El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

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jilguero
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

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Remembranzas apócrifas de la reina Margot o Islas en el tiempo donde vivir hubiera querido...





Margarite de Valois (1660).jpg

Aquel agosto estaba siendo especialmente caluroso en Amboise y eso favorecía que las nubes de mosquitos pulularan por los jardines del palacio incluso a plena luz del día. Vivir a orillas del Loira era ventajoso en invierno porque la proximidad del río atemperaba las bajas temperatura, y por ese motivo aquel castillo había sido elegido como nuestra residencia habitual; en verano, en cambio, el agua de su cauce era un criadero de aquellos molestos insectos. Pero esa tarde nos estrenábamos como actores y, absortos en la representación de nuestra novedosa identidad pastoril, no éramos conscientes de su presencia y nos limitábamos a ahuyentarlos dando de vez en cuando manotazos al aire.

La égloga la había escrito Pierre de Ronsard a instancias de mi madre, quien en ese preciso momento vigilaba el ensayo desde uno de los ventanales de la primera planta del palacio. La pieza teatral no había sido concebida como una mera diversión sino que pretendía ayudar a robustecer el frágil pacto de paz que, cinco meses atrás, habían firmado los católicos y los hugonotes entre los muros de aquel castillo. No se trataba, pues, de un simple entretenimiento cortesano y su puesta en escena corría a cargo de un singular elenco de actores que teníamos en común el ser huérfanos de padre. Padres que habían estado a la cabeza de uno u otro bando en contienda y habían perdido la vida en la reciente guerra.

Yo tenía diez años y en la obra era Margot; mi hermano Enrique, doce y era Orleantin; y mi hermano Francisco, ocho y hacía de Angelot. El papel de Guisin lo representaba el futuro Enrique de Guisa, cuya familia era de un catolicismo exacerbado; y el de Navarrin, un niño de mi misma edad que, pasados los años, se convertiría en rey de Navarra y yo en su esposa, esto último por ser su madre una acérrima protestante y convenir el enlace para la pacificación. Siendo así que por las venas de cuatro de nosotros corría sangre azul y por las del quinto la de la noble familia de los Guisa, cuya pujanza era creciente en aquellos días. Y aunque no fuésemos unos niños cualesquiera, esa tarde estábamos representando nuestros papeles con el mismo candor y entusiasmo con que lo hubieran hecho el resto de los niños de nuestra edad.

Tampoco los principales homenajeados en aquella égloga, el pastor Carlin y la pastora Caterina, eran personas cualesquiera. Sobre la joven cabeza de mi hermano Carlos recaía ya el peso de la corona de Francia y sobre la de mi madre la no menos ardua tarea de ocupar la regencia hasta que él alcanzara la mayoría de edad. Con independencia de la conciliación que se buscaba con aquella obra, nosotros no dejábamos de ser un puñado de adolescentes para los que aquel primer ensayo era simplemente un juego veraniego más. Pero pasados los años, en los momentos más convulsos de la ajetreada vida que ahora estoy a punto de culminar, cuando las calumnias me han llovido de todos lados, me he refugiado a menudo en esa isla en el tiempo en la que me hubiera gustado permanecer para siempre. Mis recuerdos de esa estancia veraniega a orillas del Loira son tan gratos que en estas remembranzas voy a utilizar nuestros apelativos teatrales en la égloga de Ronsard.

En aquel verano todavía reinaba entre nosotros esa sabia camaradería infantil que ignora los credos y las ideologías. Pero con el paso de los años nos ocurrió lo que le ocurre al resto de los mortales y también entre nosotros esa saludable fraternidad se malogró. Angelot fue el único con el que mantuve intacto ese vínculo hasta su muerte. De Navarrin tengo que reconocer que de niño fue un excelente compañero de juegos, pero como esposo dejó mucho que desear y en la actualidad mantengo con él un pacto tácito de no agresión. Mi complicidad con Orleantin, que al principio parecía también que iba a inquebrantable, se quebró a partir de que hizo de correveidile y le contó a Caterina y a Carlin que yo mantenía un affaire con Guisin. Sé que lo hizo por celos: él fue quien me «enseñó a cabalgar» y no soportaba la idea de que yo cabalgara sobre otro. Pero las consecuencias de su traición no fueron por eso menos graves: me vi obligada a romper mi relación con Guisin y perdí la confianza de mi madre, que no volvió a hacerme nunca más confidencias.

La camaradería entre mis compañeros de reparto tampoco corrió mejor suerte: el conflicto religioso se prolongó durante demasiado tiempo y, conforme fueron creciendo, sus opiniones sobre la mejor manera de conciliar los intereses de los católicos y los hugonotes se hicieron cada vez más divergentes y acabaron pugnando entre ellos por hacerse con la corona. Por suerte, antes de que la relación entre nosotros se malograse, yo disfruté de otra de esas islas en el tiempo en las que me hubiera gustado quedarme para siempre. La niña de Amboise había crecido y yo era ya una afortunada adolescente rodeada de libros y preceptores. Aprendí distintas lenguas, estudié con deleite a los clásicos, me dieron clases de danza y de equitación, y adquirí destreza escribiendo en verso y en prosa. Eran actividades destinadas a cultivar tanto mi cuerpo como mi mente, a poner en práctica la máxima griega de «Mens sana in corpore sano». Si de mi hubiera dependido, habría continuado así ad aeternum. Pero hube de abandonar ese segundo periodo paradisiaco porque mi madre, en su loable empeño de apaciguar las rencillas religiosas del país, decidió hacer un largo periplo por todo el reino en compañía de nosotros, sus hijos, y de un gran número de cortesanos.

La populosa comitiva trashumante estaba integrada por no menos de quince mil personas y se movió por toda Francia durante dos años. Cada vez que nos deteníamos en una localidad, poníamos en escena una versión de la égloga adaptada por el poeta a las singularidades del lugar; y mi madre y mi hermano Carlos aprovechaban para restaurar los derechos de los hugonotes, si la población era católica, o de los católicos, si era protestante. Fue una gran experiencia para mí, puesto que me enseñó, entre otras muchas cosas, los complicados y peligrosos tejemanejes que entraña la política. Como prueba, el celebérrimo «escuadrón volante» de mi madre, compuesto por veinticuatro damas de honor de su plena confianza que tenían como misión revolotear de continuo de un amante a otro, a cuál más distinguido, para sonsacarles información que le permitiera a mi madre ejercer la regencia de la forma más ventajosa para los intereses de la corona.

La convivencia con estas mujeres de conducta licenciosa, unida a los cambios hormonales propios de la pubertad, me indujo a poner en práctica con Guisin juegos mucho más comprometidos que los que habíamos practicado de niños en Amboise. Fue entonces cuando alguien no demasiado bien intencionado le dijo a Orleantin que yo andaba cabalgando encima de otro y él, encelado, se lo contó a Caterina y a Carlin. Mi madre no era mujer de medias tintas y, aparte de obligarme a poner fin al romance, me sometió a una severa cura contra el mal de amores, haciéndome tomar en el desayuno infusiones de acederas e iniciando la búsqueda de una nueva pareja que, aparte de apaciguar mi creciente ardor, fuera más conveniente para los intereses de Francia. Hubo varios tanteos infructuosos antes de que el elegido fuese Navarrin, quien a sus diecinueve años era a la sazón el heredero del trono de Navarra. Su reino no era gran cosa y había quien se burlaba de su tamaño afirmando que se podía recorrer a pata coja. Pero era un nido de hugonotes y eso convertía nuestro enlace en un arma útil para combatir las pertinaces rencillas entre católicos y protestantes.

El plan no me hizo ninguna gracia. Siempre he sido una persona hedonista y no deseaba complicarme la vida teniendo que mediar entre los fanáticos de ambas religiones. Era, además, una joven cultivada que aspiraba a tener un compañero más refinado que Navarrín. Mi futuro esposo era poco amante de la higiene, aficionado a comer ajos crudos y más amigo de la escopeta de caza que de los libros. Hice todo lo que estuvo en mis manos para que mi madre cambiara de idea. Hasta que me convencí de que la boda era inevitable y tomé la decisión de afrontar de la manera más digna posible lo que parecía ser un destino ineludible. Un destino que ya entonces supuse que estaría lleno de contratiempos y, por desgracia, no me equivoqué. El primero de ellos tuvo lugar durante los festejos posteriores al enlace, que estaban siendo fastuosos y multitudinarios hasta que, al quinto día, hubieron de ser interrumpidos por culpa de la sangrienta matanza de hugonotes perpetrada por los católicos más sectarios. Comenzó justo la noche del día en que la iglesia católica celebra la festividad de san Bartolomé, así que algunos consideraron aquellas atrocidades como una suerte de venganza en diferido, con siglos de retraso, del martirio del santo.

No sé si fue ese el motivo por el que eligieron la fecha, pero lo cierto es que a las tres en punto de la madrugada de aquel 23 de agosto las campanas de una iglesia de Paris tocaron a arrebato. Era la señal convenida para el comienzo de un exterminio indiscriminado que no tuvo en cuenta ni la condición social ni la edad de las víctimas. En el caso de los nobles protestantes que habían acudido a la boda, fueron sacados del Palacio del Louvre por un grupo de soldados que, haciendo gala de una brutalidad gratuita, los asesinaron a la vista de los parisinos que habían empezado a agolparse en las calles. El olor de la sangre pareció enloquecer a aquella multitud, que inició el asalto y saqueo de las casas de los que hasta ese día habían sido sus vecinos y cuyo único delito era ser protestantes. Los sacaron de la cama a empellones y, después de matarlos con un ensañamiento inexplicable, dejaron sus cuerpos tirados de cualquier manera, siendo así que al día siguiente las calles de París amanecieron llenas de cadáveres de hugonotes.

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Todavía hoy no me explico cómo hubo católicos que, teniéndose a sí mismos por verdaderos creyentes, se pudieron alegrar de aquella brutal matanza por muy protestantes que fueran las víctimas. Cuando tuve noticia de la carta que don Diego de Zúñiga le escribió esa misma noche al soberano español, no pude dejar de escandalizarme sobremanera. Don Diego se encontraba en la ciudad en calidad de embajador de España y, mientras en las calles estaba teniendo lugar la cruel masacre, haciendo gala de una inhumanidad inclasificable, se congratuló en nombre de Dios de la salvaje conducta de los católicos: «Mientras escribo, los están matando a todos, los desnudan, los arrastran por las calles, saquean las viviendas y no perdonan ni a los niños. ¡Bendito sea Dios, que ha convertido a los príncipes franceses a Su causa! ¡Quiera él inspirar sus corazones para que continúen como han empezado!».

A nosotros los disturbios nos pillaron dando rienda suelta a la recién estrenada concupiscencia. El coitus interruptus al que nos vimos avocados por el toque de campanas fue un contratiempo menor en comparación con los reveses que hubimos de afrontar enseguida, incluso esa misma noche cuando, al poco de que Navarrín abandonara mi lecho, alguien llamó a la puerta del dormitorio y gritó: «¡Navarra, Navarra!». La criada se apresuró a abrir y un caballero entró corriendo perseguido por cuatro arqueros. Buscó refugio en mi lecho y, cuando yo traté de huir asustada, me retuvo para usarme como escudo. Pedí a gritos que viniera el señor de Nançay, capitán de los guardias, quien al entrar y verme en tal trance, no pudo contener la risa. El intruso resultó ser el señor de Léran y estaba herido en un brazo por un golpe de espada y otro de alabarda. El valor le había abandonado y no paraba de temblar. Me dio pena verlo en semejante estado y ordené que fuese curado y tratado con la dignidad propia de su estatus. Me había puesto la camisa de dormir perdida de sangre, así que me la tuve que cambiar; luego me eché una capa sobre los hombros y me encaminé hacia la habitación de mi hermana, la duquesa de Lorena, a la que llegué más muerta que viva por causa del mucho miedo pasado.

Nunca he sabido si Carlín y Caterina participaron en la planificación de la brutal masacre. Pero sí que, al comprobar la brutalidad con la que se estaba desarrollando, se horrorizaron tanto que trataron de ponerle fin. Se encontraron, sin embargo, con una multitud enfebrecida a la que les resultó imposible frenar. De hecho, en los días siguientes, los asesinatos no solo siguieron ocurriendo en las calles de París sino que se extendieron a otras muchas ciudades de Francia. La barbarie estaba siendo, además, de tal calibre por todo el reino que el riesgo de una reacción virulenta de los protestantes era cada vez más probable y, a sabiendas que no hay mejor defensa que un ataque, tanto mi hermano Carlos como mi madre tomaron la injusta decisión de poner fin definitivamente a su conciliadora actitud hacia los hugonotes.

Una de las primeras consecuencias de ese desacertado cambio de política fue la ejecución de la mayor parte del séquito de mi esposo, que lógicamente eran navarros y, por ende, protestantes. Puesto que él era mi esposo y formaba ya parte de la familia, tuvieron la deferencia de ofrecerle la posibilidad de seguir vivo a cambio de abjurar de su religión. Navarrín nunca ha tenido vocación de mártir y, al verse en semejante atolladero, no dudó en hacer el paripé de que se convertía al catolicismo. La puesta en escena no fue tan convincente como la que de niño hizo en Amboise y, por si acaso, le prohibieron salir del palacio del Louvre. Para mayor escarnio, como ya no era necesario estar a bien con los hugonotes, convencida de que la propuesta contaría con mi aquiescencia, Caterina me expresó la conveniencia de que solicitara que mi matrimonio con Navarrin fuese anulado. Lo que nadie se esperaba, y mucho menos mi madre, es que mi respuesta fuese una rotunda negativa.

Antes de la boda me había mostrado reticente porque a mi futuro esposo le faltaba refinamiento, pero abandonarlo justo en el momento en que se encontraba en la cuerda floja me pareció una mezquindad impropia de mí. Opté, pues, por quedarme a su lado y hacer las veces de escudo protector. Fue un gesto valiente del que me siento orgullosa y nunca me he arrepentido. Los más retrógrados se apresuraran a tacharme de ninfómana, supongo que en sus mentes reprimidas no cabía otra posible explicación que no fuera la de que yo había descubierto que la rudeza de Navarrin le convertía en un excelente compañero de cama y no deseaba renunciar a esa fuente de placer. No niego que la concupiscencia contribuyó a que no cediera a las presiones de los míos, pero no fue el principal motivo. Pesaron mucho más mi creencia de que hacer leña del árbol caído era algo indigno y mi confianza en que rebelarme ante el plan de mi madre podría ayudarme a lograr mi aspiración de comportarme más libremente tanto en mi vida privada como en la pública.

Y porque me decanté por ese camino de mayor libertad, durante todos estos años he gozado de alguna otra isla en el tiempo en las que me hubiera gustado quedarme para siempre. Entre ellas, las noches de pasión pasadas en la intimidad con Boniface de La Môle; o las aventuras vividas codo con codo con él, con Angelot y con Navarrin en el complot que organizaron contra Carlin. Ambos divertimentos dejaron de serlos por culpa del muñeco de cera asaetado por alfileres y con una corona de monarca que encontraron en posesión de Boniface. Los tres formaban parte del grupo de los «Malcontents», integrado tanto por protestantes como por católicos de talante moderado y cuya pretensión era que el tacto y la cordura volvieran a regir las relaciones entre los seguidores de ambas religiones. Estaban convencidos de que para conseguirlo la corona de Francia tenía que pasar a la cabeza de Angelot. Pero, tras descubrir el monigote martirizado en casa de Boniface, los acusaran de brujería y de ser los responsables de la cada vez más precaria salud de Carlin.

La causa de los «Malcontents» gozaba de mis simpatías y, al verlos en aprietos tras el fracaso del complot, no dudé en ponerme de su parte. Escribí una carta exculpatoria que fue decisiva para que mi marido salvara la vida. Por desgracia, mi capacidad de influencia era limitada y no pude evitar que mi compañero de lecho fuera condenado a muerte y decapitado en la plaza de la Grève. Pero al menos tuve los reaños de presenciar la ejecución al lado del patíbulo para que Boniface pudiera verme y no se sintiera solo en semejante trance. Solo cerré los ojos en el fatídico momento en el que el espadón le separó la cabeza del cuerpo. Confío en que él no fuera consciente de ese instante de debilidad. La víspera de la ejecución había conseguido hacerle llegar una nota, en la que le prometía acompañarle en ese aciago brete y ocuparme de que al menos su cabeza fuera enterrada de manera digna. Soy una mujer que tiene a gala cumplir sus promesas y, en cuanto la chusma vociferante comenzó a disgregarse, soborné al verdugo para que me entregase la cabeza del señor de La Môle.

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Una vez en el palacio, abrí el paño en que la había envuelto. Mi intención no era otra que asearla antes de darle sepultura, pero al ver de nuevo el rostro de Boniface perdí la sensatez. Me acordé de Juana de Castilla y me dije que había sido injusta con ella cuando en la corte de Navarra me hablaron de su morbosa conducta con el cadáver de su esposo y la taché de loca. Catorce lustros más tarde, era yo la que se negaba a separarse de la cabeza de su amante. Hice buscar al mejor embalsamador de París para que se ocupara de la cabeza de Boniface. Hizo un trabajo tan extraordinario que, cuando me la mostró ya embalsamada, un tremendo escalofrío me recorrió todo el cuerpo. La guardé en un bonito ataúd, recubierto de pedrería, que hasta entonces había hecho las veces de joyero. Y durante muchos años, cuando necesité desahogarme, me encerré en mi habitación y levanté la tapa para conversar a solas con Boniface. En su nuevo papel de mero oyente siguió siendo un excelente compañero, hasta la noche en la que vi salir unos pequeños escarabajos de uno de los orificios de la nariz y me pareció que había llegado la hora de que descansara en paz.

Si mantuve en secreto cuál era el nuevo contenido de mi antiguo joyero, fue por miedo a que me tomaran por loca y me privaran de libertad como a Juana de Castilla. Pero no dejé de rendir a Boniface un último homenaje público vistiéndome de negro riguroso: era mi forma de hacerle saber a toda la corte mi disconformidad con lo ocurrido y mi posicionamiento de parte del ajusticiado. El luto fue también una manera de exteriorizar lo mucho que lamentaba haberme visto forzada al abandono de otra de esas islas edénicas en la que habría deseado vivir para siempre. Dadas las circunstancias, vestirme de negro tras la ejecución de Boniface no dejaba de ser un desafío en toda regla y la respuesta de Orleantin no se hizo esperar: comenzó a hablar en público de mis aventuras amorosas y a tacharme ninfómana. En lugar de perder la calma o amedrentarme, tomé la firme determinación de dedicar todas mis energías a ayudar a Angelot, quien a la sazón pretendía escapar de París. Cuando al fin lo consiguió, Orleantin, conocedor de mi debilidad por el benjamín de la familia, me acusó de haber organizado la fuga y fui confinada en mis aposentos.

Mi confinamiento se volvió más estricto a raíz de que mi esposo huyese también y Orleatin me volviera a acusar de ser su cómplice. La conducta de Navarrín, convirtiéndose otra vez al calvinismo en cuanto se vio libre, empeoró aún más las cosas. Pero siempre he sido una persona que se crece ante las adversidades y aquel cautiverio en extrema soledad reavivó mi vieja inclinación por el estudio e hizo aflorar en mí una devoción que no había experimentado durante mi anterior etapa de prosperidad y mundanas vanidades. Dispuse también de tiempo para reflexionar sobre mi pasado y descubrí que, pese a haber sido una mujer fogosa y desinhibida en lo carnal, no me sentía del todo satisfecha. Fue por eso que tomé la decisión de que en adelante, en todo lo concerniente a los asuntos amorosos, pondría en práctica los sabios consejos de Platón.

Aunque viviese confinada, se me permitía participar en los debates filosóficos y culturales que tenían lugar en palacio.
Actividades que acrecentaron mi deseo de pasar más tiempo entre los libros que entre los brazos de mis amantes. Tanto es así que, cuando gracias a la presión de Angelot, me dejaron que viajara a Navarra para reunirme con mi esposo, llevaba la cabeza llena de multitud de ideas sobre todo lo que deseaba organizar en la corte. A mi llegada constaté que era mucho más modesta que la de Francia, pero también que reinaba en ella un ambiente mucho más agradable y liberal, y que invitaba a dejarse de intrigas políticas y a disfrutar más de la vida. De hecho, pude llevar a cabo muchas de las cosas que había planeado y mi estancia en Navarra se convirtió en la única isla en el tiempo que ha conseguido hacerle algo de sombra a la de aquel verano pasado en Amboise en compañía de aquel singular elenco de actores.

Por suerte, lo único que deseaba Navarrín era que lo dejara vivir tranquilo; así que conté con su aquiescencia para rodearme de libros, de escritores y de artistas. Organicé tertulias y fiestas; leí libros y escribí poemas; coqueteé con muchos e incluso me enamoré de nuevo. Esta vez del señor de Champvallon, a la sazón caballerizo de Angelot. Fue con él con quien puse en práctica mi nueva concepción del amor, dándole más importancia a la unión de las almas que la de los cuerpos. Cuando estábamos separados, le escribía cartas en las que lo llamaba «mi hermoso sol» porque eso pretendía que fuese para mí: una presencia que iluminase mi espíritu. No despreciaba el placer carnal, pero ya no dejaba que me monopolizase como antaño. Para no ser menos, mi marido perdió la cabeza por Fosseusse, una adolescente a la que muy pronto dejó embrazada. En lugar de encelarnos mutuamente optamos por la actitud mucho más sabia de ser cómplices: él favorecía mis encuentros con el señor de Champvallon y, en correspondencia, cuando llegó la hora, yo ayudé a su joven amante en el momento del parto.

Fue una desgracia que el niño naciera muerto porque eso hizo que Fosseusse, temerosa de perder el favor de Navarrín, se dedicara a malmeter en mi contra. El ambiente se enrareció en la corte y, muy a mi pesar, me vi forzada a abandonar esa isla edénica en la que tan a gusto había vivido desde mi llegada a Navarra. Y lo peor de todo fue que sus calumniosos comentarios sobre mi persona solo fueron el preludio de los años más aciagos que he vivido hasta ahora. Años en los que Orleantin me humilló en público llamándome puta, Navarrín me repudió como esposa y la tuberculosis me arrebató a Angelot. Y aunque me sentí sola y abandonada, no malgasté energías en compadecerme de mí misma y tomé la temeraria decisión de cambiarme al bando de los católicos extremistas de la Liga, cuya cabeza más visible era Guisin. Puse mucho empeño en colaborar en su causa, pero a la hora de la verdad también él me abandonó. Me convertí entonces en una presa fácil de Orleantin que no dudó en encerrarme de nuevo, esta vez en el castillo de Usson.

Entre sus muros permanecí trece largos años, primero como prisionera, luego porque no tenía a dónde ir. El tiempo pareció detenerse y yo traté de aprovecharlo en lo posible. Continué escribiendo estas memorias y pasé muchas horas rememorando los atardeceres de aquel inolvidable verano de Amboise en el que, además de nuestros juegos habituales, estaba ese otro tan novedoso de convertirnos en pastores. Me gustaba ensimismarme en el recuerdo de esos días en los que éramos aún un puñado de niños bien avenidos y con unos enemigos comunes: los mosquitos emergidos de las aguas del Loira. Pero la realidad se empeñó en mostrarme otra vez su rostro más sangriento cuando Orleantin acuchilló mortalmente a Guisin; o cuando, no mucho tiempo después, un monje se vengó de Orleantín asestándole una cuchillada igualmente mortífera y en un lugar muy sórdido, en un retrete.

De los antiguos compañeros de juego ya solo quedábamos vivos Navarrín y yo. Decidimos que había llegado la hora de olvidarnos de rencores y de enterrar el hacha de guerra. Mi marido tenía la oportunidad de ser rey de Francia a condición de convertirse de nuevo al catolicismo, lo cual no era ningún problema para alguien tan pragmático y descreído como él. Pero necesitaba también tener un heredero legítimo y, como yo no había sido capaz de dárselo, me pidió deshacer nuestro matrimonio para casarse con Gabrielle d’Estrées, su favorita del momento y la madre de sus hijos. Lo único que yo añoraba ya en este el mundo era sumergirme en una nueva isla edénica y, como en ella no tenía cabida mi antiguo compañero de juegos y de lecho, su deseo de romper los lazos matrimoniales conmigo me resultaba muy conveniente. No obstante, él era miembro de la realeza y no podía aceptar que mi sustituta fuera alguien con tan poca clase y tan poco glamour como Gabrielle.

Gracias a Dios, el pragmatismo de Navarrin nunca ha tenido límites y lo mismo que había aceptado cambiar de religión aceptó cambiar de pareja. La elegida fue María de Médici, que contó con mi aprobación desde el primer día y a la que muy pronto profesé un gran afecto. Tanto, que he dudado en nombrar heredero de mis bienes a su hijo y me he convertido en esa tía mayor que todos consideran entrañable por sus excentricidades. Ha sido así como la antigua pastorcilla de Amboise, una niña grácil y juguetona, ha pasado a ser una mujer cincuentona y tan obesa que casi no cabe por las puertas. En mi interior, sin embargo, continúo teniendo las mismas ganas de vivir y me esfuerzo a diario para que el resto de mi vida sea de nuevo una placentera isla de la que solo partiré a bordo de la barca de Caronte.

Soy cada día más hedonista y no hago ningún caso a las continuas quejas de Navarrín por lo abultados que son mis gastos. Sé que su preocupación no es por mi futuro sino por el de su vástago: teme que si vivo unos cuantos años más, algo que no creo, me dé tiempo a lapidar todos mis bienes y lo deje sin herencia. Para los demás solo soy una anciana y murmuran de mí porque llevo escotes generosos. Pero yo no me resigno a serlo y me sigo empolvando la cara y escondo mis canas bajo juveniles pelucas rubias. Ni sé ni deseo vivir de otra manera. «Mens sana in corpore sano» continua siendo mi única máxima. Sigo cultivando mi mente con la ayuda de los libros y con la escritura de estas memorias; y sigo atendiendo a mi fiel compañera, mortal y rosa, que me demanda amantes cada vez más jóvenes y montaraces para compensar su menguante vitalidad.

Las quejas de Navarrín no son infundadas: los gastos son muchos y mis deudas van in crescendo. De hecho son ya tantas y tan cuantiosas que me temo que, cuando todavía esté de cuerpo presente, los acreedores correrán a saquear mis pertenencias como si fuesen una bandada de buitres carroñeros. Pero me llena de orgullo pensar que, mientras los unos estarán saqueando mis estancias sin el menor respeto, habrá quien se detenga junto a mi ataúd para lamentar, en voz alta, que con mi muerte haya desparecido «el paraíso de los placeres de la corte, la flor de las margaritas, la flor de Francia». Y no le faltará razón porque ese día, ya no tan lejano, en el que una mano fiel y amiga me habrá de colocar bajo la lengua un óbolo para que el barquero me acepte como pasajera, con mi partida desparecerán para siempre esas islas en el tiempo donde vivir hubiera querido…


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Última edición por jilguero el 14 Abr 2025 13:07, editado 1 vez en total.


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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »


Ahí te dejo, Cata, una pamplina histórica. Espero que su lectura no te resulte demasiado ardua.
Es lo malo de documentarse, que luego cuesta no hacer textos excesivamente recargados de datos.

Gretogarbo escribió: 04 Abr 2025 12:54 on esta primavera lluviosa en tu tierra, Negrín se va a criar lozano, jilguero.
Un día que me pilló una gran granizada paseando no vi a Negrín pero si a un mulo que se hallaba solitario aguantando el chaparrón de granizos.

El pobre tenía un aspecto tristón y el lomo blanco de granizos. Estuve tentada de sacar el móvil para hacerle una foto. Pero con la que estaba cayendo, hacer la foto sin soltar el paragua no era fácil y opté por no inmortalizarlo.

A Negrín lo fotografié en los días soleados que vinieron después. Se le veía contento y mimoso,

Gretogarbo escribió: 04 Abr 2025 12:54 ¡Qué bonitas esa orquídeas salvajes!
Sí, lo son. Son pequeñas y en las fotos resultan casi más llamativas que en la realidad. Son muy abundantes, aunque no todos los años las encuentro en los mismos sitios.


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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »


Me gusta la propuesta para hoy de HA!

Un jardín de Arles que seguro Van Gogh pintó con entusiasmo.

jardin de Arles.jpeg


Volvamos atrás en el tiempo y, en agradecimiento, pongámosle esta música con altavoces.



Y sí, Cata, es cierto lo que ves: ¡Van Gogh está sonriendo!

Da gusto verlo así, ¿verdad? :D
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »



Hoy, Cata, Tomasito andaba en al puerta de su madriguera.

Ahora ha abierto nuevas salidas, a nivel del césped artificial. Pero él se sigue asomando por la de arriba.

Tiene buena pinta, la verdad. Creo que está más gordote y ya no se puede girar, como antaño, parar meterse.
Se esconde marcha atrás. :cunao:

Tomasito.jpg


También tengo que comunicarte que hay una explosión de caracolitos. Son crías. De dos clase: la alargada con forma de cucurucho creo que es Cochicella acuta y el más aplastado con la lista marrón Xerosecta promissa.

Caracolitos.jpg


Y para terminar la crónica de Gades, te diré que de nuevo tenemos luna llena, esta vez sin eclipse que observar.

¡Cómo vuela el tiempo...!

Luna llena.png
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió: 14 Abr 2025 10:45 Hoy, Cata, Tomasito andaba en al puerta de su madriguera.

Ahora ha abierto nuevas salidas, a nivel del césped artificial. Pero él se sigue asomando por la de arriba.

Tiene buena pinta, la verdad. Creo que está más gordote...
Tomasito, y su superviviencia, siempre serán un misterio. Yo iría promoviendo una iniciativa para que el ayuntamiento le haga una estatua cuando ya no esté.
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por Tolomew Dewhust »

Buenos días, me alegra saber de Tomás, está claro que es un superviviente. Los demás hacemos lo que podemos, :cunao:.

Yo ando por Madrid realizando el curso de ascenso (después del grado universitario y la oposición, por fiiiin). Tenemos ahora las vacaciones como cuando éramos chiquillos así que paso la Semana Santa en casita; luego me quedará otro mes allí, las prácticas y pedir nuevo destino, espero que no muy lejos de aquí...

Pero venía a subir alguna fotillo que hice ayer. El mayor había quedado con los amigos en la playa para jugar al voleibol así que me animé a quedarme haciendo tiempo trotando un poco por la arena, que llevo unos meses sin prácticamente hacer nada de deporte (se ve que va por rachas).

Estaba la mañana un poco cerrada y la mar, como siempre, llena de agua. No sé que tiene que cuando alzo la vista y contemplo el mar no puedo quitarle el ojo de encima, como si me tuviese hechizado.

IMG_20250413_113516.jpg

Pues, eso, que llegué a la primera pista de la Barrosa, donde las estatuas de los fenicios y vislumbrando desde allí el castillo de Sancti Petri, y decidí descalzarme y trotar por la orilla (es algo más lesivo para los pies pero la experiencia merece la pena).

El agua estaba congelada. Hube de sortear las innumerables conchas que colman la arena y los turistas que han arribado estos días.

IMG_20250413_114943.jpg

¿He dicho ya que el agua estaba congelada? Nada, el frío es un estado mental. Después de 40 minutitos corriendo me fui donde el niño, le dejé allí la camiseta y las zapatillas y me lancé al agua. La idea era nadar un tramo pero la cambié por otra mejor: una entrada por salida, que le digo yo. Salí con el pito más encogido de lo habitual...

IMG_20250413_114929.jpg

Me sentó genial, como un reseteo. Listo para afrontar otro mes lejos del mar. Pues nada, solo eso. Y que si estáis cerca del mar aprovechad para lanzaros de cabeza, que uno no sabe nunca cuando va a volver a tener la oportunidad de hacerlo.
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Gretogarbo escribió: 14 Abr 2025 10:54 Tomasito, y su superviviencia, siempre serán un misterio. Yo iría promoviendo una iniciativa para que el ayuntamiento le haga una estatua cuando ya no esté.
Si tuviera medios ya habría recogido heces para ver qué está comiendo. Y lo de la estatua sería merecida.
Tolomew Dewhust escribió: 14 Abr 2025 11:28 Yo ando por Madrid realizando el curso de ascenso (después del grado universitario y la oposición, por fiiiin). Tenemos ahora las vacaciones como cuando éramos chiquillos así que paso la Semana Santa en casita; luego me quedará otro mes allí, las prácticas y pedir nuevo destino, espero que no muy lejos de aquí...
Me alegro de saber de ti. Enhorabuena por esa oposicion.

Tengo pendiente recomendarte un libro. Pero ando con problemas en el ordenador. Escribo desde el móvil cuyo teclado es una tortura.

Disfruto a diario del mar, pero tirarse al agua son palabras mayores.


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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por Tolomew Dewhust »

Bueno, pero los pies si te los mojas, ¿no?

Venga, adelante esa recomendación, que en Madrid tengo las tardes libres para la lectura.
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Tolomew Dewhust escribió: 17 Abr 2025 10:12 Venga, adelante esa recomendación, que en Madrid tengo las tardes libres para la lectura.

Se supone que es literatura juvenil. Pero para quienes amamos el realismo mágico y "Gadeira", los personajes de esta historia son divertidos y entrañables. A mi me ha encantado. No están muy alejados de los tuyos.

Al leerlo, me acordé de Caleto y de Estrellita Caletera. Es más, mi primer impulso fue regalarte un ejemplar. Pero recordé que la última vez tardamos más de un año en encontrar el momento oportuno para darte el libro de Albatros.

Así que esta vez, dátelo por regalado, pero mejor te lo compras tú. :meparto:

https://www.amazon.es/Balbino-sirenas-L ... 8466777407


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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por Tolomew Dewhust »

Oído cocina. Me lo doy por regalado.

Thanks.
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por Estrella de mar »

Oído cocina ídem, oropéndola. :boese040:
Por un cachito de la mar de Cai les cambio el cielo que han prometío.
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por noramu »

¡Felicidades, Tolo! Aunque suponga unos meses lejos de tu mar y de los tuyos es una recompensa al esfuerzo y pronto la recogida espero que sea más cerca de ese mar congelado y ventoso :60:
1
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Estrella de mar escribió: 17 Abr 2025 20:15 Oído cocina ídem, oropéndola.
Anda, la gitanilla. Dudaba yo de que fuera a leer al recomendación, pero veo que sí. :D
noramu escribió: 17 Abr 2025 22:07 unque suponga unos meses lejos de tu mar
Tiene, o tenía, el privilegio de verlo cuando llegaba a su trabajo y subía a las taquillas a cambiarse.

Pero venía a decir que hoy he podio ver a Tomás más de cerca. Se nota que, como la gente anda de procesiones o de vacaciones, y la playa está más tranquila, está más cotilla o puede que más aburrido.

Cata, está enorme y fondón, nada que ver con el Tomasito del principio.

Tomás.jpg


Y como estamos en Viernes Santo qué menos que dejarte aquí una música adecuada.
Sea sea o no creyente, y se sea madre o no, ¡qué maravilla escuchar esta expresión del dolor materno!

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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió: 18 Abr 2025 11:01Pero venía a decir que hoy he podio ver a Tomás más de cerca. [...] Cata, está enorme y fondón, nada que ver con el Tomasito del principio.
Muy hermoso. Desde luego, los temores sobre su alimentación, aunque siga siendo algo misteriosa, eran infundados.

Maravillosa música la que nos has regalado hoy, jilguero. La belleza no entiende de religiones aunque Bach hacía teología con sus composiciones.
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Auschwitz. Pascal Croci
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por Tolomew Dewhust »

Estrella de mar escribió: 17 Abr 2025 20:15 Oído cocina ídem, oropéndola. :boese040:
Copiona.
noramu escribió: 17 Abr 2025 22:07 ¡Felicidades, Tolo! Aunque suponga unos meses lejos de tu mar y de los tuyos es una recompensa al esfuerzo y pronto la recogida espero que sea más cerca de ese mar congelado y ventoso :60:
Muchas gracias, Nora. ¿Todo bien?

Jilguero, estoy leyendo un trabajo interesantísimo acerca de una torre o faro que tuvimos en Torregorda al parecer por casi 1300 años. Primero la noticia aquí: https://elpais.coN/cultura/2025-04-19/e ... uba-i.html y el trabajo en cuestión aquí: https://revistascientificas.us.es/index ... view/26507 (descargable en pdf).

Representaciones del "Ídolo de Cádiz:

Imagen
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