No llevo leído mucho pero de momento tengo sentimientos un poco contradictorios.
Por un lado con tantos personajes me estoy confundiendo un poco y me está costando seguir la trama general de la historia.
Sin embargo hay partes concretas en las que el lenguaje o la historia me encantan. Me recuerdan un poco al humor surrealista de Berlanga o de José Luis Cuerda en "Amanece que no es poco". Incluso también me recuerda un poco al humor de José Mota.
Dejo un par de fragmentos que me han gustado mucho:
Don Perfecto Reboiras, hijo único de hijo único, y padre de un hijo único, aunque tonto, era propietario de un loro y de una botica, que le venían, por parte de su madre, de la familia Montenegro. La botica había sido fundada en 1849, y, entonces, el loro ya estaba allí y ya era viejo. Sobre la ancianidad del loro corrían varias leyendas. El loro, a veces, sobre todo en las noches oscuras del estío, dejaba escapar frases en gallego medieval, frases guerreras de aliento, órdenes de ataque y de defensa; otras veces se dirigía a personas desconocidas u olvidadas: las llamaba por su nombre y les preguntaba por su salud y por su fortuna. Se decía que la inmensa memoria del loro de Reboiras había almacenado los recuerdos de la ciudad desde su fundación, y que no era imposible, teóricamente al menos, conseguir que los recitase todos, a condición de encontrar la palabra capaz de suscitarlos. Se decía también que el loro de Clotilde Barallobre, que hablaba en latín y al que llamaba su dueña Obispo y don Jerónimo indistintamente, no era más que copia sin valor, verdadero pastiche del de Reboiras. El cual se columpiaba en su percha junto a la jamba de la puerta los días de sol, o en su rincón de la tienda los de lluvia, y avisaba a su amo: "Perfecto, tienes clientes", o bien, cuando a las chicas del Pasaje de la Violada les tocaba inyectarse su Neosalvarsán primaveral, gritaba: "Perfecto, las putas", y, si hacía sol, les decía chicoleos, y, si viento, las insultaba. Durante los primeros tiempos de la guerra se había pensado seriamente en dar al loro el paseo, porque, durante los desfiles, cantaba los himnos con voz potente, aunque no exenta de cachondeo; pero, cuando lo fueron a buscar, el loro había volado a los tejados y aunque le dispararon y llegaron a creer que lo habían matado, no se encontró su cuerpo, y el loro reapareció cuando las cosas perdieron virulencia. Desde entonces, su voz se hizo más comedida, y anunciaba por ejemplo: "Perfecto, un caballero de uniforme oscuro, con cierto sabor italiano, viene a comprar bicarbonato", y, a continuación, se balanceaba en el columpio y salmodiaba: "El miedo es libre, el miedo es libre". Yo no se lo escuché nunca,y, a lo mejor, nada de esto es verdad, pero, en cuanto a lo del miedo, estoy de acuerdo. Don Arsenio Peleteiro también sabía cosas y, como don Perfecto y su loro, se las callaba, aunque no hubiera por ello merecido mote alguno. Sólo la gravedad de la situación justificaba que hubieran comparecido, uno y otro, en La Voz de Castroforte, dispuestos según todos los indicios a la confidencia histórica. Pero lo que les sacamos en limpio aquella noche fue, primero, que el loro de don Perfecto se sabía de memoria el discurso que don Emilio Salgueiro, último "Rey Artús" de la última Tabla Redonda, había inútilmente intentado pronunciar ante el tribunal que iba a condenarlo: se le acusaba, y era cierto, de haber puesto a don Manuel Azaña, presidente de la República, un telegrama en términos inconcebibles y, por supuesto, delictivos: "Castroforte del Baralla indiferente ante situación y posibles consecuencias Stop Acabamos de proclamar ciudad Cantón independiente título de República Stop Envíe plenipotenciarios para negociar condiciones federación Stop Salúdale... etc.". Contándolo, a don Perfecto Reboiras se le salían las lágrimas.
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Otro más (discurso de don Torcuato sobre el amor y la poesía).
don Torcuato creía necesario que el Vate se consagrase a la creación de un poema didáctico sobre la explotación de la lamprea, en el que, si lo deseaba o si se lo exigía su conciencia profesional, podría incluir libremente todos los mitos presentes y pasados que le viniesen en gana; y el Vate comenzó a escribirlo, pero sin didactismo y apenas sin lampreas. «Le está corrompiendo el alma la funesta doctrina del Arte por el Arte, que, por muy francesa que sea, es una doctrina reaccionaria. El Arte, o sirve al progreso humano, o no sirve para nada. ¿Por qué pierde el tiempo en inventar sufrimientos de amor y ponerlos en verso, si sus amores sólo a usted le conciernen? Aparte, amigo mío, de que uno de los daños peores que pueden infligirse a las generaciones futuras es mantenerlas en la creencia de que el amor es cosa cuasidivina. Al amor hay que desacralizarlo, y a los jóvenes hay que imbuirlos en la idea de que eso que hasta ahora se llamó Amor, con A mayúscula, no es más que el despliegue coaccionado, cuando no impedido, de la sexualidad, actividad natural que los hombres nos hemos empeñado en mixtificar por el procedimiento de hacerla difícil o imposible. Si usted, en vez de abstenerse de todo contacto con hembras en nombre de la fidelidad imaginaria a una mujer que no existe, participase en las metódicas, casi diría en las científicas orgías a que, en fechas fijas y con sincronismo gimnástico, nos entregamos sus amigos, comprobaría que eso que llama Amor no es otra cosa que el resultado de las perturbaciones cerebrales causadas por la acumulación de semen en las vesículas de Graaf, las cuales, una vez vacías, dejan de enviar venenos al cerebro hasta que vuelven a llenarse. No niego que el ejercicio del sexo sea una actividad placentera, pero también lo es merendarse una empanada de lampreas, y no por eso se nos ocurre inventar una metafísica de la merienda, menos aún considerar que la secreción de jugos gástricos, la masticación, la deglución, la digestión y la defecación sean operaciones trascendentales y misteriosas que unas veces conducen al hombre a la ataraxia y otras a la tragedia. No, amigo mío, no hay que desquiciar las cosas, ni, como vulgarmente se dice, mear fuera del caldero. El Amor no existe, existe el sexo. Y el sexo ocupa un lugar importante dentro de las actividades normales del hombre natural, pero de las meramente fisiológicas. Lo que llamamos Amor podría muy bien denominarse una complicación artificial añadida por cientos de generaciones de cerebros ociosos a la cosa más natural del mundo. Y cuento entre ellos, ante todo, a los poetas, que se han apoderado del sexo como de cosa exclusiva, han causado con ello a los hombres un daño irreparable y han pretendido, por ello mismo, constituirse en ciudadanos excepcionales, en intérpretes del Misterio Universal, en mensajeros de la Divinidad. ¿Y qué han logrado? Formar, ni más ni menos, parte de la caterva reaccionaria del oscurantismo, aun en aquellos casos eminentes en que se declaran progresistas, con la sola excepción de Lucrecio, que tuvo valor para ver la realidad como es y hacerla objeto de su Poesía. Le faltó, eso sí, confesar la nimiedad de su Arte, pero no podemos acusarle por ello, ya que en su tiempo la Ciencia no había alcanzado la prepotencia del nuestro, y, quiérase o no, la Poesía aparecía entonces como única actividad superior. Pero, ¿y hoy? ¿Podemos afirmar que Víctor Hugo sea superior a Darwin? Nadie, con dos dedos de frente, se atrevería a decirlo en voz medianamente alta. Y al hablar de la Poesía, incluyo a todas las Artes, y, por supuesto, a la Música, que es algo porque es una Ciencia, pero que por sí misma tiene escaso valor, por mucho que los músicos proclamen su equivalencia a la más alta Filosofía. No se dan cuenta los pobres de que la Alta Filosofía bien poca cosa es, que no hay más verdadera Filosofía que la positiva, y que, a los hombres razonables y realistas, la única música que nos importa es la que se toca con las trompas de Falopio. Si alguna vez, en mis escritos y en mis conversaciones privadas, he manifestado preferencia, entre todas las Artes, por la Poesía, se debe sólo a que es, entre todas ellas, la única que puede enseñar, la única realmente apta para ayudar al progreso, al modo quizás como las fanfarrias militares ayudan a la marcha regular de los ejércitos. Por eso le propongo a usted, no una Poética, sino una Didáctica...» Estas palabras figuran todas, y algunas más, en la Carta a un joven poeta que don Torcuato publicó en el número quinto de La Tabla Redonda.