CV2-La fábrica de bombillas - David P. González
Publicado: 11 Jul 2014 09:23
La fábrica de bombillas
Acababa de empezar la Gran Guerra cuando, encontrándome yo en el ejercicio de buscar una ocupación remunerada, una noche soñé que recibía una carta. El sobre era de color naranja intenso, al igual que la propia misiva, que estaba escrita con letras blancas, produciendo al mirarla un efecto en los ojos cuando menos curioso. Después de leerla supuse que pretendía imitar los filamentos de las bombillas y la luz que estas producen. Decía así:
Ha sido seleccionado para trabajar en la fábrica de bombillas.
Espero que la noticia le sea grata. Lea las condiciones descritas más abajo y, si está de acuerdo, firme donde pone su nombre. Si lo hace, me pondré en contacto con usted a la mayor brevedad posible.
Tenga usted buen sueño.
Atentamente: Gabriel.
Sí, firmé, y no, no leí las condiciones. No lo creí necesario tratándose de un sueño.
La mañana siguiente un sobre exacto al de mi sueño esperaba en el buzón. El mismo color también en la misiva y, por supuesto, letras blancas, todo igual. Menos el mensaje. Me instaba a presentarme en la fábrica de velas que empleaba a casi todo el pueblo y a preguntar por Gabriel. Así lo hice, no sin cierta desconfianza.
Gabriel, como le gustaba que le llamaran, me condujo por varios pasillos hasta un pequeño almacén de apenas diez metros cuadrados, sacó la única llave que podía abrir la puerta y entramos en aquel cuarto que se había convertido en un espacio de proporciones extraordinarias donde centenares de personas trabajaban codo con codo: la fábrica de bombillas. «Trabajarás aquí. Usarás esta puerta para entrar y salir. Toma la llave», dijo. Ninguna otra cosa.
Después de tantos años ya no muestro sorpresa, pero en ese momento y durante los primeros días, quizá semanas, deambulé por allí maravillado y desconcertado al mismo tiempo.
Todas las ideas habidas y por haber nacían o habían nacido allí en forma de bombilla. Nunca he sabido su origen, solo que las almacenaban en cajas individuales, con el nombre de la persona a la que pertenecían escrito en el frontal. También desconocía el origen de los alumbros, simplemente salían por una apertura en la pared y una red de cintas de transporte los distribuía entre los operarios, entre los que me encontraba yo. Eran una especie de base en la que se enroscaba la bombilla, esta se iluminaba y la idea nacía. Tenían el nombre de la persona y la idea grabados, mi labor era buscar la caja correspondiente y la bombilla dentro de ella, cuya idea podía leerse impresa en la ampolla. En algunos casos había que buscar un buen rato, recuerdo un nombre concreto: Thomas Alva Edison. Su caja era la más grande y la más manoseada. Se hablaba de una visita suya a las instalaciones en calidad de invitado, allá por últimos del año 1 879. Desconozco su veracidad.
Pasaron los años y me casé, tuve hijos y formé una familia. Y pasaron más años aún de mucha felicidad. Supongo que la vida ha de compensar tanta dicha y quiso que uno de mis hijos, el menor, cayera enfermo. Una grave infección le afectaba a los pulmones y, lejos de mejorar, su aliento se apagaba un poquito más cada día sin que pudiéramos hacer nada. Hasta que se apagó del todo.
La pena me consumió y empecé a deambular por la fábrica de bombillas con la vista perdida en el infinito. Hacía mi trabajo por inercia, la práctica de tantos años tenían ese peculiar efecto. No recuerdo de dónde salió, pero, en una de tantas jornadas de buscar, enroscar y pensar, sobre todo pensar, tropecé con Gabriel. Se interesó por mi preocupación y le conté los hechos. Se lamentó, primero, y me habló, después, de una bombilla cuya idea se llamaba penicilina. Pertenecía a un tal Alexander Fleming, y la penicilina en cuestión era una cura que trataba de manera revolucionaria las infecciones. Se volvió a lamentar, esta vez de que la bombilla siguiese en la caja del señor Fleming. «Es hora de ascender», añadió enigmáticamente con una mano sobre mi hombro, antes de desaparecer, no sabría decir por dónde.
En los días siguientes le di muchas vueltas a esa conversación y, como si una confabulación me hubiera guiado todo el tiempo, me encontré, sin más, delante de la caja de Alexander Fleming. Miré en su interior por pura curiosidad y vi la bombilla: penicilina. La tomé prestada y la enrosqué en el sistema de archivos para obtener su información: no había fecha. Eso era malo. Podía ser al día siguiente, pero también podían pasar años. Me pregunté cuántos niños podrían morir en todo ese tiempo y decidí ocultar la bombilla en mi camisa, anotar la dirección que del señor Fleming constaba en el archivo e iniciar un viaje a Londres al día siguiente.
El día 28 de septiembre, a las cuatro de la madrugada, logré colarme en el sótano del laboratorio del Hospital St. Mary y enroscar la bombilla en una lámpara. Luego me marché discretamente, hice un largo viaje de regreso a casa y volví a mi trabajo como si nada hubiera pasado. Pero algo pasó. Mi puesto estaba ocupado por otro y todos me felicitaban. Gabriel apareció por detrás de mí y me abrazó con cariño. «Sabía que lo harías», dijo. A continuación me guió al otro lado de la pared. «Aquí es dónde se hacen los alumbros», explicó. Yo me quedé maravillado mirando a mi alrededor. Era todo tan artesanal. Me recordó al taller de Geppetto, tal y como yo lo imaginaba cuando, de pequeño, mi madre me leía el cuento de Pinocho. «Ellos deciden en qué momento debe nacer una idea. Su criterio es importante. Tu has demostrado tener buen criterio también, has hecho algo que sabías que estaba prohibido porque creías que era lo correcto. Estás preparado».
¿Habéis tenido una idea por casualidad? ¿De esas que mejoran el mundo? Si es así, yo tengo un compañero nuevo.
Acababa de empezar la Gran Guerra cuando, encontrándome yo en el ejercicio de buscar una ocupación remunerada, una noche soñé que recibía una carta. El sobre era de color naranja intenso, al igual que la propia misiva, que estaba escrita con letras blancas, produciendo al mirarla un efecto en los ojos cuando menos curioso. Después de leerla supuse que pretendía imitar los filamentos de las bombillas y la luz que estas producen. Decía así:
Ha sido seleccionado para trabajar en la fábrica de bombillas.
Espero que la noticia le sea grata. Lea las condiciones descritas más abajo y, si está de acuerdo, firme donde pone su nombre. Si lo hace, me pondré en contacto con usted a la mayor brevedad posible.
Tenga usted buen sueño.
Atentamente: Gabriel.
Sí, firmé, y no, no leí las condiciones. No lo creí necesario tratándose de un sueño.
La mañana siguiente un sobre exacto al de mi sueño esperaba en el buzón. El mismo color también en la misiva y, por supuesto, letras blancas, todo igual. Menos el mensaje. Me instaba a presentarme en la fábrica de velas que empleaba a casi todo el pueblo y a preguntar por Gabriel. Así lo hice, no sin cierta desconfianza.
Gabriel, como le gustaba que le llamaran, me condujo por varios pasillos hasta un pequeño almacén de apenas diez metros cuadrados, sacó la única llave que podía abrir la puerta y entramos en aquel cuarto que se había convertido en un espacio de proporciones extraordinarias donde centenares de personas trabajaban codo con codo: la fábrica de bombillas. «Trabajarás aquí. Usarás esta puerta para entrar y salir. Toma la llave», dijo. Ninguna otra cosa.
Después de tantos años ya no muestro sorpresa, pero en ese momento y durante los primeros días, quizá semanas, deambulé por allí maravillado y desconcertado al mismo tiempo.
Todas las ideas habidas y por haber nacían o habían nacido allí en forma de bombilla. Nunca he sabido su origen, solo que las almacenaban en cajas individuales, con el nombre de la persona a la que pertenecían escrito en el frontal. También desconocía el origen de los alumbros, simplemente salían por una apertura en la pared y una red de cintas de transporte los distribuía entre los operarios, entre los que me encontraba yo. Eran una especie de base en la que se enroscaba la bombilla, esta se iluminaba y la idea nacía. Tenían el nombre de la persona y la idea grabados, mi labor era buscar la caja correspondiente y la bombilla dentro de ella, cuya idea podía leerse impresa en la ampolla. En algunos casos había que buscar un buen rato, recuerdo un nombre concreto: Thomas Alva Edison. Su caja era la más grande y la más manoseada. Se hablaba de una visita suya a las instalaciones en calidad de invitado, allá por últimos del año 1 879. Desconozco su veracidad.
Pasaron los años y me casé, tuve hijos y formé una familia. Y pasaron más años aún de mucha felicidad. Supongo que la vida ha de compensar tanta dicha y quiso que uno de mis hijos, el menor, cayera enfermo. Una grave infección le afectaba a los pulmones y, lejos de mejorar, su aliento se apagaba un poquito más cada día sin que pudiéramos hacer nada. Hasta que se apagó del todo.
La pena me consumió y empecé a deambular por la fábrica de bombillas con la vista perdida en el infinito. Hacía mi trabajo por inercia, la práctica de tantos años tenían ese peculiar efecto. No recuerdo de dónde salió, pero, en una de tantas jornadas de buscar, enroscar y pensar, sobre todo pensar, tropecé con Gabriel. Se interesó por mi preocupación y le conté los hechos. Se lamentó, primero, y me habló, después, de una bombilla cuya idea se llamaba penicilina. Pertenecía a un tal Alexander Fleming, y la penicilina en cuestión era una cura que trataba de manera revolucionaria las infecciones. Se volvió a lamentar, esta vez de que la bombilla siguiese en la caja del señor Fleming. «Es hora de ascender», añadió enigmáticamente con una mano sobre mi hombro, antes de desaparecer, no sabría decir por dónde.
En los días siguientes le di muchas vueltas a esa conversación y, como si una confabulación me hubiera guiado todo el tiempo, me encontré, sin más, delante de la caja de Alexander Fleming. Miré en su interior por pura curiosidad y vi la bombilla: penicilina. La tomé prestada y la enrosqué en el sistema de archivos para obtener su información: no había fecha. Eso era malo. Podía ser al día siguiente, pero también podían pasar años. Me pregunté cuántos niños podrían morir en todo ese tiempo y decidí ocultar la bombilla en mi camisa, anotar la dirección que del señor Fleming constaba en el archivo e iniciar un viaje a Londres al día siguiente.
El día 28 de septiembre, a las cuatro de la madrugada, logré colarme en el sótano del laboratorio del Hospital St. Mary y enroscar la bombilla en una lámpara. Luego me marché discretamente, hice un largo viaje de regreso a casa y volví a mi trabajo como si nada hubiera pasado. Pero algo pasó. Mi puesto estaba ocupado por otro y todos me felicitaban. Gabriel apareció por detrás de mí y me abrazó con cariño. «Sabía que lo harías», dijo. A continuación me guió al otro lado de la pared. «Aquí es dónde se hacen los alumbros», explicó. Yo me quedé maravillado mirando a mi alrededor. Era todo tan artesanal. Me recordó al taller de Geppetto, tal y como yo lo imaginaba cuando, de pequeño, mi madre me leía el cuento de Pinocho. «Ellos deciden en qué momento debe nacer una idea. Su criterio es importante. Tu has demostrado tener buen criterio también, has hecho algo que sabías que estaba prohibido porque creías que era lo correcto. Estás preparado».
¿Habéis tenido una idea por casualidad? ¿De esas que mejoran el mundo? Si es así, yo tengo un compañero nuevo.