El bujío de Santa Catalina 1 (Bordeando la realidad)

Espacio en el que encontrar los relatos de los foreros, y pistas para quien quiera publicar.

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jilguero
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

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El jardín de los teros y la Torre de Babel


En los pueblos de los alrededores de la bahía continuaba estando aún viva la leyenda del poblado de las once mil vírgenes y, de tarde en tarde, algún lugareño se acercaba hasta la antigua cartuja de Chiclana. Del edificio principal del monasterio —antaño erigido alrededor de un espacioso patio porticado, al que se abrían las puertas de los aposentos comunales de la planta baja y las ventanas de las numerosas celdas situadas en la primera planta— ya solo quedaban cascotes. Pero en el semiderruido sótano del convento todavía había alguna que otra gigantesca tinaja en pie, y el visitante de turno se aproximaba a ellas con la vana esperanza de que sus paredes estuvieran aún impregnadas del legendario aroma virginal. De ese aroma dulzón y ligeramente salado que se hizo más intenso y omnipresente cuando llegó el otoño y florecieron los algarrobos; de ese que exacerbó el deseo de los lugareños hasta el punto de que no dudasen en exterminar a los teros, que eran quienes de noche daban la voz de alarma con su canto en cuanto ellos se aproximaban a las celdas de las vírgenes.

Ubicado también en el Pago del Humo, se hallaba el antiguo berenjenal en el que fueron enterrados los cadáveres de los pájaros. Unos restos que actuaron como abono de los que, a la sazón, eran solo unos tocones resecos de Solanum melongena y que, sin embargo, ese año se llenaron de renuevos con llegada de las primeras lluvias. Décadas después de ese inopinado reverdecimiento, los veteranos arbustos seguían floreciendo cada primavera, y sus ramas llenándose de frutos de un tamaño mayor del habitual. Curiosamente, aunque delante del antiguo chamizo los tarrayeros habían enterrado también algunos teros, los tocones no rebrotaron y quedó un pequeño espacio de terreno baldío. Fue por aquel entonces cuando Cata, abuela ya de seis retoños, sintió añoranza de los momentos vividos en aquel berenjenal —en una de sus transmigraciones se había encarnado en el cuerpo de su antigua hortelana—, y decidió acondicionar la vieja choza para convertirla en un acogedor bujío.

La vista de aquella explanada infértil ante la cabaña le había hecho preguntarse a menudo cuál sería su significado; y había llegado a la conclusión de que su esterilidad era una señal premonitoria de que en adelante aquel trozo de tierra no estaba destinado a que de nuevo medrasen en él las berenjenas. A Cata no le extrañó, pues, que estando un sábado por la tarde sentada en la puerta del bujío se escuchara un leve murmullo de follaje, como si alguien se estuviera abriendo paso entre los arbustos de berenjenas; ni tampoco le extrañó que un visitante se adentrara en el pequeño descampado y, tras arrodillarse y pegar una oreja a tierra, permaneciera en silencio durante unos minutos escuchando los rezongos del subsuelo. La postura le recordó a la que adoptaban los pieles rojas en las películas de vaqueros para detectar si había cerca manadas de búfalos o de caballos salvajes; y de no ser por su represivo sentido del decoro, también ella se hubiera arrodillado y pegado una oreja a tierra para enterarse de lo que ocurría en las entrañas de aquel baldío.

Después de una parsimoniosa escucha, el visitante se puso en pie y, con similar parsimonia, se aprestó a sacudirse el polvo de los pantalones. Levantó luego la cabeza y, al descubrir que no estaba solo, con un yeísmo rehílado muy dulce, se presentó como “Antonio Vigora, para servir a Dios y a usted”. No hubo necesidad de que ella le preguntase la razón de aquel acento tan musical, ya que él, incómodo de haber irrumpido sin permiso en una propiedad ajena, continuó dándole explicaciones. Era uruguayo, oriundo de Montevideo, si bien residía en la vecina ciudad de Cádiz desde hacía veinte años, donde regentaba una barbería en la calle Plocia. El negocio marchaba bien. ¡Demasiado bien!, puntualizó. La clientela era tanta que atenderla como a él le gustaba le provocaba cada vez más estrés. Ese era el motivo de que, tras trabajar duro de lunes a viernes, el fin de semana lo dedicara a solazarse paseando por el campo.

Cuando el hombre hizo una pausa, Cata asintió con un ligero movimiento de cabeza. Aquel gesto de aquiescencia fue interpretado como una muestra de comprensión y eso le animó a seguir dándole explicaciones. Los chiclaneros eran muy extrovertidos y lo habían interpelado en más de una ocasión mientras paseaba por el pago. Escuchar su acento les había hecho acordarse de sor Lucila, oriunda como él de Montevideo, y le habían hablado del poblado de las once mil vírgenes del que la sor había sido fundadora; y también de la colonia de teros de la Laguna de la Janda que eran los guardianes nocturnos del convento; y de la tarde en la que, estando los tarrayeros dando sepultura a los últimos pájaros justo en aquel terreno baldío, llegó una mocita muy linda y, con un acento parecido al suyo, preguntó por sor Lucila y el poblado; y de cómo se alejó luego arrastrando su larga melena cobriza y dejando tras de sí aquel inconfundible aroma virginal…

Cata conocía bien la leyenda y sabía que esa misma noche, la de la llegada de la última virgen a la cartuja, hubo un eclipse de luna que los lugareños atribuyeron al descenso de la indolente divinidad voladora para cuyo deleite había sido fundado el poblado. Prefirió, empero, dejar que el visitante siguiera contándole cómo aquellos rijosos varones, tras la llegada de la diosa, escucharon unos gemidos de goce nunca antes escuchados, y eso les hizo comprender que aquellas criaturas virginales no eran para ellos. Le gustaba oírlo hablar con ese acento tan dulce y tan melodioso y, cuando la historia llegó a su fin, lo lamentó. Pero tras unos segundos de silencio el visitante retomó la palabra para explicarle el motivo que le había llevado hasta allí, que no era otro que la matanza injusta de los pájaros. La mayoría de los teros habían conseguido, otra vez, formar parte de la vida gracias al reverdecimiento de los plantones de berenjenas. Los únicos que no pudieron hacerlo fueron los enterrados en el suelo que ahora mismo estaban pisando. La niña había arrastrado su melena por aquella zona y hubo tocones que se impregnaron de su fragancia virginal y se volvieron estériles. Si se arrodillaba y pegaba la oreja a tierra, también ella podría escuchar el sordo entrechocar de picos de aquellos otros teros reclamando tener una segunda oportunidad.

Como ella tenía serias dudas de su agilidad, prefirió no arriesgarse a montar una escena cuando hubiese de ponerse de nuevo en pie, y optó por dar crédito a su testimonio y permaneció sentada en el poyete de piedra que había junto a la entrada del bujío. El barbero permaneció en silencio hasta que se convenció de que ella no pensaba arrodillase; luego retomó la palabra. No era justo que aquellos pájaros uruguayos hubieran muerto en balde. ¡Qué menos que hacer lo que estuviese en sus manos para que volvieran a ver luz del sol bajo otra forma de vida! Si le daba permiso, estaba dispuesto a reparar la injusticia transformando aquel erial en un pequeño jardín en el que también ella se podría solazar. Era aficionado a la botánica, y tenía suficientes conocimientos y buena mano con las plantas como para transformar aquel baldío en una primavera imperecedera. Cata, aunque dubitativa, objetó que a menudo los veranos eran allí demasiado rigurosos. Pero él le aclaró que con el agua almacenada en el aljibe y unas acequias subterráneas bajo el suelo del jardín zanjaría ese problema. Pensaba usar, además, solo plantas silvestres y seleccionadas de tal forma que, en cualquier época del año, hubiese flores. Cata miró aquel estéril y polvoriento cuadrado de tierra y le congratuló saber que ya tenía un nuevo destino. Y con una confianza ciega en las palabras de aquel peculiar visitante, dio su anuencia.

Desde aquel sábado por la tarde había ya transcurrido más de un lustro y delante de la cabaña había ahora un primoroso jardincillo de flores silvestres. Lo que antaño era una parcela cuadrangular pelada en este momento estaba ocupada por cuatros parterres y sendas veredas. Eran macizos vegetales de forma triangular, si bien los cuatro vértices confluyentes estaban convenientemente deprimidos y circundaban un generoso círculo libre de follaje; y en su centro, que era también el centro del jardín, había una pequeña construcción encalada. En cada uno de los triángulos, el uruguayo había combinado las diferentes especies de plantas silvestres de tal forma que había logrado su propósito de convertir el arisco erial en una amistosa primavera. Las formas arbustivas —arrayanes, lentiscos, acebuches, endrinos y espinos albares— estaban podadas de tal manera que daban cobijo con su sombra tanto a las especies aromáticas —orégano, romero, espliego, lavanda, tomillo y menta poleo— como a las bulbosas —orquídeas, ciclámenes, lirios, narcisos, varitas de San José, gladiolos, quitameriendas, ornitógalos, tulipanes y jacintos—. Si uno se detenía y guardaba silencio en medio de aquella eterna primavera vegetal, en vez del sordo entrechocar de picos de otros tiempos, en el subsuelo se escuchaba ahora un leve murmullo de agua corriendo a través de acequias invisibles. Gracias al denuedo y a la tenacidad del uruguayo, el antiguo erial se había convertido en una suerte de vergel de flores silvestres.

Cata se aproximó a uno de los parterres y rozó con la mano una mata de espliego; luego se la acercó a la nariz y la olisqueó con fruición. Por uno de los ventanucos de la Torre de Babel —cada uno de los vanos se abría mirando hacia uno de los cuatro parterres— lo vio de espaladas e inclinado sobre la mesa; aguzó el oído y de inmediato escuchó el ríspido sonido de la mina del lápiz deslizándose sobre el papel. Una nueva carta que no echaría, se dijo, mientras pasaba otra vez la mano sobre las espigas de flores azul lavanda. La idea de levantar aquella pequeña garita en el centro del jardín había sido suya. Había observado que, incluso cuando el tiempo era inclemente, al terminar de jardinear, el uruguayo se quedaba un rato inmóvil en el centro de su creación. Un día de tormenta en el que se había puesto pingando, Cata le ofreció una toalla y, mientras él se secaba un poco, se atrevió a preguntarle por qué había permanecido como un estafermo bajo la lluvia. Él le explicó que, debido a la gran variedad de formas que habían adoptado ahora los teros, tenían cantos tan diversos que ni ellos mismos se entendían. Pero a él le gustaba escuchar aquel indescifrable guirigay porque le hacía sentirse de regreso a Montevideo.

Después de mantener esa conversación, Cata lo animó a que levantase un refugio en el centro de jardín para que pudiera escuchar a los pájaros de forma más confortable. Y aquel jardinero, que cultivaba primaveras y trataba de descifrar esa especie de Torre de Babel en la que, según sus propias palabras, se había convertido el canto vegetal de los teros, se puso manos a la obra. Levantó un pequeño recuncho con bóveda en forma de casquete y paredes encaladas, lo que le confería cierto aire de aljibe andaluz. En una de las inspecciones que de vez en cuando hacía Cata de su interior —se avergonzaba de ser tan entrometida, pero no era capaz de reprimir su curiosidad—, vio que debajo de uno de los ventanucos el uruguayo había fijado a la pared un pequeño tablero a modo de escritorio, y en el suelo había un tocón de pino haciendo las veces de asiento. Supo así que el barbero ya no solo se retiraba a su refugio para que el farfullo de los teros le ayudase a rememorar su Montevideo natal, sino que lo hacía también para escribir. Y gracias a unos trozos de papel que, como por ensalmo, de vez en cuando aparecían entre las matas de los parterres, Cata descubrió que lo que escribía el jardinero eran cartas de amor. Una cartas en las que, quizás por redactarlas en el interior de aquella especie de Torre de Babel, su autor no lograba dar con palabras precisas para expresar sus sentimientos, siendo esta la causa de que al final siempre acabara haciéndolas pedazos.

Con la excusa, esta vez, de arrancar una ramita de romero, Cata se aproximó al siguiente de los parterres. Ahora lo veía, por el otro ventanuco, casi de frente, ensimismado, el ceño fruncido, la mirada fija en la hoja de papel; tenía el brazo izquierdo acodado en el tablero y la mejilla de ese lado apoyada en el hueco de mano; el brazo derecho, en cambio, reposaba sobre el improvisado escritorio y con esa mano sostenía el lápiz en el aire a la espera de dar con la palabra buscada; y muy cerca del dedo meñique, una hojilla del calendario Myrga recordándole que ese domingo era 29 de noviembre y que tocaba felicitar a los Saturninos. ¡Qué frondosa tenía la barba! El primer día, cuando se presentó como "Antonio Vigora, para servir a Dios y a usted”, el cabello lo tenía ya entrecano y relativamente largo —Cata recordaba haber visto cómo se lo peinaba hacía atrás con ayuda de los dedos—, pero lucía una barba descuidada de dos o tres días; una dejadez que le chocó al enterarse de que era barbero. Ahora, en cambio, tenía una barba nemorosa y bien cuidada.

Aunque se le encogiese el corazón pensando en el final de sus escritos, a ella le gustaba observarlo mientras escribía. Alguna que otra vez, el viento, o puede que el propio jardinero —esas cosas nunca se saben—, ponía en su camino trozos de aquellas cartas, que estaban siempre caligrafiadas con esmero y dirigidas a la misma persona. Mi querida Penélope: ¡No puedes imaginarte cómo te echo de menos! […] Desde que me alejé de ti me atormenta la idea de sentarme, como hoy, ante una hoja de papel en blanco para explicarte por qué lo hice. […] en estas horas en que el día está a punto de acabarse y la noche se me viene encima, siento la necesidad de aferrarme a tu mano y no le encuentro […] Nunca lo olvides: siempre he sido un farsante, un escultor de mentiras, un creador de recuerdos imaginarios. […] Quizá mi vida, o yo mismo, sea demasiado vulgar y he tenido miedo de que, si me quedaba a tu lado, tú dejaras de sentir fascinación por mí. […]Nunca he dejado de quererte. Pero tengo miedo de perderte y por eso me he mantenido en la distancia...

¡Qué pena que aquel hombre no escribiese en voz alta para poder escuchar aquellas palabras dichas con ese acento suyo tan dulce y musical! Y sobre todo, ¡qué pena que aquellas sentidas cartas nunca llegasen a manos de su destinataria! Salvo en aquel primer encuentro, en el que se había sentido obligado a darle explicaciones, él solía ser muy reservado. Fuera de algún que otro elogio sobre la belleza de las últimas flores abiertas, ella casi nunca le hablaba. No deseaba incomodarlo con preguntas que pudieran resultarle indiscretas, pero había veces en las que se moría de curiosidad. Por suerte, los chiclaneros eran parlanchines y entrometidos. Y en cuanto se habían enterado de que el uruguayo era una especie de aparcero suyo, se habían apresurado a contarle una sarta de chismes que corrían por el pueblo. Que si el uruguayo era propietario de una parcelita en el Pago de Humo, pero que no había podido construir en ella nada porque aparecía en el catastro como terreno rústico; que si el negocio de la calle Plocia le iba de maravilla y hasta había ganado algún que otro premio; que si al principio se le veía mucho contemplando el mar, pero que desde que sufrió un grave accidente—se había adentrado temerariamente en el agua y había estado en un tris de ahogarse— lo rehuía; que si estaba casado, felizmente casado —el adverbio dicho con cierto retintín en alusión a sus escapadas de los fines de semana—, y tenía dos hijos ya muy crecidos… Y un sinfín más de murmuraciones de esa calaña que ella nunca sabría si eran ciertas, pues no estaba dispuesta a incomodar al jardinero entrometiéndose en su vida. Pero de lo que no tenía la menor duda era de que un trozo de su corazón seguía estando al otro lado del océano.

****
La mar océana.jpg

Entretanto, allende los mares, en un modesto edificio de Montevideo, vivía una mujer soñadora que cada tarde descendía hasta la costanera con un bolso de labores bajo el brazo. Una vez se hallaba junto al mar, se acomodaba entre las raíces enormes de una ceiba centenaria. Desde aquel mirador, cuando levantaba la vista podía ver ante sí una planicie inmensa de agua —azul o glauca, según los días— y a su derecha un trozo de tierra algo más elevada, en el que se alzaba el faro Puntas Carretas. El ritual que seguía cada tarde era siempre idéntico. Después de haberse acomodado, escudriñaba el horizonte durante un buen rato; a continuación, sacaba del bolso varios trozos de tela y seleccionaba el que tuviese un colorido más parejo con el del mar en ese momento. Lo montaba entonces sobre un bastidor de bordar y con punto de cruz trataba de de inmortalizar la vista que tenía delante de ella. Lo primero era bordar la silueta del faro; hecho esto, levantaba la vista y oteaba el horizonte en busca de algún nuevo motivo que añadir a su creación. A menudo no aparecía nada y ella, sin saber muy bien por qué, se entretenía en bordar una especie de jardincillo alrededor del faro, y mientras lo hacía se imaginaba que el farero cultivaba aquellas flores pensando en ella.

Las mejores tardes, sin embargo, eran aquellas en las que en lontananza se columbraba la silueta de un transatlántico. Cuando eso ocurría, se apresuraba a bordarlo en la tela del bastidor y, por la noche, de regreso a casa, doblaba el bordado y lo guardaba. A la mañana siguiente, se levantaba temprano y se vestía con el traje de los domingos. Luego se sentaba junto a la ventana y acechaba impaciente el paso del cartero. Si lo veía acercarse al buzón, en cuanto este se marchaba, ella salía corriendo a recoger el correo. Veinte años de espera y de reiteradas decepciones no le habían hecho perder aún la ilusión de que algún día, cuando menos se lo esperase, en lugar de sobres conteniendo propaganda o facturas de la casa, el cartero le dejaría en el buzón una carta suya. Daba por hecho que, cuando la abriera, no iba a poder leerla porque estaría llorando de alegría. Sí, llorando de alegría por tener en sus manos una prueba de que él estaba bien y de que aún no la había olvidado. Pero de momento eso no había ocurrido nunca y, de regreso a casa, la escena que se repetía la mayoría de las noches era la de una mujer soñadora dispuesta a asumir el papel de la fiel Penélope —antes de embarcarse para Europa, él le había hablado de Ulises y de su paciente esposa—. Encendía la lámpara de pie, sacaba el bastidor de la bolsa de labores y montaba del revés el trozo de tela bordado horas antes; luego, con unas tijeras de punta fina y una paciencia encomiable, cortaba uno a uno los hilos de las puntadas dadas esa misma tarde.



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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Estrella de mar »

jilguero escribió: 29 Nov 2019 11:51

No releas :cunao:. O si lo haces, sabiendo que habrá poco salvable. Pero lo más importante es otra cosa:

¿Crees que escribir eso que ahora te parece repugnante te vino bien a ti en el momento en el que lo hiciste?

PD: ya sabes que a mi tu Barco Mundo, la ambientación, me hizo embarcarme en la Operación Casiopea justo en una etapa muy dura, de la que cada mañana me podía evadir a bordo un rato en compañía de Cata, la Luicola y la Mona Zen (y de Catulo embrionario); y esa tia Catalina con las mareas latiéndole en el bolsillo o buscando luciérnagas en el pozo tiene su aquel.
Tanto como venirme bien, la verdad es que no. En algunos momentos y con relatos concretos sí que he sentido como una chispita de entusiasmo, pero se diluye rápidamente. Cada vez me cuesta más "construir los relatos", me paso varias semanas con la cabeza llena del relato de turno y cuando lo termino no me llena nada.

P.D. No me arrepiento de haberlos escrito principalmente por las bellas conexiones entre nosotros que se han creado gracias a ellos. A Barco Mundo le guardo un cariño especial por lo que mencionas. :60: :beso: Con Operación Casiopea me lo pasé bomba. ¿No te hace una segunda parte? :boese040:
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Hoy, Cata, he cambiado el circuito y me ha tocado asomarme a la bahía.

El puente nuevo es impresionante de grande, demasiado para una ciudad como Cádiz.

Desde abajo, desde donde lo he visto hoy, tiene uno la sensación de estar en otra ciudad.

Puente nuevoo.jpg

Pero el motivo de haberme cambiado de orilla no ha sido casual, sino que iba a al Parque Celestino Mutis, a ver unos "limpiatubos" de flores amarillas, de los que me habían hablado unos amigos.

Ha habido suerte y he dado con ellos. Creo que son de la especie Callistemon salignus, pero no las tengo todas conmigo.


limpiatubos.jpg


No sé si tú habrás visto alguna vez un limpiatubos. Los usamos mucho en el laboratorio para lavar las probetas y los tubos y las flores de estos árboles son muy, muy parecidos. ¡Increíble la variedad de la naturaleza!

Después de ver estas flores me he dicho que seguro que el que inventó el limpiatubos se inspiró en ellas. :D

Compara la flor de una especie que las tiene rojas con el limpiatubos de laboratorio. :cunao:
Limpiatubos de laboratorio y flor roja.jpg
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Estrella de mar escribió: 01 Dic 2019 12:26
jilguero escribió: 29 Nov 2019 11:51

No releas :cunao:. O si lo haces, sabiendo que habrá poco salvable. Pero lo más importante es otra cosa:

¿Crees que escribir eso que ahora te parece repugnante te vino bien a ti en el momento en el que lo hiciste?

PD: ya sabes que a mi tu Barco Mundo, la ambientación, me hizo embarcarme en la Operación Casiopea justo en una etapa muy dura, de la que cada mañana me podía evadir a bordo un rato en compañía de Cata, la Luicola y la Mona Zen (y de Catulo embrionario); y esa tia Catalina con las mareas latiéndole en el bolsillo o buscando luciérnagas en el pozo tiene su aquel.
Tanto como venirme bien, la verdad es que no. En algunos momentos y con relatos concretos sí que he sentido como una chispita de entusiasmo, pero se diluye rápidamente. Cada vez me cuesta más "construir los relatos", me paso varias semanas con la cabeza llena del relato de turno y cuando lo termino no me llena nada.

P.D. No me arrepiento de haberlos escrito principalmente por las bellas conexiones entre nosotros que se han creado gracias a ellos. A Barco Mundo le guardo un cariño especial por lo que mencionas. :60: :beso: Con Operación Casiopea me lo pasé bomba. ¿No te hace una segunda parte? :boese040:
Lo veo complicado. Metí tantas referencias que no sé yo una segunda parte por donde podría ser.
Por lo pronto, hoy he estado con una seudo-segunda parte de Una colmena virginal, porque ahora Usía quiere un jardincito en el berenjenal. :cumples:

Lo tengo medio qué pero necesita ser pulido. Con todo colgaré algo para que Cata, que tiene un papel primordial, se vaya haciendo idea.


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

¡Qué bueno el truco de perspectiva del cuadro del lavatorio de los pies!

Yo había tenido la sensación de que era un cuadro un poco desorganizado, con muchos focos de atención, pero no se me había pasado por la cabeza qué algo así pudiera ser la causa.

Me veré los otros tres capítulos, que he visto aparecer por ahí a la Cautiva de Tordesillas.

PD: lo he copiado aquí porque el primer mensaje de la página es para el jardincillo de los teros. A ver si esta tarde me veo el capítulo de la cuativa de Tordesillas :chupete:


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Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió: 01 Dic 2019 14:57... lo he copiado aquí porque el primer mensaje de la página es para el jardincillo de los teros.
Creía que estabas piantada. Te leía y me decía... esto ya lo dijo jilguero ayer o anteayer.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Estrella de mar »

Estaré pendiente de la colmena. Aún tengo pendiente un texto tuyo, me tengo que poner al día. :colleja:
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por lucia »

Oye, que algunas tenemos limpiatubos de esos en la cocina, y no para tareas de laboratorio (tengo pipetas, pero el limpiatubos es para tarros con rebaje dentro y botellas...).
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Estrella de mar »

lucia escribió: 01 Dic 2019 20:39 Oye, que algunas tenemos limpiatubos de esos en la cocina...
Qué apañada es nuestra regente. 8)
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Gretogarbo escribió: 01 Dic 2019 16:12 Creía que estabas piantada.
Creía que ese palabro era invento tuyo, pero acabo de comprobar que no.


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Estrella de mar escribió: 02 Dic 2019 16:31 Qué apañada es nuestra regente.
Y tanto que lo es. No tenía noticias de que los limpiatubos se usasen también en los hogares :D


Dicho lo cual, le comunico Cata que el jardín de Usía ya está listo :cumples:, aunque seguro que habré de hacerle correcciones varias.

Como verás, como anfitriona del berenjenal tienes un papel muy principal. Lo que no sé es si el jardín le va a gustar a Usía, sobre todo cuando se entere que en la Torre de Babel ya hay ocupante y que difícilmente se podrá pasear por él en solitario. :cunao:


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió: 02 Dic 2019 19:26Creía que ese palabro era invento tuyo, pero acabo de comprobar que no.
Si creías eso, entonces no conoces la Balada para un loco, un poema de Horacio Ferrer, musicado por Astor Piazzolla y magistralmente interpretado por Roberto Goyeneche, el Polaco.

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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jose2v »

Mola. Los galegos, si no me enseñan a hacer queimada, me muestran otras cosas desconocidas.

Prefiero la queimada.

Lo digo en italiano.

No me dispiace niente il mesagio.
Lo que supone otra de las locuras de la vida. Aprender otros idiomas cuando no has acabado de aprender el tuyo. Pero bienvenidas sean, si es para aprender.
Soñar... ¡Donosa locura!

Blanca de los Ríos Nostench.

Cádiz, que sin parirme me hiciste carnavalero...

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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Gretogarbo escribió: 02 Dic 2019 20:11
jilguero escribió: 02 Dic 2019 19:26Creía que ese palabro era invento tuyo, pero acabo de comprobar que no.
Si creías eso, entonces no conoces la Balada para un loco, un poema de Horacio Ferrer, musicado por Astor Piazzolla y magistralmente interpretado por Roberto Goyeneche, el Polaco.

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¡Me ha gustado! Ese medio melón en la cabeza y esas medias suelas clavadas en los pies ya nos dan una idea del personaje.

Le vamos a tener que pedir al piantao que se de una vueltecita por la vieja ceiba que hay junto al faro Puntas Carretas y que le cante a la bordadora. Le coge un poco lejos, pero seguro que tiene alas y puede ir en un pispás.


¿Qué me está pasando? :party: Las cavilaciones de Juan Mute

El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre (A. Camus)
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Gretogarbo
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió: 30 Nov 2019 09:35El jardín de los teros y la Torre de Babel
Una vez más, una delicia, jilguero. Es fascinante ver cómo tejes experiencias y situaciones que se han visto reflejadas en este bujío.
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