Primera aventura "standalone" del cazador:
Demasiadas patas
Soy un hombre de ciudad. Esto no ha evitado, sin embargo, que en ocasiones la Agencia me asigne a zonas rurales. Los cazadores no podemos estar en todas partes, por lo que a veces no hay ninguno en el área donde se produce una posesión. Es entonces cuando se transfiere el caso al cazador más cercano, quien, dependiendo de la parte del mundo de la que hablemos, bien puede estar a cientos o incluso miles de kilómetros.
Estas situaciones conllevan ciertas peculiaridades. Por un lado, es sencillo mantener nuestras actividades en secreto, ya que la víctima puede no tener un solo vecino en kilómetros a la redonda. Por otro lado, la tardanza en erradicar la amenaza otorga tiempo al demonio para mutar el cuerpo de la víctima, lo que significa enfrentarse a lo desconocido. Un poseído alcanza el máximo estado de mutación entre los días nueve y doce, y desde ese momento ya no queda nada de la persona, siendo el resultado un demonio hecho y derecho. En todos estos años he visto criaturas de lo más extrañas, desde bolas de pinchos con cinco bocas hasta globos de carne flotantes.
Todo esto me lleva al caso de Oliver Grant, un acaudalado granjero del norte de Iowa, y a los sucesos que tuvieron lugar entre los días 12 y 19 de abril, allá por el 78. Me habían trasladado temporalmente a la diminuta capital del estado, Des Moines, a la espera de un reemplazo permanente para el único cazador de Iowa, que se había jubilado un par de días antes.
Recibí la llamada el miércoles 19 por la mañana. Era un día sofocante, y en la radio no dejaban de poner Night Fever de los Bee Gees. Me metí en el coche y le di al pedal con el desayuno aún en al gaznate. Por aquel entonces tenía un Trans AM plateado de nombre Polvorín, debido a cómo petardeaba al pisar a fondo el acelerador; eso sí, bonito era un rato.
Llegué a la enorme finca de los Grant al mediodía. Por culpa del calor, iba con la ventanilla abierta, así que lo primero que noté fue la peste. Un hedor a muerte y putrefacción impregnaba el ambiente. Me puse alerta de inmediato, y desenfundé al viejo Smith & Wesson, sólo por si acaso. La causa del olor me fue revelada al rodear una ligera colina. Que me parta un rayo si no había al menos quinientas reses descuartizadas y esparcidas por toda la finca. Menudo festín se había dado el hijo puta. Las nubes de moscas eran tan grandes que parecían bandadas de pájaros.
Conteniendo las arcadas, llevé a Polvorín hasta el porche delantero de la vivienda, y empecé a mirar a mi alrededor con el .44 en la mano. Había un silencio sobrecogedor. Esparcidas por la fachada y los campos se secaban al sol incontables manchas de sangre, algunas alargadas, como de arrastrar un cuerpo, y otras circulares, como si algo se hubiera desangrado en el sitio. No había rastro del demonio, así que salí del coche y di un par de vueltas frente a la casa.
Y entonces lo vi.
Al principio me pareció que era un oscuro montículo con ramas que surgían en todas direcciones; pero al observarlo detenidamente, me di cuenta de que estaba enrollado sobre sí mismo como un zurullo gigante. Estaba a unos cien metros, en medio de un campo vallado, y lo rodeaban una docena de vacas convertidas en jirones de carne y huesos rotos. Tenía un cuerpo delgado, como una especie de gusano de quince metros, y a lo largo de su grotesco cuerpo segmentado, dos hileras de huesudas patas arañaban el aire. En cierto modo me recordó a un ciempiés de un metro de altura, aunque con un grueso y parduzco exoesqueleto.
Me habían dicho que la posesión tuvo lugar el lunes. ¡Mis huevos el lunes! Ese bicho llevaba mutando al menos una semana. Así constó en mi informe, que incluyó algún que otro insulto a los meapilas del servicio de alertas.
Sabía que el S&W no era suficiente para perforar esa armadura, así que dejé el sombrero y la chaqueta en el maletero, me remangué la camisa, y abrí el estuche del AKM. Con el rifle en la mano, agarré un tambor de setenta y cinco balas, y cargué el arma con munición bendecida. Antes de volver al coche, cogí otro tambor y lo tiré al asiento del copiloto.
Apoyado en el techo de Polvorín, me quedé mirando a la montaña de carne insectoide.
De primeras me di cuenta que con tantas patas tenía que ser rápido, así que descarté cualquier posibilidad de atacar a pie. Las balas bendecidas son mano de santo para matar demonios, pero cuando se hacen tan grandes, su efecto se vuelve más una molestia que una muerte explosiva. El problema, por lo tanto, era mantenerme a salvo mientras le descerrajaba la artillería.
Llegué a la conclusión de que Polvorín tendría que sacarme del apuro. Me metí al coche, saqué el cañón del AK por la ventanilla, y arranqué el motor. Tenía hectáreas de campo abierto y un rifle de asalto. Manteniendo a la criatura a la izquierda del coche, me acerqué hasta tenerlo a veinte metros, y apunté detenidamente. Un par de balas bastaron para sacarlo de su estupor. El bicho se estiró sobre sus patas, irguiendo la cabeza un par de metros por encima del resto.
Ahora, tengo que decir que, aunque he visto de todo, hay una cosa a la que nunca me he acostumbrado, y es cuando aún quedan partes del cuerpo humano en una mutación avanzada. Los brazos que salían de detrás de las pinzas bucales podían tener un pase, pero ver con claridad la nariz y los ojos de Oliver Grant envió un escalofrío a lo largo de mi espina dorsal. La parte superior era humana hasta un punto inquietante, pero su boca se había tornado en un embudo repleto de colmillos, unos colmillos que no tuvo reparos en mostrar al salir disparado hacia mí.
Y joder si era rápido.
Pisé a fondo el acelerador, haciendo petardear a Polvorín, y empecé a dar vueltas, intentando con mayor o menor éxito mantener el engendro a la izquierda, y destrozando el vallado de la finca a mi paso. El problema, por supuesto, era disparar y conducir al mismo tiempo. Cada pocos segundos tenía que soltar el AKM para cambiar de marcha, así que mis tiros no eran precisamente constantes, o constantemente precisos. Además, el desgraciado tenía un exoesqueleto tan gordo que la mayor parte de las balas rebotaban sin más, lo que no dejaba de ser un incordio. De setenta y cinco balas no creo que le entraran más de cuatro.
Al verme con el cargador vacío, tomé cierta distancia con el coche, y paré para recargar. El destino no estaba de mi parte, sin embargo, y el segundo tambor había volado hasta el asiento trasero. Por aquel entonces aún era bastante joven, así que no me avergüenza admitir que cometí un error de principiante. En vez de ganar más distancia, empecé a rebuscar entre los asientos, y para cuando encontré el cargador, el puto Oliver Grant alcanzó a Polvorín, hundiendo hasta el fondo sus mandíbulas con forma de pinza. El coche por poco no termina volcado, y yo, que había salido disparado, me estampé contra la puerta de la derecha.
El bicho se había empotrado por encima de la rueda trasera, y ahora se enrollaba como intentando comerse a Polvorín, o tal vez copular con él; aunque, como no entiendo de apareamiento infernal, prefiero pensar que tenía hambre. Dejé el AKM y salí echando leches, intentado por todos los medios no tocar al señor Grant, no fuera a darse cuenta de que intentaba engullir un montón de metal y parte de mi traje.
Habiendo tomado una distancia prudencial, me quedé mirando con el .44 en la mano cómo el engendro despedazaba al pobre Polvorín. Estaba en medio de ninguna parte, por lo que no tenía esperanzas de salir corriendo. En cuanto sus mandíbulas abrieron en dos el tanque de combustible, saqué el zippo de mi bolsillo, me encendí un último cigarrillo con mi mechero favorito, y lo sacrifiqué en el altar de la victoria.
Una bola de fuego envolvió al bueno de Oliver Grant, y éste, retorciéndose de dolor, se giró y corrió hacía mí con un grito que me heló la sangre. Odio cuando me pasa eso. Había sacrificado mi coche, mi chaqueta, mi sombrero, mi mechero, mi AKM y decenas de balas, y aun así el cabrón no tenía la decencia de morir.
Sin moverme del sitio, amartillé al señor Smith & Wesson, y esperé a que el demonio se acercara. En cuanto lo tuve a un par de metros, apreté el gatillo. La bala se metió por su fosa nasal, e hizo que el cerebro le explotara dentro de la cabeza. Sus sesos brotaron como la erupción de un volcán, y el cuerpo se detuvo frente a mis zapatos. Aunque no era muy respetuoso con el fallecido, le propiné una patada cargada de desprecio, y empecé a caminar hacia la casa para llamar al servicio de limpieza.
Aún sonaban los Bee Gees mientras me alejaba del coche.