Nada se acaba, todo fluye…
Desde la primera mañana, los ayudantes del jardinero del rey notaron su ausencia. No se alarmaron, sin embargo, porque no era la primera vez que se ausentaba. En los últimos tiempos, había cogido la costumbre de visitar a los campesinos y, sin previo aviso, de un día para otro desaparecía. No le dieron, pues, mayor importancia y se enfrascaron en las tareas que debían de hacer esa jornada.
Pero pasaron los días sin que el desparecido diera señales de vida y sus ayudantes, alarmados, decidieron comunicar su desaparición al monarca. La reacción del rey fue quitarle hierro al asunto, argumentando que ya todos conocían el carácter peculiar del jardinero. Mas los empleados siguieron insistiendo y, con tal de que lo dejaran en paz de una vez, el soberano accedió a mandar a un pequeño grupo de criados en su busca.
La comitiva regresó con la noticia de que el jardinero no estaba en casa de ninguno de los campesinos. Así que su paradero siguió siendo un misterio hasta la mañana en la que uno de los trabajadores del jardín, en un exceso de celo —estaba preocupado por el efecto de las últimas lluvias en las nabizas—, llegó más temprano de la cuenta y lo pilló in fraganti saliendo de uno de los antiguos invernaderos. Llevaba una regadera en la mano y, tras llenarla de agua en el gran estanque, se perdió de vista en el interior del cobertizo.
En cuanto llegaron sus compañeros, les contó que lo había visto. El revuelo fue morrocotudo y, no queriendo ser menos, la cuadrilla al completo se aproximó con sigilo al invernadero. A través de los cristales vieron un trémulo resplandor; e interpuesta entre este y ellos, la borrosa figura del jardinero. La suciedad de los vidrios solo les permitía espiar sus movimientos a grosso modo; pero la expectación era tanta que no regresaron a sus quehaceres hasta que la luz se apagó y perdieron de vista la silueta del que todavía consideraban su patrón.
En cuanto el rey fue informado del hallazgo, acudió al invernadero en compañía de la habitual nube de cortesanos adulones. Llamó varias veces en la puerta sin ningún resultado. La tozudez del jardinero le ponía en una tesitura incómoda: como soberano, no era de recibo permitir que un súbdito suyo se negara a abrirle la puerta; pero tampoco quería violentar la intimidad, y mucho menos en público, de alguien al que admiraba profundamente. Al final le pudo más la vertiente respetuosa del asunto y, convencido de que no tardaría en recuperar la sensatez, les dijo a los presentes que aquel hombre no hacía mal a nadie y que hicieran el favor de dejarlo en paz.
Aunque no fuese un hombre dicharachero ni tampoco amante de la vida social, el jardinero nunca antes había rehuido de aquella forma la compañía de sus ayudantes. Pero pasaron las semanas, y luego los meses… Todos se acabaron habituando a esa nueva conducta esquiva del jefe y hasta dejaron de preguntarse cuáles serían los motivos de la misma. Además, como antes de recluirse les había enseñado a desempeñar bien su trabajo, las cosechas de frutas y de legumbres continuaron siendo esplendorosas, incluso fuera de temporada.
En cierto modo, las aguas parecían haber vuelto a su cauce. Al menos hasta el día en que cayeron en la cuenta de que llevaban mucho tiempo sin ver luz en el interior del invernadero, y sin verlo a él saliendo en busca de agua para regar sus plantas. Como era previsible, las alarmas se dispararon de nuevo. Pero esta vez, convencidos de la inoperancia que suponía avisar al rey, decidieron actuar a sus espaldas y acudieron en comandita al invernadero.
Al llegar a la puerta, se sintieron un tanto cohibidos. En un primer momento, solo se atrevieron a golpearla suavemente con los nudillos. Viendo que no había respuesta, por si acaso no los había oído, llamaron de nuevo con mayor contundencia. «¡Monsieur La Quintinie, Monsieur la Quintinie! Comment allez-vous? Tout ça va bien?», vocearon, luego, antes de pasar a la acción. Intentaron abrir la puerta y esta les opuso tamaña resistencia. Pero la inquietud era ya tanta que no cejaron en su empeño hasta conseguir desplazar los objetos —una mesa, una silla y dos tinas llenas de tierra— con los que el jardinero había bloqueado el acceso.
Dentro encontraron un panorama desolador. Resultaba evidente que había parcelado el terreno con meticulosidad y que, en cada una de las parcelas, había sembrado un tipo diferente de hortalizas. Pero ahora todas las matas estaban secas y yacían desparramadas sobre la tierra. La única señal de vida, en medio de aquel penoso secarral, era un sordo bordoneo procedente del fondo del cobertizo. Al avanzar en esa dirección, vieron una nubecilla de abejas revoloteando alrededor de un par de naranjos que, de forma un tanto asombrosa, se hallaban en plena floración.
El milagro se debía, en parte, a que los dos árboles frutales estaban plantados en sendos cajones de madera. Mas también a los manojos de raíces que, tras abrirse camino entre las duelas de los recipientes, se habían enraizado en la pequeña elevación del terreno que había entre ambos. Una suerte de amalgama húmica recubierta, por lo demás, de una gran maraña blanquecina de micelios y algún que otro sombrerillo de setas. El pelambre radical que la tapizaba era, en consecuencia, tan frondoso que, de no ser por los restos de tela entrevistos entre las raíces y los micelios, o por la forma humanoide de la citada prominencia, jamás hubieran sospechado que aquello fuera todo lo que quedaba de su antiguo jefe.
Semejante hallazgo provocó un profundo y tenso silencio solo roto por el monótono bordoneo de las abejas. Así que, si no hubieran estado todos tan trastornados, aguzando el oído, quizás alguno podría haber percibido el eco de la voz del jardinero en el fluir de la savia por los naranjos. Y si no hubieran sido analfabetos, quizás algún curioso podría haber leído sus postreras anotaciones. Hechas, dicho sea de paso, en un pequeño cuaderno de tapas negras que, antes de abrir la puerta, se encontraba encima de la mesa; pero que, después de haber abierto esta a empujones, se hallaba en el suelo.
Por fortuna, ver a su antiguo jefe en un estado tan deplorable no mermó el gran respeto que siempre le habían profesado. Y probablemente por ese motivo, cuando uno de ellos vio el cuaderno por tierra, se agachó a recogerlo y, tras hojearlo sin entender nada, optó por entregárselo a un cortesano con fama de ilustrado. Cortesano que, a su vez, tuvo el gran acierto de conservarlo junto con el resto de los escritos del no menos ilustrado hortelano.
En el cuaderno de marras, con una caligrafía gótica muy cuidada, el jardinero había hecho una serie de anotaciones no fechadas, pero de cuyo contenido se podía colegir que la primera la había escrito poco después de la muerte de su antiguo compañero de universidad, y a la sazón confidente, Philippe de Neuville; y la última, pocos días antes de su propia muerte. Anotaciones que, traducidas al castellano —fueron escritas en francés—, y precedidas de un título orientativo de su temática, se transcriben a continuación:
Malas noticias
Mis peores temores se han cumplido: ¡Philippe ha muerto! Desde que recibí la noticia, me hallo sumergido en una negrura más profunda que la de las noches sin luna.
Me ha escrito un compañero suyo de trinchera al que, por lo visto, Philippe le había hablado mucho de mí. En la carta, me dice que una herida de arcabuz mal curada ha sido la causa de su muerte y que lo han enterrado en el cementerio de Mougon.
Espero que el enterramiento sea lo bastante humilde como para que muy pronto las raíces de algún árbol cercano le hagan emerger de nuevo a la vida. En cuanto pueda, visitaré su tumba para asegurarme.
Evasión
Hoy me he levantado de madrugada. Necesitaba alejarme de este jardín profanado por todos, incluso por mí mismo: por mi absurda vanidad. He ido en busca de la compañía de esos campesinos que, pese a su humildad, solo son súbditos de la tierra que les da de comer. Es a ellos a quien, en adelante, me gustaría dedicarles mi tiempo y mis conocimientos.
En el camino, he visto un caserío abandonado y, dejándome llevar por un impulso repentino, me he adentrado entre sus muros. La hiedra los ha recubierto por completo y, al aguzar el oído, junto con el fluir de la savia, he escuchado un murmullo de voces humanas y de ganado.
Creo que eran los recuerdos de sus antiguos moradores. Porque la vida es una. Multiforme, pero siempre una. Tengo que visitar la tumba de Philippe para cerciorarme de que no hay nada que le impida volver pronto a formar parte de ella.
Propósito de la enmienda
¡Qué fácil es dejarse engañar por la vanidad! Anoche tuvo lugar la cena inaugural del palacio y fui testigo de cómo el rey y sus invitados devoraban, con fruición, los frutos que yo he tardado meses, cuando no años, en hacer brotar de la tierra de este jardín. El soberano me hizo el honor de sentarme a su derecha, en una silla de brazos, y de tomar la palabra, a los postres, para afirmar que yo, su jardinero, soy un artista.
¡Qué absurdo engreimiento, el mío, de creerme distinto del resto de sus serviles cortesanos! No pocas veces me he pavoneado de mis logros y he llegado a vanagloriarme de que este jardín me pertenecía. Pero esta mañana el rey se ha encargado de recordarme que la tierra es suya y que todos mis conocimientos botánicos están a su servicio. Soy un súbdito más y, si me lisonjea, es solo para convertirme en una posesión más valiosa.
Ahora que Philippe ha muerto, no tiene sentido seguir con esta farsa por más tiempo. Tengo que liberarme de este yugo, denigrante y absurdo, antes de que sea demasiado tarde.
Desengaño
Una repentina masa de humo negro nos ha hecho creer, hoy, que el palacio estaba ardiendo. Mis ayudantes han abandonado los aperos y han corrido hacia el incendio con la intención de ayudar a apagarlo. Me he sentido obligado a hacer lo mismo y cuál no ha sido mi sorpresa al descubrir a una multitud bailando en torno a una colosal hoguera.
Era una fiesta para celebrar que la Delfina ha dado a luz un niño. Y aunque no me gusten las celebraciones, la de esta mañana no me habría alterado lo más mínimo de no ser por la repentina aparición de los campesinos.
Creía conocerlos bien y lo último que me esperaba es que, al enterarse de la noticia, también ellos acudieran acarreando, en sus destartaladas carretas, las frutas y las hortalizas que, con tanto esfuerzo, hemos sacado adelante entre todos.
¡Son unos pobres infelices! En los próximos meses pasaran hambre y, aun así, se han desprendido de lo poco que poseen para rendir pleitesía a quienes tienen su mesa bien surtida gracias a mi no menos necia sumisión.
No soporto ni el bullicio ni la frivolidad de la vida palaciega. Y desde la muerte de Philippe, no hay ya nadie a quien pueda mostrar mi alma. A falta de un buen confidente, me había aferrado a los campesinos para tener un motivo por el que levantarme cada mañana. Pero la muestra de estulticia, de la que he sido testigo hoy, ha roto el único puente que me unía a los hombres.
Me siento solo y vacío. Demasiado solo y demasiado vacío para seguir al frente de este jardín.
Epifanía
Anoche estuve un rato contemplando el cielo estrellado y, mientras veía el lento avance del cometa que otrora guiara a los Magos de Oriente, se me vinieron a la cabeza unos versículos del Eclesiastés: «Me hice huertos y jardines, y planté en ellos toda suerte de árboles frutales. Me hice estanques de agua para regar de ellos el bosque donde los árboles crecían. […] Miré, entonces, cuanto habían hecho mis manos y todos los afanes que al hacerlo tuve, y vi que todo era vanidad y persecución del viento, y que no hay provecho alguno debajo del sol».
Me identifico tanto con estos versos que recitarlos es, aparte de una cura de humildad, un acicate para poner fin a esta farsa. ¡Qué gran necedad haberme vanagloriado de mi condición de jardinero del rey! No quiero seguir adelante con esta fútil ilusión de creerme soberano de una tierra que no es mía; o de creerme distinto del resto de los súbditos porque sé extraer de ella más frutos que cualquier otro.
Nunca más voy a aceptar un señor que me someta; ni tampoco voy a ser, yo, señor que someta a ninguna otra criatura. A partir de hoy, intentaré ser un inquilino más de este viejo invernadero y, cuando llegue mi hora y el cuerpo se me marchite, lo aporcaré para que se funda con la tierra.
En marcha
¡Lo he conseguido! Soy una más y, como tal, me afano cada día en cumplir con mi misión de trabajar mi nuevo huerto. Lo he parcelado, lo he roturado a fondo con la azada y, entre caballón y caballón, he esparcido las semillas. Mi único afán es ahora regarlas, a la espera de que se produzca, una vez más, el milagro de la vida.
A por el agua de riego, solo salgo de noche porque no deseo cruzarme con mis antiguos ayudantes: no me gustaría ser descortés con ellos, pero tampoco quiero tener que darles ninguna explicación.
Hay mañanas en las que se acercan con sigilo y, como si fueran críos, me espían a través de los cristales. En cuanto soy consciente de que están ahí fuera, apago la palmatoria y termino de regar a oscuras. Ellos captan mi mensaje y regresan al tajo. Imagino que no entienden qué hago encerrado aquí, pero respetan mi decisión y eso me basta.
Entre la melancolía y el éxtasis
Escuchar el repiqueteo de las gotas de lluvia en los cristales me pone melancólico. Aun así, me alegro por ellos, por los campesinos. Sus cosechas dependen de este riego caído del cielo porque, a diferencia del rey, ellos no pueden construir estanques donde almacenar agua para regar sus campos.
Me defraudó que fueran tan serviles, mas no les guardo resentimiento alguno. En el fondo, me han hecho un gran favor al destruir el último vínculo que me unía con el mundo de los hombres. Prefiero vivir en este otro donde, en lugar de soberanos y súbditos, solo hay criaturas iguales. E irrigadas, todas ellas, por ese torrente de sangre, hemolinfa o savia donde la muerte y la vida se hacen una.
Gracias a la profusa lluvia de los últimos días, también sus semillas germinarán pronto. Las mías ya lo han hecho y yo con ellas. Al mediodía es cuando la luz del sol se filtra mejor a través de los polvorientos cristales. Yo aprovecho ese momento para pasearme entre los tallos tiernos y las hojas recién abiertas; y absorto ante tanta belleza, doy gracias al Creador.
Compás de espera
A veces me sorprendo escuchando los sonidos de ahí fuera y preguntándome en qué mes o en qué día vivo. Reminiscencias de un mundo al que ya no pertenezco. Aquí dentro el tiempo que marcan los relojes carece de importancia. Es el sol, con su luz y su calor, quien establece el ritmo. Solo cuando él se apague de forma definitiva, se detendrá ese torrente que, si aguzo el oído, escucho como un tenue y melódico murmullo.
Desde que ya no busco obtener fruto de la tierra, en el interior de este invernadero, además del fluir de la savia, se escucha el continuo roe que roe de las larvas de los insectos. Sigo teniendo alma de jardinero y me entristece ver cómo se mustian las plantas hostigadas por su voracidad. Pero sé que no debo de frenar ese flujo de materia que hace que la vida se siga manifestando en su multiforme unicidad.
Que en la mesa del rey se sirvieran, gracias a mi esfuerzo, las mejores legumbres y verduras de Francia era lo que antes más me llenaba de orgullo. Mi vanidad solo me permitía, pues, regodearme con el exultante verdor de las hojas de mis hortalizas o con el grito de color de sus frutos ya maduros. Ahora, en cambio, me embeleso de igual forma cuando miro el envés de una hoja y descubro una bulliciosa multitud, de ínfimos comensales, en pleno festín.
Nada se acaba
Tengo frío, mucho frío. Ni siquiera al lado del fuego dejo de tiritar. Desde hace una semana, los cristales están recubiertos de una capa de escarcha que ni el sol de mediodía es capaz de fundir. Me paso las horas temblando y, lo que es aún peor, tosiendo y esputando sangre.
El recuerdo de la calidez de mis anteriores aposentos hace que, a veces, me pregunte qué demonios hago aquí, enfermo y rodeado de plantas secas. Siento entonces la tentación de buscar el calor humano y me acerco a la puerta. Pero, en cuanto recuerdo los versículos del Eclesiastés, mi pretensión de fuga se esfuma de inmediato.
¡Qué largo se me está haciendo este invierno! Sé que sin la ayuda de un médico no volveré a asistir al sublime espectáculo de ver cómo la tierra reverdece. Pero tengo que ser generoso y renunciar al propio solaz para que otros conozcan la primavera.
Mi única aspiración es, ahora, afrontar el final de esta etapa con los ojos abiertos. Me gustaría que, antes de desvanecerse, mi animula vagula blandula fuese testigo de cómo mis restos, erradamente considerados mortales, se incorporan de nuevo a la vida. Porque nada se acaba, todo fluye…
Las circunstancias en las que Jean-Baptiste de La Quintinie hizo estas anotaciones se conocen gracias a que el escritor Frédéric Richaud las expuso en su novela El jardinero del rey. Tres siglos y medio después de su muerte, sigue causando sorpresa que estas reflexiones, llenas de sencillez y humildad, constituyan el legado póstumo de quien no solo había detentado el puesto de jardinero del rey en el palacio de Versalles, sino que había sido además el artífice de grandes logros hortícolas; entre otros, el desarrollo de técnicas que permitieron el cultivo en espaldera de los árboles frutales o la producción de frutas y hortalizas fuera de temporada.
A pesar de su brillante trayectoria, La Quintinie no se cegó del todo y fue capaz de darse cuenta a tiempo de que también eso, ser el mejor jardinero del momento, era pura vanidad. Para cualquier amante de la naturaleza, poder leer estas anotaciones, aparte de un gran privilegio, constituye un motivo de esperanza. Porque leyéndolas no solo se toma conciencia de que la vida y la muerte son solo fases distintas del continuo trasiego, de átomos y de energía, que tiene lugar entre los seres vivos; sino que también nos genera la esperanza de que, al igual que el jardinero revivió gracias a un par de naranjos de la Orangerie de Versalles, también nosotros reviviremos, algún día, bajo una cualquiera de las múltiples formas que adopta la vida.