jilguero escribió: ↑14 Jun 2020 11:13
El peñón de los naufragios (fragmento)
“Encima del papel se apilaban los días en que dudas apenas nos guardaban del frío”, continuó leyendo. ¿Cómo podía alguien expresar con palabras esa sutileza? Así había sido durante mucho tiempo, durante todos aquellos largos años en los que las dudas fueron las únicas que le sirvieron de frágil refugio frente al frío glacial que le provocaba su recuerdo. De no haber sido por ellas ya estaría muerta, como él, en su eterna cama de hielo, ahora inmóvil, atrapado, un puro carámbano, cuando lo suyo había sido el movimiento, la acción, el no quedarse nunca quieto.
Sí, en su lecho de nieve, con su traje de montañero por mortaja, los crampones en las botas y el piolet en la mano. En su sepultura blanca, ilimitada, libre, lejos de los que creen estar vivos cuando ya hace tiempo que murieron. Muerto que pasaba por vivo. Niño no deseado. Puñadito de células que se rebelaron porque querían construir un canto doble a la vida. Pólipo bicéfalo que no se soltó del seno materno cuando Adelaida, madre ya de una parejita, quiso desembarazarse dando saltos de loca. Mujer desesperada, inculta, pero sobre todo insensible, que no dudó, más tarde, en contárselo al hijo, al que todos creían suyo, cuando en realidad lo era sólo de la rebeldía.
Fruto maduro en que se transformó la mitad del primigenio amasijo de células. Triste nana con dos voces nacida de un desesperado réquiem materno. Adolescente que lloró al saberlo; y que también lo hizo al ver al otro muerto, tirado en el campo de deportes, bajo la canasta de baloncesto. La había golpeado involuntariamente, mientras intentaba anotar en el marcador un tanto más de su equipo, y por desgracia fue a caer sobre el frágil cuerpo del otro, acertándole un golpe fatal en la cabeza, cambiando el rojo de su lúdico sofoco en lívido blanco de muerto.
Niño grande que también se sabía predestinado a la muerte temprana y miraba, por ello, los andenes vacíos con mucha calma. Desde siempre supo que su tren había partido ya, incluso antes de su nacimiento. Y justo porque lo sabía, nunca se apresuraba, sino que le concedía a cada cosa su tiempo. Su vida transcurría, monótona y tediosa, tras el mostrador del negocio familiar. Pero, en cuanto saltaba la ocasión, abandonaba la ciudad y, soñando con que lo suyo hubiera sido una nana en lugar del frustrado réquiem materno, se adentraba en las solitarias sierras y se refugiaba en su reino: en la montaña. Mas antes de hacerlo, se detenía a comer cerezas por los caminos y, con una parsimonia inigualable, aguardaba a la noche en las cunetas.
Así se lo contó a ella, a su amiga, cuyas cartas no deseaba que nadie tocara, primero entremetidas entre las hojas de su libro de montañero; luego, cuando ya fueron demasiadas y comenzaron a desencuadernarlo, atadas con una cinta rosa, escondidas encima del armario. Niño eterno, puñadito de células maternas rebeldes, breve canto a la vida, larga balada en el blanco lecho de muerte. Certidumbre de quien se sabía réquiem cuando todos lo creían nana. Durmiente que pasa por muerto, porque ya no se mueve, porque ya no necesita hacerlo, porque ya lo está haciendo en sus sueños blancos. Sueños de nieve, de aludes que no matan, que sólo entierran al montañero en fríos lechos para que al fin pueda vivir los sueños más bellos, los reservados desde siempre a los más valientes.
Así lo piensa ella, desde que se enteró de su muerte, con retraso, a destiempo, cuando ya todos los demás se habían consolado. Condenada, por ello, al duelo solitario de quien no supo estar atenta, de quien no supo escuchar el último adiós del amigo, de quien falló en lo que no se puede fallar, de quien ya no sabe cuándo ni cómo encontrará el descanso. Vida inmóvil, serena, atrapada entre las nieves perpetuas. Montañero que murió en ellas, que se quedó a vivir en su blanco lecho para siempre porque sabía que ésa era la única manera posible de conquistar aquel indomable territorio. Sueños blancos de los que ella, la no montañera, la amiga que no acudió a tiempo, ni siquiera sabe si formará parte. Destino de renuncias hasta conseguir entrar en ellos. Duda eterna que no cesa, que la atormentará hasta que también ella esté muerta, como él, atrapada, quieta, siempre soñando con esa vida previa en la que ambos se habían conocido, por casualidad, en medio de un tórrido verano, por una simple llamada telefónica...
Deliciosa pamplina, sietecolores.
Te voy a regalar un fez aburelado, dos palabros de mi lectura actual.