Avanza por la calle Sierpes mientras lo persigue. Los toldos amarrados sobre los edificios van cambiando de tonalidad conforme el sol se va arrimando, con firmeza; aún es temprano, pero ya presagian el calor que oprimirá la ciudad en tan solo unas horas.
La mujer se mueve como una serpiente manteniendo siempre la distancia necesaria para que él no la descubra. Cuando el hombre entra en la administración de lotería una sonrisa nerviosa asoma por la comisura de la boca de la mujer. «Tendría gracia que ahora ganara lo que no ganó en toda su vida» piensa mientras hace como que observa un escaparate de calzado unos metros más abajo. La cerradura de la puerta colindante se halla oxidada. No le sorprende. Entonces, palpa su bolso y se tranquiliza. Todo está bien. Se lo vuelve a colgar como si no llevara nada dentro, y se asombra de notarlo tan liviano, como si su destino no pesara, como si hubiera sido fácil tomar aquella decisión que la corroe por dentro y le lleva quitando el sueño durante semanas.
El hombre tuerce hacia la izquierda al terminar la calle. Ella sabe muy bien hacia donde se dirige aquella mañana de sábado. Camina tras él con pasos medidos, con pisadas que no se adhieren a la calzada, que flotan en un destino que ella nunca eligió. Es como si caminara hacia atrás, como si se rebobinara una cinta de las de 35 ms., la película de su vida, y siente que no hay vuelta hacia delante.
Unos pajarillos cantan sobre las ramas del ficus centenario que preside la plaza. Aún existe belleza, aunque no sea para ella. La longevidad del árbol vuelve a sorprenderla. La primera vez que visitó aquella plaza, la plaza del Museo, iba de la mano de su padre. Le sorprende aquel pensamiento lejano y bonito. Parece de otra vida. Es como si aquellos árboles formaran una barrera para retenerla lejos de todo aquello. Cierra los ojos durante un momento. Siempre pensó que cuando se llega a esa situación uno avanza aturdido, sin pensar en nada. Y, en aquella mañana de julio, maldita donde las hubiera, se sorprende sintiendo, reviviendo momentos lejanos. No debe ser una asesina al uso. Seguro que lo que siempre ha visto en las películas es solo un guion sin alma pertrechado por alguien que no lo ha vivido. Al fin y al cabo, quizá todo sea mentira y, cuando termine lo que ha venido a hacer, un largo y triste aplauso llene el escenario.
Pero vuelve a la realidad. Él acaba de entrar en el museo, despreocupado, con el paso de quién no teme a nada ni a nadie, con el móvil en la mano. «A mí no será a quién llame, seguro.» murmura la mujer mientras espera antes de entrar y recuerda con tristeza como él nunca la dejaba entrar en bibliotecas ni museos. Bajo ningún concepto quiere que la descubra. Le ha llevado mucho tiempo preparar el plan y asimilarlo. Mira hacia el brillante cielo antes de entrar como hacen los toreros antes de entrar en la plaza. Sabe bien que cuando salga de allí el cielo habrá dejado de estar azul.
Retiene el aliento cuando tiene que dejar el bolso en el escáner de rayos X. Observa el rostro del sevillano que supervisa el ordenador. No debería mirarlo tan detenidamente, pero no es capaz de cambiar la mirada. Por fin, tras un tremendo esfuerzo, lo consigue. Posa la mirada en el cerrojo del armario que hay tras el guarda de seguridad, intentando averiguar si se abre con combinación o con llave, como si pensando en ello fuese a engañar al guardia. O a sí misma. Y no ocurre nada.
Todo le parece, de repente, demasiado fácil. Penetra con paso tímido, a suficiente distancia, para no perder a su víctima entre las interminables salas repletas de cuadros. Y lo ve entrando en la primera sala, la que se encuentra junto al patio sevillano decorado con preciosos mosaicos de lo que fue el antiguo Convento de la Merced.
Se ha convertido en una sombra. Se sorprende mirando lo que él va dejando atrás. Hay una imponente escultura representando a San Jerónimo. Porta una enorme cruz en la mano izquierda y en la mano derecha, una piedra, sujetada con fiereza, dejando entrever las venas y los músculos con una determinación inusitada. Lo vive como un claro presagio del asesinato que va a cometer en breves momentos.
Y, de repente, siente que el ser Supremo ya lo sabe, que no hay nada que se oculte a sus ojos. Traga saliva.
Tras innumerables cuadros de Murillo y Zurbarán, penetra en una de las salas más visitadas del museo, con amplios sillones en el centro, bajo una cúpula. A él le gusta sentarse allí durante largo tiempo. Ella nunca entendió como un hombre con aquella sensibilidad fuese capaz de maltratarla a lo largo de sus veinticinco años de matrimonio.
Entonces lee, para disimular, el texto que se halla junto al cuadro de Santa Catalina de Alejandría. «Fue martirizada en el siglo IV por orden del emperador Majencio y finalmente decapitada…» Y mira a su marido por el rabillo del ojo. Ha llegado el momento. Se ha sentado a contemplar el cuadro que tanto le gusta, el cuadro del lateral de San Francisco abrazado a Cristo.
La mujer bordea el sillón por atrás mirando con recelo a los visitantes que se hallan ensimismados contemplando los maravillosos cuadros. Un matrimonio, una familia con dos niños pequeños, un extranjero, y una chica con aspecto intelectual. Todos observan con detenimiento detalles de aquellos cuadros. Y él.
Se halla justo tras aquel hombre, sin respirar, como una de tantas veces en que no respiraba durante su matrimonio. Y ahora, parece tan insignificante sentado en aquel lugar que rebosa paz, mirando los angelotes que se encuentran a la derecha del cuadro. «¿En qué estará pensando?, ¿cómo puede un ser como él admirar la belleza?»
La mujer mete la mano despacio en el bolso, abre el estuche alargado que le regaló su hermana, de París. Tantea, y extrae del mismo una aguja alargada y fina, de las que sirven para recogerse el cabello. Solo que aquella tiene la punta extremadamente fina. Un pinchazo en el cuello, sujetándolo con determinación, sin que pueda gritar, sin tiempo para pedir auxilio. Y luego, luego dirá que se ha desmayado, y si alguien mira, ella hará como que le está auxiliando. La confusión jugará a su favor.
Ya está todo preparado. Porta en su mano sudorosa el mortífero alfiler. Ha llegado el momento. Pero entonces se le nubla la mente durante un segundo. Quiere recordar algo, y no lo consigue. ¿Qué es? Desde atrás puede observar su redonda cabeza con su escaso pelo, el orondo cuello esperándola. Vislumbra los objetos que ha ido viendo a lo largo del camino. Aparecen ante ella la cerradura, el cerrojo y la barrera de árboles. El lugar exacto se halla tras la oreja rosácea. Prosigue con sus visiones: la palma de martirio de Santa Catalina, la piedra de San Jerónimo lista para ser lanzada. Y hay una voz en su cabeza que le grita. Ha tardado en recomponerla: «Puedes cerrar todas las bibliotecas que quieras, pero no hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente.»
El alfiler se desprende de su mano. Cae al pulido suelo del museo. Cliquea repetidamente hasta que su indolente sonido por fin se acalla. La mujer se sienta sola en el sentido opuesto al del marido. Cierra los ojos y varias lágrimas recorren su rostro. Tan solo varias palabras se repiten en su cabeza como si constituyeran el tañido de una campana al ser golpeada: “… la libertad de mi mente, la libertad de mi mente, la libertad de mi mente”.