CF 2 - Seikurd, el último gursmichk - Fernweh (2° Popular)
Publicado: 16 Oct 2016 15:27
Seikurd, el último gursmichk
Poco antes de las primeras luces del alba, Seikurd sacó medio cuerpo del agua y apoyó los antebrazos en la orilla del río. En sus manos sostenía una reluciente gema color violeta aunque, en aquel momento, él desconocía que esa fuera su verdadera apariencia. Para él era de un tono ocre, ambarino, así como todo lo que le rodeaba, pues esa era la única tonalidad que los gursmichks eran capaces de percibir en la penumbra. Por lo demás, su visión era perfecta aún en las más profundas tinieblas.
Con un movimiento ágil y resuelto, salió del río y se sacudió las gotas que se habían quedado adheridas a su escuálido cuerpo. El amanecer se aproximaba y el sol se encargaría de secarlo por completo. Pero lo cierto era que la oscura piel de Seikurd nunca parecía estar seca ya que, constantemente, una especie de viscosidad verdosa rezumaba por sus escamas confiriéndole un aspecto turbio y untuoso.
Antes de emprender el regreso a su hogar, se quedó parado unos instantes para deleitarse en la contemplación del festival de colores con el que los rayos de sol iban bañando el paisaje.
Con sus enormes ojos vidriosos, naranjas y sin párpados, observaba ensimismado aquel mágico entorno. Los árboles, las flores, las montañas, las pequeñas aves e insectos que ya empezaban a despertar. Hasta el más mínimo detalle le fascinaba.
Él, al igual que los gursmichks más jóvenes de su clan, había nacido en una cueva situada en las montañas Górlam, y allí pasó catorce años sin conocer otra cosa que no fuera aquellas paredes rocosas, húmedas y frías. No obstante, desde que su difunto abuelo Herink le habló de lo maravillosa que fue su vida en el bosque, no hubo noche en la que Seikurd no se adentrara en la espesura para contemplar con sus propios ojos semejante belleza, y así poder descargarse un poco de la pena que había ido acumulando durante sus años de encierro.
Sus excursiones siempre eran nocturnas porque hacerlo a la luz del día era peligroso. Los humanos solían ir allí a cazar, y como bien se había encargado de advertirle su abuelo, estos fueron los causantes de que antaño tuvieran que abandonar la floresta, esconderse en la cueva y quedarse ahí para siempre.
Según contaba Herink, los hombres quedaban espantados al verlos. Muchos huían despavoridos ante su presencia mientras otros, los más osados, los atacaban sin piedad hasta darles muerte. Y todo a causa de su repulsiva apariencia pues, pese a que la Diosa Edra no había sido muy generosa en cuanto a su fisonomía, no había en todo Órlank criatura más inofensiva que un gursmichk.
Respetaban la naturaleza como ninguna otra raza y solo se alimentaban de algas y moho. Aunque, a decir verdad, sí que había ocasiones en las que comían otra cosa. Eso sí, tenían un buen motivo para hacerlo. Y es que estaban convencidos de que cuando uno de los suyos moría, la única manera de hacer que continuara vivo de alguna forma, era ingiriendo su cuerpo. De ese modo su alma pasaba a formar parte de ellos, así como todas las almas, conocimientos y sabiduría adquiridos durante la vida del difunto. Por esto último, se consideraba que aquel que más almas llevara en su interior era el más sabio de todo el clan, y lo nombraban como el “Dan-keh”, lo que viene a ser “Gran sabio” en la lengua gursmichk.
Seikurd no estaba del todo de acuerdo con esta teoría porque, según él, podría darse el caso de haber ingerido los cuerpos de muchos familiares y que ninguno fuera demasiado espabilado. Por el contrario, otros podrían haber “rendido homenaje” a una cantidad mucho menor de parientes todos ellos dotados con una enorme inteligencia, y esto los posicionaría por encima de los primeros.
Pero el joven Seikurd no inventaba las normas… No, más bien las rompía, ya que sus padres le habían prohibido salir de su guarida infinidad de veces, y él lo continuaba haciendo cada noche.
Ya había amanecido del todo cuando llegó a la pequeña entrada de la cueva y, antes de acceder a la gruta, alzó la gema hacia el diáfano cielo para observar el nuevo hallazgo en su máximo esplendor. Su cuerpo se estremeció. No había duda de que de todos los tesoros que había ido recogiendo en sus escapadas nocturnas, aquel era el más bello.
Raudo, se deslizó por la estrecha abertura en la montaña teniendo mucho cuidado de no hacer ruido y, tan rápido como pudo, fue hasta la galería que le servía de alcoba a él y a su hermana.
—¡Tanik, Tanik! —zarandeó suavemente a la niña hasta despertarla—. ¡Tienes que salir a ver esto! ¡Te va a encantar!
—¡Seikurd! —dijo ella entre bostezos mientras se abrazaba a su hermano—. ¿Es ya la hora de levantarse?
—No, aún podrás dormir un poco más, pero primero tienes que venir conmigo. ¡Vamos! ¡Antes de que los demás se despierten! Hay una cosa que quiero enseñarte.
Salieron juntos de la galería y se dirigieron a la entrada. Una vez allí, Seikurd orientó la piedra hacia el sol.
—¡Oooh, es precioso! Es el color más bonito que he visto en mi vida. ¿Qué es?
—Es… es… tánderin. —se sorprendió contestando Seikurd después de examinar el reluciente cristal unos segundos—. Es uno de los minerales más preciados por los humanos. ¡Creen que tiene propiedades mágicas!
—¿Y eso cómo lo sabes? —preguntó Tanik con una sonrisa y mostrando sus pequeños dientes afilados.
—No… no lo sé. Debe ser por llevar dentro al abuelo. Seguro que él conocía bien todas las piedras preciosas de Órlank.
Tras estas palabras, un rayo de sol incidió directamente sobre la gema y, de pronto, una amplia luz violácea brotó de ella haciéndola parecer diez veces su tamaño. Seikurd y Tanik se quedaron boquiabiertos. Contemplaban maravillados aquel resplandor mientras la luz crecía y crecía, bañaba sus rostros, entraba en la cueva, y se extendía delante de sus ojos, más allá del horizonte.
—No me extraña que sea tan preciado. ¡Es asombroso! —exclamó la niña.
—Sí que lo es. —dijo Seikurd sin dejar de mirar aquel misterioso halo—.Ten, quiero que lo tengas tú. —continuó al cabo de unos minutos mientras ofrecía el cristal a su hermana—. Guárdalo en tu cinto junto a lo demás. Y ya sabes…, ni una palabra a nadie.
Tanik recogió el nuevo tesoro y lo introdujo en una cajita metálica, soldada a su cinturón de acero, en la que guardaba todos los regalos que su hermano le iba haciendo. Después, regresaron a su alcoba dando saltos de alegría.
Seikurd no reparó en lo cansado que estaba hasta internarse en el apacible agujero que usaba como lecho. «Debería dormir al menos un par de horas antes de que comience la actividad en la cueva.» Pensó.
La pequeña Tanik se acurrucó junto él y le pidió que le cantara una canción de cuna.
—¡La que te enseñó el abuelo! ¡Canta esa!
A pesar del agotamiento, la áspera voz de Seikurd no se hizo esperar y, acariciando la cabeza de la niña, empezó a entonar un antiguo cántico.
«Dan kaisei, din kai kaidú. Gan sirtai sur dar bairún.» Lo que en la lengua común quiere decir «Gran amor, no temas nunca. El ancho cielo nos ampara.»
Pronto, los ojos se les oscurecieron y ambos quedaron sumidos en un profundo sueño.
Horas después, despertaron sobresaltados por un gran estruendo procedente del recinto principal y, cuando llegaron allí, Seikurd no podía creer lo que estaba viendo. Al menos una docena de cadáveres yacían en el suelo. Lo primero en lo que se fijó fue en que uno de ellos no era de los suyos. Se trataba del cuerpo sin vida de un humano al que alguien debía haberle asestado un fuerte golpe en la cabeza. Pero, ¿cómo había podido llegar hasta allí? ¿Qué diantres había pasado?
Estaba sumido en esos pensamientos cuando una mano se posó en su hombro.
—Lo siento mucho, Seikurd. —escuchó a su espalda.
—¿Qué? —respondió el joven gursmichk girándose hacia su interlocutor.
No hizo falta que nadie contestara. La voz desgarrada de Tanik le sacó de su aturdimiento.
—¡Mamá, papá! —sonó como un alarido aterrador.
Entonces los vio. Junto al cadáver del “Dan-Keh”, estaban los cuerpos inertes de sus padres.
El “Homenaje funerario” duró mucho más de lo acostumbrado. Comían despacio, la conmoción reinante en toda la sala les impedía tragar y, en un par de ocasiones, Seikurd ayudó a su hermana para que no vomitara. Ella era demasiado pequeña para participar de aquellos honores cuando el abuelo Herink murió, por lo que era la primera vez que lo hacía.
—Tranquila Tanik, no se han ido del todo. Pronto lo verás. —dijo Seikurd tratando de calmar a su hermana entre gemidos entrecortados.
Ambos fueron turnándose del padre a la madre cada cierto tiempo, mientras que el resto de gursmichks hacían lo propio con sus parientes caídos.
Una vez terminaron, llegó el turno del “Dan-keh” que, como era la tradición, fue repartido entre todo el clan.
Nadie se atrevió a articular palabra cuando el ritual llegó a su fin, hasta que Volnast, el nuevo “Dan-Keh” por derecho, alzó la voz.
—Son más de veinte años los que llevamos escondidos en esta cueva creyendo estar a salvo. Y así ha sido hasta día de hoy. —Volnast se paseaba de un lado al otro de la sala mientras hablaba—. Ahora todo ha cambiado. Aún no sabemos qué extraña razón ha hecho a los humanos internarse en estos parajes…
—¡La luz! —musitó Tanik junto al oído de su hermano. Seikurd agachó la cabeza e hizo un gesto con la mano para que la niña se callara.
—Aunque eso no es lo más importante. —continuó Volnast—. Lo que realmente debe preocuparnos es que los tres que han huido avisarán a los demás y, tarde o temprano, volverán. Ahora que saben dónde nos escondemos, vendrán a por todos nosotros. —su voz era una singular amalgama entre firmeza y abatimiento.
—¡No si antes vamos nosotros a por ellos! —el colérico grito provenía del fondo. Yandrock, el gursmichk más conflictivo del clan, cuyo padre también había caído durante el ataque, se adelantó hacia el centro y siguió hablando—. Lo que tenemos que hacer es ir a su poblado y vengar a los nuestros. —concluyó intentando retener las lágrimas que la rabia le provocaba.
—No es prudente. Los más veteranos sabemos a lo que nos enfrentaríamos. ¡Ellos son más fuertes, tienen armas! Además, ninguno de nosotros está hecho para la batalla. ¡Ni siquiera hemos sabido defendernos de los cuatro que han hallado la cueva! Lo más sensato sería huir, buscar otro escondite y rezar a Edra cada día para que nunca nos localicen. —Volnast tragó saliva antes de proseguir—. Sin embargo, ya antaño nuestros antepasados trataron de encontrar otras guaridas y ninguna era tan segura como esta. Aunque huyamos, nos encontrarán. Órlank está lleno de estas criaturas. —dijo señalando el cuerpo del hombre, que aún yacía en el suelo.
—¿Qué haremos con él? —preguntó uno de los ancianos.
—¡No podemos dejarlo aquí! —añadió la joven que estaba a su lado.
—Yo creo que deberíamos comérnoslo. —dijo Yandrock dando pequeñas dentelladas a la nada.
—¿¡Estás loco!? —la ira de Volnast le hizo apretar los puños—. ¿Acaso quieres contagiar tu alma y la de los tuyos con la de uno de estos seres? Quemaremos su cadáver, ahora. No quiero seguir contemplándolo ni un instante más. ¡Venid a ayudarme! —sentenció.
Los gursmichks rodearon al hombre y en pocos segundos las mejillas de todos ellos comenzaron a inflarse hasta hacer que su piel pareciera casi transparente. Después, escupieron simultáneamente sobre el cadáver una sustancia pardusca, espesa y gelatinosa, que se transformó en férvidas llamas nada más tomar contacto con el aire. El fuego no tardó en consumir el cuerpo.
Tras incinerar al humano, la discusión sobre cómo debían proceder continuó durante horas. Unos optaban por huir y, otros, los más ancianos, pensaban que lo mejor sería quedarse y esperar. Si al final iban a dar con ellos… ¿Para qué demorarlo? Y luego estaba Yandrock, que seguía empecinado en atacar.
No se llegó a ningún acuerdo.
Una vez en su alcoba, Seikurd no podía dormir. Saberse responsable de todo aquello hizo que se le encogiera el estómago y que el pánico, salvaje y mordaz, amenazara con salir de un momento a otro por su garganta. Sus padres y los demás difuntos seguirían con vida si no fuera por él, y además había puesto al resto del clan en peligro. ¡Tenía que hacer algo!
Finalmente, se levantó y decidió acercarse al poblado. Quizá viera u oyera algo que le diese alguna pista sobre lo que los humanos pretendían hacer, si estaban asustados o si, por el contrario, planeaban volver a la cueva para matarlos.
Era noche cerrada cuando llegó. Un grupo de hombres dialogaban alrededor de una fogata, y Seikurd los observó atentamente tras el follaje con su ambarina visión. Desde su escondite las voces le llegaban como un susurro lejano. Aún así, sus gestos, eufóricos y furiosos a la vez, le dieron una idea aproximada de los ánimos que reinaban en la aldea. Volverían.
Poco a poco se fueron retirando a sus cabañas pero, antes, pudo ver cómo algunos abrían la puerta de una pequeña choza e introducían allí sus lanzas. Dentro se apreciaba al menos un centenar de ellas.
Durante el camino de vuelta, Seikurd comenzó a urdir su plan. Era cierto que no podían enfrentarse a esos seres, sin embargo… sí que podían tratar de asustarlos y hacer que los considerasen lo bastante peligrosos como para que no se atrevieran a volver a la cueva.
El plan era sencillo. Irían mientras los humanos descansaban. Una vez allí, cogerían las lanzas del cobertizo dejándolos así desarmados. Entonces, escupirían su saliva incendiaria hacia sus cabañas y, cuando saliesen escapando del fuego, allí estarían ellos, escupiendo más y más, y amenazando con atravesarles el cuerpo si osaban acercarse. Seguro que huirían despavoridos y jamás volverían a pisar esas tierras. Sí, parecía bastante fácil.
Cuando Seikurd expuso su idea al resto del clan, al principio, nadie le apoyó, a excepción de Yandrock, claro está. No obstante, tras recapacitar, Volnast manifestó que quizá el joven gursmichk estuviera en lo cierto, y que aquella podría ser la mejor opción que tenían.
La estrategia se llevó a cabo a la noche siguiente.
Se sorprendieron de la rapidez con la que las casas comenzaron a arder. Con optimismo y esperanza en sus corazones, se dirigieron al cobertizo guiados por Seikurd. No había lanzas para todos, aunque sí las suficientes para crear una barrera lo bastante aterradora. Formaron varias hileras frente a sus cabañas, y allí esperaban impacientes a que aquellos miserables salieran, mostrando sus picudos y mugrientos dientes para infundir aún más pavor a sus enemigos.
El plan estaba saliendo de maravilla. ¡Pronto serían libres!
Pero con lo que los gursmichks no contaban, era con que los humanos también guardaban armamento dentro de sus hogares.
Con las primeras flechas, la barrera comenzó a dispersarse y, pronto, el poblado se convirtió en un campo de batalla de lo más grotesco.
Arcos, espadas, hachas… No había un solo hombre que no portara alguna de estas armas.
Cuando algún gursmichk moría, siempre había otro que dejaba caer su lanza para arrojarse con premura a devorar su cuerpo y, los humanos, a pesar de estar horrorizados ante tal espectáculo, no perdían la oportunidad de seguir segando las vidas de aquellos que tan fácilmente se la rendían.
Seikurd observaba sobrecogido cómo su plan fracasaba sin atacar a ni uno solo de sus oponentes. La impotencia que nacía en lo más hondo de sus entrañas lo dejó paralizado, como si su cuerpo se hubiera convertido en una jaula de sórdidos barrotes y él se hallara en su interior sin poder hacer nada para derribarlos. De repente, un encarnizado grito le hizo salir de su estupor, y al girarse vio cómo uno de los humanos se dirigía hacia él con un enorme hacha. Por suerte, justo antes de llegar hasta donde estaba, el hombre tropezó con una piedra y cayó de bruces sobre él, quedando atravesado por la lanza que el joven sujetaba. Atónito, soltó el arma y se apartó del cuerpo al tiempo que miraba con horror sus manos ensangrentadas. Entonces, un niño rompió a llorar desconsolado. Seikurd comprendió que debía tratarse del hijo de aquel humano al que había matado accidentalmente, y una profunda pena se apoderó de él. Así que hizo lo que, creyó, era un acto de piedad hacia el pequeño. Tomó el hacha, seccionó un brazo al padre y se lo ofreció al niño diciendo «Krinch, krinch», lo que viene a significar «Come, come». En todo lo que le restaba de vida, Seikurd jamás pudo olvidar el rostro desencajado con el que aquella criatura lo miró.
Fueron pocos los que regresaron a la cueva, donde esperaban preocupados los gursmichks más pequeños y los más ancianos. El panorama era de lo más desolador. Sin mediar palabra, Volnast se apoyó en la pared de la caverna tapándose los ojos con las manos y negando con la cabeza. Los restos de Yandrock y los de tantos otros aún colgaban entre las mandíbulas de sus familiares más cercanos cuando, estos, se dejaron caer al suelo encogidos por el miedo y el dolor. Y Tanik, al ver que su hermano no estaba entre los supervivientes, soltó un aullido que inundó toda la caverna.
Claro que, el joven Seikurd, continuaba con vida.
Cuando decidieron huir, en vez de seguir a sus compañeros hacia las montañas, él se internó en el bosque dispuesto a encontrar otra guarida que fuera segura o, de lo contrario, los ancianos jamás se atreverían a abandonar la cueva. No podría soportar cargar con más muerte en su conciencia. ¡Tenía que encontrar algo, y rápido! El tiempo jugaba en su contra.
Tras una exhaustiva búsqueda, el lugar más resguardado que pudo hallar fue una pequeña gruta subterránea, cerca de un cenagal. Era un sitio fétido y sombrío aunque sin signos de haber sido pisado jamás por un humano, y eso, ahora, era lo único que importaba.
Entusiasmado con el hallazgo, corrió veloz hacia la cueva durante más de media jornada para descubrir que todos sus esfuerzos habían sido en vano. Cuando llegó, ya era demasiado tarde. El resto de su clan había sido aniquilado.
—¡Nooooooooo! —parecía como si todas las almas que Seikurd llevaba en su interior gritaran al unísono y las montañas le devolvieran aquel sonido convertido en el eco de una pesadilla de la que jamás podría despertarse.
No podía creerlo. Esos indeseables habían apilado los cadáveres formando con ellos una gran hoguera. Con los ojos anegados en lágrimas, Seikurd divisó en lo alto el pequeño cinto de su hermana y comenzó a comer los restos carbonizados y cenizas pertenecientes a la dulce Tanik. Pero aquello ya no era ella. Su alma se había ido.
Entre sollozos y temblores, se ciñó el cinturón maldiciendo a los humanos para siempre.
Durante años, el joven gursmichk deambuló por cada rincón de Órlank en busca de otros de su especie. En su camino tuvo que ser muy cauteloso y sortear infinidad de peligros. Volnast tenía razón, la raza humana se extendía por doquier devastando todo lo que encontraba a su paso. Incluso, aquellos seres despiadados, ¡iniciaban guerras entre ellos mismos!
Conforme pasaba el tiempo fue perdiendo la esperanza de encontrar siquiera a uno de los suyos. Estaba solo, portando las almas de su abuelo y de sus padres y lamentándose pensando que cuando él muriese, ellos también lo harían… eternamente, como ya había ocurrido con la pequeña Tanik.
Decidió regresar a su antiguo hogar. Quería morir allí dónde le arrebataron el alma de su hermana. Era la única forma de sentirse cerca de ella en aquel momento donde la raza gursmichk se extinguiría sin remedio.
Pero aquello que encontró distaba mucho de ser el hogar que antaño tuvo. Los humanos habían agujereado cada rincón de la caverna en busca del preciado mineral. Había profundos orificios en el suelo, en las paredes… y en su alma. Esos malnacidos le habían arrebatado todo.
Aunque, ¿para qué engañarse? Toda la culpa había sido suya. Así lo sentía Seikurd.
Con esos pensamientos se encaminó hacia el poblado, dispuesto a arrojarles la gema. ¡Que se la quedaran! A él no había hecho más que traerle desgracias. Por lo que deseó que, a partir de ese momento, la fatalidad pasara a formar parte de la vida de aquella raza infame.
Cuando llegó, el sol ya se había ocultado. Sacó la piedra de la cajita que colgaba del cinturón y la miró por última vez. Y justo cuando se disponía a lanzarla, la gema empezó a desprender aquella misma luz que el día en que la observó junto a Tanik en la entrada de la cueva. Tardó unos segundos en darse cuenta de que ahora era de noche por lo que… ¡Era imposible que brillara! ¡Era imposible que la viera de color violeta!
«¿Acaso será posible que…? ¿Tanik?» Murmuró para sus adentros. «¡¿Tanik!?» Pronunció esta vez alzando la voz. La luz destelló aún con más fuerza y por un instante le pareció ver el rostro de su hermana reflejado en aquel resplandor. Seikurd sonrió por primera vez en mucho tiempo y, sin dudar, ingirió la piedra.
—¡Ey, mirad! ¡Es un hombre pez!
El grito del humano no consiguió sacarle de sus reflexiones, cosa que sí hizo la flecha que segundos después atravesó su hombro derecho.
Seikurd corrió bosque a través huyendo de las decenas de saetas que llovían a su espalda. Era veloz, era ágil… Sin embargo eso no fue suficiente para evitar que dos flechas más penetraran en su cuerpo hiriéndole de gravedad. Con todo, siguió corriendo y corriendo hasta ocultarse en lo más profundo del bosque.
Tras varios minutos de interminable carrera, se dejó caer junto a un árbol casi al borde del desmayo. Desde allí podía oír la algarabía humana cada vez más cerca. Le buscaban. Iluminando el suelo con antorchas, seguían el rastro que su oscura sangre había ido dejando a su paso. No podía hacer nada, pronto le darían alcance.
Pero…, escuchando con más atención, se percató de que el bullicio de aquellos hombres no era lo único que llegaba hasta sus oídos. También escuchó unos aullidos, y no parecían provenir de lejos. Tomó aire y, con mucho esfuerzo, logró ponerse en pie. Avanzó despacio en pos de aquel sonido, sintiendo a cada paso cómo los humanos atajaban las distancias. Seikurd hizo todo lo posible por aumentar el ritmo, mas no lo consiguió; hasta respirar le suponía un gran desgaste de energía. Al fin, pudo ver de dónde provenían los aullidos. A pocos metros, una docena de coyotes salvajes despedazaban a una pequeña víbora. Tragó saliva y, con su último aliento, se dirigió hacia ellos dispuesto a ser devorado.
Poco después, Seikurd, el último gursmichk, murió.
Aquella noche cenaron coyote asado en la aldea. Mientras comían, algunos lloraron recordando a sus seres queridos, caídos en combate. Otros sintieron de golpe un deseo irrefrenable de abrazar a sus padres y hermanos. Y una mujer, mientras amamantaba a su hijo, comenzó a entonar una extraña canción.
«Dan kaisei, din kai kaidú. Gan sirtai sur dar bairún.»
Cuando terminaron de cenar, algo había cambiado en el interior de cada uno de ellos, haciendo que fueran desde entonces un poquito menos “humanos”.
Poco antes de las primeras luces del alba, Seikurd sacó medio cuerpo del agua y apoyó los antebrazos en la orilla del río. En sus manos sostenía una reluciente gema color violeta aunque, en aquel momento, él desconocía que esa fuera su verdadera apariencia. Para él era de un tono ocre, ambarino, así como todo lo que le rodeaba, pues esa era la única tonalidad que los gursmichks eran capaces de percibir en la penumbra. Por lo demás, su visión era perfecta aún en las más profundas tinieblas.
Con un movimiento ágil y resuelto, salió del río y se sacudió las gotas que se habían quedado adheridas a su escuálido cuerpo. El amanecer se aproximaba y el sol se encargaría de secarlo por completo. Pero lo cierto era que la oscura piel de Seikurd nunca parecía estar seca ya que, constantemente, una especie de viscosidad verdosa rezumaba por sus escamas confiriéndole un aspecto turbio y untuoso.
Antes de emprender el regreso a su hogar, se quedó parado unos instantes para deleitarse en la contemplación del festival de colores con el que los rayos de sol iban bañando el paisaje.
Con sus enormes ojos vidriosos, naranjas y sin párpados, observaba ensimismado aquel mágico entorno. Los árboles, las flores, las montañas, las pequeñas aves e insectos que ya empezaban a despertar. Hasta el más mínimo detalle le fascinaba.
Él, al igual que los gursmichks más jóvenes de su clan, había nacido en una cueva situada en las montañas Górlam, y allí pasó catorce años sin conocer otra cosa que no fuera aquellas paredes rocosas, húmedas y frías. No obstante, desde que su difunto abuelo Herink le habló de lo maravillosa que fue su vida en el bosque, no hubo noche en la que Seikurd no se adentrara en la espesura para contemplar con sus propios ojos semejante belleza, y así poder descargarse un poco de la pena que había ido acumulando durante sus años de encierro.
Sus excursiones siempre eran nocturnas porque hacerlo a la luz del día era peligroso. Los humanos solían ir allí a cazar, y como bien se había encargado de advertirle su abuelo, estos fueron los causantes de que antaño tuvieran que abandonar la floresta, esconderse en la cueva y quedarse ahí para siempre.
Según contaba Herink, los hombres quedaban espantados al verlos. Muchos huían despavoridos ante su presencia mientras otros, los más osados, los atacaban sin piedad hasta darles muerte. Y todo a causa de su repulsiva apariencia pues, pese a que la Diosa Edra no había sido muy generosa en cuanto a su fisonomía, no había en todo Órlank criatura más inofensiva que un gursmichk.
Respetaban la naturaleza como ninguna otra raza y solo se alimentaban de algas y moho. Aunque, a decir verdad, sí que había ocasiones en las que comían otra cosa. Eso sí, tenían un buen motivo para hacerlo. Y es que estaban convencidos de que cuando uno de los suyos moría, la única manera de hacer que continuara vivo de alguna forma, era ingiriendo su cuerpo. De ese modo su alma pasaba a formar parte de ellos, así como todas las almas, conocimientos y sabiduría adquiridos durante la vida del difunto. Por esto último, se consideraba que aquel que más almas llevara en su interior era el más sabio de todo el clan, y lo nombraban como el “Dan-keh”, lo que viene a ser “Gran sabio” en la lengua gursmichk.
Seikurd no estaba del todo de acuerdo con esta teoría porque, según él, podría darse el caso de haber ingerido los cuerpos de muchos familiares y que ninguno fuera demasiado espabilado. Por el contrario, otros podrían haber “rendido homenaje” a una cantidad mucho menor de parientes todos ellos dotados con una enorme inteligencia, y esto los posicionaría por encima de los primeros.
Pero el joven Seikurd no inventaba las normas… No, más bien las rompía, ya que sus padres le habían prohibido salir de su guarida infinidad de veces, y él lo continuaba haciendo cada noche.
Ya había amanecido del todo cuando llegó a la pequeña entrada de la cueva y, antes de acceder a la gruta, alzó la gema hacia el diáfano cielo para observar el nuevo hallazgo en su máximo esplendor. Su cuerpo se estremeció. No había duda de que de todos los tesoros que había ido recogiendo en sus escapadas nocturnas, aquel era el más bello.
Raudo, se deslizó por la estrecha abertura en la montaña teniendo mucho cuidado de no hacer ruido y, tan rápido como pudo, fue hasta la galería que le servía de alcoba a él y a su hermana.
—¡Tanik, Tanik! —zarandeó suavemente a la niña hasta despertarla—. ¡Tienes que salir a ver esto! ¡Te va a encantar!
—¡Seikurd! —dijo ella entre bostezos mientras se abrazaba a su hermano—. ¿Es ya la hora de levantarse?
—No, aún podrás dormir un poco más, pero primero tienes que venir conmigo. ¡Vamos! ¡Antes de que los demás se despierten! Hay una cosa que quiero enseñarte.
Salieron juntos de la galería y se dirigieron a la entrada. Una vez allí, Seikurd orientó la piedra hacia el sol.
—¡Oooh, es precioso! Es el color más bonito que he visto en mi vida. ¿Qué es?
—Es… es… tánderin. —se sorprendió contestando Seikurd después de examinar el reluciente cristal unos segundos—. Es uno de los minerales más preciados por los humanos. ¡Creen que tiene propiedades mágicas!
—¿Y eso cómo lo sabes? —preguntó Tanik con una sonrisa y mostrando sus pequeños dientes afilados.
—No… no lo sé. Debe ser por llevar dentro al abuelo. Seguro que él conocía bien todas las piedras preciosas de Órlank.
Tras estas palabras, un rayo de sol incidió directamente sobre la gema y, de pronto, una amplia luz violácea brotó de ella haciéndola parecer diez veces su tamaño. Seikurd y Tanik se quedaron boquiabiertos. Contemplaban maravillados aquel resplandor mientras la luz crecía y crecía, bañaba sus rostros, entraba en la cueva, y se extendía delante de sus ojos, más allá del horizonte.
—No me extraña que sea tan preciado. ¡Es asombroso! —exclamó la niña.
—Sí que lo es. —dijo Seikurd sin dejar de mirar aquel misterioso halo—.Ten, quiero que lo tengas tú. —continuó al cabo de unos minutos mientras ofrecía el cristal a su hermana—. Guárdalo en tu cinto junto a lo demás. Y ya sabes…, ni una palabra a nadie.
Tanik recogió el nuevo tesoro y lo introdujo en una cajita metálica, soldada a su cinturón de acero, en la que guardaba todos los regalos que su hermano le iba haciendo. Después, regresaron a su alcoba dando saltos de alegría.
Seikurd no reparó en lo cansado que estaba hasta internarse en el apacible agujero que usaba como lecho. «Debería dormir al menos un par de horas antes de que comience la actividad en la cueva.» Pensó.
La pequeña Tanik se acurrucó junto él y le pidió que le cantara una canción de cuna.
—¡La que te enseñó el abuelo! ¡Canta esa!
A pesar del agotamiento, la áspera voz de Seikurd no se hizo esperar y, acariciando la cabeza de la niña, empezó a entonar un antiguo cántico.
«Dan kaisei, din kai kaidú. Gan sirtai sur dar bairún.» Lo que en la lengua común quiere decir «Gran amor, no temas nunca. El ancho cielo nos ampara.»
Pronto, los ojos se les oscurecieron y ambos quedaron sumidos en un profundo sueño.
Horas después, despertaron sobresaltados por un gran estruendo procedente del recinto principal y, cuando llegaron allí, Seikurd no podía creer lo que estaba viendo. Al menos una docena de cadáveres yacían en el suelo. Lo primero en lo que se fijó fue en que uno de ellos no era de los suyos. Se trataba del cuerpo sin vida de un humano al que alguien debía haberle asestado un fuerte golpe en la cabeza. Pero, ¿cómo había podido llegar hasta allí? ¿Qué diantres había pasado?
Estaba sumido en esos pensamientos cuando una mano se posó en su hombro.
—Lo siento mucho, Seikurd. —escuchó a su espalda.
—¿Qué? —respondió el joven gursmichk girándose hacia su interlocutor.
No hizo falta que nadie contestara. La voz desgarrada de Tanik le sacó de su aturdimiento.
—¡Mamá, papá! —sonó como un alarido aterrador.
Entonces los vio. Junto al cadáver del “Dan-Keh”, estaban los cuerpos inertes de sus padres.
El “Homenaje funerario” duró mucho más de lo acostumbrado. Comían despacio, la conmoción reinante en toda la sala les impedía tragar y, en un par de ocasiones, Seikurd ayudó a su hermana para que no vomitara. Ella era demasiado pequeña para participar de aquellos honores cuando el abuelo Herink murió, por lo que era la primera vez que lo hacía.
—Tranquila Tanik, no se han ido del todo. Pronto lo verás. —dijo Seikurd tratando de calmar a su hermana entre gemidos entrecortados.
Ambos fueron turnándose del padre a la madre cada cierto tiempo, mientras que el resto de gursmichks hacían lo propio con sus parientes caídos.
Una vez terminaron, llegó el turno del “Dan-keh” que, como era la tradición, fue repartido entre todo el clan.
Nadie se atrevió a articular palabra cuando el ritual llegó a su fin, hasta que Volnast, el nuevo “Dan-Keh” por derecho, alzó la voz.
—Son más de veinte años los que llevamos escondidos en esta cueva creyendo estar a salvo. Y así ha sido hasta día de hoy. —Volnast se paseaba de un lado al otro de la sala mientras hablaba—. Ahora todo ha cambiado. Aún no sabemos qué extraña razón ha hecho a los humanos internarse en estos parajes…
—¡La luz! —musitó Tanik junto al oído de su hermano. Seikurd agachó la cabeza e hizo un gesto con la mano para que la niña se callara.
—Aunque eso no es lo más importante. —continuó Volnast—. Lo que realmente debe preocuparnos es que los tres que han huido avisarán a los demás y, tarde o temprano, volverán. Ahora que saben dónde nos escondemos, vendrán a por todos nosotros. —su voz era una singular amalgama entre firmeza y abatimiento.
—¡No si antes vamos nosotros a por ellos! —el colérico grito provenía del fondo. Yandrock, el gursmichk más conflictivo del clan, cuyo padre también había caído durante el ataque, se adelantó hacia el centro y siguió hablando—. Lo que tenemos que hacer es ir a su poblado y vengar a los nuestros. —concluyó intentando retener las lágrimas que la rabia le provocaba.
—No es prudente. Los más veteranos sabemos a lo que nos enfrentaríamos. ¡Ellos son más fuertes, tienen armas! Además, ninguno de nosotros está hecho para la batalla. ¡Ni siquiera hemos sabido defendernos de los cuatro que han hallado la cueva! Lo más sensato sería huir, buscar otro escondite y rezar a Edra cada día para que nunca nos localicen. —Volnast tragó saliva antes de proseguir—. Sin embargo, ya antaño nuestros antepasados trataron de encontrar otras guaridas y ninguna era tan segura como esta. Aunque huyamos, nos encontrarán. Órlank está lleno de estas criaturas. —dijo señalando el cuerpo del hombre, que aún yacía en el suelo.
—¿Qué haremos con él? —preguntó uno de los ancianos.
—¡No podemos dejarlo aquí! —añadió la joven que estaba a su lado.
—Yo creo que deberíamos comérnoslo. —dijo Yandrock dando pequeñas dentelladas a la nada.
—¿¡Estás loco!? —la ira de Volnast le hizo apretar los puños—. ¿Acaso quieres contagiar tu alma y la de los tuyos con la de uno de estos seres? Quemaremos su cadáver, ahora. No quiero seguir contemplándolo ni un instante más. ¡Venid a ayudarme! —sentenció.
Los gursmichks rodearon al hombre y en pocos segundos las mejillas de todos ellos comenzaron a inflarse hasta hacer que su piel pareciera casi transparente. Después, escupieron simultáneamente sobre el cadáver una sustancia pardusca, espesa y gelatinosa, que se transformó en férvidas llamas nada más tomar contacto con el aire. El fuego no tardó en consumir el cuerpo.
Tras incinerar al humano, la discusión sobre cómo debían proceder continuó durante horas. Unos optaban por huir y, otros, los más ancianos, pensaban que lo mejor sería quedarse y esperar. Si al final iban a dar con ellos… ¿Para qué demorarlo? Y luego estaba Yandrock, que seguía empecinado en atacar.
No se llegó a ningún acuerdo.
Una vez en su alcoba, Seikurd no podía dormir. Saberse responsable de todo aquello hizo que se le encogiera el estómago y que el pánico, salvaje y mordaz, amenazara con salir de un momento a otro por su garganta. Sus padres y los demás difuntos seguirían con vida si no fuera por él, y además había puesto al resto del clan en peligro. ¡Tenía que hacer algo!
Finalmente, se levantó y decidió acercarse al poblado. Quizá viera u oyera algo que le diese alguna pista sobre lo que los humanos pretendían hacer, si estaban asustados o si, por el contrario, planeaban volver a la cueva para matarlos.
Era noche cerrada cuando llegó. Un grupo de hombres dialogaban alrededor de una fogata, y Seikurd los observó atentamente tras el follaje con su ambarina visión. Desde su escondite las voces le llegaban como un susurro lejano. Aún así, sus gestos, eufóricos y furiosos a la vez, le dieron una idea aproximada de los ánimos que reinaban en la aldea. Volverían.
Poco a poco se fueron retirando a sus cabañas pero, antes, pudo ver cómo algunos abrían la puerta de una pequeña choza e introducían allí sus lanzas. Dentro se apreciaba al menos un centenar de ellas.
Durante el camino de vuelta, Seikurd comenzó a urdir su plan. Era cierto que no podían enfrentarse a esos seres, sin embargo… sí que podían tratar de asustarlos y hacer que los considerasen lo bastante peligrosos como para que no se atrevieran a volver a la cueva.
El plan era sencillo. Irían mientras los humanos descansaban. Una vez allí, cogerían las lanzas del cobertizo dejándolos así desarmados. Entonces, escupirían su saliva incendiaria hacia sus cabañas y, cuando saliesen escapando del fuego, allí estarían ellos, escupiendo más y más, y amenazando con atravesarles el cuerpo si osaban acercarse. Seguro que huirían despavoridos y jamás volverían a pisar esas tierras. Sí, parecía bastante fácil.
Cuando Seikurd expuso su idea al resto del clan, al principio, nadie le apoyó, a excepción de Yandrock, claro está. No obstante, tras recapacitar, Volnast manifestó que quizá el joven gursmichk estuviera en lo cierto, y que aquella podría ser la mejor opción que tenían.
La estrategia se llevó a cabo a la noche siguiente.
Se sorprendieron de la rapidez con la que las casas comenzaron a arder. Con optimismo y esperanza en sus corazones, se dirigieron al cobertizo guiados por Seikurd. No había lanzas para todos, aunque sí las suficientes para crear una barrera lo bastante aterradora. Formaron varias hileras frente a sus cabañas, y allí esperaban impacientes a que aquellos miserables salieran, mostrando sus picudos y mugrientos dientes para infundir aún más pavor a sus enemigos.
El plan estaba saliendo de maravilla. ¡Pronto serían libres!
Pero con lo que los gursmichks no contaban, era con que los humanos también guardaban armamento dentro de sus hogares.
Con las primeras flechas, la barrera comenzó a dispersarse y, pronto, el poblado se convirtió en un campo de batalla de lo más grotesco.
Arcos, espadas, hachas… No había un solo hombre que no portara alguna de estas armas.
Cuando algún gursmichk moría, siempre había otro que dejaba caer su lanza para arrojarse con premura a devorar su cuerpo y, los humanos, a pesar de estar horrorizados ante tal espectáculo, no perdían la oportunidad de seguir segando las vidas de aquellos que tan fácilmente se la rendían.
Seikurd observaba sobrecogido cómo su plan fracasaba sin atacar a ni uno solo de sus oponentes. La impotencia que nacía en lo más hondo de sus entrañas lo dejó paralizado, como si su cuerpo se hubiera convertido en una jaula de sórdidos barrotes y él se hallara en su interior sin poder hacer nada para derribarlos. De repente, un encarnizado grito le hizo salir de su estupor, y al girarse vio cómo uno de los humanos se dirigía hacia él con un enorme hacha. Por suerte, justo antes de llegar hasta donde estaba, el hombre tropezó con una piedra y cayó de bruces sobre él, quedando atravesado por la lanza que el joven sujetaba. Atónito, soltó el arma y se apartó del cuerpo al tiempo que miraba con horror sus manos ensangrentadas. Entonces, un niño rompió a llorar desconsolado. Seikurd comprendió que debía tratarse del hijo de aquel humano al que había matado accidentalmente, y una profunda pena se apoderó de él. Así que hizo lo que, creyó, era un acto de piedad hacia el pequeño. Tomó el hacha, seccionó un brazo al padre y se lo ofreció al niño diciendo «Krinch, krinch», lo que viene a significar «Come, come». En todo lo que le restaba de vida, Seikurd jamás pudo olvidar el rostro desencajado con el que aquella criatura lo miró.
Fueron pocos los que regresaron a la cueva, donde esperaban preocupados los gursmichks más pequeños y los más ancianos. El panorama era de lo más desolador. Sin mediar palabra, Volnast se apoyó en la pared de la caverna tapándose los ojos con las manos y negando con la cabeza. Los restos de Yandrock y los de tantos otros aún colgaban entre las mandíbulas de sus familiares más cercanos cuando, estos, se dejaron caer al suelo encogidos por el miedo y el dolor. Y Tanik, al ver que su hermano no estaba entre los supervivientes, soltó un aullido que inundó toda la caverna.
Claro que, el joven Seikurd, continuaba con vida.
Cuando decidieron huir, en vez de seguir a sus compañeros hacia las montañas, él se internó en el bosque dispuesto a encontrar otra guarida que fuera segura o, de lo contrario, los ancianos jamás se atreverían a abandonar la cueva. No podría soportar cargar con más muerte en su conciencia. ¡Tenía que encontrar algo, y rápido! El tiempo jugaba en su contra.
Tras una exhaustiva búsqueda, el lugar más resguardado que pudo hallar fue una pequeña gruta subterránea, cerca de un cenagal. Era un sitio fétido y sombrío aunque sin signos de haber sido pisado jamás por un humano, y eso, ahora, era lo único que importaba.
Entusiasmado con el hallazgo, corrió veloz hacia la cueva durante más de media jornada para descubrir que todos sus esfuerzos habían sido en vano. Cuando llegó, ya era demasiado tarde. El resto de su clan había sido aniquilado.
—¡Nooooooooo! —parecía como si todas las almas que Seikurd llevaba en su interior gritaran al unísono y las montañas le devolvieran aquel sonido convertido en el eco de una pesadilla de la que jamás podría despertarse.
No podía creerlo. Esos indeseables habían apilado los cadáveres formando con ellos una gran hoguera. Con los ojos anegados en lágrimas, Seikurd divisó en lo alto el pequeño cinto de su hermana y comenzó a comer los restos carbonizados y cenizas pertenecientes a la dulce Tanik. Pero aquello ya no era ella. Su alma se había ido.
Entre sollozos y temblores, se ciñó el cinturón maldiciendo a los humanos para siempre.
Durante años, el joven gursmichk deambuló por cada rincón de Órlank en busca de otros de su especie. En su camino tuvo que ser muy cauteloso y sortear infinidad de peligros. Volnast tenía razón, la raza humana se extendía por doquier devastando todo lo que encontraba a su paso. Incluso, aquellos seres despiadados, ¡iniciaban guerras entre ellos mismos!
Conforme pasaba el tiempo fue perdiendo la esperanza de encontrar siquiera a uno de los suyos. Estaba solo, portando las almas de su abuelo y de sus padres y lamentándose pensando que cuando él muriese, ellos también lo harían… eternamente, como ya había ocurrido con la pequeña Tanik.
Decidió regresar a su antiguo hogar. Quería morir allí dónde le arrebataron el alma de su hermana. Era la única forma de sentirse cerca de ella en aquel momento donde la raza gursmichk se extinguiría sin remedio.
Pero aquello que encontró distaba mucho de ser el hogar que antaño tuvo. Los humanos habían agujereado cada rincón de la caverna en busca del preciado mineral. Había profundos orificios en el suelo, en las paredes… y en su alma. Esos malnacidos le habían arrebatado todo.
Aunque, ¿para qué engañarse? Toda la culpa había sido suya. Así lo sentía Seikurd.
Con esos pensamientos se encaminó hacia el poblado, dispuesto a arrojarles la gema. ¡Que se la quedaran! A él no había hecho más que traerle desgracias. Por lo que deseó que, a partir de ese momento, la fatalidad pasara a formar parte de la vida de aquella raza infame.
Cuando llegó, el sol ya se había ocultado. Sacó la piedra de la cajita que colgaba del cinturón y la miró por última vez. Y justo cuando se disponía a lanzarla, la gema empezó a desprender aquella misma luz que el día en que la observó junto a Tanik en la entrada de la cueva. Tardó unos segundos en darse cuenta de que ahora era de noche por lo que… ¡Era imposible que brillara! ¡Era imposible que la viera de color violeta!
«¿Acaso será posible que…? ¿Tanik?» Murmuró para sus adentros. «¡¿Tanik!?» Pronunció esta vez alzando la voz. La luz destelló aún con más fuerza y por un instante le pareció ver el rostro de su hermana reflejado en aquel resplandor. Seikurd sonrió por primera vez en mucho tiempo y, sin dudar, ingirió la piedra.
—¡Ey, mirad! ¡Es un hombre pez!
El grito del humano no consiguió sacarle de sus reflexiones, cosa que sí hizo la flecha que segundos después atravesó su hombro derecho.
Seikurd corrió bosque a través huyendo de las decenas de saetas que llovían a su espalda. Era veloz, era ágil… Sin embargo eso no fue suficiente para evitar que dos flechas más penetraran en su cuerpo hiriéndole de gravedad. Con todo, siguió corriendo y corriendo hasta ocultarse en lo más profundo del bosque.
Tras varios minutos de interminable carrera, se dejó caer junto a un árbol casi al borde del desmayo. Desde allí podía oír la algarabía humana cada vez más cerca. Le buscaban. Iluminando el suelo con antorchas, seguían el rastro que su oscura sangre había ido dejando a su paso. No podía hacer nada, pronto le darían alcance.
Pero…, escuchando con más atención, se percató de que el bullicio de aquellos hombres no era lo único que llegaba hasta sus oídos. También escuchó unos aullidos, y no parecían provenir de lejos. Tomó aire y, con mucho esfuerzo, logró ponerse en pie. Avanzó despacio en pos de aquel sonido, sintiendo a cada paso cómo los humanos atajaban las distancias. Seikurd hizo todo lo posible por aumentar el ritmo, mas no lo consiguió; hasta respirar le suponía un gran desgaste de energía. Al fin, pudo ver de dónde provenían los aullidos. A pocos metros, una docena de coyotes salvajes despedazaban a una pequeña víbora. Tragó saliva y, con su último aliento, se dirigió hacia ellos dispuesto a ser devorado.
Poco después, Seikurd, el último gursmichk, murió.
Aquella noche cenaron coyote asado en la aldea. Mientras comían, algunos lloraron recordando a sus seres queridos, caídos en combate. Otros sintieron de golpe un deseo irrefrenable de abrazar a sus padres y hermanos. Y una mujer, mientras amamantaba a su hijo, comenzó a entonar una extraña canción.
«Dan kaisei, din kai kaidú. Gan sirtai sur dar bairún.»
Cuando terminaron de cenar, algo había cambiado en el interior de cada uno de ellos, haciendo que fueran desde entonces un poquito menos “humanos”.