló a través de los paneles de cristal del pasillo exterior la estructura donde vivían todos aquellos que se lo podían permitir. El anillo en orbita se anclaba a los centenares de cables de grafeno de los ascensores espaciales que los comunicaban con el ecuador. Los cables de contrapeso sobresalían por encima de la estructura hasta perderse en el espacio exterior, como una corona de cabello encrespado que daba al conjunto cierto aspecto leonino. Las placas de los paneles solares que alimentaban de energía aquella civilización le devolvían reflejos tornasolados. El único espectáculo equiparable al Anillo era la belleza de la Tierra, 35.000 kilómetros más abajo, devolviendo reflejos azules y blancos incluso entonces, a pesar de lo que Abel sabía que encontraría al bajar. «Allí todo estará más sucio –pensó.»
La última vez que había visitado “el suelo”, como lo llamaban arriba, Abel había vuelto asqueado por la atmósfera asfixiante, infectada de polución y microorganismos. Se había pasado varias semanas duchándose hasta tres y cuatro veces al día con la idea de que aquella mugre se le había quedado adherida a la piel para siempre hasta que su psiquiatra le había recetado aquellas pastillas, las mismas que ahora ingería a fin de encontrar el valor necesario para entrar en el ascensor espacial hacia Singapur.
Entró flotando en el centro del pasillo intersector, sin mecanismo de gravedad artificial, y se acomodó en el interior de una cápsula magnética de desplazamiento.
–Al 103 –dijo al droide que controlaba el vehículo sin dar más explicaciones.
No le hubiera disgustado del todo bajar en otro punto menos poblado. Alguna de las ciudades de la vieja Europa, ahora casi deshabitadas, sin la mugrienta aglomeración de personas que se agolpaban a los pies de los ascensores como pirañas. Pero Singapur… aquella ciudad era lo más parecido que él podía imaginar al infierno en la tierra. El frecuente movimiento entre el suelo y el Anillo había favorecido un extraordinario desarrollo de ciudades que, como ella, se encontraban cercanas al paralelo 0. La contrapartida era que a su alrededor se habían adherido, como un cáncer espantoso, los restos de otras grandes ciudades cercanas venidas a menos, como Bangkok o Yakarta. Estas últimas estaban demasiado alejadas de la ciudad-estado como para beneficiarse de su conexión directa con el Anillo, pero lo suficientemente cercanas como para tratar de chuparle la sangre, por lo que habían terminado colapsando y convirtiéndose en un laberinto de chabelas que rodeaba a la masiva Singapur, asfixiándola, contaminándola.
***
–No puedes hacerme esto, Abel. No puedes echarme.
–Puedo y lo haré, Clara. No es decisión mía. Ha sido la junta directiva.
–La junta directiva dice lo que tú les digas. Eres el director médico del departamento. Si tú les pides que lo pasen por alto te escucharán.
–Sabes que hay una solución, Clara.
–Ni lo pienses, cabrón.
–Entonces está decidido.
–Abel, no puedes mandarme ahí abajo sola –suplicó– a empezar de cero con un crío en la barriga. No sobreviviré, lo sabes.
–No es asunto mío, Clara.
Cuando las puertas herméticas del transbordador se abrieron, el calor, la humedad y el intenso olor a humo de la ciudad golpearon como un mazo el rostro de Abel. Los habitantes de aquella zona del mundo solían sustituir sus pulmones biológicos por implantes de membrana semipermeables en cuanto terminaban el crecimiento, pero Abel, nacido y criado en el Anillo, conservaba casi todos sus órganos originales. La mugre de aquel aire se introdujo en sus vías respiratorias y en sus ojos, escociendo y haciéndole toser compulsivamente.
Era apestoso. Los más de cincuenta millones de habitantes se movían a través de la masiva urbe mediante anticuados motores de combustión capaces de quemar casi cualquier cosa, biocombustibles procedentes del reciclado de los propios excrementos de la ciudad, imaginaba Abel con una mueca de asco. Desde la Convención de Kiev de 2078 había quedado totalmente prohibido el refinado de derivados del petróleo para combustibles de alto rendimiento energético, y en aquel agujero del mundo, las condiciones para utilizar energías limpias eran simplemente inconcebibles.
El viento no se movía allí, entre los inverosímiles rascacielos, y una cúpula de calima oscura cubría la ciudad entera como un filtro que impedía que la luz llegara hasta el suelo. El sol brillaba a mediodía como un disco rojo, sangriento, velado casi por completo por el humo durante al menos diez de las doce horas en que se alzaba por encima del horizonte. Proporcionaba mucha menos luz que la galaxia de pantallas y neones que poblaban el centro de la ciudad, alumbrando con sus destellos cambiantes y creando una atmósfera irreal en la que los hologramas publicitarios asaltaban a los viandantes allí por donde caminasen.
Paró un taxi y llegó a la hora indicada a la dirección que le había proporcionado Takeru Isawa. Sus expectativas no fueron en absoluto insatisfechas. Como había imaginado, aquel hombre siniestro vivía en uno de los bloques más sórdidos y sucios de la periferia de la ciudad.
–Adelante, señor Donaldson, pase.
El aspecto de Takeru Isawa sí sorprendió a Abel. Y lo hizo de forma favorable. Quizá por sus prejuicios personales, quizá por su propio miedo y por lo siniestro que le resultaba todo aquel asunto; quizá por la voz rota de su interlocutor o por la sombra oscura del avatar que le había representado durante sus conversaciones, Abel había imaginado un hombre marcado, estigmatizado en cierto modo, por lo que aquel muchacho de rasgos orientales que aparentaba no más de veinticinco años le resultó casi inverosímil.
–¿Es una ilusión proyectada a tiempo real? Preguntó antes de siquiera estrecharle la mano.
–En absoluto, señor Donaldson –dijo ofreciendo su diestra.
Su mirada era lo que le delataba. Una mirada insolente, descarada. Demasiado adulta y demasiado cruel para aquel aspecto de niño crecido.
–Le hacía mayor, señor Isawa –saludó Abel, correspondiendo su apretón de manos–. Imagino que su reputación y su sueldo le permiten este tipo de caprichos.
–Así es –reconoció él acariciándose el rostro con un descaro casi obsceno–. Usted tampoco está nada mal, señor Donaldson, si me permite.
–No he venido aquí a intercambiar cumplidos. He venido para que termine adecuadamente su trabajo.
–Está bien, sólo pretendía hacerle más cómoda su estancia en mi humilde palacio –aclaró Takeru, alzando las manos en un gesto de tregua– ¿Un té?
–Está bien –accedió Abel, aceptando las disculpas–. Y luego vayamos al grano, por favor.
–Sin duda. Acompáñeme, por favor.
Takeru preparó la infusión que vertió en sendas tazas de cerámica con un kanji dibujado a mano que Abel no reconoció y luego tomó asiento frente a una mesa baja, señalando frente a sí para que su invitado le imitara.
Cuando Abel terminó el contenido de su taza, Takeru le pidió que se recostara en un diván mugriento y adaptó un escáner de casco a su cabeza.
–¿Esto es estrictamente necesario, señor Isawa?
–Señor Donaldson… ya ha llegado muy lejos para seguir resistiéndose, ¿no cree?
Abel asintió, sumiso. Takeru conectó el escáner y después tanteó con el dedo índice por detrás de su oreja derecha hasta encontrar un punto de acceso al que conectó un cable. De los de antes, un cable de clavijas con aislante negro.
–¿No lleva un implante Ngaru, señor Isawa?
–Ni de broma.
–Habría imaginado que alguien de su profesión…
–Imagina mal, señor Donaldson –le cortó el oshi-iro–. Lo llevé, por eso soy plenamente consciente de los peligros de hacerlo –continuó–. Me lo hice extirpar hace mucho tiempo y lo sustituí por esta antigualla del S.XXI. Las sensaciones que produce son toscas, las imágenes pixeladas, los movimientos entrecortados, nada de olores ni de tacto, por supuesto; pero al menos así no corro el riesgo de perderme en la espesura, si me explico.
Al parecer, no tardó mucho en encontrar lo que estaba buscando.
–Así que aquí estás –murmuró para sí al identificar los patrones erráticos e inconexos característicos que había podido observar en otros ecos–. Y aquí, y aquí –comenzó a insertar las señales de eliminación a través de los vehiculadores de su estación de trabajo–… y aquí ya no, y aquí tampoco, y… ya está. Adiós, Clara.
Takeru dio por concluida la operación, Abel se levantó del diván y comprobó la existencia de un vacío gélido en su memoria.
–¿No tendremos que repetirlo?
–Puede olvidarse del asunto, señor Donaldson.
–Bien –Abel conectó rápidamente con el banco y realizó la transferencia pactada. Después, se dirigió hacia la puerta, sin despedirse, pero antes de llegar a ella se giró para enfrentar de nuevo al pirata informático, asaltado de repente por la curiosidad.
–Señor Isawa, ¿a usted le parece bien? ¿Eso que hace?
–¿Por qué lo pregunta?
–Está destruyendo... lo último que queda.
–No creo que sea eso –rió de nuevo con aquella risa rasposa y desagradable–. Para mí no son más que datos corruptos. ¿De verdad cree en la posibilidad de digitalizar el alma? ¿Cree que esas manifestaciones son en realidad el espíritu de personas muertas? Si es así, tendría que ser usted quien tuviera un verdadero problema al contratarme.
–En mi caso…
–En su caso nada, señor Donaldson. Usted cree que aquello que le atormenta es el fantasma de Clara y me pide que lo destruya. Es usted un hipócrita. O algo peor. Pero ya no importa –dijo finalmente, añadiendo una sonrisa macabra a su sentencia.
–¿Ya no importa? –repitió Abel, sintiendo un oscuro presentimiento ante la sonrisa lobuna de aquel hombre.
–No, señor Donaldson. Verá, el eco que tantos problemas le está dando, lo hace porque está anclado a su propia memoria biológica. De forma rotunda y pertinaz. No importa el número de veces que encuentre y destruya los archivos que reproducen la imagen y las sensaciones de Clara. Su propio cerebro es el origen de ellas y el culpable de que éstas vuelvan a ser generadas e infecten de nuevo la Red para volver a atormentarle.
–…
–Y a mí, la verdad, es que me importa una mierda si esos recuerdos le torturan o no, pero en el momento en el que me contrató y yo no pude eliminarlo… pues ¿cómo decirlo? Que ahora también me atormenta a mi.
–No sé si le sigo.
–Sí lo hace, Abel. Voy a confesarle algo. Lo de antes, ahí, el truco con los cables, el casco y todo eso… –sacudió las manos en un gesto despectivo–. Paripé, nada más. No puedo permitirme fallar. Mi reputación caería en picado. Como bien dijo usted cuando me contrató: había oído que yo era el mejor. Pues bien, es cierto. Y quiero que siga siendo así, ¿me explico?
Abel pareció entender. Tarde, en realidad, cuando ya la visión comenzó a nublársele y sus piernas vencieron, presas de una repentina debilidad.
–El té…
–Así es, señor Donaldson. El té.
–¿Y dice usted que podrá hacerlo desaparecer?
–Para eso he sido entrenado, amigo –contestó Takeru.
–No se propase, señor Isawa, no soy su amigo –dijo Abel Donaldson, disgustado ante la actitud descarada del cazabits que visualizaba frente a sí gracias a la conexión épsilon–. Me he puesto en contacto con su empresa porque me han dicho que es usted el mejor.
–Bueno… usted lo ha dicho, no yo.
–Tampoco me gusta la falsa modestia. No me gusta este asunto y no me gustan los hombres como usted, así que tratemos de hacerlo lo menos personal posible, ¿entendido?
–¿Los hombres como yo?
–Sí, vosotros. Oshi-iro, exorcistas, cazadores de bits o como quiera que os llamen ahora.
–Entendido, señor Donaldson. Pero sin información de carácter personal me será imposible trabajar. Necesito algo por donde empezar la búsqueda del eco.
–¿Del eco?
–Sí, claro. Es de lo que estamos hablando, ¿no?
–Se refiere a la…
–Claro ¿Cómo lo llama si no?
–No lo sé, la verdad –Abel Donaldson se revolvió inquieto en el sillón desde donde mantenía la conferencia virtual. El avatar que había elegido para aquella conversación, un hombre maduro de mirada severa y traje azul con raya diplomática, se rascó la nuca, reflejando la emoción de su usuario–… quizá, ¿fantasma?
–Eso resulta un tanto anticuado, ¿no cree? –Abel sintió un escalofrío de asco al escuchar la risa rasposa de Takeru Isawa, que parecía el carraspeo de un viejo motor de combustión–. No se preocupe, por mí puede llamarlo como quiera, pero necesitaré más datos de los que me ha dado hasta ahora.
–Está bien –después de un momento en el que Abel pareció ordenar sus pensamientos, comenzó a plantear la situación–. La primera vez que la vi fue apenas un destello en uno de los márgenes de la visión. No tengo muy claro a qué pudo corresponder, fue como una imagen inducida, pero sentí… algo, una corriente de aire en la cara, como si hubiera pasado a mi lado. Me asustó.
–¿La reconoció entonces?
–No en ese momento.
–¿Tiene una imagen para que me haga una idea de su aspecto?
–No. He intentado grabarla en varias ocasiones, pero siempre aparece una distorsión que impide una imagen clara.
–Trate de evocarla, entonces, y muéstrela en pantalla.
–Me… me da miedo, señor Isawa. No quiero que venga todo, con la evocación.
–Me temo que debo insistir. Por lo que me ha dicho, en ningún momento se ha mostrado hostil, ¿no es así? Además, ¿qué daño podría hacerle?
Abel no contestó. Cerró lo ojos y se concentró en los recuerdos que atesoraba de Clara antes de que ella muriera. La imagen de la mujer apareció con claridad en su mente y su implante neuronal Ngaru de última generación, el mismo en el que ella había estado trabajando, la mostró en pantalla con una claridad inquietante.
No cabía duda de que era una mujer hermosa. Su figura era alta y delgada, pero no tanto que perdiera las formas de mujer. Poseía una cabellera rubia que caía por su espalda como una cascada salvaje y sus ojos producían también cierta sensación dorada, como de miel joven, y atrapaban la luz a su alrededor para devolverla cambiada por sus matices. Sin embargo, había algo en su expresión que producía rechazo. No inmediatamente, no en la primera arrobada mirada, sino tras unos instantes. Era un sutil gesto de fastidio que torcía su boca, su barbilla y hasta su nariz, una sombra clavada en el rostro que reflejaba la presencia de un espíritu triste tras aquel bello rostro.
–Es una mujer hermosa –dijo Takeru.
–Era, por favor, señor Isawa. Está muerta. Lo que aparece en mi casa no es más que… ¿cómo lo ha llamado antes? ¿Un eco?
–Eso es. Aprende usted rápido, señor Donaldson.
–Para eso he sido entrenado, señor Isawa.
El avatar del oshi-iro, una figura con el rostro oculto por las sombras, pareció sonreír con malicia.
–Me pondré a ello, señor Donaldson. Le llamaré de nuevo cuando tenga algo.
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–No hay duda, señor Donaldson, está embarazada.
–Entonces no hay nada que hacer.
En Osmon Industries, en el Departamento para la Promoción de la Asimilación de Productos Biocibernéticos, trabajaban con radiación de inducción de modificación genética por resonancia, con potenciales efectos teratógenos. Cualquier mujer embarazada que trabajara bajo aquella atmósfera podría poner en peligro al feto, pero además, la Federación era muy estricta con las normas del control poblacional en el Anillo exterior. Y ella ya había sido advertida en una ocasión.
–Está perdida. No podrá seguir.
Abel sintió una fluctuación, como un leve parpadeo sobre el archivo de memoria que estaba consultando en ese momento. Las sensaciones inducidas con los nuevos implantes eran tan reales y se acoplaban tan perfectamente sobre las biológicas que en muchas ocasiones costaba distinguir lo que era real de lo que era inducido. Había quienes ya ni se molestaban en decorar sus casas o en comprar anticuados paneles de proyección. Se limitaban a descargar patrones de iluminación o decorado virtual y lo insertaban a tiempo real sobre sus percepciones biológicas, creando su propio mundo perfecto.
–Le recomiendo que cierre toda la información concerniente al eco, señor Donaldson –la voz de Takeru Isawa se filtró con un zumbido–. Verme trabajar puede no ser muy agradable.
–¿Tiene que eliminar todo…?
–Todo y mucho más de lo que imagina. Desconecte.
Abel dudó un instante, después envió la orden hacia su implante y rompió toda conexión con la Red. Entonces, un vértigo terrorífico le atrapó. Nunca hubiese imaginado que la sensación fuese tan brutal. De repente, la oscuridad apenas velada por las luces de los monitores, el silencio absoluto, la sensación de ausencia incluso dentro de sí mismo… de que no había absolutamente nada vivo a su alrededor. Estuvo a punto de sucumbir al pánico y restaurar la conexión, pero después respiró hondo, despacio, y consiguió serenarse.
No podía recordar cuándo había sido la última vez que había desconectado. Hasta donde podía recordar, había trabajado, se había comunicado, se había divertido… había vivido, siempre en perpetuo contacto con la Red. Como todos sus iguales. Era precisamente aquella interacción continua entre sus propias ondas cerebrales y la Red lo que, según le había explicado Isawa, producía esas reverberaciones, esos… ecos.
Lógicamente, no se sentía cómodo ante los ilimitados poderes que había entregado a ese hombre. Le había dado acceso pleno a su banco de memoria virtual en nube, algo que nunca hubiese hecho por propia voluntad. No tenía elección. La gente normal se pasaba la vida tratando de no llamar la atención de personas con las aptitudes de Takeru Isawa –la palabra pirata ni siquiera se mencionaba por miedo reverencial–, ya que una vez ellos decidían entrar en tu vida, tratar de impedírselo era pura fantasía. Si Abel no le hubiera dado sus códigos de acceso, lo único que hubiese logrado habría sido ponerlo en su contra. Y ya no podía; por muy repugnante que le pareciese, por muy espeluznante que fuera el presentimiento que había tenido al hablar con él, ya no tenía más remedio que confiar en ese hombre. Los técnicos de la Federación no perdían el tiempo con un problema como el suyo, resultaba muy caro y demasiado impopular.
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–¡Creía que sabía lo que estaba haciendo!
–Conserve la calma, por favor ¿Qué ha sucedido?
–¡Que ha vuelto! ¡Que sigue aquí!
–Ayer trabajé hasta tarde en su caso, señor Donaldson. A veces, al manipular los archivos redundantes, los que quedan asociados a los mismos canales se hiperactivan durante unos instantes y la manifestación puede reproducirse de manera incluso más intensa, más irritada, antes de terminar de desaparecer.
–¡No, señor Isawa! Ha sido esta mañana, y ha sido mucho más directa que en otras ocasiones… ¡Me ha mirado, mierda! ¡Casi me meo encima, por Dios!
–A ver, cálmese y cuénteme qué ha pasado.
–No ha sido como otras veces. Antes simplemente la veía atravesar mi apartamento, caminando y mirando a su alrededor como si no estuviera realmente allí. En una ocasión incluso atravesó la pared de mi dormitorio y los pies de mi cama. Pero nunca había interactuado conmigo.
–Tampoco lo ha hecho esta vez, ¿no?
–Sí que lo ha hecho. He entrado en la cocina y estaba allí, sentada. Me he quedado clavado en el sitio, pasmado y, como si me hubiera sentido, se ha girado y ha clavado su mirada en mí. Directamente, señor Isawa, no era una ilusión, me ha mirado con esos ojos amarillos de lobo que tenía y se me ha puesto toda la carne de gallina ¡Sabía lo que estábamos haciendo!
–Tranquilo, Abel, tranquilo. Ella no puede “saber” nada. Recuerde, no es más que un montón de información almacenada en la Red… unos y ceros, señor Donaldson.
–No me lo ha parecido en esta ocasión.
–No se preocupe. No es algo frecuente pero puede suceder. Necesito que se concentre ahora y piense detenidamente: ¿estaba pensando en ella esta mañana, antes de verla?
–¿Que si estaba pensando en ella?
–Sí, no es una pregunta difícil.
–¿Qué cree que…?
–No creo nada, señor Donaldson. Lógicamente, acabábamos de cerrar un trato y sería normal que estuviera dándole vueltas al asunto, esperando ver el resultado.
Más tranquilo ante las palabras del oshi-iro, Abel pareció relajarse. Después de un momento, más confiado, contestó.
–En ese momento no estaba pensando en ella, pero es cierto que quizá…
–¿Qué, señor Donaldson?
–Es posible que anoche soñara con ella.
Takeru no contestó inmediatamente, su silencio resultó ya suficientemente significativo.
–¿Es eso importante? ¿Hay algún problema?
–Nada que no pueda resolverse –respondió Takeru después de un minuto–. Pero complica algo más las cosas.
–¿Por qué?
–Me temo que su propio cerebro sirve como huésped para los archivos redundantes del eco, señor Donaldson.
–¿Y eso qué quiere decir?
–Que está dentro de su cabeza. Literalmente. Puedo arreglarlo, no será gran problema, lo he hecho otras veces, pero necesitaré que venga aquí.
–¿Cómo? Eso no puede ser… de ninguna de las maneras.
–¿Quiere que desaparezca o no? No puedo acceder a su implante a través de la Red con seguridad. Necesitaré mi equipo; y mi equipo está aquí.
–¿Quiere usted que… baje? ¿A Singapur?
–Eso es.
–Es de locos.
–Por mí no hay problema. Yo no cobro y usted sigue desayunando con su… ¿cómo lo llamó ayer? Su fantasma, ¿no?
–Está bien. Iré. Mándeme su dirección.
–Señor Donaldson, ¿me permite una pregunta?
–Diga.
–¿Qué le hizo?
Abel cortó la conexión.
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–Abel, eres un buen hombre, y de verdad me siento halagada…
–¿Pero?
–¿De verdad es necesario uno?
–No, creo que no.
El Anillo. Había pasado poco más de un siglo desde que Clarke escribiera Las fuentes del paraíso pero posiblemente ni siquiera él hubiese llegado a soñar con que en tan poco tiempo se hubiese logrado anclar a órbita geosincrónica una estructura de tal tamaño. El ascensor espacial fue el principio. Una vez controlados los costes de enviar material fuera de la atmósfera, la Federación no había escatimado recursos hasta terminar el sueño de la clase “alta” de la sociedad, literalmente. Abel contempló a través de los paneles de cristal del pasillo exterior la estructura donde vivían todos aquellos que se lo podían permitir. El anillo en orbita se anclaba a los centenares de cables de grafeno de los ascensores espaciales que los comunicaban con el ecuador. Los cables de contrapeso sobresalían por encima de la estructura hasta perderse en el espacio exterior, como una corona de cabello encrespado que daba al conjunto cierto aspecto leonino. Las placas de los paneles solares que alimentaban de energía aquella civilización le devolvían reflejos tornasolados. El único espectáculo equiparable al Anillo era la belleza de la Tierra, 35.000 kilómetros más abajo, devolviendo reflejos azules y blancos incluso entonces, a pesar de lo que Abel sabía que encontraría al bajar. «Allí todo estará más sucio –pensó.»
La última vez que había visitado “el suelo”, como lo llamaban arriba, Abel había vuelto asqueado por la atmósfera asfixiante, infectada de polución y microorganismos. Se había pasado varias semanas duchándose hasta tres y cuatro veces al día con la idea de que aquella mugre se le había quedado adherida a la piel para siempre hasta que su psiquiatra le había recetado aquellas pastillas, las mismas que ahora ingería a fin de encontrar el valor necesario para entrar en el ascensor espacial hacia Singapur.
Entró flotando en el centro del pasillo intersector, sin mecanismo de gravedad artificial, y se acomodó en el interior de una cápsula magnética de desplazamiento.
–Al 103 –dijo al droide que controlaba el vehículo sin dar más explicaciones.
No le hubiera disgustado del todo bajar en otro punto menos poblado. Alguna de las ciudades de la vieja Europa, ahora casi deshabitadas, sin la mugrienta aglomeración de personas que se agolpaban a los pies de los ascensores como pirañas. Pero Singapur… aquella ciudad era lo más parecido que él podía imaginar al infierno en la tierra. El frecuente movimiento entre el suelo y el Anillo había favorecido un extraordinario desarrollo de ciudades que, como ella, se encontraban cercanas al paralelo 0. La contrapartida era que a su alrededor se habían adherido, como un cáncer espantoso, los restos de otras grandes ciudades cercanas venidas a menos, como Bangkok o Yakarta. Estas últimas estaban demasiado alejadas de la ciudad-estado como para beneficiarse de su conexión directa con el Anillo, pero lo suficientemente cercanas como para tratar de chuparle la sangre, por lo que habían terminado colapsando y convirtiéndose en un laberinto de chabelas que rodeaba a la masiva Singapur, asfixiándola, contaminándola.
***
–No puedes hacerme esto, Abel. No puedes echarme.
–Puedo y lo haré, Clara. No es decisión mía. Ha sido la junta directiva.
–La junta directiva dice lo que tú les digas. Eres el director médico del departamento. Si tú les pides que lo pasen por alto te escucharán.
–Sabes que hay una solución, Clara.
–Ni lo pienses, cabrón.
–Entonces está decidido.
–Abel, no puedes mandarme ahí abajo sola –suplicó– a empezar de cero con un crío en la barriga. No sobreviviré, lo sabes.
–No es asunto mío, Clara.
Cuando las puertas herméticas del transbordador se abrieron, el calor, la humedad y el intenso olor a humo de la ciudad golpearon como un mazo el rostro de Abel. Los habitantes de aquella zona del mundo solían sustituir sus pulmones biológicos por implantes de membrana semipermeables en cuanto terminaban el crecimiento, pero Abel, nacido y criado en el Anillo, conservaba casi todos sus órganos originales. La mugre de aquel aire se introdujo en sus vías respiratorias y en sus ojos, escociendo y haciéndole toser compulsivamente.
Era apestoso. Los más de cincuenta millones de habitantes se movían a través de la masiva urbe mediante anticuados motores de combustión capaces de quemar casi cualquier cosa, biocombustibles procedentes del reciclado de los propios excrementos de la ciudad, imaginaba Abel con una mueca de asco. Desde la Convención de Kiev de 2078 había quedado totalmente prohibido el refinado de derivados del petróleo para combustibles de alto rendimiento energético, y en aquel agujero del mundo, las condiciones para utilizar energías limpias eran simplemente inconcebibles.
El viento no se movía allí, entre los inverosímiles rascacielos, y una cúpula de calima oscura cubría la ciudad entera como un filtro que impedía que la luz llegara hasta el suelo. El sol brillaba a mediodía como un disco rojo, sangriento, velado casi por completo por el humo durante al menos diez de las doce horas en que se alzaba por encima del horizonte. Proporcionaba mucha menos luz que la galaxia de pantallas y neones que poblaban el centro de la ciudad, alumbrando con sus destellos cambiantes y creando una atmósfera irreal en la que los hologramas publicitarios asaltaban a los viandantes allí por donde caminasen.
Paró un taxi y llegó a la hora indicada a la dirección que le había proporcionado Takeru Isawa. Sus expectativas no fueron en absoluto insatisfechas. Como había imaginado, aquel hombre siniestro vivía en uno de los bloques más sórdidos y sucios de la periferia de la ciudad.
–Adelante, señor Donaldson, pase.
El aspecto de Takeru Isawa sí sorprendió a Abel. Y lo hizo de forma favorable. Quizá por sus prejuicios personales, quizá por su propio miedo y por lo siniestro que le resultaba todo aquel asunto; quizá por la voz rota de su interlocutor o por la sombra oscura del avatar que le había representado durante sus conversaciones, Abel había imaginado un hombre marcado, estigmatizado en cierto modo, por lo que aquel muchacho de rasgos orientales que aparentaba no más de veinticinco años le resultó casi inverosímil.
–¿Es una ilusión proyectada a tiempo real? Preguntó antes de siquiera estrecharle la mano.
–En absoluto, señor Donaldson –dijo ofreciendo su diestra.
Su mirada era lo que le delataba. Una mirada insolente, descarada. Demasiado adulta y demasiado cruel para aquel aspecto de niño crecido.
–Le hacía mayor, señor Isawa –saludó Abel, correspondiendo su apretón de manos–. Imagino que su reputación y su sueldo le permiten este tipo de caprichos.
–Así es –reconoció él acariciándose el rostro con un descaro casi obsceno–. Usted tampoco está nada mal, señor Donaldson, si me permite.
–No he venido aquí a intercambiar cumplidos. He venido para que termine adecuadamente su trabajo.
–Está bien, sólo pretendía hacerle más cómoda su estancia en mi humilde palacio –aclaró Takeru, alzando las manos en un gesto de tregua– ¿Un té?
–Está bien –accedió Abel, aceptando las disculpas–. Y luego vayamos al grano, por favor.
–Sin duda. Acompáñeme, por favor.
Takeru preparó la infusión que vertió en sendas tazas de cerámica con un kanji dibujado a mano que Abel no reconoció y luego tomó asiento frente a una mesa baja, señalando frente a sí para que su invitado le imitara.
Cuando Abel terminó el contenido de su taza, Takeru le pidió que se recostara en un diván mugriento y adaptó un escáner de casco a su cabeza.
–¿Esto es estrictamente necesario, señor Isawa?
–Señor Donaldson… ya ha llegado muy lejos para seguir resistiéndose, ¿no cree?
Abel asintió, sumiso. Takeru conectó el escáner y después tanteó con el dedo índice por detrás de su oreja derecha hasta encontrar un punto de acceso al que conectó un cable. De los de antes, un cable de clavijas con aislante negro.
–¿No lleva un implante Ngaru, señor Isawa?
–Ni de broma.
–Habría imaginado que alguien de su profesión…
–Imagina mal, señor Donaldson –le cortó el oshi-iro–. Lo llevé, por eso soy plenamente consciente de los peligros de hacerlo –continuó–. Me lo hice extirpar hace mucho tiempo y lo sustituí por esta antigualla del S.XXI. Las sensaciones que produce son toscas, las imágenes pixeladas, los movimientos entrecortados, nada de olores ni de tacto, por supuesto; pero al menos así no corro el riesgo de perderme en la espesura, si me explico.
Al parecer, no tardó mucho en encontrar lo que estaba buscando.
–Así que aquí estás –murmuró para sí al identificar los patrones erráticos e inconexos característicos que había podido observar en otros ecos–. Y aquí, y aquí –comenzó a insertar las señales de eliminación a través de los vehiculadores de su estación de trabajo–… y aquí ya no, y aquí tampoco, y… ya está. Adiós, Clara.
Takeru dio por concluida la operación, Abel se levantó del diván y comprobó la existencia de un vacío gélido en su memoria.
–¿No tendremos que repetirlo?
–Puede olvidarse del asunto, señor Donaldson.
–Bien –Abel conectó rápidamente con el banco y realizó la transferencia pactada. Después, se dirigió hacia la puerta, sin despedirse, pero antes de llegar a ella se giró para enfrentar de nuevo al pirata informático, asaltado de repente por la curiosidad.
–Señor Isawa, ¿a usted le parece bien? ¿Eso que hace?
–¿Por qué lo pregunta?
–Está destruyendo... lo último que queda.
–No creo que sea eso –rió de nuevo con aquella risa rasposa y desagradable–. Para mí no son más que datos corruptos. ¿De verdad cree en la posibilidad de digitalizar el alma? ¿Cree que esas manifestaciones son en realidad el espíritu de personas muertas? Si es así, tendría que ser usted quien tuviera un verdadero problema al contratarme.
–En mi caso…
–En su caso nada, señor Donaldson. Usted cree que aquello que le atormenta es el fantasma de Clara y me pide que lo destruya. Es usted un hipócrita. O algo peor. Pero ya no importa –dijo finalmente, añadiendo una sonrisa macabra a su sentencia.
–¿Ya no importa? –repitió Abel, sintiendo un oscuro presentimiento ante la sonrisa lobuna de aquel hombre.
–No, señor Donaldson. Verá, el eco que tantos problemas le está dando, lo hace porque está anclado a su propia memoria biológica. De forma rotunda y pertinaz. No importa el número de veces que encuentre y destruya los archivos que reproducen la imagen y las sensaciones de Clara. Su propio cerebro es el origen de ellas y el culpable de que éstas vuelvan a ser generadas e infecten de nuevo la Red para volver a atormentarle.
–…
–Y a mí, la verdad, es que me importa una mierda si esos recuerdos le torturan o no, pero en el momento en el que me contrató y yo no pude eliminarlo… pues ¿cómo decirlo? Que ahora también me atormenta a mi.
–No sé si le sigo.
–Sí lo hace, Abel. Voy a confesarle algo. Lo de antes, ahí, el truco con los cables, el casco y todo eso… –sacudió las manos en un gesto despectivo–. Paripé, nada más. No puedo permitirme fallar. Mi reputación caería en picado. Como bien dijo usted cuando me contrató: había oído que yo era el mejor. Pues bien, es cierto. Y quiero que siga siendo así, ¿me explico?
Abel pareció entender. Tarde, en realidad, cuando ya la visión comenzó a nublársele y sus piernas vencieron, presas de una repentina debilidad.
–El té…
–Así es, señor Donaldson. El té.