La caza (Relato)

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AlantarReuel
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La caza (Relato)

Mensaje por AlantarReuel »

Relato con muy ligeros toques de fantasía ambientado en un mundo imaginario en el que estoy trabajando.

LA CAZA

Era un día frío y nublado; un viento gélido soplaba entre las montañas. El hombre, después de considerar sus opciones durante unos instantes, comenzó a ascender por la ladera, dirigiéndose hacia las rocas que coronaban la cima. La nieve que había caído durante la noche no se había endurecido, por lo que a cada paso que daba, el hombre se hundía hasta las rodillas. Suspiraba y maldecía, pero no dejaba de avanzar, ayudándose de su lanza, que utilizaba como bastón. A zancadas lentas y regulares llegó a la cima, donde se detuvo a recuperar el aliento. Sobre él se extendía un cielo blanquecino, un cielo que ahogaba la luz del sol con un halo inmaterial y misterioso. Frunció el ceño, observando la bruma con una mirada cargada de reproche. Conocía bien las montañas, y precisamente por eso sabía que la bruma es engañosa y traicionera, y que esta puede hacer que un hombre crea estar donde no está o acabar donde no desea, lo que muy bien puede traducirse en su muerte.

El hombre reajustó el macuto sobre su espalda y dirigió luego la vista hacia el valle estrecho y alargado que se extendía a sus pies, muchos metros por debajo. Las nubes se deshacían en jirones de bruma que se extendían sobre las copas de los árboles: enormes abetos que habían crecido entre los picos de las montañas durante décadas, incluso siglos, en su clausura de hielo y silencio. Más allá del bosque, a unos diez kilómetros a vuelo de pájaro, se alzaba la cima del Pico de las Tormentas, que ningún hombre había jamás pisado, recortado contra el cielo oscuro e imponente en su soledad.
El hombre tanteó con su lanza la nieve virgen que se extendía a sus pies y, tras asegurarse de su profundidad, comenzó a descender hacia el valle. Un cuervo pasó graznando sobre su cabeza, como alertando sobre la presencia de un intruso. El hombre prefirió no mirarlo, considerándolo un mal presagio, y continuó avanzando lentamente, paso a paso. Sabía que bajo la nieve había rocas, y que entre estas rocas se formaban agujeros en los que bien cabía la pierna de un hombre. Un tobillo roto podía suponer un serio problema en las montañas, donde uno solo puede contar con sus propias fuerzas para sobrevivir al envite de la naturaleza. La soledad del camino despertaba una extraña sensación en el hombre, una especie de tensión latente, que no llegaba a ser temor pero que tampoco le permitía relajarse por completo. Avanzaba concentrado, sin pensar, alerta como un animal salvaje.

El viento seguía soplando a rachas, algunas eran tan fuertes que levantaban a su paso una cortina de polvo de nieve, que súbitamente envolvía al hombre, pegándose a su rostro e impidiéndole ver el camino. Entonces se detenía y esperaba a que el viento se calmara, dejando las montañas sumidas en el silencio durante un breve espacio de tiempo. En estos momentos, irremediablemente, volvían a surgir en su mente imágenes de la tarea que tenía por delante. Repasaba cada detalle, paso a paso, y se imaginaba los posibles resultados. Sabía que cazar un oso gris no era algo que debiera tomarse a la ligera. Lo que más le preocupaba era que los nervios le jugaran una mala pasada y le hicieran errar el disparo. Un oso enfurecido raramente concede una segunda oportunidad. Sabía que debía apuntar al corazón o a los pulmones, y que el grueso pelaje del animal podía muy bien confundir incluso al más avezado cazador. Algunos afirmaban haber cazado al oso gris apuntando a la cabeza, pero el hombre creía que eso era una tontería, y que no merecía la pena ni era seguro hacer un disparo tan arriesgado. También sabía que la ventana para asegurar la muerte del animal era muy pequeña, tan breve como la longitud de un paso. Los osos grises, especialmente los viejos y de gran tamaño, tienen huesos anchos y duros como la piedra, lo suficientemente resistentes para detener o desviar el virote de una ballesta pesada. El cazador experimentado sabe que es necesario esperar al momento correcto, justo cuando una de las patas delanteras esté estirada en su máxima extensión hacia adelante, desprotegiendo así los órganos vitales de la bestia, para hacer el disparo. Solo así puede el virote encontrar un paso entre las costillas y alcanzar el corazón.

El hombre continuó descendiendo en dirección a dos abetos que se erigían solitarios a ambos lados de la senda, que la nieve había borrado casi por completo. Se detuvo a contemplarlos antes de aventurarse pasar entre ellos, sobrecogido ante su enorme tamaño. A medida que avanzaba, su silueta iba desapareciendo y diluyéndose entre la bruma, que no le permitía ver más allá de diez o quince metros, pero ello no le hizo aminorar el paso. Tenía la esperanza de que la niebla fuera elevándose y desapareciendo a medida que avanzaba el día y contaba con que, para entonces, ya habría encontrado un lugar para establecer el campamento o incluso algún rastro que seguir.

El hombre continuó caminando hasta el momento que consideró sería ya mediodía: un resplandor pálido tras las nubes permitía adivinar la posición del sol, ya cerca de su zenit. No había comido ni bebido desde el amanecer, y sentía las piernas y los hombros doloridos. El peso del macuto se había descompensado durante la bajada y la ballesta, bien sujeta con un par de correas sobre la parte alta del petate, había comenzado a moverse y a producir un molesto tintineo metálico contra una cacerola, que el hombre había soportado solo por su deseo de llegar al bosque lo antes posible. Cuando la línea exterior de árboles se dibujó ya claramente entre la niebla, el hombre descolgó el macuto, dejó la ballesta y la lanza apoyadas en una roca y buscó una de las raciones de viaje que había traído consigo. Comenzó a mascar tiras de carne reseca, helada y sin apenas ningún sabor mientras que, distraídamente, observaba el camino que se internaba entre los árboles, sin fijar realmente su atención en ninguna parte. El plan del hombre era en apariencia sencillo y no necesitaba mucha más consideración: ocultar su olor, buscar un rastro y disponer de un buen punto en el que esperar, a poder ser subido a un árbol, ya que sabía que los osos grises son rápidos y temibles en el suelo, pero torpes a la hora de trepar.
Una vez hubo terminado su frugal comida, el hombre arrojó los restos a un agujero, que tapó algo de nieve. Luego tomó dos viales del interior de su mochila. El primero contenía una extraña mezcla de agujas de pino empapadas en aguardiente, donde habían fermentado durante varias semanas. Era un viejo truco que los cazadores de las montañas utilizaban para ocultar su olor. El hombre vertió el líquido amarillento en sus manos, que luego frotó vigorosamente sobre los pantalones, el abrigo y el gorro. A continuación hizo lo mismo con la mochila y el resto de su equipo. La mezcla emanaba un fuerte olor a alcohol, que fue poco a poco desapareciendo a medida que este se evaporaba, transformándose en un fragante olor a agujas frescas de pino. Luego el hombre tomó el otro bote y, con una mueca de desagrado, vertió parte de su contenido sobre las polainas que cubrían sus botas. Una bocanada de un profundo olor a orín de ciervo le hizo notar que el brebaje no había perdido sus propiedades con el tiempo. Un oso gris sería capaz de olerlo a varias millas de distancia.
El aire era denso en el interior del bosque. Las agujas de los pinos formaban una alfombra blanda y húmeda en la que las botas se iban hundiendo a cada paso. Una gran cantidad nieve se había acumulado en las ramas de los árboles, dobladas por su peso. El hombre caminaba con mirada atenta, encorvado, buscando huellas en el suelo, marcas en los troncos o jirones de pelo enmarañados en la punta de las ramas. Consideró que pronto debería comenzar a buscar un lugar para montar el campamento, acumular algo de leña y prepararse para soportar el frío que traería la noche.

El hombre continuó avanzando hasta llegar al lecho helado de un riachuelo. Entonces se detuvo, aliviado por haber encontrado un respiro en el claustrofóbico ambiente del bosque. Miró al cielo, que seguía cubierto de nubes, densas y oscuras. El halo del sol no podía distinguirse ya en ninguna parte; calculó que debía haber pasado ya el mediodía. Antes de continuar golpeó varias veces la superficie helada del riachuelo, valiéndose de la punta de su lanza. Parecía lo suficientemente resistente para soportar su peso por lo que, con sumo cuidado, cruzó al otro lado y comenzó a avanzar por la orilla opuesta, desde la que parecía partir un camino abierto entre las ramas bajas de los árboles más jóvenes, cubiertos de liquen. A los pocos pasos se detuvo al percatarse de lo que parecían ser huellas de oso dibujadas en la nieve. El hombre se apresuró a examinarlas, trastabillando torpemente sobre el hielo. Efectivamente, eran huellas de oso, de no más de unas cuantas horas. Avanzaban en dos direcciones opuestas: hacia el riachuelo helado y hacia el interior del bosque. El hombre siguió las huellas que iban hacia el riachuelo y pronto descubrió el motivo que había hecho al oso tomar ese camino: una corriente de agua cristalina que discurría bajo la nieve y que el inicio de la primavera había comenzado a deshelar. Inmediatamente, siguiendo su instinto de cazador, alzó la vista hacia la copa de los árboles, buscando un buen lugar desde el que tender su emboscada. Si un oso había pasado por allí, era probable que volviera a hacerlo y esa sería su oportunidad para abatirlo.

El hombre tomó de su petate unos ganchos de hierro que ajustó a sus botas, luego cogió una cuerda y la pasó alrededor del tronco de un árbol cercano al riachuelo, ajustándola a continuación alrededor de su cintura y uniendo ambos cabos con un nudo, dejando cierta holgura entre su cuerpo y el tronco del árbol. A continuación elevó la cuerda a la altura de sus hombros y se inclinó hacia atrás, cargando todo su peso ella y provocando que esta se tensara con un crujido. El hombre clavó los ganchos de sus botas a ambos lados del tronco y se impulsó hacia arriba a la vez que exhalaba. Cuando la cuerda volvió a estar alineada a la altura de su cintura, se echó para adelante, sujetándose tan solo con la fuerza de sus piernas y del apoyo de los ganchos clavados en el tronco. Desde ahí volvió a impulsar la cuerda hacia arriba y continuó trepando, hasta elevarse a unos cuatro metros sobre el suelo. Su respiración se había agitado por el esfuerzo y el corazón le batía con fuerza en el pecho; no lo quedó otro remedio que inclinarse hacia atrás, confiando poco a poco todo su peso sobre la cuerda, con cierto recelo. El panorama del bosque era distinto desde su nueva posición. El hombre miró luego hacia el camino y exploró mentalmente las diferentes posibilidades de disparo que su posición le ofrecía. Desde el tronco podía realizar un disparo cómodo sobre varios metros de camino y sobre el punto donde corría la corriente de agua. La distancia que el virote tendría que recorrer sería de unos nueve o diez metros a lo sumo, por lo que no perdería nada de su fuerza antes de clavarse en la gruesa piel del animal. La posición elevada debería sería suficiente para darle tiempo a un nuevo disparo en caso de que fallara y que el oso herido arremetiera contra él. En cualquier caso, pensó el hombre, era inútil imaginar todas las contingencias posibles. Sabía que le resultaría muy difícil encontrar una posición mejor desde la que hacer el disparo. Consideraba además todo un golpe de suerte el hecho haber encontrado un rastro tan pronto.
El hombre descolgó su mochila de la espalda y, haciendo un nudo con las correas, la dejó a atada a una rama de tal modo que pudiera acceder fácilmente a ella. Abrió el bolso principal y tomó una gruesa plancha de madera, agujereada a cada lado. Una cuerda de cáñamo pasaba por los agujeros para unirse luego formando una especie de triángulo. Desde el triángulo ambas cuerdas se trenzaban, unidas y prensadas con anillas de hierro. El hombre tomó este cabo y lo pasó alrededor del tronco del árbol, ajustándolo con un nudo corredizo. Después de probar su firmeza con unos cuantos tirones que hicieron que las anillas de hierro se clavaran en el tronco en el tronco, el hombre se elevó ligeramente, apoyándose sobre las piernas, y se sentó sobre la plancha de madera, mucho más confortable que la fina cuerda que antes le sujetaba, y que había provocado que comenzarán a dormirse las piernas. La cuerda quedó colgando a sus espaldas, preparada para cuando tuviera que descender del árbol.

El hombre esperó, escuchando los sonidos del bosque: el movimiento de las ramas cubiertas de nieve, el murmullo del riachuelo a lo lejos, el viento volando sobre los árboles en dirección a las montañas. El cansancio comenzó a hacer presa de él y su atención se distrajo. De pronto se vio pensando en su hogar, en el calor que debía hacer al lado del fuego, o en lo que su mujer y su hija estarían haciendo en esos momentos, probablemente yendo a por agua al río o comenzando a preparar la cena.
Esperó lo que le pareció un largo rato. La postura, que no le permitía estirarse del todo, le resultaba incómoda, pero le hacía sentirse más seguro que en el suelo, por lo que estaba dispuesto a soportarla. No había comido desde que había parado en el claro, poco antes de mediodía. Tenía mucha hambre, pero estaba decidido a aprovechar las horas de luz al máximo y a no bajar del árbol hasta que fuera necesario comenzar a montar el campamento, hacer un fuego, y disponerse a pasar la noche. Aunque no podía ver la posición del sol, el hombre notaba como la penumbra poco a poco se iba infiltrando entre las ramas; estaba claro que no le quedaba mucho tiempo antes de tener que descender. La perspectiva del descanso, la calidez del fuego y el sabor de la comida no eran suficientes para persuadirlo de cejar en su intento y dejar la caza para mañana. Si el oso apareciera ahora, pensaba, aún tendría tiempo a despellejarlo, encontrar un lugar para dejar la piel y montar el campamento, hacer un fuego y pasar la noche. Hacía años que no probaba la carne de oso, de sabor inclasificable, diferente según lo que la bestia haya comido antes de morir. La perspectiva de la carne churruscada y grasienta le hizo comenzar a salivar. Por otro lado, el hombre disfrutaba de la soledad, que era uno de los motivos por los que cazaba. El reencuentro con el silencio del bosque, la dependencia de sus propias capacidades para sobrevivir, la sensación de libertad de las tierras inhóspitas le eran gratos y familiares. Era el ansia de la caza lo que le mantenía encaramado al árbol, y no su deseo de volver cuanto antes al hogar.

Un ruido de ramas que se rompen le hizo abandonar súbitamente sus pensamientos. Provenía del otro lado del arroyo: algo parecía acercarse por el camino. Lentamente el hombre colocó un virote en el canal de la ballesta, luego alzó el arma, muy despacio, evitando mover ninguna rama, y apuntó hacia la abertura entre los árboles. El hombre trató de tranquilizarse, respirando profunda y quedamente. Su instinto de cazador le decía que una presa de gran tamaño, posiblemente un oso, se acercaba. El corazón le batía en las sienes, y sentía como todo cuerpo se le había tensado como si fuera una extensión de la cuerda de la ballesta, listo para desatar el golpe final.
El hocico ancho y achatado, el pelaje marrón y deslucido y las anchas patas del animal le hicieron notar inmediatamente que se trataba de un oso gris. Un viejo y enorme ejemplar avanzaba pesadamente entre las ramas de los abetos, sabiéndose señor de su reino, con pocas razones para sentir temor y muchas para ser temido. Como si hubiese notado algo extraño, tal vez un olor que al que no estaba habituado o quizás alertado por un instinto animal que le hacía ver que algo no andaba bien, el oso gris se detuvo de repente. Las mano derecha del hombre temblaba tanto que este tuvo que separarla de la llave para evitar un disparo accidental. La bestia husmeó el aire y miró a un lado y a otro, irguiéndose sobre sus patas. Luego gruñó sordamente y continuó avanzando en dirección a la corriente de agua.

Un virote salió disparado de la ballesta, provocando que el animal pegara un salto, aún antes de que el hombre fuera consciente de si había hecho o no blanco. El oso gris rugió, se revolvió a un lado y a otro, tratando de enfrentar esa mordedura invisible que había hecho presa de él, doblándose para tratar de alcanzar el virote que se había clavado en su costado. Con horror, el hombre vio que había errado el tiro: el proyectil había hecho impacto por detrás de la zona de los pulmones y el corazón, por lo que no había sido fatal. Con manos temblorosas, presa de un súbito pánico, comenzó a rearmar la ballesta.
El oso gris continuaba gruñendo y retorciéndose. Luego, como si súbitamente se hubiera dando cuenta de que el virote era solo la última causa del daño, pero no el peligro real que le acechaba, se incorporó sobre sus cuatro patas y, sin preocuparse por la ausencia de camino, se adentró entre los troncos de los árboles, causando un torbellino de ramas rotas. El hombre trató de seguirlo con la mirada, pero la bestia desapareció de su campo de visión. Luego se quedó muy quieto, escuchando como el sonido del animal se alejaba hasta que el bosque volvió a su calma anterior: las ramas agitándose, el murmullo del arroyo, el viento soplando entre las montañas, como si todo lo ocurrido hubiera sido solamente fruto de su imaginación. Así permaneció durante varios minutos, en un silencio y una calma tensos y ausentes de pensamiento. Luego, a medida que se relajaba, el hombre comenzó a reflexionar. El animal estaba herido, eso seguro, aunque desconocía la gravedad. Podía tratarse de una herida superficial, y en ese caso posiblemente se infectaría, causando su muerte en cuestión de días o semanas. También podía ser algo más grave; el virote podía haber tocado algún órgano importante o causado una hemorragia interna, en cuyo caso el animal no llegaría vivo a la noche. El hombre comenzó a sentirse ansioso. Quería bajarse del árbol, seguir al animal y terminar con su vida y su agonía, pero también era consciente del peligro que supone un oso gris herido y oculto entre la maleza. Si el animal se había detenido y ocultado, rabioso de dolor, no dudaría en saltar sobre cualquiera que se acercara. El hombre permaneció todavía unos minutos más colgado del árbol. Luego, como si súbitamente hubiese llegado a la única conclusión posible, retiró el virote de su ballesta, volvió a pasar de la plataforma de madera a la cuerda, guardó sus cosas en la mochila y comenzó a descender del árbol. Al llegar al suelo, antes siquiera de comenzar a caminar tras el animal, sintió como la boca y la garganta se le habían secado, más a causa del miedo que del frío. El hombre tenía miedo, tanto que se sentía incapaz de moverse. Se quedó donde estaba, muy quieto, escuchando el sonido de un cuervo que graznaba a lo lejos.

El hombre tomó su lanza y la atravesó en su espalda, de tal modo que estuviera a mano en caso de ser necesaria. Luego volvió a colocar el virote en la ballesta y, muy despacio, atento a cualquier movimiento o sonido a su alrededor, se acercó al lugar por el que el oso había huido. El rastro era fácil de seguir, la sangre sobre la nieve no dejaba ninguna duda. Comenzó a caminar, muy despacio, tratando de atenuar el ruido de sus pasos sobre las agujas de pino. La oscuridad ya se extendía el bosque, una oscuridad tenue pero uniforme, carente de sombras. El hombre notaba como la respiración se le bloqueaba en la parte alta del pecho, y como en su interior se debatían dos instintos: el de supervivencia, que lo impulsaba a correr sin mirar atrás, a alejarse del oso herido y buscar un lugar seguro para pasar la noche, y el de cazador, que lo empujaba tras su presa, ahora que sabía que su final estaba tan cerca y lo difícil que sería volver a encontrar una situación como esta. El cuervo volvió a graznar; ahora se escuchaba más cerca. El hombre miró alrededor, asustado, tratando de localizarlo.
Todo sucedió muy deprisa. Algo, una mole de pelo gris y ramas, surgió súbitamente de entre la maleza. El hombre la percibió por el rabillo del ojo y, en un movimiento instintivo, se giró hacia ella y disparó su ballesta. El virote voló hacia la bestia, hincándose en su carne, cerca del ojo. Sin embargo, esta no se detuvo. Lo último que sintió el hombre fue un gran dolor en el cuello, y luego el estallido de sus huesos, que cedían ante una enorme presión. El sonido del cuervo fue apagándose poco a poco, hasta que no quedó nada más, ni siquiera el viento entre las ramas.
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Raúl Conesa
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Re: La caza (relato)

Mensaje por Raúl Conesa »

Me ha recordado al videojuego The Long Dark, yendo de aquí para allá con el rifle en medio de una ventisca para encontrar algún animal que echarme a la boca. Los páramos helados tienen su encanto, siempre y cuando queden relevados a la ficción, donde no vas a perder los dedos y la nariz por congelación.

El ambiente está logrado, pero echo en falta en las descripciones más palabras relacionadas con las sensaciones que transmiten los escenarios; tal y como está es casi del todo objetivo, bastante técnico. Noto también un ligero exceso de adverbios acabados en -mente en algunos párrafos (creo que hay uno con tres o cuatro). Es cuestión de gustos, supongo, pero es algo que me ha llamado la atención.

A nivel narrativo, creo que vendría bien saber por qué es importante que nuestro hombre cumpla su objetivo. Si merece la pena viajar tan lejos y enfrentarse a un peligro mayúsculo, entonces el protagonista tendrá un motivo de peso. Un par de frases serían suficientes, simplemente insinuar que necesita el dinero de la piel por esto o aquello.

Como nota final, en el párrafo 9 tienes "...anillas de hierro se clavaran en el tronco en el tronco". También hay un par de ocasiones en las que te has saltado algún "de" o "a", pero no son tan notables.

Concluyendo: buen relato, y bienvenido al foro.
Era él un pretencioso autorcillo,
palurdo, payasil y muy pillo,
que aunque poco dijera en el foro,
famoso era su piquito de oro.
Iramesoj
Lector
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Registrado: 25 Jun 2018 00:51

Re: La caza (relato)

Mensaje por Iramesoj »

Bienvenido al foro.

Sinceramente, no lo he leido entero (lo he leido un poco en diagonal). He comenzado a leerlo (me he quedado en “un oso enfurecido raramente concede una segunda oportunidad”) y he visto que estaba muy bien redactado, lo que no es poco. Sin embargo, creo que algo que hace el relato menos atrayente es la ausencia de pensamientos del protagonista en primera persona. Eso lo haría más atrayente.

Por ejemplo, pones:
El hombre continuó caminando hasta el momento que consideró sería ya mediodía
Yo sugiero:

«Ya debe ser mediodía», pensó. «voy a tomar un descanso»

Es un ejemplo, no hace falta que lo pongas tal cual lo he puesto yo.

También pudiera ser interesante mostrar en los pensamientos del protagonista algo relacionado con su vida más allá de que esté cazando en ese momento (por ejemplo, que piense en sus seres queridos cuando se vea en peligro)

Así, opino yo, mejorarías mucho la calidad literaria, pero claro, es mi criterio y quizá muchos lectores piensen que está bien como está (es cuestión de que recibas más opiniones y vean si concuerdan con la mía o no).

Espero haber sido de ayuda, un saludo.
1
AlantarReuel
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Re: La caza (relato)

Mensaje por AlantarReuel »

Gracias por la lectura y comentarios.

Concuerdo con lo que señaláis, especialmente en lo que respecta a falta de sensaciones y a la necesidad que el personaje tenga un buen motivo para aventurarse en algo tan peligroso. Abandonar de vez en cuanto la narración más objetiva para meterse en la mente del personaje me parece también una muy buena idea.

Sin duda tendré vuestros comentarios presentes en caso de que reescriba o edite el relato en un futuro (por el momento, no se trata más que de un "ejercicio").

Saludos.

P.D Iramesoj, he recibido tu mensaje privado pero por algún motivo el foro no me deja responderte directamente. En cualquier caso, gracias por la información.
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pmarsan
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Re: La caza (relato)

Mensaje por pmarsan »

A mí también me gusta. Lo encuentro muy inmersivo. Se percibe claramente la soledad del cazador. Si acaso, te sugeriría no empezar tantos párrafos con "el hombre", pues queda un poco repetitivo (salvo que la reiteración esté hecha a propósito, claro; en ese caso, no hay más que hablar). :D
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lucia
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Re: La caza (relato)

Mensaje por lucia »

Concuerdo más con pmarsan, las descripciones están bien como están, salvo alguna repetición cercana de yas y las de "el hombre".

Y ese final, con el miedo del cazador al bajar, junto al principio, en medio de la ventisca, están muy bien. Es f imaginarse uno allí.
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