CPVII: El guajolote peregrino (3º Jurado y Popular)-Jilguero

Relatos que optan al premio popular del concurso.

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Ashling
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CPVII: El guajolote peregrino (3º Jurado y Popular)-Jilguero

Mensaje por Ashling »

El guajolote peregrino

De espaldas al sol y con el guajolote a cuestas, así lo vio Diego Rivera en sueños, y así lo dejó inmortalizado en uno de sus cuadros. Pero Evaristo Tenorio, quien por aquel entonces no era más que un confuso amasijo de células en el recién violentado vientre de su madre ―una indita quinceañera de la ladera norte del Orizaba―, tardaría aún doce lustros, cuatro meses y dos días en acicalar al pájaro, acomodarlo en el fardo de guangoche, cargárselo al hombro y, al ponerse en camino para llevar a cabo aquel largo peregrinaje, convertir en realidad lo que hasta ese mismo instante no había sido otra cosa que la onírica fantasía de un artista.
Aquel decisivo día, previamente inmortalizado por el pincel del guanajuatense, amaneció muy pronto para ambos. Evaristo se preocupó de que el pavo desayunara como cualquier otra mañana, pero no halló el momento propicio en el que hacerlo él mismo. Y es que, en cuanto el animal tuvo el buche repleto de grano y hubo bebido agua en abundancia, su dueño se aprestó a hermosearlo, lavándole las patas y el pico y alisándole su negro plumaje, mientras se hacía el siguiente razonamiento: cuando llegara la hora de mostrarlo como prueba irrefutable en aquella bendita causa, cuanto mejor fuera su aspecto, mayor fuerza cobraría su testimonio, lo milagroso de su nacimiento.
Acabado el acicalamiento del verdadero protagonista del peregrinaje, llegó el momento de que el criador de guajolotes eligiera su propio atuendo. Teniendo en cuenta las circunstancias, la grandeza del acontecimiento, Evaristo Tenorio se había decantado por ataviarse con sus mejores galas. ¡Qué menos que ponerse la guayabera y el pantalón de los domingos! Sí, se vestiría todo de blanco, para que su madre se sintiera orgullosa de él. De un blanco inmaculado, aunque solo fuera en ese primer momento, pues el viaje sería largo y Evaristo daba por hecho que el polvo del camino se encargaría de ensuciar su ropaje. Y, como la estación cálida ya había comenzado, se protegería la cabeza con el sombrero de paja, el nuevo, el comprado la tarde anterior ex profeso para tan señalado acontecimiento: "El de la cinta verde", le había precisado Evaristo al tendero, por ser la esperanza la principal motora de tan sacro empeño. Los pies, en cambio, los llevaría descalzos, y no por carecer de guaraches ―gracias a Dios, tenía unos―, sino por considerar que, dadas las circunstancias, llegar a Roma sin zapatos sería más favorable a la causa.
Así pues, al alba de aquel soleado día, inició Evaristo su singular periplo con el estómago totalmente vacío, los pies descalzos, vestido de un blanco inmaculado y cargando con un pesado fardo de no menos de veinte kilos ―además de entrado en carnes, el guajolote estaba recién desayunado―. Circunstancias que, para cualquier otro, constituirían una auténtica locura, una forma nada recomendable de ponerse en camino, máxime tratándose de un viaje tan largo y por lugares totalmente desconocidos. Pero, para aquel parco campesino, adiestrado desde niño en el arte del ayuno y del caminar sin zapatos, encararlo de tal guisa era lo más natural del mundo. De ahí que Evaristo afrontara la partida sin miedo ni titubeos, con envidiable diligencia, dispuesto a no detenerse, salvo imprevistos, hasta que la necesidad del pájaro, que no la suya propia, así lo exigiera.
Y es que Evaristo Tenorio no solo partía convencido de la trascendencia de su causa, de lo inevitable de aquel peregrinar a Roma, sino también lleno de confianza en la Divina Providencia. En la iglesia de la aldea, el padrecito se lo había explicado bien claro: "Si los lirios y los pájaros silvestres no tienen que preocuparse, mucho menos tenéis que hacerlo vosotros, que sois los hijos predilectos del Padre Celestial". Evaristo era, pues, consciente del gran privilegio que le había tocado en suerte, y no estaba dispuesto a permitir que ningún asunto secundario, como el rugir de las tripas por falta de alimento o la quemazón de las plantas de los pies por el raudo caminar con excesivo peso, le hiciera perder ni un solo instante. La situación requería mucha urgencia. La víspera había escuchado la noticia: el Santo Padre de Roma acababa de morir. Y con el cuerpo aún caliente, era ya tal el clamor de los fieles en la calle, pidiendo que lo santificaran, que todo el mundo daba por hecho que, en cuestión de semanas, si no de días, el proceso de su beatificación estaría en marcha. Para cuando eso ocurriera, el guajolote que llevaba terciado sobre la espalda, la prueba irrefutable de la solicitada santidad, debería estar ya allí. Porque, en su candidez de nuevo visionario, Evaristo estaba convencido de que, en los alrededores de la Basílica de San Pedro, entre los numerosos purpurados llegados de todo el mundo para elegir al nuevo Papa, él encontraría alguno dispuesto a escuchar los asombrosos pormenores de la concepción del guajolote.
Persuadido, pues, de que su pesado fardo no podía llegar tarde a aquel cónclave, Evaristo había iniciado la peregrinación con premura en el paso y desasosiego en el pensamiento. Mientras, el resto de los campesinos, a la sazón trabajando en las empinadas laderas del Orizaba, conforme el sol se fue elevando en el cielo, fueron testigos de cómo aquel raudo punto ―primero blanco, amarillo y negro; de un blanco desvaído y sucio, casi grisáceo, luego― se iba alejando cada vez más hasta perderse en el horizonte. Pero, como Evaristo Tenorio no había informado a nadie del epopéyico peregrinaje que pretendía realizar, ni mucho menos de la noble causa por la que el guajolote debía de acompañarlo, los campesinos permanecieron mano sobre mano, durante un buen rato, preguntándose los unos a los otros quién podría ser aquel veloz caminante y adónde diantre dirigiría sus pasos. Incluso hubo algún compadre malpensado que, al contemplar la premura del caminante, aventuró que no parecía ser un hombre de bien sino un forajido huyendo de la justicia.
Pero, en cuanto el raudo peregrino se perdió de vista, la extrañeza dio paso a la indiferencia, la curiosidad al olvido, las manos de los campesinos empuñaron de nuevo los azadones y sus pensamientos volaron hacia asuntos más prosaicos, como el calor que hacía esa mañana, la subida del coste de la vida, la amenaza de sequía y un largo etcétera de penalidades similares. Con ello, la jornada recuperó su curso normal y nadie se volvió a acordar del presunto forajido. Sin embargo, al caer de la tarde, cuando los habitantes de la ladera norte del Orizaba se reunieron, como cada día, en la pulpería de la aldea y Evaristo no apareció, un avispado chamaco se acordó del raudo caminante de la mañana y, con total puntería, se preguntó si aquel veloz puntito en fuga no sería el compadre Evaristo. ¿Evaristo Tenorio? ¿El criador de guajolotes de viaje? Desde la muerte de su madre, jamás había salido Tenorio del valle, y mucho menos en un día de trabajo y sin avisar a nadie: ¿por qué iba a hacerlo hoy y, encima, con tanta prisa...? Mas, después de aquella larga y tórrida jornada de trabajo, los campesinos del Orizaba no estaban para muchas cavilaciones, y decidieron dejar para otro momento lo de averiguar si el caminante era o no Tenorio y, de serlo, los oscuros motivos que podrían haberle llevado a abandonar el valle sin decírselo a nadie.


Mas, si regresamos de nuevo a la mañana histórica, al instante preciso en el que el pintor los había inmortalizado anticipadamente, seremos testigos de cómo un modesto pavero, sin estudios ni haberes, afronta su sorprendente destino con valentía y dignidad. Detrás de sí, muy poco dejaba: apenas un puñado de compañeros de pulpería y una modesta pavada de guajolotes. Abandonar a los pavos es lo que más le dolía. Les había dejado agua abundante y grano esparcido bajo el guacal. ¡Seguro que sabrían aviarse sin él! Desde que un animal nacía hasta que lo sacrificaba para venderlo en el mercado, Evaristo lo cuidaba con esmero y dedicación. Con tanto roce, el pavero y sus pavos terminaban por cogerse cariño mutuamente. Pero, terminado el periodo de su engorde, quien hasta entonces había sido su fiel cuidador, empuñaba la navaja y, con mano decidida, se convertía en su verdugo. Paradójicamente, un verdugo afable, que mimaba a los guajolotes hasta el último instante. Porque, si bien con una mano empuñaba ya la navaja justiciera, con la otra acariciaba por última vez su negro plumaje, al tiempo que entonaba una sarta de tranquilizadores gulú-gulú-gulú a modo de nana fúnebre. Era ley de vida, tanto Evaristo como sus animales lo sabían. De ahí que ni el rencor ni la culpa tuvieran cabida entre los guajolotes y su criador. Pero el ejemplar que llevaba en el fardo no era un guajolote como todos los demás, destinados desde su nacimiento a terminar en el mercado con el pescuezo cortado. Aquella criatura, en cambio, era un milagro viviente: la prueba irrefutable, necesaria, definitiva, con la que aquel nuevo visionario pretendía demostrar que el recién fallecido Papa merecía subir a los altares. Había sido un repentino descubrimiento, para el propio Evaristo incluso. Siempre había sabido que aquel animal no estaba destinado al sacrificio y, sin embargo, no fue hasta la víspera, hasta que escuchó la noticia de la muerte del padrecito de Roma, que comprendió que el destino de ese guajolote sería convertirse en peregrino.
En realidad, todo había empezado seis años, dos meses y quince días atrás, estando, a la sazón, su madre muy enferma, en el hospital desde hacía ya varias semanas. Los médicos le habían hablado claro: no había ninguna esperanza. Con todo, en cada una de sus visitas quincenales, Evaristo Tenorio le llevaba huevos de guajolote. Fuera o no demasiado tarde, lo mínimo que él podía hacer por ella era ofrecerle lo mejor que tenía: huevos frescos, recién puestos, de hembras primerizas que aún no habían sido pisadas. Y es que, como todo el mundo sabía en la comarca, si existía algo en la tierra capaz de resucitar a un muerto, ese algo era sorber en ayunas un huevo crudo de guajolote. Por ello, aquel inolvidable enero de 1999, como en cualquier otro día de visita, Evaristo acudió al hospital llevando en el fardel tres huevos de guajolote. Le sorprendió ver cierta algarabía en los alrededores del edificio. Pero, deseoso de abrazar a su madre cuanto antes y de ponerla al día de todo lo sucedido desde su última visita, Evaristo no se molestó en preguntar qué pasaba y, abriéndose paso entre la muchedumbre, se encaminó hacia la entrada. Mas, una vez en la puerta, unos uniformados le impidieron el paso a punta de metralleta. ¿Por qué estaba el hospital custodiado?, ¿había ocurrido alguna desgracia?, preguntó, alarmado, el pavero. No, no tenía que alarmarse. Los enfermos estaban ahora en muy buenas manos. El Santo Padre de Roma, de visita en la ciudad con motivo del nombramiento de la Virgen de Guadalupe como Emperatriz de América ―Evaristo recordaba haberlo escuchado en el noticiario―, estaba visitando a los más pobres y afligidos de México. Contrariado, mas también feliz de saber que quizás su madre había recibido la bendición del Santo Padre, Evaristo se unió a la muchedumbre que, enarbolando banderas amarillas y blancas, aguardaban con impaciencia la salida de su Santidad.
La espera fue larga y cansina, pero mereció la pena. Porque, cuando al fin se abrieron las puertas y, entre vítores y aplausos, el padrecito de Roma comenzó a saludarlos, Evaristo se sintió reconfortado. En medio de aquella compacta muchedumbre, difícilmente su Santidad podía ser consciente de la presencia del pavero, ni tampoco a este se le pasaba por la cabeza atraer su atención con un mísero regalo. Y, sin embargo, de improviso, como si aquel brazo, oscuro y sarmentoso, levantado en alto no fuera el suyo, Evaristo vio una mano morena tendida hacia el Santo Padre para ofrecerle uno de los huevos de guajolote. Velando por la seguridad del Papa, un uniformado hizo un amago de apartar aquella mano dadivosa. Mas, en eso, con una sonrisa de infinita bondad, el padrecito de Roma se aproximó a Evaristo y, apoyando las yemas de sus dedos sobre el huevo, le dijo: "¡Grazie! Bello uovo. Ma ancora non lo necessito". Y luego, como si hubiera caído en la cuenta de que Evaristo podría no estar entendiéndole, se lo repitió en un castellano amanerado pero correcto: "¡Gracias! Lindo huevo. Mas todavía no lo necesito". Arropado por el cariño de la multitud, el Santo Padre continuó su camino; por su parte, conmocionado, Evaristo contempló el huevo y, sin atreverse a tocarlo por donde el otro lo había hecho, decidió conservarlo como recuerdo.
El resto de la jornada fue triste y amargo. Su madre agonizaba y ni siquiera tuvo él la oportunidad de relatarle lo ocurrido con el padrecito de Roma. De hecho, murió aquella misma noche, dando la impresión de que se hubiera estado aferrando a la vida con el único propósito de no perderse la visita del Papa. Evaristo regresó, pues, a la aldea cargando con dos preciados tesoros: los restos de su madre y las huellas del Santo Padre. Enterró el cuerpo de la primera a la sombra del guacal y el huevo lo colocó en la bocana de un ánfora, que se hallaba sobre una repisa. Y, dado que su pobreza no le permitía abandonarse al dolor, se entregó de nuevo a sus quehaceres como cuidador de guajolotes.
Pasadas unas semanas, al entrar una noche en la choza que tenía por casa, Evaristo escuchó que alguien piaba. Era una piadita apagada, casi inaudible, pero que no cesaba. Después de tantos años sacando adelante puestas, Evaristo supo, sin necesidad de verla, que quien así solicitaba comida y calor era una cría de guajolote. Al principio pensó que el pollo se hallaría por el suelo ―perdido en aquel laberinto de desorden que formaban sus escasas pertenencias― y, mientras se preguntaba cómo habría ido a parar hasta allí una cría de guajolote, la buscó sin éxito por todos los recovecos. Sorprendido de no hallarla, Evaristo se detuvo en mitad de la estancia y, al inclinar la cabeza para aguzar mejor el oído, cayó en la cuenta de que el huevo ya no estaba en la boca del ánfora. Sobre la repisa vio restos del cascarón y, extrañado, agarró el recipiente y, en su interior, halló al neonato.
Desde el primer momento, Evaristo Tenorio comprendió que aquello era algo extraordinario: ¿cuándo se había visto que pudiera nacer un pollo sin el calor de una pava? Pero ni esa noche, ni en las siguientes, cayó en la cuenta de hasta qué punto aquel nacimiento era inexplicable. No obstante, durante todos aquellos años, había conservado con vida al guajolote por dos poderosas razones: por respeto al padrecito de Roma y porque el animal había venido al mundo justo después de que su madre lo hubiera dejado. Solo la víspera había comprendido, al fin, la grandeza del milagro y, por ello, se hallaba ahora embarcado en aquel epopéyico peregrinaje. En el televisor escuchó la noticia de la muerte del Santo Padre y, al mirar hacia la pantalla, vio la multitud enfervorizada, que se había congregado en la Plaza de San Pedro. En eso, recordó que, años atrás, también él había formado parte de una multitud como aquella. "Santo subito", gritaban los fieles con las manos levantadas en dirección a la residencia del difunto. "Santo ya", gritaron otros en castellano. Y de pronto, el "ya" de ahora le trajo a la memoria el "todavía" de entonces, de cuando el padrecito blanco le rechazó su improvisada dádiva. Mas, ¡qué sabio había sido el Santo Padre!, ahora lo comprendía. Sabio porque, gracias a que rechazó su regalo, lo que en aquel momento solo era un huevo infecundo ahora se había convertido en un lustroso guajolote y, con ello, lo que entonces sólo habría sido un manjar con el que deleitarse, ahora sería una prueba irrefutable para llevarlo a los altares.
Así de claro lo había visto Evaristo la víspera, de golpe, como si el propio Papa peregrino fuera el autor de la revelación. ¿Cómo explicar, si no, el que de repente, mientras en el televisor daban la noticia de la muerte de Karol Wojtyla, al escuchar la palabra "ya", su mente hubiera recordado el "todavía" de aquel lejano enero? No cabía ninguna otra interpretación que la de que, valiéndose del noticiario, el Santo Padre le había reclamado su regalo. Un guajolote nacido gracias a la intervención divina y que, sin embargo, durante los últimos seis años, él había tomado por una simple curiosidad, por un capricho de la Naturaleza. Mas, en cuanto había comprendido por fin cuál era el verdadero destino del pavo, Evaristo se había apresurado a ponerse en marcha.
En eso, todavía de espaldas al sol y con el guajolote a cuestas, el pavero dejó atrás los resecos campos de cultivo y el polvoriento camino se fundió con la carretera comarcal. Al pisar el ardiente asfalto, se le acrecentó el escozor de las plantas de los pies e, inopinadamente, tuvo el presentimiento de que se alejaba de allí para siempre. Recordó de nuevo lo poco que dejaba tras de sí ―una docena de compadres y una docena de guajolotes―, y eso le alivió el nudo que tenía en la garganta. Lo más importante, el recuerdo de su madre, de esa indita quinceañera violentada en la ladera norte del Orizaba, se lo llevaba consigo. Del padre, en cambio, nada podía llevarse. Siendo niño, su madre le había hablado de él. Era un hombre corpulento, grande, casi un gigante, cuya sombra había engullido totalmente la suya al acercársele por la espalda. Amedrentada, la indita no se había atrevido a girar la cabeza, ni tampoco a negarse a sus nefandos deseos. Pero su madre nunca se había arrepentido de esa cobardía, porque el buen Dios, que sabe escribir derecho hasta con los renglones torcidos, la había premiado dándole a Evaristo por hijo. Esa era la razón ―y quizás también alguna otra más difícil de confesar― por la que la indita nunca había sentido rencor hacia ese gigante que, acompañado de sus pinceles, había recorrido la región desparramando, a su paso, pintura y simiente. Y como ella nunca le guardó rencor, tampoco él, su hijo, se lo guardaba. Así pues, no solo no tenía recuerdos suyos que llevarse, sino tampoco rencor. Pero, aun sin saberlo, Evaristo Tenorio se llevaba de su padre el amor profundo, atávico, casi animal, que sentía por esa tierra en la que siempre había vivido.
Por desgracia, ya nunca se sabrá si, entretanto el pincel manchaba la tabla para inmortalizar lo que sólo doce lustros, cuatro meses y dos días después tendría lugar, Diego Rivera comprendió que por las venas de aquel campesino, que tan claramente había visto en sueños con un guajolote terciado a la espalda, corría su propia sangre. Ni tampoco podremos saber ya nunca si fue el sueño del pintor el que obligó a Evaristo a pensar en su padre justo en el instante en que este lo había inmortalizado anticipadamente; o si, por el contrario, fue el pensamiento de Evaristo el que viajó hacía atrás doce lustros, cuatro meses y dos días para colarse en el sueño del artista. En cambio, lo que sí se acabará sabiendo, pues será la Historia quien finalmente lo diga, es si ese irrefutable milagro, de que de un huevo de pava virgen, por el simple contacto de la mano del Santo Padre, hubiera nacido un guajolote peregrino, resultará o no a la postre decisivo para que el difunto Papa sea declarado santo.
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Saber
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Re: CPVII: El guajolote peregrino

Mensaje por Saber »

Por lo original de la historia, y por el nivel del escrito, me ha parecido de los mejores del concurso. Sólo hubieron dos relatos que leí más de una vez, éste fue uno de ellos.
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Katia
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Re: CPVII: El guajolote peregrino

Mensaje por Katia »

Bueno, surrealista, redacción impecable. Para el autor :wink: :


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elultimo
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Re: CPVII: El guajolote peregrino

Mensaje por elultimo »

Lo primero que he hecho ha sido buscar qué es un gaujolote.

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Gisso
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Re: CPVII: El guajolote peregrino

Mensaje por Gisso »

La verdad es que esta muy bien escrita (¿tal vez con un exceso de comas?), un tanto surrealista. Pero la historia que cuenta al no ser de mi gusto se me ha hecho algo larga y tediosa. Y ese es el problema, que no me dice nada, no ha conseguido mantener mi interés. Pero seguro que hay gente que la disfrutará muchísimo mas que yo. Gracias por el relato :402: Imagen.
Última edición por Gisso el 18 Abr 2012 09:24, editado 1 vez en total.
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sergiocossa
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Re: CPVII: El guajolote peregrino

Mensaje por sergiocossa »

Muy bien narrado. Sin errores. Muy descriptivo. Muy redondo.
Tal vez un poco extenso, para mi gusto.
Buen cuento, sin poner en consideración lo que pueda despertar en unos u otros el tema religioso.

Un saludo.
Sergio Cossa
De lo que escribimos hace años también se vive.
https://sergiocossa.blogspot.com/
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elultimo
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Re: CPVII: El guajolote peregrino

Mensaje por elultimo »

A mi me ha parecido una maravilla. La narración es impecable, contándote las cosas en el momento justo, no sin antes hacer que te preguntes cosas. Lo único que no me ha gustado es que, al final, nos deje con las ganas de saber si consigue su propósito o no... pero claro, eso ya nos lo dirá la Historia.

Va de cabeza a los seleccionados para voto.

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Nínive
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Re: CPVII: El guajolote peregrino

Mensaje por Nínive »

Me ha gustado. Me parece que está muy escrito y la idea es muy original.
Sería uno de mis favoritos si hubiera prendido un poco más de chispa mientras lo leía.
Buen trabajo. :60:
Siempre contra el viento
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Gavalia
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Re: CPVII: El guajolote peregrino

Mensaje por Gavalia »

El GUAJOLOTE PEREGRINO Soberbio. Yo diría que un trabajo muy profesional. Un control exquisito del vocabulario. Una gran capacidad de narración. Estupendamente redactado. Lo que no sé, es si hay algo de cierto en lo del Pavo, porque a este entrañable Papa se le atribuyen milagros de todo tipo. No tengo muchas dudas de que estarás entre los elegidos. Gracias comp@
En paz descanses, amigo.
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Dori25
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Re: CPVII: El guajolote peregrino

Mensaje por Dori25 »

Buenísimo!!!!!!!!!!!
Bien escrito, el tema me ha gustado, me recuerda mucho al surrealismo latinoamericano. Te deja con una sonrisa en la boca.
Quizás si es verdad que la parte central se hace un poco larga pero creo sinceramente que es por los párrafos tan aprentados y juntos.
Sin lugar a dudas, lo apunto entre mis finalistas.
Muchísimas gracias autor!!!
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shirabonita
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Re: CPVII: El guajolote peregrino

Mensaje por shirabonita »

La redacción es correcta y el relato lleva al lector a la mente sencilla y cándida, de un protagonista que no ha salido de su pueblo en toda su vida, mas tiene una fe inquebrantable que va más allá de fronteras y océanos.
Transmite una emoción agri-dulce, por un lado, la ternura y sencilla fe de Evaristo, y por otra el hecho de que su padre, el pintor, pintara la imagen de su peregrinaje con sesenta años de antelación , como si fuera una premonición.
Me ha parecido un buen trabajo, aunque pienso que se hace un poco demasiado largo.
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ciro
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Re: CPVII: El guajolote peregrino

Mensaje por ciro »

Este relato toca una de mis debilidades, bueno dos, para ser mas exactos. La primera es la literatura hispanoamericana y esa forma de contar, que me encanta, es algo visceral. Lo segundo es la debilidad de no gustarme mucho las historias con moralina religiosa y esta tiene cierto tufillo. Entre lo primero y lo segundo, me quedo claramente con lo primero. Uno de mis favoritos. Enhorabuena.
La forma segura de ser infeliz es buscar permanentemente la felicidad
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Vientoo
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Re: CPVII: El guajolote peregrino

Mensaje por Vientoo »

Lo he leído. Simpática historia
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Berlín
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Re: CPVII: El guajolote peregrino

Mensaje por Berlín »

Un trabajo muy profesional, original, perfecto diría yo. A mi me ha encantado.

Un placer leerlo. Gracias por compartirlo.
Si yo fuese febrero y ella luego el mes siguiente...
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jilguero
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Re: CPVII: El guajolote peregrino

Mensaje por jilguero »

Me ha hecho ilusión leer un relato sobre un primo más grandullón pero menos vistosamente coloreado que Jilguero :D .
Bromas a parte, creo que es una historia candorosa, sin grandes pretensiones, pero que da la impresión de estar muy trabajada. Quizás nos encontramos ante un forero de allende los mares o bien el autor se ha esforzado en buscar vocabulario local para ambientarlo (he tenido que mirar algunas palabras en el diccionario ), gracias a lo cual he aumentado mi vocabulario. Y Jilguero le quiere decir, a este anónimo autor que, como es un pájaro curioso, hará todo lo posible por enterarse de si el milagro del pavo peregrino está entre los que ha hecho beato al mencionado papa, y si se entera, ya te lo contaremos...


¿Qué me está pasando? :party: Las cavilaciones de Juan Mute

El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre (A. Camus)
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