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Spheris nunca viajaba sin su perro. No era frecuente ver a una mascota caminar sobre la brillante cubierta de una nave espacial, pero su rango diplomático le permitía ciertas prebendas de las que carecían otros humanos. Era la persona de más edad, tanto tripulante como pasajero, en cualquier navío de la delegación de la Tierra y, con mucha seguridad, del resto del sistema solar. De hecho, lord Spheris no siempre ostentó ese rango, pero parecía que el último medio siglo había borrado la frágil memoria de muchos.
Entró en la nave apoyándose en su bastón, acompañado por su fiel sabueso de patas cortas y cara de pocos amigos, que iba dejando un rastro de babas sobre el reluciente suelo del lujoso navío.
Esta nave espacial, que contaba con casi tres siglos de antigüedad, pertenecía ahora a Naciones Unidas. Había sido una nave de recreo de algún magnate millonario mucho tiempo atrás, pero tras ser incautada en una operación de contrabando, ahora pertenecía a la ONU, y todo el mundo la conocía como «La partida». Su nombre no se refería a la acción de irse y abandonar un lugar, sino a un concepto remoto que aludía a la acción de jugar, como el ajedrez o los naipes. Nadie conocía muy bien su etimología ni por qué se llamaba así, pero su función estaba clara: dirimir disputas de forma pacífica entre distintas facciones.
Por un lado, el clan Gaia representaba a una corporación marciana de reciente creación, cuyos miembros derivaban de viejas familias de colonos pero que habían decidido iniciar su propio linaje. Y, por otro lado, estaba el clan Spheris, que representaba los intereses de una empresa de la Tierra. Ambas familias reclamaban la territorialidad sobre un asteroide casi puro de bauxita, del que extraer aluminio.
—Permítame que le acompañe hasta el puente, lord Spheris. —La edad de aquel hombre invitaba a ser amable e indulgente con él.
Nadia Gaia no podía evitar tener estos sentimientos hacia el anciano rival. Le habían educado bien, y a los mayores se les debía un respeto. La afabilidad y la cordialidad los ponía ella de su parte, pues a los marcianos se les conocía por su brusquedad. Nadia Gaia era un representante muy atípico de su clan.
—¡Muchas gracias, joven! —exclamó Spheris mientras se agarraba con fuerza del brazo de la chica.
—Tengo entendido que, en todos estos años, no ha perdido nunca —inició la conversación a la par que acompañaba al anciano hasta el puente.
—No crea todo lo que escucha. Claro que he perdido, pero he ganado tantas veces que nadie recuerda mis derrotas. La verdad, soy muy mayor para seguir defendiendo los intereses de mi clan. Me figuro que entre los míos habrá quienes prefieran que abandone de una vez este sistema solar y deje jugar al siguiente en mi linaje.
En las disputas entre clanes siempre debían participar los miembros de más edad que representaban a sus casas. La familia Gaia era atípica al tratarse de un núcleo de reciente creación en la que Nadia Gaia era el miembro de más edad. Se jugaban una buena parte de su futuro con aquel asteroide. Mientras que a la corporación Spheris, semejante montón de bauxita significaba un pequeño porcentaje de sus ingresos, al clan Gaia le suponía una auténtica fortuna. La diferencia entre sobrevivir o no.
—No diga eso, lord Spheris. Le he visto hacer cosas increíbles. Era una niña cuando ganó el torneo de Phi-9. Lo he estudiado mil veces en mis entrenamientos, y sospecho que aún nos tiene mucho que enseñar.
—¡Ay, joven! —Y, sonriendo, acompañó su entusiasmo con un par de palmaditas sobre el dorso de la mano que le llevaba del brazo.
Una vez llegaron al puente, se detuvieron justo delante del artilugio de disparo. Parecía un cañón, solo que no funcionaba así. Solo eran los mandos. Frente a ellos, la privilegiada vista del capitán de aquella nave. Se podía divisar, a través del cristal del puente de mando, el asteroide de la disputa. Un secretario les hizo entrega del informe con datos relevantes como la trayectoria del mismo, la masa con una precisión excelente, su densidad —que no era homogénea—, su eje de giro —que variaba a lo largo del tiempo en un errático movimiento giroscópico—, y otros parámetros de menor importancia. Toda la información que necesitaban para hacer sus cálculos.
El árbitro de la ONU les dio cinco minutos con el fin de que concluyeran sus estimaciones. Habría traído consigo seis esferas iguales de un kilogramo de masa. Su posición se observaba en la pantalla auxiliar, junto a la que se veían tres aspas rojas y tres aspas verdes, todas en el mismo punto. Sobre cada una, unos datos de telemetría que indicaban el puente de mando.
Las reglas eran simples: la persona de menor edad comenzaba el juego. El objetivo era lanzar bolas contra el motivo de la discusión —en este caso el asteroide— y conseguir poner alguna en órbita en torno a él. Quien lo consiguiera, ganaba. En caso de empate, ganaría la bola que orbitara más cerca del asteroide, y ese sería el clan que tendría los derechos de explotación del mismo.
Era un juego simple y que salvó numerosas vidas, pues había trocado siglos de guerras y beligerancias por una elemental partida, que en el fondo nada tenía de sencilla, y menos con aquel eje de rotación endiablado que bailaba como una peonza.
—Apaguen sus calculadoras. Comienza la capitana Gaia. —Siempre comenzaba el jugador de menor edad
—Gracias, cónsul. Lord Spheris ¡Qué gane el mejor! —Nadia se alisó la ropa y se puso frente al artilugio de disparo a la par que su rostro era la expresión misma de la concentración.
—Igualmente, querida. Le deseo lo mejor. —Y, apoyado en su bastón, acompañó su gesto elegante con la mejor de las sonrisas que podía permitirse su avanzada edad.
El cañón era simbólico, pues el artefacto que disparaba de verdad se encontraba en el exterior de aquella nave, pero se podía observar que al manipular el cañón interior, el complementario le correspondía con el mismo movimiento.
Nadia cogió la bola que correspondía a su clan y la introdujo en el orificio. Al instante, se oyó cómo se hacía el vacío en la cámara del cañón y se encendía un pilotito verde junto a los mandos, señal inequívoca de que el proyectil había ocupado su lugar en el cañón exterior y estaba listo para ser disparado.
Sus cálculos la habían llevado a elegir una órbita baja, muy arriesgada, porque de excederse de velocidad saldría disparada y la gravedad del asteroide no podría atraparla, y si fuese muy lenta, la gravedad la atraerá en una espiral endiablada hasta que chocara con la superficie. El disparo debía ser tangencial al eje de rotación del asteroide en aquel momento y llevar la velocidad exacta. Para quedar tan cerca, la velocidad tenía que ser algo mayor, pues cuanto más cerca orbitara, más rápido debería girar en torno al objeto. Pero, por otro lado, le dio miedo que fuera muy rápido y pasase de largo sin ser atrapada por la gravedad del asteroide.
Con todo eso en su cabeza, ajustó trayectoria y velocidad, esperó, esperó, esperó… ¡Y disparó!
La bola salió del aparato al exterior de la nave espacial con la trayectoria adecuada, tangencial a la órbita, como ella esperaba que ocurriera. La velocidad de disparo parecía adecuada y, sin embargo, enseguida se vio que la bola fue atrapada por la gravedad del asteroide, empezó a girar cada vez más rápido y más cerca, hasta que la esfera acabó levantando una nube de polvo contra el mismo. ¡No había conseguido entrar en órbita!
—Su turno, lord Spheris.
Valoró la valentía de aquella chica y pensó que su siguiente movimiento la insultaría profundamente. Fue a asegurar.
Spheris se acercó despacio hacia el disparador y eligió una bola de las que correspondían a la Tierra. La introdujo en el artilugio e hizo el vacío. Eligió una trayectoria muy alejada del asteroide que requería una velocidad muy baja. Cuando la sombra del asteroide comenzaba a filtrar su lado luminoso, disparó.
La bola salió muy despacio, en línea recta y apuntando a una trayectoria situada muy lejos del eje de rotación, pero cuando llegó a la altura del asteroide, esta empezó a curvarse, girando lentamente, alrededor de aquella gigantesca roca en el espacio. La esfera danzó alrededor del asteroide cinco ciclos y, por fin, el cónsul anunció que había entrado en órbita estable alrededor del asteroide. No había sido el tiro más elegante, pero se había asegurado al menos tener una órbita.
—Su turno. —Otra vez la mano hizo gala de un gesto educado que sólo quienes habían vivido dos siglos podían interpretar.
Nadia se dio cuenta de que debía arriesgar, que tenía que intentar una órbita más cercana o el trofeo sería para el clan de su adversario. Introdujo la bola que le correspondía y ajustó una trayectoria tangencial a la mitad de distancia que la de su adversario. Había visto los números que había metido lord Spheris y tomó consciencia de que si elegía la mitad de distancia debería elegir la raíz cuadrada de la velocidad. ¡No, error! ¡Justo al revés! Si elige la mitad de velocidad, el objeto debe ir a la raíz cuadrada de la distancia. Hizo sus cálculos apresuradamente, esperó, esperó, y disparó.
—Magnífico tiro, señorita. Me deja usted de piedra. Parece que llevara toda una vida defendiendo los intereses de su clan.
—Spheris no estaba siendo amable. Solo reseñaba un hecho, pues aquella chiquilla se estaba atreviendo a desafiarle.
La bola estaba a la cuarta parte del eje de rotación que la de lord Spheris.
—Correcto. La bola está en órbita estable a ciento trece metros —aseveró el cónsul de la ONU—. Su turno, lord Spheris
La chica había hecho uno de los mejores disparos que vio en su vida. Tenía que arriesgar. Ajustó la trayectoria a una órbita de sesenta y cinco metros, pero claro, para ese radio, habría que tener en cuenta la densidad de la cabeza del asteroide y que la velocidad debía ser casi cuatro veces mayor.
Su experiencia le indicaba que quitase los decimales por abajo y redondear. probablemente era mejor eso que el error acumulado del principio. Y con la importancia que le dan a las cosas las personas de cierta edad, es decir, ninguna, disparó sin pensárselo.
La bola entró en una órbita perfecta. A sesenta y cinco metros del asteroide.
—¡Qué cabrón! —refunfuñó entre dientes la participante del clan Gaia, perdiendo la compostura. Le parecía imposible batir la jugada del anciano.
—Su turno, capitana Gaia. —El representante de la ONU le entregó su última bola.
Tras mirar al representante de la ONU, ella se fijó mucho en el adversario. Era como si estuviera orgulloso de ella. Aunque no podía contar con él para ganar aquella disputa. Nadia valoró el tiro del anciano y constató que era imposible superarle. Esa era la razón por la que aquel señor era una eminencia en aquellos torneos, aunque a ella le daba la sensación de que el buen hombre no quería participar más. Pero no quería pensar en esos términos para él, porque eso implicaba que, si no jugaba, es que había dejado de ser la persona más longeva de su clan, y más pronto que tarde tendría que ceder las riendas, aunque eso significase mucho más que la jubilación. Se decía que, en el pasado, envenenar el té de los representantes se había usado para agilizar la renovación del cargo.
No. Era imposible ganar. Calibró el artilugio como si fuera un cañón en posición de ataque. Introdujo su última bola, calculó e imprimió la velocidad más alta que soportaba. Sesenta y nueve kilómetros por segundo, una cifra redonda de quienes sabían que esa era la velocidad de escape del sistema solar. Apuntó, buscó la esfera que orbitaba más cerca y cuando la encontró, ¡disparó!
El proyectil acertó su objetivo y las dos bolas colisionaron en el espacio. Lejos de destruirse, se convirtieron en un único cuerpo amalgamado que siguió una trayectoria que las alejaba del asteroide, siguiendo la línea de disparo.
—¡Bien! —La capitana Gaia dio un saltito al comprobar que había apartado la bola de lord Spheris de su órbita.
—El único objeto que orbita el asteroide ahora es el de la capitana Gaia —enunció el cónsul de la ONU.
Spheris cogió la última bola, la sopesó un par de veces y la introdujo en el aparato. Sabía la velocidad y trayectoria para estar a la mitad de la bola de Gaia. Un cuarto de distancia, el doble de velocidad.
Se acarició su poblada barba. Hacía mucho tiempo que jugaba a aquello. Miró a la chica y pensó en lo que pasaría si su clan perdía: no le dirían nada, pero muy probablemente encontraría su final sin buscarlo en un té envenenado, o algo igual de civilizado. Se sorprendía de que no lo hubieran intentado antes. Con todo el dolor de su espalda, soltó el bastón y se agachó para dar unas cuantas palmadas en el lomo de su perro. Pocos entenderían que aquello era el inicio de una despedida y que había tomado una decisión. Cuando se levantó y se puso a los mandos, ya había elegido su propio final y… ¡Disparó!
Su bola se acercó de forma temeraria al asteroide, pero pasó de largo. ¡Había perdido!
—Enhorabuena, capitana Gaia. El asteroide es para vos. Se lo ha ganado. —No pudo evitar congraciarse con la persona que iba a ser la causa de su final.
—Muchísimas gracias, lord Spheris. Da gusto tratar estos temas entre personas civilizadas. —Y, entre dudas, y con cierto pudor, le interpeló—: Perdone mi atrevimiento, pero usted es la persona más longeva que conozco. Sé que este juego se remonta a unos cuantos siglos atrás, cuando los terratenientes salían de la Tierra a cenar con amigos y se echaban «La partida» entre ellos. Está claro que esto era un juego para las élites, pues no todo el mundo disponía de nave espacial ni de un asteroide cercano para jugar, pero, dígame, se dice que usted conocía este juego de antes, cuando vivía en la Tierra, acompañado de su perro. Antes siquiera de montarse en una nave espacial. Cuénteme algo de aquella época.
Por la mente de lord Spheris pasó su infancia en la Tierra, la tarta que hacía su abuela y que dejaba enfriar en el alféizar de la ventana. Los atardeceres junto al río Genil. Pero todo su cariño se fue a su primer perro, Tobby, al que quiso como un compañero hasta su adolescencia. Recordaba con mucho cariño los veranos en casa de su familia y a todos sus seres queridos a los que hacía mucho que echaba de menos.
Ofreció su brazo y la joven lo agarró para evitar que perdiera el equilibrio. Su perro les flanqueaba a ambos.
—Señorita, hace una eternidad, y mi memoria apenas recuerda…
—Pero, dígame, ¿jugó usted en la Tierra a esto o a algo parecido?
Spheris miró su reloj de pulsera, un anacronismo de otro tiempo que perteneció a su abuelo, mientras pensaba que esos recuerdos se irían a la tumba con él, con la siguiente taza de té, en cuanto su clan supiera el desenlace. Él tenía sus asuntos en orden. ¡Qué tontería y qué grosería sería no compartir sus recuerdos!
Se paró una vez más, y se inclinó y acarició el lomo de su perro, sabiendo que pocos amigos le quedaban en este mundo, y él era uno.
—Sí. Mi abuelo nos enseñó a jugar cuando éramos niños. Se jugaba al aire libre sobre una pista de tierra contenida por tablones. Recuerdo esto y me viene el olor del césped recién cortado en el jardín y el aroma de la tarta de canela de mi abuela. Jugué mucho a ese juego primitivo que él llamaba ¡petanca!
Juan Antonio Jiménez Torres (yo)
30 de abril de 2024
Historial de cambios:
- 14.10.2024 - Publicación inicial
- 27.11.2024 - Editado para corregir «Capitana Gaia» por «capitana Gaia» indicado por @Isma