CV1 La espera - Noramu
Publicado: 22 Jun 2013 16:38
La espera
El viejo está sentado en su desvencijado sillón de cuero marrón sobre un cojín de rayas verdes, blancas, amarillas y naranjas imposibles. Observa la rotación del ventilador que pretende engañar al ambiente removiendo con sus astas el aire sofocante. No recuerda un verano en el que haya hecho tanto calor tantos días seguidos. No, no lo recuerda.
El césped que rodea la casa ha adquirido un color parduzco y ni los tres gatos negros tienen ánimo para jugar. Están tumbados a la sombra de un ciprés buscando cobijo en la tierra reseca. Los ruidosos loros que desde hace unos años han invadido el litoral deben haber puesto rumbo hacia el norte puesto que no se les oye.
El viejo es todo piel y huesos y sus mejillas hundidas recuerdan tiempos mejores. Tiempos en los que su corpulencia imponía respeto y una mirada de sus ojos oscuros podía provocar una estampida. Tiempos en los que sus piernas aún respondían a las órdenes del cerebro. Tiempos en los que el cerebro aún era capaz de dar órdenes. Una mínima película de sudor cubre su frente haciéndola brillar al resol que entra por una rendija de la persiana. El fino bigote gris, perfectamente perfilado, tiembla ligeramente. Despacio va entornando los ojos hasta dejarlos cerrados.
El alboroto y las risas procedentes de la cocina, el entrechocar de platos, los portazos, los chillidos de los niños persiguiéndose por el pasillo, ... todos los ruidos se van difuminando a medida que el viejo se concentra en el zumbido del ventilador y se va aislando del mundo y la vida exterior.
Por su mente desfilan imágenes de un niño corriendo tras un balón hecho de trapo, sorteando con agilidad las raíces de las patatas; de un muchacho removiendo con fuerza el heno mientras un tractor abre surcos paralelos en la tierra; de un joven con un traje barato corriendo por unas oficinas; de un hombre apuesto y elegante con una bella mujer en innumerables ciudades de cuyos nombres no puede acordarse; de una casa grande con recepciones, bailes y niños.
Ve paisajes de acantilados y percibe el movimiento del mar. Ve montañas nevadas, avalanchas, trineos arrastrados por perros, árboles talados transportados por la corriente de un río. La corriente de un río; la oye. Oye el susurro del agua que le llama. Siente el frescor del agua y el olor de los juncos que crecen a la orilla. Todos sus sentidos están en contacto con el agua. Ya no tiene calor.
Un chasquido lejano se abre paso hasta el oído del viejo. Otro chasquido. Se acerca. El anciano oye claramente el entrechocar de un remo contra el agua. Se acerca una barca. Aún está lejos pero puede intuir la presencia de una persona. Una fuerza enorme emana de ella. Un brillo intenso se va abriendo camino a medida que se acerca el ruido de los remos. Ahora lo puede ver. El nervudo barquero, de pie, va dando fuertes paladas hasta quedar tan cerca que el anciano puede sentir su aliento. Cesa el ruido de remos. Silencio absoluto. Sólo percibe el brillo, el agua, unos brazos abiertos esperándole y una enorme fuerza de atracción.
El viejo cierra con fuerza la boca, con la moneda bien apretada bajo la lengua, para acudir al liberador abrazo cuando un ruido imposible de ignorar penetra en su mente. Sirenas, luces, pasos apresurados corriendo hacia él y unos vigorosos brazos que lo colocan expertamente sobre una camilla poniéndole a la vez una mascarilla de oxígeno. Un último pensamiento cruza por la cabeza del anciano antes de que lo suban a la ambulancia: “Mierda. Le han vuelto a ganar”.
El viejo está sentado en su desvencijado sillón de cuero marrón sobre un cojín de rayas verdes, blancas, amarillas y naranjas imposibles. Observa la rotación del ventilador que pretende engañar al ambiente removiendo con sus astas el aire sofocante. No recuerda un verano en el que haya hecho tanto calor tantos días seguidos. No, no lo recuerda.
El césped que rodea la casa ha adquirido un color parduzco y ni los tres gatos negros tienen ánimo para jugar. Están tumbados a la sombra de un ciprés buscando cobijo en la tierra reseca. Los ruidosos loros que desde hace unos años han invadido el litoral deben haber puesto rumbo hacia el norte puesto que no se les oye.
El viejo es todo piel y huesos y sus mejillas hundidas recuerdan tiempos mejores. Tiempos en los que su corpulencia imponía respeto y una mirada de sus ojos oscuros podía provocar una estampida. Tiempos en los que sus piernas aún respondían a las órdenes del cerebro. Tiempos en los que el cerebro aún era capaz de dar órdenes. Una mínima película de sudor cubre su frente haciéndola brillar al resol que entra por una rendija de la persiana. El fino bigote gris, perfectamente perfilado, tiembla ligeramente. Despacio va entornando los ojos hasta dejarlos cerrados.
El alboroto y las risas procedentes de la cocina, el entrechocar de platos, los portazos, los chillidos de los niños persiguiéndose por el pasillo, ... todos los ruidos se van difuminando a medida que el viejo se concentra en el zumbido del ventilador y se va aislando del mundo y la vida exterior.
Por su mente desfilan imágenes de un niño corriendo tras un balón hecho de trapo, sorteando con agilidad las raíces de las patatas; de un muchacho removiendo con fuerza el heno mientras un tractor abre surcos paralelos en la tierra; de un joven con un traje barato corriendo por unas oficinas; de un hombre apuesto y elegante con una bella mujer en innumerables ciudades de cuyos nombres no puede acordarse; de una casa grande con recepciones, bailes y niños.
Ve paisajes de acantilados y percibe el movimiento del mar. Ve montañas nevadas, avalanchas, trineos arrastrados por perros, árboles talados transportados por la corriente de un río. La corriente de un río; la oye. Oye el susurro del agua que le llama. Siente el frescor del agua y el olor de los juncos que crecen a la orilla. Todos sus sentidos están en contacto con el agua. Ya no tiene calor.
Un chasquido lejano se abre paso hasta el oído del viejo. Otro chasquido. Se acerca. El anciano oye claramente el entrechocar de un remo contra el agua. Se acerca una barca. Aún está lejos pero puede intuir la presencia de una persona. Una fuerza enorme emana de ella. Un brillo intenso se va abriendo camino a medida que se acerca el ruido de los remos. Ahora lo puede ver. El nervudo barquero, de pie, va dando fuertes paladas hasta quedar tan cerca que el anciano puede sentir su aliento. Cesa el ruido de remos. Silencio absoluto. Sólo percibe el brillo, el agua, unos brazos abiertos esperándole y una enorme fuerza de atracción.
El viejo cierra con fuerza la boca, con la moneda bien apretada bajo la lengua, para acudir al liberador abrazo cuando un ruido imposible de ignorar penetra en su mente. Sirenas, luces, pasos apresurados corriendo hacia él y unos vigorosos brazos que lo colocan expertamente sobre una camilla poniéndole a la vez una mascarilla de oxígeno. Un último pensamiento cruza por la cabeza del anciano antes de que lo suban a la ambulancia: “Mierda. Le han vuelto a ganar”.