La residencia (Terror)

Espacio en el que encontrar los relatos de los foreros, y pistas para quien quiera publicar.

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Tente
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La residencia (Terror)

Mensaje por Tente »

La residencia está bien, a secas. Sin lujos inútiles pero con todo lo necesario. Como casi todas, está situada a las afueras de la ciudad por lo que algunos afortunados pueden ver el campo abierto desde sus ventanas, incluso la sierra al fondo. La zona es muy tranquila y apenas se escuchan pasar algunos coches por la carretera secundaria que llega hasta allí. Por desgracia, esas ventajas importaban muy poco a la mayoría de los residentes, ya que sus sentidos habían dejado de funcionar bien con el implacable paso de los años. Y, además, casi todos tenían serios problemas mentales.

A pesar de todo, la vida resultaba apacible en aquel lugar. El personal del centro se esforzaba para que aquella gente tuviese un final de vida digno. Iban más allá de la mera profesionalidad, pero dado el mal estado en que se encontraban muchos residentes, los fallecimientos eran frecuentes. Camas libres que no tardaban en ser ocupadas por otros ancianos. Al fin y al cabo, uno va a esta clase de centros a morirse sin molestar demasiado. Ya se sabe, hoy en día los pisos son tan pequeños y estamos tan atareados que cuidar de nuestros abuelos en casa se nos hace imposible. Para eso pagamos impuestos, para que el estado se encargue y oye, que no les falta de nada con sus médicos, enfermeras, terapias ocupacionales, su sala de televisión.

Los que podían caminar pasaban el día deambulando por los pasillos o por el pequeño jardín que rodea la residencia. Lo hacían siempre con ese andar cansino del que no va a ningún lado pero sabe que tampoco vale la pena quedarse donde está. Algunos de ellos con una colilla entre los labios con aspecto de llevar apagada mucho tiempo. Como su propia vida, apagada a fuerza de días que se repiten con sus largas horas a cuestas y sus paseos sin rumbo. Esperando, siempre esperando, aún a sabiendas de que ese día tampoco vendrán a verles los hijos, los nietos, los sobrinos, tan ocupados ellos en ganarse los garbanzos ahora que todavía pueden, con lo que debe costar la residencia del abuelo. Y que también tienen derecho a divertirse los jóvenes, no hay que ser egoístas, normal que no quieran venir a un lugar donde casi la única novedad posible es la muerte del vecino.

A pesar de las demencias, no eran frecuentes los altercados entre ancianos. Casi todos se mostraban amigables y pacíficos, unos de por sí y otros gracias a la medicación. La excepción a esta regla era Francisca, una anciana de muchos, muchísimos años que se pasaba el día insultando y amenazando a todo el que se cruzaba en su camino. Su caso tenía desconcertado al equipo médico que nunca consiguió aplacar sus ataques de odio aunque lo intentaron con todo el arsenal farmacéutico. Por supuesto que nadie le reprochaba a Francisca su conducta, ya se sabe que los dementes pueden decir lo que les plazca porque no son responsables. Es casi su único derecho. Y, además, no podía durar mucho la pobre mujer, más de una vez volvió milagrosamente cuando ya iba camino del tanatorio, la famosa mala salud de hierro. Aunque nadie lo dijera nunca en voz alta, más de uno pensaba aquello de “bicho malo, nunca muere”.

Del resto de ancianos se podían esperar los actos más inesperados y sorprendentes, ese tipo de situaciones agridulces que provocan a la vez la risa y la lástima.

No faltaba el valeroso torero, siempre dispuesto a dar algún capotazo al primero que pasara por allí. Su especialidad eran los médicos, bravos o mansos. Se llamaba Curro y era, cómo no, de Triana. Por lo menos eso decía él, en realidad no se sabía nada de su vida. Fue recogido por los servicios sociales del ayuntamiento casi congelado entre contenedores de basura y aunque se investigó al principio, nadie pudo dar con su verdadera identidad. Su torturado cuerpo era el evidente resultado de una vida de excesos, sobre todo el hígado, ya apunto de rendirse. La psicóloga siempre sospechó que fingía su demencia para permanecer allí, en el burladero de la residencia, a salvo de las cornadas del hambre y el frío de la calle.

El pellizcador oficial era Luis, no había enfermera que no conociera sus temblorosos dedos. Eso sí, una vez cometida su fechoría, el bueno de Luis entraba en un sueño tan profundo que no quedaba más remedio que perdonarle. Debió de ser muy atractivo y todavía conservaba cierto aire de galán trasnochado. Sin duda había sacado partido de ello porque era de largo quién más visitas recibía, un montón de hijos que parecían quererle de verdad y no eran necesariamente hermanos entre sí, menudo granuja. Era casi el único que no descuidaba lo más mínimo su aseo, siempre bien peinado y con ese olor rotundo de las colonias de antes, era el blanco perfecto para las bromas de las trabajadoras de la residencia que le piropeaban y hasta llegaban a insinuarse por pura diversión. Se tenían merecidos los pellizcos, qué carajo.

A Felipe le encantaba la tecnología. No podía resistir la tentación de abrir cualquier aparato ya fuese un reloj, un teléfono móvil o un transistor y estudiar su funcionamiento. Lo malo es que los dueños de dichos chismes no compartían su afición y se enfadaban mucho al verlos hechos pedazos. Era el hijo de Francisca y todo lo contrario que ella, se ganaba la simpatía de todo el mundo porque siempre estaba dispuesto a ayudar. No dudaba en darle un paseo a quien estaba postrado en su silla de ruedas, incluso cuando el sorprendido viajero prefería permanecer quieto, quizás comiendo. Felipe era el encargado de ayudar al personal de la residencia en pequeñas labores lo que le llenaba de legítimo orgullo. A pesar de su condición de hijo, no era ningún niño, ya llevaba a cuestas más de setenta primaveras y aspiraba a llegar a las cien de su colérica madre.

Sería imposible describir aquí a todos los residentes, más de doscientos, pero no quiero olvidarme de “la marquesa”, una guapa anciana que debió ser guapísima y que aseguraba pertenecer a una de las más nobles familias de la aristocracia. Decía llamarse Cayetana aunque en su ficha figuraba como Hortensia y solía quejarse de que sus hijos, cegados por sus avariciosas esposas, la despojaron de inmensas riquezas. Siempre procuraba sentarse al lado de Luis pero él no mostraba el mismo entusiasmo, más bien la rehuía harto ya de tanto acoso femenino, o quizás simplemente para hacerse el interesante. El muy canalla se las sabía todas en el juego de la seducción y se dejaba querer.

Días después de cumplir su primer siglo, Francisca enfermó y rápidamente murió. En ningún momento dejó de lanzar las amenazas más terribles y en su atroz agonía advirtió a gritos que se llevaría a muchos con ella a la tumba. Aunque nadie quiso reconocerlo en voz alta, la marcha de Francisca supuso un alivio y una mejora importante de la convivencia. Ni siquiera a Felipe le importó mucho quedarse huérfano, (si pasa con los cuerdos, cómo no va a pasar con los locos) porque estaba enfrascado en su invento más revolucionario, un nuevo modelo de teléfono móvil mucho mejor que los chapuceros que había destripado tantas veces.

Y los días pasaban con la extraña tranquilidad con que pasan en este tipo de centro, sin grandes percances salvo un intento de estocada del torero trianero al médico negro.

Pero un mal día todo cambió para siempre en la residencia. Después de comer casi todos los abuelos tomaron su manzanilla, el café estaba prohibido por excitante, y en seguida empezaron los gritos de dolor, las nauseas, las carreras de médicos y enfermeras. Todo fue inútil, en un solo día ocho residentes cayeron enfermos y uno a uno fueron muriendo ante el desconcierto del equipo médico que no encontraba explicación alguna para aquello. Aunque allí la muerte parecía un residente más, eran demasiados casos seguidos y además todos presentaban los mismos síntomas. Por supuesto que todas las muertes son lamentables incluso cuando se trata de viejos, pero la que más dolió a todo el mundo fue la de Luis, el niño bonito de la residencia. De hecho, la marquesa no pudo superarlo y también se fue para siempre poco después, quizás persiguiendo a su Don Juan.

La Dirección del centro convocó una reunión urgente para analizar lo sucedido y se decidió guardar silencio de momento para no alarmar a los familiares de los ancianos que se encontraban bien y llevar a cabo una exhaustiva investigación interna para aclarar los hechos. Primero se pensó en una intoxicación por la comida pero se descartó esa posibilidad porque casi todos habían comido lo mismo y muchos ancianos se encontraban perfectamente. Al poco tiempo una doctora dio con una pista bastante extraña: Ninguna de las víctimas era diabética. Podía ser una casualidad, pero por pura estadística resultaba extraño que todos los afectados hubieran tomado azúcar. El Torero lo tenía claro, la culpa era de la manzanilla, como él nunca tomaba esas mariconadas se encontraba estupendamente, ¡Donde esté un buen carajillo!

En ese momento irrumpió la policía con un gran despliegue de coches y estruendo de sirenas, lo que terminó de trastornar a todo el mundo, abuelos, cuidadores, médicos y sobre todo al Director de la residencia que se sentía totalmente desbordado por lo acontecimientos. Un juez que investigaba un caso de eutanasia irregular había descubierto un número muy alto de muertes seguidas en la residencia por lo que hizo exhumar los cadáveres y una vez practicadas las autopsias se comprobó que los ancianos no habían sido sedados en exceso sino envenenados con mata-ratas.

Tras un análisis minucioso se encontró el veneno en los azucareros. Todo el mundo se volvió a mirar a Felipe que seguía empeñado en inventar el mejor teléfono móvil del mundo. Él era el encargado de rellenar los azucareros a diario, lo había hecho durante años sin ningún problema. ¿Cómo pudo equivocarse tan terriblemente? Pero no, no podía tratarse de un error, el veneno para las ratas se almacenaba muy lejos del azúcar.

Un policía interrogó a Felipe:
- ¿Qué has puesto en el azucarero?
- Azúcar, como siempre.
- ¿Cómo siempre?
- No, de una que me ha dicho mi mamá que está muy buena, la que les ponen a las ratas.
El Director de la residencia se sumó al interrogatorio:
- ¿Tu madre te dijo eso antes de morir?
- No, me lo dijo después.
- ¿Pero cómo te lo va a decir después de muerta?
- Me llamó al móvil, como todos los días.

A Felipe no le gustaban las caras que ponían los policías y se asustó tanto que salió corriendo sin reparar siquiera en que se dejaba olvidado su último modelo de móvil que precisamente en ese momento sonó con la melodía más triste que pueda imaginarse. Nadie se atrevía a atender la llamada porque aquello no era un teléfono, no era más que una carcasa rota y vacía, totalmente hueca. Por fin el inspector de policía se atrevió a tocar un botón. Una voz espantosa y muy lejana, que muchos reconocieron enseguida, había dejado el siguiente mensaje: “Bien hecho, hijo mío. Con mucha azúcar, la manzanilla está de muerte”.
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Martin J. Ville
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Re: La residencia (Terror)

Mensaje por Martin J. Ville »

Buena historia, con la muerte presente de principio a fin de la misma, como tristemente sucede en esta clase de lugares. Me recordó a un caso que, supuestamente, sucedió a un par hermanas hace años ya, y que juraban recibir llamadas de su fallecida madre pidiéndoles que retiraran un crucifijo fijado en la tumba donde había sido enterrada, aunque tu relato me ha parecido más interesante.

¡Un saludo!
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Casper
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Re: La residencia (Terror)

Mensaje por Casper »

Bueno, me gustó.
La descripción que haces del internado, de algunos de sus personajes, de lo cotidiano y normal…y luego un cambio brusco hacia lo tenebroso y un buen final.
Solo me cuestiono el veneno de ratones puesto en vez del azúcar, si es dulce el primero no sé y no voy a comprobarlo :cunao:
Bien Tente, espero seguir leyendo nuevos relatos :60:

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Tente
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Re: La residencia (Terror)

Mensaje por Tente »

Muchas gracias por vuestros comentarios.
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lucia
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Re: La residencia (Terror)

Mensaje por lucia »

Que los ancianos muriesen por sobredosis era lo que me esperaba, así que el matarratas por mediación de Felipe me ha sorprendido para bien :cunao:
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