CN4 - El rey negro - Joserc (3º)
Publicado: 23 Dic 2015 12:08
El rey negro
Bert acarició con ternura el lomo de su mascota. Pasó el dedo con cariño desde las patitas traseras hasta la pequeña cabeza negra. Le gustaba el tacto suave del caparazón, el cosquilleo en la yema de los dedos y hasta el olor.
Al principio, el movimiento de las antenas le había parecido gracioso: arriba, abajo, rápido, despacio, frenético, relajante. Se podía quedar embelesado durante horas mirando al bichito moverlas. Fue luego, después de un tiempo cuando empezó a captar las señales.
Nada era fácil con ellas. Cuando intentaba tenerlas en la mano se mostraban ariscas. Corrían, saltaban e incluso mordían. Pero él siempre era paciente y nunca las aplastaba, si podía evitarlo. Para solucionarlo se le ocurrió algo: poner una gota de pegamento instantáneo y sujetar la cucaracha durante unos segundos. Se quedaba pegada por la barriga y desde ese momento era toda suya.
Lo peor era lo poco que duraban, apenas unos días. Lo mejor es que había muchas donde elegir. Un día pensó en contarlas para hacerse una idea de cuántas compañeras de piso tenía.
Empezó por el salón. Las iba señalando con el dedo: “una, dos, tres, cuatro...”. Se fue desplazando por todo el piso, mirando debajo de los muebles, dentro de los sillones, bajo la cama, entre la ropa. Fue en el baño donde dejó de contar. Imposible saber cuántas había en aquella masa compacta que vivía detrás de la cadena del inodoro.
El día que tocaba cazar una nueva “favorita” era muy emocionante. Procuraba buscar una que fuera lo suficientemente grande y brillante. No era fácil atraparlas, sobre todo porque a veces se encaprichaba con una en especial y la perseguía de forma obsesiva donde quiera que se ocultase. Una vez, desesperado, había llegado a desmontar la moldura de una puerta. Cuando arrancó la madera, apareció un nido de aquellos pequeños seres. Se subían unos encima de otros huyendo. Imposible saber cuál era la pequeña bastarda que llevaba dos horas persiguiendo entre aquel racimo negro brillante. Le invadió la ira y la emprendió a puñetazos. Fue tan doloroso que acabó por echarse a llorar. Era penoso, tenía los dedos ensangrentados y manchados, y la pequeña ya solo sería una parte más de aquella masa gelatinosa.
Sentado a la mesa de la cocina, observaba a su última amiguita. Llevaba pegada dos días y ya parecía agotada. Qué triste, era tan difícil decirles adiós. La acariciaría un poco más y luego un final rápido. “Con compasión. No soy ningún salvaje”.
En ello andaba perdido su pensamiento, cuando las antenitas del insecto se volvieron al unísono hacia la puerta. Se sobresaltó.
–¿Qué pasa, mi pequeña? –miró hacia la puerta de la calle– ¿crees que se trata de él?
Las antenas se separaron formando una “V”.
–Bueno, si tú lo dices echaré un vistazo, pero no es su hora de salir.
Se levantó y pegó el ojo a la mirilla. La puerta de enfrente se abría. Se oían unas voces de alguien que se despedía, guardaba las llaves y luchaba por colgarse una bolsa grande al hombro.
–Oh, oh, oh, tenías razón, pequeña. Eso significa que ha llegado el día. Está todo preparado. Será solo un segundo.
Cogió el billete de cincuenta euros que llevaba guardando tanto tiempo y lo dejó en el suelo. Luego entreabrió la puerta un poco, lo justo para que se viera desde el descansillo, y se ocultó detrás. Agarró el bate de aluminio que estaba apoyado en la pared y suspiró emocionado. “Oh si, oh, mi nueva compañerita ya está aquí”.
Luis cerró la puerta y echó la llave. Cuando iba a bajar las escaleras, se fijó en la puerta del loco de enfrente. Estaba entreabierta. Iba a largarse, cuando el billete morado le llamó la atención. “El mierda este se lo ha dejado caer”. Sin embargo, tenía prisa y la bolsa de deportes pesaba mucho. Además, iba a ser un día muy especial en clase.
Se acercó con cautela y escuchó. No se oía nada dentro del piso. El billete, doblado y arrugado, le llamaba desde apenas un metro de distancia. Sería cosa de pillarlo y salir corriendo. Fácil. Apoyó la mano en la puerta y empujó despacio.
............
Carlos llevaba esperando horas y ya empezaban a dolerle las rodillas. Cambió de posición y las rotulas crujieron, recordándole la edad y la forma física.
Nunca había entendido aquello de “los cincuenta son los nuevos cuarenta”. Una vez intentó trasladarlo a si mismo: “tengo cincuenta y seis y me siento como si tuviera cuarenta y seis”, pero no coló. Siguió sintiéndose viejo y derrotado, tal como había empezado a pasar cuando cumplió los cuarenta y el balance mental de su vida le dio saldo negativo. Fue entonces cuando empezó la cuesta abajo. Empezaron las equivocaciones, los excesos, las excentricidades, el ridículo. La tristeza se hizo su amiga, su única compañera de viaje.
Y así fue durante mucho tiempo, quizá demasiado, hasta que conoció a Luis.
Estaba sentado en aquel parque, mirando como caían las hojas marrones de los árboles y pensando que debería volver a casa, cuando un joven se sentó a su lado.
El chaval ni siquiera pareció reparar en él mientras miraba el móvil. Era guapo, con unas facciones delicadas y unos pocos granos de acné juvenil. Eran esos granos los que siempre le habían atraído más en aquellas tardes eternas, durante las cuales no perdía de vista los grupos de adolescentes que bromeaban y bebían en el parque. Ese acné era para él como la savia de los árboles nuevos, delgados, llenos de vida... y excitantes.
No se movió ni un centímetro. A veces aquellos cervatillos salían huyendo. Después de unos minutos, giró la cabeza con disimulo, como si mirara a otro sitio, y le dio un repaso rápido de arriba a abajo. Una palabra le vino a la mente: bello.
–¿Cómo te llamas? –el chico habló sin levantar la vista de la pantalla.
Carlos titubeó.
–Enmm, Carlos, hola...
–Yo me llamo David. ¿Vienes mucho por este parque?
–Si, bueno, yo... no demasiado.
El chico levantó los ojos con una sonrisa en los labios.
–Anda ya, pero si siempre te he visto por aquí. No pasa nada, hombre.
Y así empezaron a hablar, como por casualidad, de cualquier cosa. Al principio, Carlos dudó, cauto, pero David destilaba encanto y juventud, y las murallas que habitualmente le ayudaban a defenderse del daño de otras veces, empezaron a venirse abajo.
Después de aquel día hubo muchos otros. Se intercambiaron los teléfonos y la amistad floreció, en apariencia. Luego llegó, al fin, lo que Carlos buscaba. Quedaron en un sitio apartado y la carne joven se abrió.
Al principio pensó que sería la curiosidad de alguien buscándose a si mismo, como le había pasado a él a esa edad. Luego creyó ver cosas en los ojos de David: adoración, entrega... ¿amor?... ¿era posible? Las murallas habían desaparecido y nada podía impedir que un ejército invadiera sus entrañas. ¡Sí, era AMOR!, con mayúsculas. Fueron las dos semanas más felices de su vida. Solo se trataba de cerrar los ojos y continuar. Ya pagaría el precio. Siempre había un precio.
–Qué lejos queda mi casa. ¿Podrías dejarme para el taxi? –la sonrisa del joven era inocente.
Carlos sintió que el cosquilleo del vientre se transformaba en un dolor conocido.
–¿Cincuenta euros serán suficientes? –los precios habituales, nada nuevo.
Lo siguiente fue un préstamo para unos libros. Luego la inventiva se disparó: un nuevo juego para la consola, deportivas nuevas, hierba para relajarse. Carlos nunca llegó a ver nada de aquello, nunca supo el destino de su dinero. Le bastaba con cerrar los ojos y dejarse invadir.
Habían pasado meses y el dinero ahorrado había desaparecido. La noche anterior llamó a Luis y se lo dijo: no había más fondos para pagar la factura. La reacción fue la esperada. El tono cariñoso se transformó en un saco pestilente de palabras agrias y soeces. Después colgó y se pasó la noche mirando el techo, entre lágrimas. Cuando la luz empezó a colarse por los agujeros de la persiana, decidió suplicar. Si con eso no cambiaba nada, sería su final... y el de Luis también. La tristeza dejaría de ser su compañera de viaje.
Un nuevo crujir de rodillas y miró el reloj. No podía aguantar más. Cerró los dedos sobre el mango del cuchillo, atravesó la calle y entró en el portal.
Subió los tres pisos saltando los escalones de dos en dos. Cuando llegó, se paró para recuperar el aliento y algo le llamó la atención. La puerta del vecino trastocado, aquel del que tanto había oído hablar, estaba entreabierta. Sus ojos se abrieron. Podía ver, en medio de la suciedad, la bolsa negra de deportes de Luis. Estaba tirada de cualquier manera. Los celos le nublaron la vista y la bilis le subió a la garganta.
Atravesó la puerta con el cuchillo por delante y espumarajos en la boca, y se paró en seco. El olor le entró por la nariz arañando las mucosas. Sus ojos se desencajaron. Las paredes estaban cubiertas de cientos de cucarachas y el blanco de las paredes estaba cubierto por sus excrementos. “Es como un reino negro”, pensó.
Algo sonó en su cabeza. Fue como un choque de algo metálico y hueco. Luego, hubo un fundido en negro en su mente y Carlos calló con fuerza sobre el suelo pegajoso.
............
Alguien intentaba abrirle un ojo. Resultaba molesto, pero le pesaban demasiado los párpados para poder moverlos. Había un dolor sordo de fondo. Notó entonces que le faltaba el aíre, así que intentó abrir la boca y aspirar, pero algo se lo impedía. El pánico le despertó. Obligó a su ojo a abrirse, pero unas patitas negras se le clavaron dolorosas en la pupila. Rugió a través de la banda pegajosa que le tapaba la boca y el bichito cayó al suelo.
Abrió los ojos. Estaba puesto boca abajo y desnudo. Intentó levantarse pero un dolor espantoso le subió desde la piel de la barriga. Estaba pegado con algo muy fuerte al suelo. Los brazos y las piernas, atados con cinta adhesiva industrial, no respondían. Miró alrededor. Luis estaba justo a su lado, sujeto de la misma forma. Tenía la mirada perdida.
Un personaje mugriento y astroso se puso en cuclillas delante de ambos.
–Mis nuevas amiguitas... ¡pero como os miráis! ¿Es amor? Oh, oh, oh, pero qué bonito es todo. Creo que os voy a quitar la cinta de la boca para que habléis, venga.
Carlos lloraba cuando sus labios se vieron libres. Las cucarachas recorrían su cuerpo y la piel de la barriga se había abierto en varios sitios y sangraba, pero él solo podía pensar en una cosa.
–Luis, cariño, todo aquello que me dijiste ayer... dime que no lo decías en serio, dime que era rabia porque no había más dinero. Sabes que si lo tuviera, te lo daría todo. Sería tuyo por completo. Dime que NO era eso... –las palabras acabaron en un aullido.
Luis sollozaba. Cerró los ojos con fuerza y empezó a cabecear hacia los lados, negando.
Carlos sonrió entre lagrimas, feliz.
–Lo sabía.
El Rey Negro se giró hacia la cucaracha que descansaba en su hombro.
–No, a mí tampoco me gusta ese gordo, tienes toda la razón...
La sonrisa de Carlos permaneció mientras el cuchillo le atravesaba la nuca. Los ojos permanecieron fijos en los de Luis, que seguía negando entre sollozos.
El Rey Negro sintió un roce de antenas en su cuello.
–¿La bolsa de deporte? No sé a que viene eso ahora... Vaaaaale, la abriré... ¡Oh, vaya!
Luis miró como abría la bolsa y sacaba los paquetes de Sentex. Su cabeza seguía negando.
–No, no, no tenía que ser así. Iba a ser un día glorioso –dijo.
El Rey Negro le miró mientras acariciaba el explosivo. Unas antenitas le rozaron el cuello, juguetonas. Sonrió al oír lo que le decían.
Bert acarició con ternura el lomo de su mascota. Pasó el dedo con cariño desde las patitas traseras hasta la pequeña cabeza negra. Le gustaba el tacto suave del caparazón, el cosquilleo en la yema de los dedos y hasta el olor.
Al principio, el movimiento de las antenas le había parecido gracioso: arriba, abajo, rápido, despacio, frenético, relajante. Se podía quedar embelesado durante horas mirando al bichito moverlas. Fue luego, después de un tiempo cuando empezó a captar las señales.
Nada era fácil con ellas. Cuando intentaba tenerlas en la mano se mostraban ariscas. Corrían, saltaban e incluso mordían. Pero él siempre era paciente y nunca las aplastaba, si podía evitarlo. Para solucionarlo se le ocurrió algo: poner una gota de pegamento instantáneo y sujetar la cucaracha durante unos segundos. Se quedaba pegada por la barriga y desde ese momento era toda suya.
Lo peor era lo poco que duraban, apenas unos días. Lo mejor es que había muchas donde elegir. Un día pensó en contarlas para hacerse una idea de cuántas compañeras de piso tenía.
Empezó por el salón. Las iba señalando con el dedo: “una, dos, tres, cuatro...”. Se fue desplazando por todo el piso, mirando debajo de los muebles, dentro de los sillones, bajo la cama, entre la ropa. Fue en el baño donde dejó de contar. Imposible saber cuántas había en aquella masa compacta que vivía detrás de la cadena del inodoro.
El día que tocaba cazar una nueva “favorita” era muy emocionante. Procuraba buscar una que fuera lo suficientemente grande y brillante. No era fácil atraparlas, sobre todo porque a veces se encaprichaba con una en especial y la perseguía de forma obsesiva donde quiera que se ocultase. Una vez, desesperado, había llegado a desmontar la moldura de una puerta. Cuando arrancó la madera, apareció un nido de aquellos pequeños seres. Se subían unos encima de otros huyendo. Imposible saber cuál era la pequeña bastarda que llevaba dos horas persiguiendo entre aquel racimo negro brillante. Le invadió la ira y la emprendió a puñetazos. Fue tan doloroso que acabó por echarse a llorar. Era penoso, tenía los dedos ensangrentados y manchados, y la pequeña ya solo sería una parte más de aquella masa gelatinosa.
Sentado a la mesa de la cocina, observaba a su última amiguita. Llevaba pegada dos días y ya parecía agotada. Qué triste, era tan difícil decirles adiós. La acariciaría un poco más y luego un final rápido. “Con compasión. No soy ningún salvaje”.
En ello andaba perdido su pensamiento, cuando las antenitas del insecto se volvieron al unísono hacia la puerta. Se sobresaltó.
–¿Qué pasa, mi pequeña? –miró hacia la puerta de la calle– ¿crees que se trata de él?
Las antenas se separaron formando una “V”.
–Bueno, si tú lo dices echaré un vistazo, pero no es su hora de salir.
Se levantó y pegó el ojo a la mirilla. La puerta de enfrente se abría. Se oían unas voces de alguien que se despedía, guardaba las llaves y luchaba por colgarse una bolsa grande al hombro.
–Oh, oh, oh, tenías razón, pequeña. Eso significa que ha llegado el día. Está todo preparado. Será solo un segundo.
Cogió el billete de cincuenta euros que llevaba guardando tanto tiempo y lo dejó en el suelo. Luego entreabrió la puerta un poco, lo justo para que se viera desde el descansillo, y se ocultó detrás. Agarró el bate de aluminio que estaba apoyado en la pared y suspiró emocionado. “Oh si, oh, mi nueva compañerita ya está aquí”.
Luis cerró la puerta y echó la llave. Cuando iba a bajar las escaleras, se fijó en la puerta del loco de enfrente. Estaba entreabierta. Iba a largarse, cuando el billete morado le llamó la atención. “El mierda este se lo ha dejado caer”. Sin embargo, tenía prisa y la bolsa de deportes pesaba mucho. Además, iba a ser un día muy especial en clase.
Se acercó con cautela y escuchó. No se oía nada dentro del piso. El billete, doblado y arrugado, le llamaba desde apenas un metro de distancia. Sería cosa de pillarlo y salir corriendo. Fácil. Apoyó la mano en la puerta y empujó despacio.
............
Carlos llevaba esperando horas y ya empezaban a dolerle las rodillas. Cambió de posición y las rotulas crujieron, recordándole la edad y la forma física.
Nunca había entendido aquello de “los cincuenta son los nuevos cuarenta”. Una vez intentó trasladarlo a si mismo: “tengo cincuenta y seis y me siento como si tuviera cuarenta y seis”, pero no coló. Siguió sintiéndose viejo y derrotado, tal como había empezado a pasar cuando cumplió los cuarenta y el balance mental de su vida le dio saldo negativo. Fue entonces cuando empezó la cuesta abajo. Empezaron las equivocaciones, los excesos, las excentricidades, el ridículo. La tristeza se hizo su amiga, su única compañera de viaje.
Y así fue durante mucho tiempo, quizá demasiado, hasta que conoció a Luis.
Estaba sentado en aquel parque, mirando como caían las hojas marrones de los árboles y pensando que debería volver a casa, cuando un joven se sentó a su lado.
El chaval ni siquiera pareció reparar en él mientras miraba el móvil. Era guapo, con unas facciones delicadas y unos pocos granos de acné juvenil. Eran esos granos los que siempre le habían atraído más en aquellas tardes eternas, durante las cuales no perdía de vista los grupos de adolescentes que bromeaban y bebían en el parque. Ese acné era para él como la savia de los árboles nuevos, delgados, llenos de vida... y excitantes.
No se movió ni un centímetro. A veces aquellos cervatillos salían huyendo. Después de unos minutos, giró la cabeza con disimulo, como si mirara a otro sitio, y le dio un repaso rápido de arriba a abajo. Una palabra le vino a la mente: bello.
–¿Cómo te llamas? –el chico habló sin levantar la vista de la pantalla.
Carlos titubeó.
–Enmm, Carlos, hola...
–Yo me llamo David. ¿Vienes mucho por este parque?
–Si, bueno, yo... no demasiado.
El chico levantó los ojos con una sonrisa en los labios.
–Anda ya, pero si siempre te he visto por aquí. No pasa nada, hombre.
Y así empezaron a hablar, como por casualidad, de cualquier cosa. Al principio, Carlos dudó, cauto, pero David destilaba encanto y juventud, y las murallas que habitualmente le ayudaban a defenderse del daño de otras veces, empezaron a venirse abajo.
Después de aquel día hubo muchos otros. Se intercambiaron los teléfonos y la amistad floreció, en apariencia. Luego llegó, al fin, lo que Carlos buscaba. Quedaron en un sitio apartado y la carne joven se abrió.
Al principio pensó que sería la curiosidad de alguien buscándose a si mismo, como le había pasado a él a esa edad. Luego creyó ver cosas en los ojos de David: adoración, entrega... ¿amor?... ¿era posible? Las murallas habían desaparecido y nada podía impedir que un ejército invadiera sus entrañas. ¡Sí, era AMOR!, con mayúsculas. Fueron las dos semanas más felices de su vida. Solo se trataba de cerrar los ojos y continuar. Ya pagaría el precio. Siempre había un precio.
–Qué lejos queda mi casa. ¿Podrías dejarme para el taxi? –la sonrisa del joven era inocente.
Carlos sintió que el cosquilleo del vientre se transformaba en un dolor conocido.
–¿Cincuenta euros serán suficientes? –los precios habituales, nada nuevo.
Lo siguiente fue un préstamo para unos libros. Luego la inventiva se disparó: un nuevo juego para la consola, deportivas nuevas, hierba para relajarse. Carlos nunca llegó a ver nada de aquello, nunca supo el destino de su dinero. Le bastaba con cerrar los ojos y dejarse invadir.
Habían pasado meses y el dinero ahorrado había desaparecido. La noche anterior llamó a Luis y se lo dijo: no había más fondos para pagar la factura. La reacción fue la esperada. El tono cariñoso se transformó en un saco pestilente de palabras agrias y soeces. Después colgó y se pasó la noche mirando el techo, entre lágrimas. Cuando la luz empezó a colarse por los agujeros de la persiana, decidió suplicar. Si con eso no cambiaba nada, sería su final... y el de Luis también. La tristeza dejaría de ser su compañera de viaje.
Un nuevo crujir de rodillas y miró el reloj. No podía aguantar más. Cerró los dedos sobre el mango del cuchillo, atravesó la calle y entró en el portal.
Subió los tres pisos saltando los escalones de dos en dos. Cuando llegó, se paró para recuperar el aliento y algo le llamó la atención. La puerta del vecino trastocado, aquel del que tanto había oído hablar, estaba entreabierta. Sus ojos se abrieron. Podía ver, en medio de la suciedad, la bolsa negra de deportes de Luis. Estaba tirada de cualquier manera. Los celos le nublaron la vista y la bilis le subió a la garganta.
Atravesó la puerta con el cuchillo por delante y espumarajos en la boca, y se paró en seco. El olor le entró por la nariz arañando las mucosas. Sus ojos se desencajaron. Las paredes estaban cubiertas de cientos de cucarachas y el blanco de las paredes estaba cubierto por sus excrementos. “Es como un reino negro”, pensó.
Algo sonó en su cabeza. Fue como un choque de algo metálico y hueco. Luego, hubo un fundido en negro en su mente y Carlos calló con fuerza sobre el suelo pegajoso.
............
Alguien intentaba abrirle un ojo. Resultaba molesto, pero le pesaban demasiado los párpados para poder moverlos. Había un dolor sordo de fondo. Notó entonces que le faltaba el aíre, así que intentó abrir la boca y aspirar, pero algo se lo impedía. El pánico le despertó. Obligó a su ojo a abrirse, pero unas patitas negras se le clavaron dolorosas en la pupila. Rugió a través de la banda pegajosa que le tapaba la boca y el bichito cayó al suelo.
Abrió los ojos. Estaba puesto boca abajo y desnudo. Intentó levantarse pero un dolor espantoso le subió desde la piel de la barriga. Estaba pegado con algo muy fuerte al suelo. Los brazos y las piernas, atados con cinta adhesiva industrial, no respondían. Miró alrededor. Luis estaba justo a su lado, sujeto de la misma forma. Tenía la mirada perdida.
Un personaje mugriento y astroso se puso en cuclillas delante de ambos.
–Mis nuevas amiguitas... ¡pero como os miráis! ¿Es amor? Oh, oh, oh, pero qué bonito es todo. Creo que os voy a quitar la cinta de la boca para que habléis, venga.
Carlos lloraba cuando sus labios se vieron libres. Las cucarachas recorrían su cuerpo y la piel de la barriga se había abierto en varios sitios y sangraba, pero él solo podía pensar en una cosa.
–Luis, cariño, todo aquello que me dijiste ayer... dime que no lo decías en serio, dime que era rabia porque no había más dinero. Sabes que si lo tuviera, te lo daría todo. Sería tuyo por completo. Dime que NO era eso... –las palabras acabaron en un aullido.
Luis sollozaba. Cerró los ojos con fuerza y empezó a cabecear hacia los lados, negando.
Carlos sonrió entre lagrimas, feliz.
–Lo sabía.
El Rey Negro se giró hacia la cucaracha que descansaba en su hombro.
–No, a mí tampoco me gusta ese gordo, tienes toda la razón...
La sonrisa de Carlos permaneció mientras el cuchillo le atravesaba la nuca. Los ojos permanecieron fijos en los de Luis, que seguía negando entre sollozos.
El Rey Negro sintió un roce de antenas en su cuello.
–¿La bolsa de deporte? No sé a que viene eso ahora... Vaaaaale, la abriré... ¡Oh, vaya!
Luis miró como abría la bolsa y sacaba los paquetes de Sentex. Su cabeza seguía negando.
–No, no, no tenía que ser así. Iba a ser un día glorioso –dijo.
El Rey Negro le miró mientras acariciaba el explosivo. Unas antenitas le rozaron el cuello, juguetonas. Sonrió al oír lo que le decían.