Al leer libros descubro cartas

Aquellas maravillosas cartas.

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Cape
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Una manera de sobrevivir - Richard Matheson

Nuevo orig. de Shagley.
Recién llegado. Magnífico. No olvide que R. A. quiere leerlo cuando usted lo termine.
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Cuando acabe el día- Richard Matheson

Querido Richard:
Estaré en casa de tu hermana. Por favor, ve allá. No quiero pasar sin ti este último día. No hagas que abandone este mundo sin volver a verte, querido. Por favor.
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El funeral - Richard Matheson

Señor, acepte además de esta bolsa de oro (que supongo cubrirá todos los gastos), mis más sentidas disculpas por la falta de decoro demostrada por los invitados a mi funeral. Con excepción de ese detalle, todo ha resultado de mi entera satisfacción.
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La casa endemoniada - Jay Anson

Querido Paul:
Cuesta creer que no te veamos desde el invierno.
Siempre dijiste que te gustaría conocer esta zona en primavera. Pues bien, ahora que los rododendros de nuestro jar­dín están a punto de florecer, nos preguntamos si querrías venir a cenar y quedarte a pasar la noche.
Volvimos el 10 de las Bahamas, pero algunas pre­siones recientes y otras cosas han dejado un tanto decaído a Keith. Nuestro aniversario de bodas es el 7 de mayo, pero sé que le encantaría verte antes, y desahogarse contigo de sus problemas. En tanto, Keith te pide que le muestres este papel a alguien del seminario que pueda decirle qué signifi­can las palabras. Es algo que encontró en una casa en la que trabaja, una vecina a la nuestra, del otro lado de la barranca. Sé que los fines de semana no puedes viajar, por los servicios religiosos. Pero cualquier día de la semana próxima, o la siguiente, nos vendría perfecto. Avísanos antes.

ECCEINMANVTVAES...
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La casa endemoniada - Jay Anson

Querido Señor Olson:
Gracias por su carta del once de abril. Sinceramente es­pero que no piense en comprar o alquilar la casa de Bremerton Road. Creo que mis razones para decir eso se verán con mayor claridad a medida que responda a sus preguntas.
Cuando mi secretaria Patty Lee Swenson y yo comen­zamos a comprender la naturaleza de los sentimientos que nos unían, ella vivía en casa de sus padres. Le sugerí que buscara un departamento para ella, y le prometí aumen­tarle el salario de acuerdo con el alquiler.
Esa misma semana me comunicó que una inmobiliaria la había llamado, sin que mediara ninguna recomen­dación, para hablarle de una casa victoriana cerca del lí­mite con el distrito de Columbia. Había supuesto que una casa entera era más de lo que necesitaba, pero el alquiler mensual era tan increíblemente bajo que ella podría permi­tírselo aun con su sueldo actual. De modo que lo que dije­ron los periódicos, en el sentido de que yo le alquilé una ca­sa, no es estrictamente cierto. No me sentía del todo feliz al ver que ella rechazaba mi ayuda, pero no tuve objeciones de peso. Se mudó unas tres semanas más tarde.
La casa parecía mucho más vieja que las demás del ve­cindario. Un vecino le dijo a Patty que toda la casa había sido trasladada a ese sitio, entera, unos seis meses antes de que ella se mudara. Pero no tengo la menor idea del sitio del que provenía.
Era un edificio de madera, pintado de amarillo y blan­co, con una amplia galería al frente y paneles de cristal co­loreado a ambos lados de la puerta. He visto casas así en San Francisco. Había un macizo de lilas plantado a la iz­quierda de la galería, pero se fue marchitando del lado de la casa hasta que al fin la mitad del arbusto quedó seca. Entrando por la puerta del frente, la escalera estaba a la izquierda. Había un living a la derecha y junto a ella una sala de estar con chimenea. La cocina se hallaba al fondo, en el extremo de un largo corredor. En el piso alto se en­contraban el baño y los dos dormitorios contiguos. El más grande tenía toda una pared cubierta de madera.
En el lado oeste de la casa había un pequeño cuarto hexagonal con una gran ventana salediza. Se entraba a él por medio de puertas corredizas bajo la escalera. Las ven­tanas eran de alrededor de un metro cincuenta de alto, hechas de vidrios hexagonales de unos quince centímetros de diámetro.
La casa estaba amueblada cuando Patty la alquiló. Yo solía visitarla allí tres o cuatro veces por semana. De vez en cuando solíamos encender un fuego de leña en la sala de estar.
Poco después de la mudanza, Patty empezó a cam­biar. Empezó a acusarme de no tener el valor de divorciar­me de mi esposa. Siempre hablaba de lo mucho que desea­ba casarse, hasta que empecé a pensar que podría decirle sí al primer hombre que estuviera en condiciones legales de ofrecerle matrimonio. Dado que tenía toda esa casa para ella sola, empecé a preguntarme si no vería a otros hombres. Y tuve pesadillas que se repetían, en las que me abandonaba. En esos sueños la veía en la ventana salediza de la casa de Bremerton Road, hablando con un hombre cuyo rostro no podía ver. Tuve este mismo sueño una y otra vez.
Pude comprobar que Patty no se sentía contenta de tener que quedarse en casa todas las noches. De modo que una tarde después del trabajo la llevé conmigo a cenar a Tacoma, donde supuse que no habría muchas oportunida­des de encontrarnos con conocidos.
Aquí debo decirle que mi cuñado, Edgar Sutton, vivía y trabajaba en Tacoma. Edgar era esa clase de hombre esti­rado, pomposo y arrogante que sólo un abogado puede lle­gar a ser. Siempre me reprochaba por haber entrado en el gobierno de la ciudad, cuando, según él, podría haber gana­do mucho más dedicándome al ejercicio de la abogacía.
Desde su divorcio, en 1970, Edgar se había considerado a sí mismo una especie de Don Juan. Pero a mí siempre me resultaba más gracioso que irritante.
Sea como fuere, Patty y yo cenábamos en una mesa discreta de un restaurante en Tacoma cuando Edgar y una mujer a la que yo nunca había visto entraron y se sentaron en la mesa contigua.
Edgar se tomó el trabajo de no reconocerme, lo que significaba que comprendía perfectamente lo que estaba sucediendo. Desde ese momento tuve motivos para esperar que tarde o temprano le contaría a Eunice que me había visto con Patty. Mi esposa nunca se había merecido una crueldad y yo jamás quise herirla. Teníamos dos hijos, ambos en universidades del Este, que no sabían nada de esto. Patty y yo hablamos del problema en el camino de regreso a Seattle. Ambos estuvimos de acuerdo en que lo más conveniente sería que yo hiciera el primer movimien­to. Supuse que Eunice me concedería el divorcio cuando comprendiera qué sentimientos me unían con Patty. Dos noches más tarde, le dije todo a Eunice. Pero lo tomó real­mente muy mal.
Al día siguiente en el trabajo me sentí cada vez más deprimido y desdichado. Patty me había llamado para de­cirme que se hallaba en cama con gripe. De modo que an­tes de ir a casa a ver a mi esposa, decidí pasar por el 666 de Bremerton Road y visitar a Patty, para ver como se en­contraba y ayudarme a convencerme de que estaba hacien­do lo correcto.
Puede imaginarse mi sorpresa al ver el Cadillac de mi cuñado estacionado frente a la casa. Al entrar con mi llave, oí la voz de Edgar proveniente del cuartito bajo la escalera. Estaba tratando de convencer a Patty de que me dejara, pero se calló al oír mis pisadas. A Patty le gustaba mirar el crepúsculo a través de los ventanales de ese cuarto, y debió de estar allí al llegar Edgar. Cuando entré por las puertas corredizas, la luz del sol poniente casi me cegó. Debí men­cionar antes que en las tardes de sol esas ventanas recibían la luz de tal modo que todo el cuarto se inundaba de rojo, algo sumamente hermoso por cierto. Asimismo, las venta­nas estaban grabadas con mucha delicadeza, con dos figu­ras de hombres y una de mujer. Patty me había dicho que la figura de la derecha se parecía a mí. Nunca pude comprobarlo con la luz común, pero una tarde, cuando el sol se ponía, me llevó allí y me lo mostró. Tenía razón: el parecido era increíble.
Esa tarde, Patty tenía puesta una bata. Estaba con gri­pe, como me había dicho, y probablemente había dormido todo el día. Pero no bien la vi tuve la idea de que ella y Ed­gar habían estado juntos en la cama. Cuando le dije de mal modo que se marchara, Edgar comenzó a sermonearme acerca de mi responsabilidad como hombre casado.
Patty se levantó y le tocó un brazo. Ahora comprendo que trataba de interrumpirlo, pero en ese momento el gesto me pareció íntimo, casi obsceno. Luego Edgar comenzó a reprenderme por lo que consideraba una traición a la con­fianza de que yo era depositario como miembro del conce­jo de la ciudad; entonces perdí la calma y le di un puñe­tazo.
El golpe fue mucho más violento de lo que había pen­sado. Probablemente le quebré la nariz. Cuando levantó los puños para defenderse me regocijé, porque eso me da­ba una excusa para volver a golpearlo, y seguí haciéndolo mientras él resistió. Cayó al suelo y seguí pegándole, espe­rando que admitiera que se rendía. Entonces sentí las ma­nos de Patty en los hombros, tratando de apartarme. Me enfureció que después de todo lo que había hecho por ella, se atreviera a ponerme una mano encima. De modo que me volví y le pegué en la cara lo más fuerte que pude. Ese gol­pe la despidió hasta el otro lado del cuarto. No recuerdo la que sucedió después, hasta que volví a mirar a esa ventana de la derecha. Podría jurar que era realmente mi rostro el que estaba dibujado en ella.
Usted se preguntará por qué confesé un crimen en pri­mer grado, cuando pude acusarme de crimen pasional e incluso de homicidio en defensa propia. Pero el hecho es que realmente premedité la muerte de Edgar.
Empezaba a comprender que Patty estaba muerta. Comencé a tener noción de la cosa terrible que había hecho. ¡Pero lo que realmente me enloquecía era pensar que si Edgar no se hubiera entrometido, nada de esto habría pasado!
Ahora la luz roja del cuarto se apagaba rápidamente, y noté que Edgar sangraba profusamente por la nariz. De modo que antes de salir del cuarto lo levanté del sitio don­de había caído y lo senté en un rincón del cuarto. Como es­taba inconsciente, supe que probablemente se ahogaría en su propia sangre. Pero quería que lo hiciera. Por eso lo de­jé allí.
Más tarde, cuando volví a a mi departamento, pensé seriamente en volver a ayudar a Edgar. ¿Pero qué sucede­ría si alguno de los vecinos ya había llamado a la policía? No podía pensar siquiera en entrar allí en medio de poli­cías. Entonces pensé en detenerme y telefonear a una am­bulancia, pero temí que me hicieran identificar. No quería que me pusieran esposas y me llevaran a la comisaría como a un criminal común; aún ahora quería mantener la digni­dad de mi posición como concejal de la ciudad. Pero si hu­biera telefoneado quizás Edgar estaría vivo hoy. No lo sé.
Es por eso que me confesé culpable ante el tribunal. Y quise ser castigado, no sólo por haber matado a Patty, sino por haber dudado de ella. Y es por eso que le aconsejo que no compre ni alquile la casa en la que ella vivió (lo último que supe de la casa es que seguía en alquiler). No es que la casa esté maldita ni nada de eso, aunque Patty me habló de un par de accidentes extraños, como una antigua moneda romana que apareció de la nada en medio de su cama.
Ahora comprendo más bien que la casa actúa como una es­pecie de amplificador psicológico. Fue la casa la que puso en la cabeza de Patty preocupaciones y dudas que ella no habría sentido de otro modo. Y llevó mis peores impulsos y sospechas a un punto más allá de toda proporción.
Como quizás usted ya sepa, rechacé hace poco una oferta de libertad condicional. No quiero volver a vivir afuera, porque sólo podría recordar la vida que Patty y yo podríamos haber vivido juntos, y el daño y dolor que pro­vocaron mis acciones. Un año después de mi encarcela­miento le concedí el divorcio a mi esposa. Luego, un año más tarde, mi hijo mayor se suicidó. Ya no conozco el pa­radero de mi hijo menor; pero tengo entendido que ha cambiado su nombre. De modo que el resultado han sido tres muertos, y otras tres vidas arruinadas, incluyendo la mía. Quizás un juez pueda pasar eso por alto, pero yo no puedo.

Sinceramente,
James Beaufort
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Cape
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Re: Al leer libros descubro cartas

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Si pudieras verme ahora - Peter Straub

Algún día comprenderás que tengo razón. Volveré pronto para comprar algunos huevos. Gracias por todo.
Besos, Miles.
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Re: Al leer libros descubro cartas

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Un día volveré - Juan Marsé

Maldito ex policía ha llegado tu hora. No me das lástima por viejo yo no olvido ni perdono. No eres nada sin tus matones y pronto pagarás todo el mal que has hecho. En esta barriada hay personas que todavía tienen en la piel la marca de tus torturas. Morirás como un perro rabioso. Es el último aviso tus días están contados cerdo.
SHANE.
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Me gusta mucho este hilo :D

Mi queridísimo y único amor:

Hablaba en serio. He llegado a la conclusión de que el único modo de avanzar es que uno de los dos adopte una decisión valiente.
Yo soy más débil que tú. Cuando nos conocimos pensé que eras una persona frágil, alguien a quien debía de proteger. Ahora caigo en la cuenta de que me equivocaba por completo. Tú eres la mitad fuerte, la que puede soportar vivir con la posibilidad de un amor como éste y acatar que jamás nos estará permitido amarnos.
Te ruego que no me juzgues por mi debilidad. La única manera de soportar esto es marcharme a donde jamás pueda verte ni me aceche la posibilidad de tropezar contigo. Necesito estar en algún lugar donde la mera necesidad me obligue a expulsarte de mi pensamiento minuto a minuto, hora a hora. Y eso jamás sucederá aquí.
Voy a aceptar el empleo. Mi tren sale del andén 4 de la estación de Paddington a las 19.15 del viernes, y nada en el mundo me haría tan feliz como que hallarás el valor de venir conmigo.
Si no vienes, sabré que, sintamos lo que sintamos el uno por el otro, no merece la pena. No te culparé, amor mío. Sé que las pasadas semanas han representado una pesada carga para ti y yo noto su peso profundamente. Detesto pensar que puedo haber sido la causa de tu infelicidad.
Te estaré esperando en el andén a las 18.45. Has de saber que tienes mi corazón y mis esperanzas en tus manos.
Con todo mi amor,
B



Hasta siempre, mi amor Jojo Moyes
:101: Elantris, Brandon Sanderson

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Flores para Algernon - Daniel Keyes

Querida Harriet. Creo que eres la más bonita chica del mundo. Te quiero mucho mucho, y querría que tu fueras mi Valentina. Tu amigo, Charlie Gordon.
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Re: Al leer libros descubro cartas

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Flores para Algernon - Daniel Keyes

Querido profesor Nemur:
En sobre aparte le envío un ejemplar de mi informe titulado «El efecto Algernon-Gordon: un estudio sobre la estructura y el funcionamiento de la inteligencia incrementada», que puede usted publicar si lo considera oportuno.
Como usted sabe, mis investigaciones han terminado. He incluido en mi informe todas mis fórmulas, así como los análisis matemáticos de los datos señalados en el índice. Por supuesto, tienen que ser verificados.
Los resultados son claros. Los aspectos más espectaculares de mi rápida ascensión no pueden disimular los hechos. Las técnicas de cirugía y de quimioterapia desarrolladas por usted y el doctor Strauss deben ser consideradas —en el momento presente— como carentes de toda aplicación práctica para el incremento de la inteligencia humana.
Tomemos el caso de Algernon: aunque sea todavía físicamente joven, mentalmente ha sufrido una regresión. Actividad motriz debilitada, reducción general de las funciones glandulares, pérdida acelerada de coordinación, y fuerte indicación de amnesia progresiva.
Tal como demuestro en mi informe, esos síndromes de deterioro físico y mental, y otros, pueden ser predichos con resultados estadísticamente significativos, por la aplicación de mi nueva fórmula. Aunque el estímulo quirúrgico al que ambos hemos sido sometidos haya producido una intensificación y una aceleración de todos los procesos mentales, el fallo, que me he permitido llamar el "Efecto Algernon-Gordon", es la consecuencia lógica de toda esta estimulación de la inteligencia. La hipótesis aquí demostrada puede ser definida sencillamente en los siguientes términos:

LA INTELIGENCIA INCREMENTADA ARTIFICIALMENTE SE DETERIORA EN EL TIEMPO A UN RITMO DIRECTAMENTE PROPORCIONAL A LA AMPLITUD DEL INCREMENTO.

Mientras sea capaz de escribir continuaré anotando mis pensamientos y mis ideas en mis Informes de Progresos. Es uno de mis pocos placeres solitarios, y estoy seguro de que servirán para redondear esta investigación. De todos modos, según todas las indicaciones, mi propia deterioración mental será muy rápida.
He controlado y vuelto a controlar diez veces mis datos, con la esperanza de encontrar un error en ellos, pero lamento tener que decir que los resultados deben ser mantenidos. Sin embargo, estoy satisfecho de la pequeña contribución que aporto aquí al conocimiento del funcionamiento de la mente humana y de las leyes que gobiernan el incremento artificial de la inteligencia humana.
La otra noche, el doctor Strauss decía que el fracaso de un experimento, la refutación de una teoría, eran tan importantes para el avance del conocimiento como pueda serlo un éxito. Ahora sé que esto es cierto.
Sin embargo, lamento que mí propia contribución en este campo tenga que apoyarse en las cenizas del trabajo de su grupo, y especialmente del de aquellos que tanto han hecho por mí.

Anexo: informe.
Con copia a: Doctor Strauss.
Fundación Welberg.
Sinceramente, Charlie Gordon.
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Re: Al leer libros descubro cartas

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La forja de un rebelde II (La ruta) - Arturo Barea

Y ahora, madre, hemos puesto un tubo de hierro y sale un chorro tan grueso como mi brazo. Vamos a hacer un pilón para que beban los caballos y una plaza alrededor de la higuera.
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Re: Al leer libros descubro cartas

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La forja de un rebelde II (La ruta) - Arturo Barea

Cuando nos casemos y nos metamos en la cama, voy a meter la cabeza entre tus tetas y voy a hozar allí como los cerdos hasta que me ahogue.
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Re: Al leer libros descubro cartas

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Vida de un esclavo americano escrita por él mismo - Frederick Douglass



Boston, 22 de abril de 1845

Mi querido amigo:
Recuerda usted la vieja fábula de «El hombre y el león», en la que el león se quejaba diciendo que no se le representaría tan falazmente «si los leones escribiesen la historia».
Me alegro de que haya llegado la hora de que los «leo­nes escriban la historia». Se nos ha tenido ya tiempo su­ficiente conociendo la naturaleza de la esclavitud a par­tir de las pruebas involuntarias de los amos. Podríamos darnos en realidad por suficientemente satisfechos con lo que es evidente que deben ser, en general, los resulta­dos de esa relación, sin investigar más para saber si se han cumplido en todos los casos. De hecho, los que se centran en el medio peck de grano a la semana y dis­frutan contando latigazos sobre la espalda del esclavo, raras veces son de la «madera» de la que se hacen los re­formadores y los abolicionistas. Recuerdo que en 1838 muchos esperaban para ver los resultados del experi­mento de las Antillas, antes de incorporarse a nuestras filas. Esos «resultados» se han producido hace ya mu­cho; pero, por desgracia, pocos de ellos se han unido a nosotros como conversos. Un hombre debe estar dis­puesto a juzgar sobre la emancipación por otras pruebas que por la de si ha incrementado la producción de azú­car, y a odiar la esclavitud por otras razones que porque mata de hambre a los hombres y azota a las mujeres, para estar en condiciones de poner la primera piedra de su vida antiesclavista.
Me alegré al enterarme, por su relato, de lo pronto que los hijos de Dios más desvalidos despiertan a la conciencia de sus derechos y de la injusticia que se les hace. La experiencia es una aguda maestra; y mucho an­tes de que usted hubiese dominado su abecedario, o su­piese a dónde se dirigían las «velas blancas» de Che­sapeake, empezó, veo, a calibrar la desdicha del esclavo no por su hambre y su necesidad, no por los latigazos y el trabajo agotador, sino por la muerte cruel y destructo­ra que se cierne sobre su alma.
Hay en relación con esto una circunstancia que hace particularmente valiosos sus recuerdos, y más notable su precoz percepción. Viene usted de esa parte del país donde se nos dice que la esclavitud muestra sus rasgos más benignos. Oigamos, pues, lo que es en su mejor es­tado, contemplemos su lado amable, si es que lo tiene; y luego ya puede la imaginación utilizar sus poderes para añadir líneas sombrías al cuadro, mientras viaja ha­cia el sur, hacia ese Valle de la Sombra de la Muerte (para el hombre de color) por donde se arrastra el Mississippi.
Además, hace mucho que le conocemos y podemos depositar la más completa confianza en su veracidad, franqueza y sinceridad. Todo el que le ha oído hablar se ha quedado, y, estoy seguro, todo el que lea su libro se quedará, convencido de que les da usted una muestra justa de la verdad completa. Nada de retratos unilatera­les, nada de quejas al por mayor, sino justicia estricta, siempre que la bondad individual ha neutralizado, por un momento, el sistema mortal con el que estaba extra­ñamente aliada. Ha estado usted también con nosotros unos años y puede comparar bien la penumbra de dere­chos de que goza su raza en el Norte con esa «mitad de la noche» bajo la que pena al sur de la línea Mason y Dixon. ¡Díganos si, después de todo, el hombre de color semilibre de Massachusetts está peor que el esclavo mi­mado de las ciénagas arroceras!
Nadie puede decir al leer su vida que hayamos elegi­do injustamente algunas raras muestras de crueldad. Sabemos que las gotas amargas, que hasta usted ha apu­rado de la copa, no son agravaciones incidentales, ni males individuales, sino las que han de mezclarse siempre e inevitablemente en la suerte de todo esclavo. Son los ingredientes esenciales del sistema, no los resultados ocasionales.
La verdad es que leeré su libro temblando por usted. Hace unos años, cuando empezaba usted a revelarme su nombre real y su lugar de nacimiento, quizá recuerde que le interrumpí y preferí seguir ignorándolo todo. A excepción de una descripción vaga, continué así, hasta el otro día, en que me leyó usted sus memorias. ¡No supe muy bien por entonces si darle las gracias o no al verlas, al considerar que era aún peligroso, en Massa­chusetts, para un hombre honrado, decir su nombre! Dicen que los padres fundadores, en 1776, firmaron la Declaración de Independencia con el dogal al cuello. También usted publica su declaración de libertad rodea­do de peligro. En todas las dilatadas tierras que ensom­brece la Constitución de Estados Unidos, no hay un solo lugar, por estrecho y desolado que sea, donde un esclavo fugitivo pueda plantarse y decir: «Estoy a sal­vo». No hay ningún escudo para él en todo el arsenal del Derecho del Norte. Puedo decir abiertamente que yo en su lugar arrojaría el manuscrito al fuego.
Quizá pueda usted contar su historia sin peligro, des­pués de haberse granjeado como ha hecho el afecto de tantos corazones por sus dotes excepcionales, y por una entrega aún más extraordinaria de ellos al servicio de otros. Pero se deberá sólo a sus trabajos, y a los esfuerzos intrépidos de aquellos que, pisoteando las leyes y la Constitución del país, están resueltos a «ocultar al pros­crito» y a que sus corazones sean, a pesar de las leyes, un asilo para el oprimido, si, en un momento u otro, el más humilde puede permanecer en nuestras calles y dar testimonio sin ningún peligro contra las crueldades de que ha sido víctima.
Es triste pensar, sin embargo, que estos mismos cora­zones palpitantes que dan la bienvenida a esta historia suya, y constituyen su mejor salvaguardia al contarla, latan todos en contra de la «norma acordada y estipula­da en este caso». Continúe, mi querido amigo, hasta que usted, y aquellos que como usted han sido salva­dos, como del fuego, de la prisión oscura, plasmen esas pulsaciones libres e ilícitas en normas legales; y Nueva Inglaterra, separándose de una Unión manchada de sangre, se gloriará de ser el refugio de los oprimidos. Hasta que no nos limitemos a «ocultar al proscrito», o a considerar un mérito mantenerse ociosamente al mar­gen mientras se le persigue en medio de nosotros, sino que, consagrando de nuevo la tierra de los Peregrinos como asilo de los oprimidos, proclamemos nuestra bienvenida al esclavo tan alto que llegue su eco a todas las cabañas de las Carolinas, y haga levantarse de un sal­to al esclavo abatido cuando piense en el viejo Massa­chusetts.
¡Que Dios apresure la llegada del día!
Hasta entonces y siempre, sinceramente suyo,


WENDELL PHILLIPS
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madison
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Re: Al leer libros descubro cartas

Mensaje por madison »

Querida Magdalena:
Me dijeron que te olvidaría, que todo este dolor se iría calmando poco a poco y que a la vuelta de unos años podría caminar de nuevo, tranquilamente, por las calles que recorrí contigo y entrar otra vez en los bares donde nos emborrachábamos juntos, llegar incluso a sentarme en el rincón donde solíamos ponernos al fondo de la barra, bajo aquella misma oscuridad de entonces y bajo aquella música que nos envolvía, sin pánico a que apareciese de repente un recuerdo que trajese de nuevo el sabor a ponche de tu lengua o la imagen de mis manos trepando por tus muslos, y de tu falda subida y de tu braga mojada sobre el taburete.
Me dijeron todo eso. Pero pasa el tiempo y mi amor no se va. Te quise tanto, pedazo de zorra, que mi amor no puede irse. Se queda siempre. Y duele. Y sigue. Y no se va. Ha hecho de mí su nido, como una culebra que resiste contra viento y marea entre los escombros palpitantes de mi ruina, y a veces se asoma con su lengua bífida, con sus ojos sangrientos, y te espera como antes a la salida de los cines y te busca en las tabernas y en los callejones, y no sueña otra cosa, ni dormida ni despierta, que llegar a donde estés para morder tu corazón. Y ahí sigue. No se cansa. Y duele. Y no se va.
Me dijeron que eso siempre termina por pasar. Que la pena se va como las tormentas de montaña y deja paso a otros soles y otros cielos que se escondían radiantes tras aquel negrísimo mar de nubes que rugía entonces desde lo alto como el cielo del Gólgota sobre las cruces de madera donde colgaba la carne, muerta ya. Me dijeron que mi vida seguiría su curso y que pasarían cosas en el futuro, y que habría más viajes y mujeres y también más deseos, por qué no, y que llegaría una noche, sin darme casi cuenta, en que nuevamente dormiría de un tirón, ya lo vería, y que volvería a comer a mis horas y que podría pasar sin el montón de pastillas de mi cajita plateada, sin tener que beber en ayunas, sin arañarme el cráneo; y que no sentiría ya ganas de hacerme con el cúter más rayas de sangre en los brazos ni en las manos.

La mala luz, de Carlos Castán
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Re: Al leer libros descubro cartas

Mensaje por Cape »

Desgracia - J. M. Coetzee

Queridísima Lucy:

Con todo el cariño del mundo debo decirte lo siguiente. Estás a un paso de cometer un peligroso error. Deseas humillar­te ante la historia, pero el camino que has tomado es un camino erróneo. Te despojará de todo tu honor; no serás capaz de vivir contigo misma. Te ruego que me escuches.
Tu padre.
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