CV1 Superman - Saber
Publicado: 22 Jun 2013 17:34
Superman
Dignidad, como casi siempre desde que el verano comenzara, se hallaba frente a la pantalla de su computadora. La mayoría de chicas de su edad, en plena adolescencia, y con la ola de calor que sufría todo el país, se hallaban divirtiéndose en la playa, viendo pasar chicos guapos y soñando o viviendo algún amor de verano. Pero ocurría que Dignidad no creía ni quería ser como las demás.
—¡Victoria! ¡Chuparos esa, idiotas! —gritó, al tiempo que dejaba de golpear las desgastadas teclas.
Con una sonrisa en los labios, tomó el vaso de agua helada que tenía a su izquierda y se lo bebió de un solo trago. Luego, regocijándose, observó las estadísticas de la batalla. Había matado a treinta y ocho campeones enemigos y ayudado en otros veinticinco asesinatos. El mejor de sus compañeros no había acabado más que con once rivales. Sin duda, era la reina del «LOL». Tras aceptar con fingida humildad las felicitaciones de sus compañeros, salió del juego. Quería comprobar si el episodio semanal, de la última serie a la que se había enganchado, estaba disponible para descargar. Más tarde, pasadas las ocho —a las siete y media entraban siempre los nuevos libros— , miraría si lo nuevo de Daniel Fox había llegado al canal del «mirc».
Así era el día a día de Dignidad, a quien la realidad aburría y disgustaba a partes iguales. Series, películas, video juegos, libros, etc. Todo lo que le permitiera alejarse durante un rato de la detestable realidad era bienvenido.
Oyó unos pies descalzos golpear el suelo y resopló. «A ver qué quiere ahora...».
—¡Hola, Dig! —exclamó el niño.
—Ya te he dicho que no me llames Dig, idiota —respondió, sin molestarse en mirarlo. Su hermano pequeño no tenía edad para comprender la de bromas que había tenido que soportar en el instituto por culpa de cómo sonaba la abreviatura de su nombre.
—Dig..., Dignidad, perdón. ¿Me pones la película de Superman?
—¿¡Otra vez!? —No pudo reprimir una sonrisa, su hermano había visto la película más de cincuenta veces—. ¡No eres pesado, Javi, eres lo siguiente!, ¡qué niño este! —exclamó mientras se levantaba y se dirigía salón, donde tenían el DVD.
—Tengo que verla muchas veces. Estoy fijándome en él, quiero aprender a volar.
Al escucharlo, Dignidad se detuvo. Ella buscaba continuamente escapar de una realidad que apestaba, una realidad que conocía mejor que nadie.
—No puedes volar, Javi. Superman no existe.
—¿Cómo no va a existir? —preguntó el niño, como si lo dicho por su hermana fuera la cosa más ridícula que hubiera escuchado jamás. Era como si le hubiera dicho que los Reyes Magos o Papá Noel no existían. Una absoluta locura. Ante tal agresión, y ya que por alguna razón que no lograba comprender, sentía que su hermana le acababa de dar un cachete, actuó por instinto:
—¡MAMA! ¡Mira lo que me está diciendo Dig!
—¿Pero qué pasa?, ¿qué está pasando aquí? —interrogó la mujer, acudiendo rauda a la llamada de auxilio del niño. Tras abrazarlo, y luego de detener con una severa mirada el intento por explicarse de su hija, preguntó—: ¿Qué ocurre, chiquitín?
—¡Dignidad dice que Superman no existe!, ¡que no podré volar!
Por un instante, la sombra de la duda se posó sobre los ojos de la mujer. Si hubiera buscado el porqué, las cosas habrían acabado de otra manera. Sin embargo, los lloros y la desesperación en el rostro de su hijo no permitían tales dudas.
—¿No te da vergüenza? ¡A tu edad y no sabes hacer otra cosa que molestar a tu hermano pequeño! —reclamó a su hija—. ¡Pues te quedas una semana sin computadora! —añadió como castigo.
Dignidad estuvo a punto de quejarse, pero un brillo furioso en los ojos de su madre la convenció de que lo mejor era desistir.
Habían pasado dos semanas desde aquello. Dignidad volvía a estar frente a su computadora, esta vez, leyendo un libro: «El mago, el granjero, y la bella princesa», cuando su hermano se detuvo frente a su habitación.
—Estoy preparado para volar —dijo con una gran sonrisa, todo en él determinación.
—No me cabe ninguna duda, que tengas buen viaje —respondió ella, quien, desde su último castigo, había optado por pasar absolutamente de su hermano.
Tan absorta estaba en el libro, que no vio lo extraño que resultaba la ausencia de ruidos en la casa.
¡POOOOMMM!
—¡Aaaayyy!, ¡ayyyayayaa!, ¡ayyayayayay...!
Dignidad brincó. Antes de darse cuenta corría hacia la entrada, en cuyo suelo su hermano se retorcía de dolor.
Justo cuando llegaba hasta él, su madre —que había salido a comprar—, embestía más que abría la puerta de casa.
—¡Ayayayay! ¡Mami! ¡Dig me dijo que podía volar! ¡Ayayayaya...! —gritó Javi señalando lo alto de la escalera, desde la que al parecer se había lanzado a «volar».
En un primer momento, el instinto pareció tomar las riendas y la mujer amagó con quitarse la zapatilla derecha, un arma, bien sabía Dignidad, letal. Finalmente, la preocupación por su hijo tomó prioridad sobre la venganza y se conformó con lanzar una mirada asesina a su hija.
Viendo que la simple presencia de su madre calmaba los llantos de su hermano pequeño, Dignidad, todavía algo debilitada por el susto, se encaminó hacia su habitación y, sin que nadie la hubiera castigado, desconectó su computadora.
Dignidad, como casi siempre desde que el verano comenzara, se hallaba frente a la pantalla de su computadora. La mayoría de chicas de su edad, en plena adolescencia, y con la ola de calor que sufría todo el país, se hallaban divirtiéndose en la playa, viendo pasar chicos guapos y soñando o viviendo algún amor de verano. Pero ocurría que Dignidad no creía ni quería ser como las demás.
—¡Victoria! ¡Chuparos esa, idiotas! —gritó, al tiempo que dejaba de golpear las desgastadas teclas.
Con una sonrisa en los labios, tomó el vaso de agua helada que tenía a su izquierda y se lo bebió de un solo trago. Luego, regocijándose, observó las estadísticas de la batalla. Había matado a treinta y ocho campeones enemigos y ayudado en otros veinticinco asesinatos. El mejor de sus compañeros no había acabado más que con once rivales. Sin duda, era la reina del «LOL». Tras aceptar con fingida humildad las felicitaciones de sus compañeros, salió del juego. Quería comprobar si el episodio semanal, de la última serie a la que se había enganchado, estaba disponible para descargar. Más tarde, pasadas las ocho —a las siete y media entraban siempre los nuevos libros— , miraría si lo nuevo de Daniel Fox había llegado al canal del «mirc».
Así era el día a día de Dignidad, a quien la realidad aburría y disgustaba a partes iguales. Series, películas, video juegos, libros, etc. Todo lo que le permitiera alejarse durante un rato de la detestable realidad era bienvenido.
Oyó unos pies descalzos golpear el suelo y resopló. «A ver qué quiere ahora...».
—¡Hola, Dig! —exclamó el niño.
—Ya te he dicho que no me llames Dig, idiota —respondió, sin molestarse en mirarlo. Su hermano pequeño no tenía edad para comprender la de bromas que había tenido que soportar en el instituto por culpa de cómo sonaba la abreviatura de su nombre.
—Dig..., Dignidad, perdón. ¿Me pones la película de Superman?
—¿¡Otra vez!? —No pudo reprimir una sonrisa, su hermano había visto la película más de cincuenta veces—. ¡No eres pesado, Javi, eres lo siguiente!, ¡qué niño este! —exclamó mientras se levantaba y se dirigía salón, donde tenían el DVD.
—Tengo que verla muchas veces. Estoy fijándome en él, quiero aprender a volar.
Al escucharlo, Dignidad se detuvo. Ella buscaba continuamente escapar de una realidad que apestaba, una realidad que conocía mejor que nadie.
—No puedes volar, Javi. Superman no existe.
—¿Cómo no va a existir? —preguntó el niño, como si lo dicho por su hermana fuera la cosa más ridícula que hubiera escuchado jamás. Era como si le hubiera dicho que los Reyes Magos o Papá Noel no existían. Una absoluta locura. Ante tal agresión, y ya que por alguna razón que no lograba comprender, sentía que su hermana le acababa de dar un cachete, actuó por instinto:
—¡MAMA! ¡Mira lo que me está diciendo Dig!
—¿Pero qué pasa?, ¿qué está pasando aquí? —interrogó la mujer, acudiendo rauda a la llamada de auxilio del niño. Tras abrazarlo, y luego de detener con una severa mirada el intento por explicarse de su hija, preguntó—: ¿Qué ocurre, chiquitín?
—¡Dignidad dice que Superman no existe!, ¡que no podré volar!
Por un instante, la sombra de la duda se posó sobre los ojos de la mujer. Si hubiera buscado el porqué, las cosas habrían acabado de otra manera. Sin embargo, los lloros y la desesperación en el rostro de su hijo no permitían tales dudas.
—¿No te da vergüenza? ¡A tu edad y no sabes hacer otra cosa que molestar a tu hermano pequeño! —reclamó a su hija—. ¡Pues te quedas una semana sin computadora! —añadió como castigo.
Dignidad estuvo a punto de quejarse, pero un brillo furioso en los ojos de su madre la convenció de que lo mejor era desistir.
Habían pasado dos semanas desde aquello. Dignidad volvía a estar frente a su computadora, esta vez, leyendo un libro: «El mago, el granjero, y la bella princesa», cuando su hermano se detuvo frente a su habitación.
—Estoy preparado para volar —dijo con una gran sonrisa, todo en él determinación.
—No me cabe ninguna duda, que tengas buen viaje —respondió ella, quien, desde su último castigo, había optado por pasar absolutamente de su hermano.
Tan absorta estaba en el libro, que no vio lo extraño que resultaba la ausencia de ruidos en la casa.
¡POOOOMMM!
—¡Aaaayyy!, ¡ayyyayayaa!, ¡ayyayayayay...!
Dignidad brincó. Antes de darse cuenta corría hacia la entrada, en cuyo suelo su hermano se retorcía de dolor.
Justo cuando llegaba hasta él, su madre —que había salido a comprar—, embestía más que abría la puerta de casa.
—¡Ayayayay! ¡Mami! ¡Dig me dijo que podía volar! ¡Ayayayaya...! —gritó Javi señalando lo alto de la escalera, desde la que al parecer se había lanzado a «volar».
En un primer momento, el instinto pareció tomar las riendas y la mujer amagó con quitarse la zapatilla derecha, un arma, bien sabía Dignidad, letal. Finalmente, la preocupación por su hijo tomó prioridad sobre la venganza y se conformó con lanzar una mirada asesina a su hija.
Viendo que la simple presencia de su madre calmaba los llantos de su hermano pequeño, Dignidad, todavía algo debilitada por el susto, se encaminó hacia su habitación y, sin que nadie la hubiera castigado, desconectó su computadora.