Massi escribió: ↑11 Jul 2019 00:30
Jaja, este es un foro de descreídos e infieles, todo hay que decirlo...
Es normal ser descreído en este tipo de cuestiones, no en vano los dioses y la religión son en el fondo una creación humana y, por tanto, imperfecta. Lo cierto es que desde la noche de los tiempos los seres humanos hemos tenido una imperiosa necesidad de contar con la salvaguardia de seres o entidades que, estando por encima de nosotros, nos rescatasen de algún modo de nuestra propia existencia mortal. Por eso creamos a los dioses. Dioses que establecieran los cánones de nuestra propia evolución; dioses que nos facilitasen directrices para saber lo que estaba bien y lo que estaba mal; dioses sobre los que proyectar nuestros ancestrales miedos; dioses hacia los que elevar los brazos, bajar la cerviz e hincar sobre el suelo las rodillas; dioses en los que depositar esperanzas; dioses que repartiesen premios y castigos; dioses inmortales, todopoderosos y omniscientes.
Nos pusimos, por tanto, los hombres a la tarea de crear a nuestros dioses, haciéndolo, como no podía ser de otro modo, a nuestra propia imagen y semejanza, ya que a fin de cuentas resultaba el modelo más sencillo. Eso sí, inmediatamente después de crearlos intercambiamos con ellos los respectivos roles, otorgando a los dioses creados el de creadores, para que de esa forma el modelo ganase en consistencia. Y así, desde el crisol donde bullían nuestras dudas y nuestros miedos, fraguamos los hombres a los dioses para luego, paradójicamente, confiarles los arcanos de nuestra propia creación.
Los hombres fuimos, por tanto, creadores de nuestros propios creadores, a quienes conferimos el soplo de la vida para ipso facto poner a su disposición las nuestras propias, otorgándoles así un poder omnímodo.
Y los hombres dispusimos a sus dioses en altares, colocándolos muy por encima de nuestras humanas cabezas, y nos rebajamos y humillamos ante ellos.
Así fue en un principio, lo fue desde entonces y lo sigue siendo hoy en día, hasta el punto de que resulta casi imposible encontrar una sociedad, ya actual, ya pretérita, que no posea su específico inventario de divinidades, sacerdotes y devotos.
Cabría ante tales hechos preguntarse si este tipo de voluntario vasallaje iría de algún modo implícito en el propio mapa genético del ser humano o, por el contrario, obedecería simplemente al miedo y/o la ignorancia, tan poderosos estos que para vencerlos resulte ineluctable el recurso a esta clase de seres o entes divinos. Supongo que cada cual tendrá una respuesta para esa pregunta.
Lo que más jode en cualquier caso es que la gran mayoría de los dioses, por no decir todos, lejos de estarnos agradecidos a los hombres por haberlos creado, se volvieron arrogantes y pasaron a contemplarnos con suma altivez, con desprecio incluso. Más aún, al socaire de ese absoluto poder que en sus manos fue depositado, se ensoberbecieron de tal modo que ningún reparo tuvieron en cometer todo género de excesos y tropelías. Les dio en ese sentido por promulgar normas y principios arbitrarios que los mortales debíamos acatar, pero de cuyo cumplimiento ellos, en cambio, quedaban exentos. Nos castigaron caprichosamente. Nos humillaron. Nos vejaron. Y, por supuesto, desde un principio declinaron cualquier tipo de convivencia con nosotros, ¡con sus creadores!; ellos preferían residir en su Olimpo, en su empíreo Cielo, en su Nirvana, envueltos en toda clase de comodidades y riquezas, muy lejos de los estériles páramos donde construían los hombres sus humildes hogares. Demandaban ofrendas y exigían altares erigidos en su honor, pero marcando siempre de manera estricta las fronteras entre ellos y nosotros: ellos en su firmamento excelso, los hombres en sus míseros tabucos. A lo sumo se avenían a bajar de vez en cuando para pasar el rato, ya fuera con ánimo de ejercitar sus divinos músculos en algún que otro entretenimiento de índole bélica, ya para saciar su rijoso apetito mediante el fornicio con alguna o algún mortal que mereciese la pena (el lascivo Zeus o la ninfómana Afrodita constituyen buenos ejemplos de tal comportamiento).
Anta tamaña iniquidad, los hombres deberíamos habernos revelado hace ya mucho tiempo, tendríamos que haber derrocado a esos dioses altivos que nos tiranizan y arrogarnos nosotros mismos el poder, para siempre. Pero no lo hacemos. ¿Por qué?, que diría Mourinho, aquel que entrenó al Trampas hace ya algunos años. ¿Por qué el Hombre no abre los ojos y asume de una vez por todas que es Él quien de verdad ostenta y ha ostentado siempre la condición de Dios?... No sé, supongo que todavía hay muchas dudas y muchos miedos latentes, dudas y miedos que nos impiden a los hombres alzarnos contra esos dioses que una vez, durante la noche de los tiempos, creamos.
En todo caso, entretanto tiene lugar esa hipotética insurrección, he decidido renegar de mi condición humana y en lo que a mí respecta cursar una instancia-plegaria, con su oportuna póliza, obviamente, en la que pedir ser empingorotado al grado de Dios y convertirme así, como ellos, en inmortal. Pensaréis que es descabellado, pero no, nada de eso. Hay bastantes precedentes. A bote pronto me viene a la cabeza el bueno de Heracles, al que dicho don le fue concedido hace ya eones. Y, sinceramente, nada tiene que envidiar servidor a ese pisaverde, le aventajo sobradamente en cualidades y méritos para merecer ser asimismo encumbrado al solemne Olimpo y vivir allí a cuerpo de rey, digo de Dios... Sí, confieso que me consume el deseo de vivir eternamente allí, de embriagarme a todas horas de ambrosía y saciarme de su renombrado néctar, así como retozar cada noche con alguna de las preciosas divinidades que allí moran. Quien sabe, tal vez Atenea, Hera o la mismísima Afrodita tengan a bien otorgarme sus divinos favores y refocilarnos juntos en imperecederas noches de pasión. Por intentarlo que no quede.
P.D: ¿Ves, Massi? Como no te gustan los posts largos, ahí tienes un par de tazas