CP XI Love me tender - Bass
Publicado: 17 Abr 2016 22:38
El amor y la locura son los motores que hacen andar la vida. Marguerite Yourcenar
LOVE ME TENDER
Otra noche más sin dormir. Como el día anterior. Como los últimos cuatro meses atrás. Conciliaba el sueño cuando los primeros rayos de sol iluminaban el polvo suspendido sobre aquel viejo sofá.
Mi vida con Alice fue muy dura. Dos años de matrimonio que se convirtieron en una tortura. Nunca aprobaba ninguna de mis iniciativas, ni dejaba que compartiera con ella mis aficiones. La mujer risueña que conocí en aquel festival de música country se había convertido en una voz de contestador embutida en un cuerpo inerte. “Te he dejado la cena en la cocina”, decía con tedio cuando me veía entrar por la puerta. Apagaba la televisión y subía a la habitación. Ella en la cama y yo sufriendo viendo los Tennessee Titans en la tele. Dormíamos en colchones separados.
El divorcio no fue mucho mejor. Jamás me opuse a su idea de poner fin a ese error y hasta quise dejarle la camioneta, pero Alice se empeñó en llevarse a Sarah. Tenía 16 años y era una auténtica muñeca. Su melena rubia y esos ojos oscuros le conferían un aspecto interesante, profundo. Además, se estaba convirtiendo en toda una señorita y apostaría a que más de uno en su clase ya se había dado cuenta de sus encantos. Sarah era fruto de un matrimonio anterior de Alice con un sabihondo de Nueva York, aunque eso a mí nunca me importó. No llevaba mi sangre, pero quería a esa mujercita como nadie en el mundo le quería. Ni su propia madre.
Nunca me había ido bien con las mujeres. Aquella profesora de Memphis y la guía turística de Orlando que apenas se esforzaba por venir a verme. Y Alice. Quizá por eso en Sarah encontré un corazón sobre el que apoyarme de verdad. Nos entendíamos a la perfección, o al menos todo lo bien que pueden entenderse un tipo de 44 años y una quinceañera. Desde su marcha ya nada volvió a ser igual; perdido, me pasaba los días buscando siluetas a las que no podía acariciar.
Por eso me fui de mi casa. Por eso y por el cabrón de Perkins. Más de veinte años trabajando en su empresa de “logística rural” y me echó a la puta calle tras mi separación con Alice. “No puedo permitir que un ser como tú pueda seguir a mi lado”. Con todo en mi contra, cerré mi casa de Ridgetop, al norte de Nashville, y me fui. Maldito Perkins…
No supe muy bien por qué elegí mi destino, o al menos no consciente, pero ya llevaba cuatro meses en Wickenburg y empezaba a reencontrarme. Era un pueblecito muy tranquilo -demasiado- pero que me permitía desarrollarme como antes no podía. Las noches, eso sí, seguían siendo territorio hostil para esa parte de mí que necesitaba recargar las pilas, aunque al menos ahora tenía las excusas del calor del desierto y un colchón destartalado. Además, mi cerebro siempre bullía cuando el sol se retiraba en busca de su descanso.
—No había visto por Arizona nadie con tanta afición por los monitores como usted, señor Glen.
—Nadie me dijo que este desierto era tan jodidamente grande hasta para comprar una jodida revista —repuse socarrón.
—Y que siga así, amigo —dijo Phil, un viejo vendedor de electrodomésticos a medio camino entre Wickenburg y Phoenix al que solía recurrir cuando necesitaba cualquier cosa para mi nuevo hogar en medio de la nada—. Suerte con el negocio, sea el que sea, señor Glen.
Andy, el hijo del añoso comerciante, me ayudó a colocar los dos monitores de 24 pulgadas en los asientos traseros de mi Ford F-150 del 89. El chaval pasaba de los 30 años, pero se defendía en la tienda peor que un crío aún sin destetar. Apenas hablaba con la clientela y se escondía en la trastienda en cuanto veía oportunidad, sin embargo, siempre ayudaba a su padre a cargar con cajas y se ofrecía a acompañar a los clientes hasta el coche con la compra.
—¿Son palas de campo? —habló por primera vez Andy aquel día, al pasar su mirada por la plataforma trasera de la camioneta.
—Trabajaba con ellas en Tennessee —le dije mientras encendía un cigarrillo y le ofrecía la cajetilla. No quiso—. Allí se podía sacar provecho del suelo, chico. Aquí no tenéis una mierda.
La respuesta pareció incomodar al joven, pero no me importó en absoluto. ¿Por qué iba a reprimir una cosa que era verdad? Me despedí de Andy, que bajó la cabeza y cruzó de nuevo sin aspavientos la puerta que había bajo el polvoriento letrero de COPPERSMITH & SON. Cuando encaré la salida del aparcamiento, vi cómo padre e hijo interrumpían su cuchicheo para saludar de un modo forzoso. No dudé en apretar el acelerador por la Interestatal 17 rumbo a Wickenburg. Quería dejar las dos pantallas en casa antes de acudir a la de los Rhodes.
Me ganaba la vida ayudando a los vecinos de la zona con algunas chapuzas para sus hogares y arreglos mecánicos para sus coches hasta que encontrara algo estable. La casa de Arthur y Betty Rhodes, dos sexagenarios encantadores, era lo más cercano a una mina de oro que iba a encontrar en esas áridas tierras. Era una edificación sencilla, de doble planta, que no había soportado del todo bien el paso del tiempo. La casa era de los padres de Betty, que fallecieron años atrás; ahora, ambos jubilados, habían optado por dejar Phoenix para pasar, como decía Arthur, “los últimos calores” en el pueblo en el que vivieron y se conocieron en la juventud.
—Come bien, Bill. Me ha dicho Arthur que hoy tenéis que vaciar el garaje antes de empezar a pintar y colocar estantes.
—No se preocupe, señora Rhodes. Un par de semanas más comiendo con ustedes y voy a terminar preocupándome por mi figura —dije dando buena cuenta del estofado que había preparado.
—Hijo, cuando una mujer te llena el plato, es que quiere algo a cambio —soltó entre carcajadas Arthur mientras Betty acertaba en el hombro de su marido con el paño de cocina.
Pasaba la mayoría de las tardes en casa de ese matrimonio. Era agradable completar trabajos para ellos. Cambiaba las viejas tuberías por otras nuevas, reparaba la instalación eléctrica, pintaba y acondicionaba todas las estancias… eran encargos costosos de hacer para alguien entrado en años, pero más soportables para un tipo curtido en tareas físicas como yo. Además, no me pagaban nada mal. Imaginaba que, tras tantos años absortos en su trabajo en la ciudad, sentían que habían encontrado un primer amigo en esta nueva etapa lejos del bullicio de la urbe. A nadie le gusta la soledad.
Siempre insistían en que me quedara a cenar después de cada jornada de trabajo, aunque la mayoría de las veces optaba por irme a mi casa. Aquel día, sin embargo, hice una excepción. A mí tampoco me gustaba la soledad, y menos la del desierto, y esa pareja era lo más parecido a unos amigos que había encontrado en Arizona. Ellos hablaron acerca de la fulgurante carrera de su hijo como abogado en Tucson y la clínica veterinaria de su hija en Phoenix; mi historia, claro, versó sobre la pequeña Sarah y lo felices que éramos compartiendo momentos juntos.
Aquella noche tampoco pude dormir. No tardamos mucho en cenar y regresé temprano a casa. Los Memphis Grizzlies visitaban Phoenix y la fortuna quiso que la NBC televisara el partido en abierto. Por un momento sentí nostalgia de mi casa, mis recuerdos, pero la imagen de Alice terminaba por agriar cualquier diapositiva formada en mi cabeza. Cuando agoté el último trago de mi Budweiser y levanté la botella en señal de victoria emulando al alero de Memphis, recordé que había dejado horas atrás los dos nuevos monitores en el sótano. Mi nueva casita en Wickenburg era muy sencilla: una pequeña vivienda de una sola altura con las estancias necesarias y una puertecita por la que descender a un sótano más agradecido. Era ahí donde guardaba toda la mierda tecnológica. Arriba, además de falta de espacio, parecía que se achicharraban a los dos minutos de estar encendidos. “Puto desierto, ni en mi propia casa me deja tranquilo”.
Descendí por las escelaras no sin antes tomar ciertas precauciones, pues las cervezas habían sido especialmente facilonas aquella noche. Una vez abajo, desprecinté los dos monitores que había comprado en la tienda del viejo Phil y los situé junto a los demás. “Mierda”, exclamé al ver que la conexión no funcionaba y las nuevas pantallas no recibían señal. No eran horas para arreglar nada, así que decidí dejarlo para el día siguiente. Además, ahora tenía que ocuparme del resto de terminales.
No llevaría ni dos horas dormido cuando unos rayos de sol hicieron que maldijera en sueños y me diera media vuelta. Me había quedado traspuesto en la silla que gobierna la cohorte de pantallas, por lo que mi movimiento torpe hizo que uno de los monitores terminara en el suelo, acompañándome. Maldiciendo ya en alto, logré reponerme y revisar posibles daños en el aparato hasta mi cita con los Rhodes.
Dejé la camioneta a la altura de la casa de Arthur y Betty. Llegaba tarde, pues me había entretenido comprobando tanto los dos monitores nuevos como el que había tirado al suelo horas antes. Llamé con insistencia, con ganas de disculparme ante la pareja y ponerme a trabajar cuanto antes, pero no abrió nadie. Rodeé el perímetro de la vivienda, escudriñando ventanas y probando la puerta trasera. Todo cerrado. Cuando me disponía a regresar a la Ford F-150, unos golpes en la puerta principal de la casa interrumpieron el particular silencio del desierto. “¿Señor Rhodes? ¿Señora Rhodes? ¿Hay alguien en casa?”, una voz singular, familiar, aporreaba la puerta mientras solicitaba la presencia del matrimonio.
Esa repentina aparición me había pillado en la parte trasera de la vivienda, así que sin hacer mucho ruido fui caminando por uno de los laterales de la casa hacia la entrada principal. Cuando faltaban dos o tres metros para dar con el porche, vi un coche con la palabra SHERIFF gobernando el lateral del vehículo. “Policía de Arizona, si están ahí, abran la puerta”. Esa voz la había oído en otra parte, aunque no lograba recordar su dueño; el viento que se estaba levantando tampoco ayudaba a visualizar el agente, que, sujetándose el sombrero y viendo que sus esfuerzos por encontrarse con el matrimonio eran en vano, se acercó al vehículo, dio un aviso por radio y acabó marchándose.
“Puto desierto”, pensé cuando entré en mi Ford, una vez desapareció el sheriff en el horizonte. No me refería tanto al plantón de los Rhodes, tanto a mí como al policía, sino al vendaval de arena que ya presidía en Wickenburg y que hacía difícil ver más allá del morro de la camioneta.
No se estaba poniendo agradable el día, pero tenía que solucionar el problema de la conexión de las nuevas pantallas. Al haber comprobado por la mañana que no era culpa de los monitores, decidí acercarme al otro punto donde podría encontrarse el error: las cámaras que tenía instaladas a las afueras del pueblo. Resté importancia a la ausencia del matrimonio vecino, pues supuse que habrían visto anunciar este maldito temporal al meteorólogo de las mañanas de la NBC y habrían optado por hacer una visita a su hija en Phoenix, así que encendí el casete con una cinta original de Elvis Presley y encaminé la furgoneta rumbo a las cámaras. Llegué a mi destino de otro humor, tarareando las canciones y concluyendo con una sonrisa que los Rhodes habían sido los más listos del lugar, desapareciendo del pueblo en un día perro como éste.
La plaga arenosa me permitió manipular con cierta tranquilidad las pequeñas cámaras. Como era de esperar, no dejaba ver la figura que el objetivo apuntaba, por lo que me acerqué a ella. La ventana, bastante elevada con respecto del suelo, se coronaba con facilidad con un par de gruesas cajas que seguían tras el árbol, tal y como las dejé la última vez. No llegué a estar bien aupado cuando un chirrido se hacía hueco entre el espeso silbido de la arena. Un baile de sirenas y luces rojas y azules se detuvo a pocos metros de donde me encontraba, justo al lado de mi camioneta.
—Policía de Arizona, baje de la ventana y ponga las manos en alto —gritó a través de un megáfono una silueta junto al vehículo policial. Era esa voz, esa voz conocida, una vez más—. No haga más tonterías y entréguese.
Hice caso omiso e intenté romper el ventanal con una de las palas que había bajado de la furgoneta, pero la voz, además de familiar, era rápida, y acertó a la primera con una bala en mi hombro izquierdo, cayendo al suelo mientras me retorcía de dolor.
—¡Quién eres, hijo de puta! —grité cuando la figura se abalanzó sobre mí y me esposó—. ¡Qué cojones quieres de mí!
—Agente Coppersmith, capullo —dijo una vez se había asegurado de que yo estaba esposado e inmovilizado —. William Glen, queda detenido por varios delitos de acoso y asesinato.
* * *
—Soy su abogado, señor Glen, pero no puedo ayudarle si usted sigue sin colaborar.
—Qué más le da, voy a ser condenado de todos modos.
—Dígame al menos por qué mató a Arthur y Betty Rhodes.
—Sabían demasiado.
—¿Demasiado? ¿A qué se refiere?
—Sobre Sarah.
—Sobre Sarah y sus visitas a su ventana, ¿no? Y sobre cómo logró usted esquivar la condena por abuso sexual en Tennessee hace casi un año, ¿me equivoco?
—¡Cállese, imbécil!
—Mire, señor Glen, quiero ayudarle, pero si no me cuenta la verdad, esto es inútil. Esta mañana han encontrado un nexo entre la muerte de los Rhodes y la de Lewis Perkins en Ridgetop hace unos meses. Dígame, William, usted conocía al señor Perkins, ¿verdad?
—¿Perkins? No me suena…
LOVE ME TENDER
Otra noche más sin dormir. Como el día anterior. Como los últimos cuatro meses atrás. Conciliaba el sueño cuando los primeros rayos de sol iluminaban el polvo suspendido sobre aquel viejo sofá.
Mi vida con Alice fue muy dura. Dos años de matrimonio que se convirtieron en una tortura. Nunca aprobaba ninguna de mis iniciativas, ni dejaba que compartiera con ella mis aficiones. La mujer risueña que conocí en aquel festival de música country se había convertido en una voz de contestador embutida en un cuerpo inerte. “Te he dejado la cena en la cocina”, decía con tedio cuando me veía entrar por la puerta. Apagaba la televisión y subía a la habitación. Ella en la cama y yo sufriendo viendo los Tennessee Titans en la tele. Dormíamos en colchones separados.
El divorcio no fue mucho mejor. Jamás me opuse a su idea de poner fin a ese error y hasta quise dejarle la camioneta, pero Alice se empeñó en llevarse a Sarah. Tenía 16 años y era una auténtica muñeca. Su melena rubia y esos ojos oscuros le conferían un aspecto interesante, profundo. Además, se estaba convirtiendo en toda una señorita y apostaría a que más de uno en su clase ya se había dado cuenta de sus encantos. Sarah era fruto de un matrimonio anterior de Alice con un sabihondo de Nueva York, aunque eso a mí nunca me importó. No llevaba mi sangre, pero quería a esa mujercita como nadie en el mundo le quería. Ni su propia madre.
Nunca me había ido bien con las mujeres. Aquella profesora de Memphis y la guía turística de Orlando que apenas se esforzaba por venir a verme. Y Alice. Quizá por eso en Sarah encontré un corazón sobre el que apoyarme de verdad. Nos entendíamos a la perfección, o al menos todo lo bien que pueden entenderse un tipo de 44 años y una quinceañera. Desde su marcha ya nada volvió a ser igual; perdido, me pasaba los días buscando siluetas a las que no podía acariciar.
Por eso me fui de mi casa. Por eso y por el cabrón de Perkins. Más de veinte años trabajando en su empresa de “logística rural” y me echó a la puta calle tras mi separación con Alice. “No puedo permitir que un ser como tú pueda seguir a mi lado”. Con todo en mi contra, cerré mi casa de Ridgetop, al norte de Nashville, y me fui. Maldito Perkins…
No supe muy bien por qué elegí mi destino, o al menos no consciente, pero ya llevaba cuatro meses en Wickenburg y empezaba a reencontrarme. Era un pueblecito muy tranquilo -demasiado- pero que me permitía desarrollarme como antes no podía. Las noches, eso sí, seguían siendo territorio hostil para esa parte de mí que necesitaba recargar las pilas, aunque al menos ahora tenía las excusas del calor del desierto y un colchón destartalado. Además, mi cerebro siempre bullía cuando el sol se retiraba en busca de su descanso.
—No había visto por Arizona nadie con tanta afición por los monitores como usted, señor Glen.
—Nadie me dijo que este desierto era tan jodidamente grande hasta para comprar una jodida revista —repuse socarrón.
—Y que siga así, amigo —dijo Phil, un viejo vendedor de electrodomésticos a medio camino entre Wickenburg y Phoenix al que solía recurrir cuando necesitaba cualquier cosa para mi nuevo hogar en medio de la nada—. Suerte con el negocio, sea el que sea, señor Glen.
Andy, el hijo del añoso comerciante, me ayudó a colocar los dos monitores de 24 pulgadas en los asientos traseros de mi Ford F-150 del 89. El chaval pasaba de los 30 años, pero se defendía en la tienda peor que un crío aún sin destetar. Apenas hablaba con la clientela y se escondía en la trastienda en cuanto veía oportunidad, sin embargo, siempre ayudaba a su padre a cargar con cajas y se ofrecía a acompañar a los clientes hasta el coche con la compra.
—¿Son palas de campo? —habló por primera vez Andy aquel día, al pasar su mirada por la plataforma trasera de la camioneta.
—Trabajaba con ellas en Tennessee —le dije mientras encendía un cigarrillo y le ofrecía la cajetilla. No quiso—. Allí se podía sacar provecho del suelo, chico. Aquí no tenéis una mierda.
La respuesta pareció incomodar al joven, pero no me importó en absoluto. ¿Por qué iba a reprimir una cosa que era verdad? Me despedí de Andy, que bajó la cabeza y cruzó de nuevo sin aspavientos la puerta que había bajo el polvoriento letrero de COPPERSMITH & SON. Cuando encaré la salida del aparcamiento, vi cómo padre e hijo interrumpían su cuchicheo para saludar de un modo forzoso. No dudé en apretar el acelerador por la Interestatal 17 rumbo a Wickenburg. Quería dejar las dos pantallas en casa antes de acudir a la de los Rhodes.
Me ganaba la vida ayudando a los vecinos de la zona con algunas chapuzas para sus hogares y arreglos mecánicos para sus coches hasta que encontrara algo estable. La casa de Arthur y Betty Rhodes, dos sexagenarios encantadores, era lo más cercano a una mina de oro que iba a encontrar en esas áridas tierras. Era una edificación sencilla, de doble planta, que no había soportado del todo bien el paso del tiempo. La casa era de los padres de Betty, que fallecieron años atrás; ahora, ambos jubilados, habían optado por dejar Phoenix para pasar, como decía Arthur, “los últimos calores” en el pueblo en el que vivieron y se conocieron en la juventud.
—Come bien, Bill. Me ha dicho Arthur que hoy tenéis que vaciar el garaje antes de empezar a pintar y colocar estantes.
—No se preocupe, señora Rhodes. Un par de semanas más comiendo con ustedes y voy a terminar preocupándome por mi figura —dije dando buena cuenta del estofado que había preparado.
—Hijo, cuando una mujer te llena el plato, es que quiere algo a cambio —soltó entre carcajadas Arthur mientras Betty acertaba en el hombro de su marido con el paño de cocina.
Pasaba la mayoría de las tardes en casa de ese matrimonio. Era agradable completar trabajos para ellos. Cambiaba las viejas tuberías por otras nuevas, reparaba la instalación eléctrica, pintaba y acondicionaba todas las estancias… eran encargos costosos de hacer para alguien entrado en años, pero más soportables para un tipo curtido en tareas físicas como yo. Además, no me pagaban nada mal. Imaginaba que, tras tantos años absortos en su trabajo en la ciudad, sentían que habían encontrado un primer amigo en esta nueva etapa lejos del bullicio de la urbe. A nadie le gusta la soledad.
Siempre insistían en que me quedara a cenar después de cada jornada de trabajo, aunque la mayoría de las veces optaba por irme a mi casa. Aquel día, sin embargo, hice una excepción. A mí tampoco me gustaba la soledad, y menos la del desierto, y esa pareja era lo más parecido a unos amigos que había encontrado en Arizona. Ellos hablaron acerca de la fulgurante carrera de su hijo como abogado en Tucson y la clínica veterinaria de su hija en Phoenix; mi historia, claro, versó sobre la pequeña Sarah y lo felices que éramos compartiendo momentos juntos.
Aquella noche tampoco pude dormir. No tardamos mucho en cenar y regresé temprano a casa. Los Memphis Grizzlies visitaban Phoenix y la fortuna quiso que la NBC televisara el partido en abierto. Por un momento sentí nostalgia de mi casa, mis recuerdos, pero la imagen de Alice terminaba por agriar cualquier diapositiva formada en mi cabeza. Cuando agoté el último trago de mi Budweiser y levanté la botella en señal de victoria emulando al alero de Memphis, recordé que había dejado horas atrás los dos nuevos monitores en el sótano. Mi nueva casita en Wickenburg era muy sencilla: una pequeña vivienda de una sola altura con las estancias necesarias y una puertecita por la que descender a un sótano más agradecido. Era ahí donde guardaba toda la mierda tecnológica. Arriba, además de falta de espacio, parecía que se achicharraban a los dos minutos de estar encendidos. “Puto desierto, ni en mi propia casa me deja tranquilo”.
Descendí por las escelaras no sin antes tomar ciertas precauciones, pues las cervezas habían sido especialmente facilonas aquella noche. Una vez abajo, desprecinté los dos monitores que había comprado en la tienda del viejo Phil y los situé junto a los demás. “Mierda”, exclamé al ver que la conexión no funcionaba y las nuevas pantallas no recibían señal. No eran horas para arreglar nada, así que decidí dejarlo para el día siguiente. Además, ahora tenía que ocuparme del resto de terminales.
No llevaría ni dos horas dormido cuando unos rayos de sol hicieron que maldijera en sueños y me diera media vuelta. Me había quedado traspuesto en la silla que gobierna la cohorte de pantallas, por lo que mi movimiento torpe hizo que uno de los monitores terminara en el suelo, acompañándome. Maldiciendo ya en alto, logré reponerme y revisar posibles daños en el aparato hasta mi cita con los Rhodes.
Dejé la camioneta a la altura de la casa de Arthur y Betty. Llegaba tarde, pues me había entretenido comprobando tanto los dos monitores nuevos como el que había tirado al suelo horas antes. Llamé con insistencia, con ganas de disculparme ante la pareja y ponerme a trabajar cuanto antes, pero no abrió nadie. Rodeé el perímetro de la vivienda, escudriñando ventanas y probando la puerta trasera. Todo cerrado. Cuando me disponía a regresar a la Ford F-150, unos golpes en la puerta principal de la casa interrumpieron el particular silencio del desierto. “¿Señor Rhodes? ¿Señora Rhodes? ¿Hay alguien en casa?”, una voz singular, familiar, aporreaba la puerta mientras solicitaba la presencia del matrimonio.
Esa repentina aparición me había pillado en la parte trasera de la vivienda, así que sin hacer mucho ruido fui caminando por uno de los laterales de la casa hacia la entrada principal. Cuando faltaban dos o tres metros para dar con el porche, vi un coche con la palabra SHERIFF gobernando el lateral del vehículo. “Policía de Arizona, si están ahí, abran la puerta”. Esa voz la había oído en otra parte, aunque no lograba recordar su dueño; el viento que se estaba levantando tampoco ayudaba a visualizar el agente, que, sujetándose el sombrero y viendo que sus esfuerzos por encontrarse con el matrimonio eran en vano, se acercó al vehículo, dio un aviso por radio y acabó marchándose.
“Puto desierto”, pensé cuando entré en mi Ford, una vez desapareció el sheriff en el horizonte. No me refería tanto al plantón de los Rhodes, tanto a mí como al policía, sino al vendaval de arena que ya presidía en Wickenburg y que hacía difícil ver más allá del morro de la camioneta.
No se estaba poniendo agradable el día, pero tenía que solucionar el problema de la conexión de las nuevas pantallas. Al haber comprobado por la mañana que no era culpa de los monitores, decidí acercarme al otro punto donde podría encontrarse el error: las cámaras que tenía instaladas a las afueras del pueblo. Resté importancia a la ausencia del matrimonio vecino, pues supuse que habrían visto anunciar este maldito temporal al meteorólogo de las mañanas de la NBC y habrían optado por hacer una visita a su hija en Phoenix, así que encendí el casete con una cinta original de Elvis Presley y encaminé la furgoneta rumbo a las cámaras. Llegué a mi destino de otro humor, tarareando las canciones y concluyendo con una sonrisa que los Rhodes habían sido los más listos del lugar, desapareciendo del pueblo en un día perro como éste.
La plaga arenosa me permitió manipular con cierta tranquilidad las pequeñas cámaras. Como era de esperar, no dejaba ver la figura que el objetivo apuntaba, por lo que me acerqué a ella. La ventana, bastante elevada con respecto del suelo, se coronaba con facilidad con un par de gruesas cajas que seguían tras el árbol, tal y como las dejé la última vez. No llegué a estar bien aupado cuando un chirrido se hacía hueco entre el espeso silbido de la arena. Un baile de sirenas y luces rojas y azules se detuvo a pocos metros de donde me encontraba, justo al lado de mi camioneta.
—Policía de Arizona, baje de la ventana y ponga las manos en alto —gritó a través de un megáfono una silueta junto al vehículo policial. Era esa voz, esa voz conocida, una vez más—. No haga más tonterías y entréguese.
Hice caso omiso e intenté romper el ventanal con una de las palas que había bajado de la furgoneta, pero la voz, además de familiar, era rápida, y acertó a la primera con una bala en mi hombro izquierdo, cayendo al suelo mientras me retorcía de dolor.
—¡Quién eres, hijo de puta! —grité cuando la figura se abalanzó sobre mí y me esposó—. ¡Qué cojones quieres de mí!
—Agente Coppersmith, capullo —dijo una vez se había asegurado de que yo estaba esposado e inmovilizado —. William Glen, queda detenido por varios delitos de acoso y asesinato.
* * *
—Soy su abogado, señor Glen, pero no puedo ayudarle si usted sigue sin colaborar.
—Qué más le da, voy a ser condenado de todos modos.
—Dígame al menos por qué mató a Arthur y Betty Rhodes.
—Sabían demasiado.
—¿Demasiado? ¿A qué se refiere?
—Sobre Sarah.
—Sobre Sarah y sus visitas a su ventana, ¿no? Y sobre cómo logró usted esquivar la condena por abuso sexual en Tennessee hace casi un año, ¿me equivoco?
—¡Cállese, imbécil!
—Mire, señor Glen, quiero ayudarle, pero si no me cuenta la verdad, esto es inútil. Esta mañana han encontrado un nexo entre la muerte de los Rhodes y la de Lewis Perkins en Ridgetop hace unos meses. Dígame, William, usted conocía al señor Perkins, ¿verdad?
—¿Perkins? No me suena…