El hombre que daba de comer arroz a los gorriones
¡Qué extraño, no encuentro Depaso en el mapa! Según decía el texto, se encuentra entre las localidades murcianas de Puerto Lumbreras y Apiche. Pero, por más que amplio esa zona en Google Maps y miro entre ambas, el pueblo no aparece. Me gustaría saber si aún está sin gorriones porque, de ser así, me propongo repoblar sus tejados con algunos ejemplares de los que a diario comen arroz en el alféizar de mi ventana.
Se lo pongo yo, aunque de forma egoísta, porque disfruto mucho viéndolos acercarse y alejarse tan rápidamente. En realidad, desearía darles de comer de mi mano. Pero son muy desconfiados y, si me ven moverme por la cocina, enseguida se espantan. Ha pasado, además, una cosa curiosa: durante el último verano estuve dos meses fuera y fue inevitable que se quedaran sin su ración diaria de comida; desde que he regresado y les he vuelto a poner granos de arroz en el alfeizar, los gorriones apenas se acercan a picotearlo…
Ojalá vuelvan pronto a recobrar la costumbre. Ahora que conozco la historia de Depaso, no me conformo solo con disfrutar viéndolos de cerca, sino que me gustaría domesticarlos y conseguir que coman de mi mano. Y luego, cuando ya se hayan vuelto confiados… ¡Zas! La vez que más cerca estuve de eso, fue hace muchos años —todavía me acuerdo— en Auberge Derkaoua, en el desierto Erg Chebbi de Mezouga, en Marruecos. Allí había muchos gorriones y no tenían miedo. No necesitaban tenerlo porque nadie les hacía daño. A los de mi ventana, en cambio, sabe dios las perrerías que les hará la gente.
El texto dice que, hasta el comienzo de la construcción de la A-7, en Depaso había gorriones por doquier. Según parece, todos eran gorriones comunes —o Passer domesticus, si quiere uno dárselas de enterado—. Los que vienen a mi alféizar a comer arroz parecen más gorriones molineros que comunes. No soy especialista en aves y no querría meter la pata, pero la lógica me dice que, si en ese pueblo no hay ahora ni un solo pájaro por culpa de la dichosa fiebre del asfalto, mejor que haya Passer montanus a que no haya nada…
¡Qué repelente ando hoy! ¿A qué viene ahora sacar a relucir tantos latinajos? No soy ornitólogo, ni tampoco uno de esos aficionados a ver pájaros que conocen todas las especies y que viajan hasta el quinto pino con tal de añadir algún nombre nuevo a su inventario de avistamientos de aves. Conozco pocos pájaros, esa es la pura verdad, pero disfruto mucho viéndolos. De los pocos que conozco, el jilguero es uno de los más bonitos, amén de que tiene casi tantos nombres como colores. Sin ir más lejos, en el pueblo a donde yo iba de pequeño a veranear, lo llamaban colorín; y aquí, en esta isla donde ahora vivo, cardenera.
De que no soy un entendido en pájaros no me cabe la menor duda, pero tampoco de lo mucho que me regocija verlos. Para muestra, un botón: de las marismas y salinas, las ruidosas cigüeñuelas son mis favoritas; de tierra adentro, en cambio, ¡cómo me gusta ver a las lavanderas caminar, pasito a pasito, de esa forma tan veloz cuando se cruzan en mi camino! Otro que me entusiasma es el ruiseñor, pájaro que he oído alguna vez y al que solo sé distinguir por su canto. Cierto es que, en el pasado, tuve un escarceo canoro con uno de ellos. Ocurrió en la ciudad donde estudiaba aparejador: una noche estaba paseando por el castillo y oí un ruiseñor; cosa que me sorprendió, porque no sabía que cantasen de noche. Al día siguiente, regresé con el casete y el micrófono para grabarlo. Hice el reclamo con un trino que sé hacer desde niño y el ruiseñor me contestó; lo pude grabar durante mucho rato y, luego, estuve años oyendo la grabación de su canto y del mío…
¡Qué tiempos aquellos! Entonces tenía toda la vida por delante y la sorpresa de escuchar de noche el canto de un ruiseñor me bastaba para ser feliz. Tampoco es que me pueda quejar de mi suerte actual… Me queda menos tiempo por vivir, eso es algo indiscutible, pero el que me queda lo puedo emplear mucho más a mi antojo. De ahí que se me haya metido entre ceja y ceja repoblar ese pueblo fantasma —sigo sin dar con su paradero en el mapa— con unas cuantas parejas de gorriones molineros.
No está siendo nada fácil, pero creo que voy por el buen camino: ya no solo comen arroz ahí fuera, en el alféizar, sino que incluso lo hacen aquí dentro, en la encimera de la cocina. A veces, si me lo propongo y tengo paciencia, hasta consigo que lo picoteen de la palma de mi mano. El siguiente paso, el definitivo, será conseguir que lo hagan dentro de las jaulas trampa. Y una vez atrapados, los iré traspasando a la pajarera. La he fabricado yo mismo para transportarlos hasta Depaso.
Aunque esté feo que yo lo diga… ¡esta jaula es una preciosidad! Me ha llevado muchas horas construirla, pero ha merecido la pena. No llega a ser como la legendaria jaula de Baltazar, que tenía una enorme cúpula de alambre, tres pisos interiores con compartimientos especiales para comer y dormir y hasta trapecios en la zona destinada al esparcimiento de los pájaros. No, la mía no es así. ¡Ni falta que le hace! Esta no está llamada a asombrar a nadie por su virtuosismo arquitectónico —la de Baltazar fue para algunos la jaula más bella del mundo—, ni tampoco a alojar por mucho tiempo aves canoras que me alegren la casa con sus trinos. No, esta pajarera solo será la cárcel temporal de los futuros repobladores de ese escurridizo pueblo que no acabo de localizar en el mapa.
Al ritmo con el que estos infelices van cayendo en mi añagaza, tendré la pajarera repleta de gorriones para cuando en verano dé el salto a la península. Este año, antes de dirigirme hacia mi tierra, tomaré la A-7 y haré mi buena obra ecológica. Es la primera que hago y estoy muy ilusionado. Lo único que me pesa es comprobar que los pájaros no están nada conformes con su nueva situación. Después de tanto tiempo escuchando su piar y observándolos tan de cerca, creo que en cierto modo entiendo su lenguaje; o, cuando menos, su estado de ánimo. Ojalá supiera cómo comunicarles que su pérdida de libertad es transitoria…
¡Qué noche tan larga! No he podido pegar ojo. Ahora resulta que también los gorriones cantan de noche. No tenía ni idea y, al igual que me pasara antaño con el ruiseñor, me ha sorprendido oírlos. Pero esta vez la sorpresa ha sido desagradable. En cuanto me acosté y la casa se quedó a oscuras, los cautivos empezaron a canturrear; y desde entonces no han cerrado el pico. Para más inri, en el silencio de la noche, ese lastimero «chip, chip, chip» cantado a coro me ha parecido que era una forma de llamarme traidor. En cierto modo lo he sido: me he ganado su confianza y luego, cuando ya hasta me comían de la mano, los he encerrado entre barrotes. No sé cómo decirles que es cuestión de días, que en breve volverán a ser libres. Por más que les chipeo —y eso que tengo ya bastante destreza— no consigo que me entiendan.
¡Vaya por dios! Tampoco he sido capaz de desayunar. Nada más verme aparecer por la cocina, los muy ladinos han empezado a corear con más fuerza ese «chip, chip, chip» que hace que me sienta culpable. Se me ha hecho un nudo en la garganta y ni el café me he podido tomar. Con lo emocionante que había sido todo hasta ahora, es una pena que al final estos piones me agüen la fiesta. El proceso ha sido una aventura apasionante. He sido testigo de cómo me han ido perdiendo, día a día, el miedo hasta que por fin un valiente se ha atrevido a posarse en la encimera para picotear los granos de arroz de la palma de mi mano. Después de esa primera vez, todo ha sido miel sobre hojuelas.
¡Qué barbaridad! Ni que el clamoroso recibimiento que me dieron a la hora del desayuno los hubiera dejado exhaustos… Llevan toda la mañana en silencio y con los ojos cerrados. Aunque a mí estos marrulleros ya no me engañan. En un primer momento, me asusté pensando que pudieran estar enfermos. Pero luego, cuando me he acercado a ver qué les pasaba, algunos han entreabierto taimadamente los párpados y he visto cómo me miraban. Simulan que duermen, o que me ignoran, eso no lo sé. En todo caso, sé que es su nuevo castigo por mi traición.
Quien de verdad está exhausto soy yo. A la hora de la siesta, viendo que los de la pajarera persistían en su protesta de pico cerrado y párpados caídos, he sido yo quien ha cerrado los ojos dispuesto a descabezar un sueño. Pero bajar los párpados y empezar ellos otra vez con el dichoso «chip, chip, chip» ha sido todo uno. Para colmo, con tanto acusarme de zaíno y con tanto sentirme culpable el nudo se me ha bajado ahora de la garganta al pecho. Me asusta que anochezca y llegue la hora de meterme de nuevo en la cama. No creo que sea capaz de soportar otra noche toledana, como la pasada, escuchando cómo me tachan de felón con su piar.
A todo esto, el dichoso pueblo no hay manera de encontrarlo en el mapa. Debe ser una aldeílla insignificante y, para más inri, en ruinas. ¿Qué más dará que tengan o no gorriones los tejados de sus casas si están ya a punto de derrumbarse? No me explico cómo me he podido meter en este berenjenal. Me he ganado a pulso lo que los gorriones me han coreado la pasada noche, o su actual ninguneo con esta insólita huelga de picos cerrados y parpados caídos. Tanto tiempo deseando que comieran arroz de mis manos y, cuando lo consigo, en lugar de regocijarme con el grato cosquilleo de sus picos, voy y los encierro. No sé cómo yo, que me jacto de llevar la contraria por sistema, me he dejado arrastrar por esa práctica tan en boga de las repoblaciones. Y el colmo es que tamaño embrollo sea para repoblar con gorriones un pueblo que ni siquiera figura en el mapa…
«Tenéis muchísima razón, soy un miserable traidor…». Dudo que me hayan comprendido, pero enseguida lo harán. Pongo la jaula al lado de la ventana, les abro la puerta y… «¡Salid todos! ¡No tengáis miedo! ¡Sois libres! ¡Salid, salid…!». ¡Ja!, lo que me faltaba: no se fían de mí ni un pelo y no se atreven a abandonar la pajarera. De estar en su plumaje, también yo desconfiaría. «¡Venga, pajaritos, salid que esto no es otro engaño! ¿Veis?: la puerta está abierta y yo lejos de la jaula; podéis salir cuando os apetezca…». ¡Ya salen, ya salen…! ¡Qué gusto verlos volar de nuevo y poder escuchar su «chip, chip, chip» sin sentirme culpable!
En qué estaría yo pensando cuando se me metió entre ceja y ceja la extravagante idea de repoblar con gorriones molineros un pueblo que está abandonado y que ni siquiera figura en Google Maps... Ojalá sean olvidadizos y no me guarden demasiado rencor por esta metedura de pata. Sé que al principio solo algún valiente se atreverá a picotear la comida que yo les ponga en el alféizar; lo hará, además, con desconfianza y será un visto y no visto. Pero yo seré paciente, muy paciente. Todo lo paciente que haga falta hasta conseguir que los gorriones coman otra vez arroz de la palma de mi mano.